Capítulo 16
–Qué agradable verlas a las dos –dijo Waldron con una gran inclinación.
–¿Dónde está la princesa Margaret? –preguntó Adela, atónita.
Isobel hizo una mueca.
–Seguro que está en su alcoba, a punto de acostarse y se asombraría mucho si supiera que nos ha mandado buscar. ¿Qué quieres de nosotras, villano?
Waldron parecía divertido.
–Lo que más querría, señora avispa, es poder educarte el tiempo suficiente como para enseñarte cuál es el lugar de una mujer en esta vida.
–En verdad, muchacha –dijo con suavidad el abad Mackinnon–, una mujer más prudente no le hablaría con tanta impertinencia a un caballero. Mostraría más respeto y dejaría de lado la hostilidad, pues los buenos modales son la mejor defensa de un comportamiento educado.
Isobel le mantuvo, severa, la mirada y dijo, con calma:
–"El camino de los justos es una luz resplandeciente'; según le oí decir una vez, milord abad. Si está aliado a este hombre, puede que sea porque ignora su gran iniquidad.
–Palabras tan malévolas corrompen los buenos modales –sentenció con severidad el abad.
–Pero la verdad prevalecerá –replicó ella, agradecida por única vez del arraigado hábito de la tía Euphemia de citar versículos de la Biblia y de cualquier filósofo cuyas palabras le gustaran. Isobel reconocía las citas bíblicas cuando las oía y si el abad Verde la atosigaba con ellas, ella también lo haría de la misma manera.– Este hombre me tomó prisionera hace muy poco tiempo y me amenazó con permitir que todos sus hombres hicieran conmigo lo que quisiesen –continuó–. Usted una vez se dijo amigo de mi familia, sir. ¿Aprueba un trato tan perverso de sus amigos?
Waldron exclamó:
–Basta de esta farsa. El abad Mackinnon sabe que yo sirvo a la causa de Dios, a la Iglesia y a su santidad el Papa. Por lo tanto, no puedo haber cometido un pecado.
–Si tu dios te perdona lo que haces, entonces no es mi dios –contestó Isobel.
Adela contuvo la respiración.
–¡Isobel, eso es sacrilegio!
–Por cierto que sí –dijo el abad–. Más todavía, Isobel, Waldron tiene razón. Dios perdona a todos los que batallan en el nombre de Cristo y de su Iglesia, y Él desea que le digas a Waldron todo lo que desea saber.
–No le diré nada –replicó Isobel, altiva.
–Sí, muchacha, me lo dirás –dijo Waldron–. De una manera o de otra.
–Misericordia –dijo Adela, aterrada–. ¡Dile, Isobel!
–Aunque pudiera no le diría nada, pero no puedo porque ni siquiera sé de qué hablan.
–Esto no nos llevará a ninguna parte, milord abad –dijo Waldron–. Llévese a lady Adela de la habitación unos minutos. Yo hablaré en privado con lady Isobel, porque creo que podré convencerla de decirme lo que quiero saber. Si no puedo, debe traer a lady Adela y veremos si ciertos métodos míos, más persuasivos, pero aplicados a ella, no la hacen hablar a su hermana.
Isobel miró al abad para ver si esas palabras tan ominosas lo convencían de la maldad de Waldron, pero, si es que habían surtido algún efecto, ella no vio señales. Era evidente que Hector y su merced tenían razón y que el abad Verde había perdido hacía tiempo cualquier pretensión de santidad... si es que alguna vez había tenido alguna.
Mackinnon tomó a Adela de un brazo y ella, sin duda respetando todavía su investidura –si bien no al hombre mismo–, se dejó sacar de la habitación sin más que una mirada de impotencia por encima del hombro a su hermana.
Mientras los observaba alejarse, Isobel se separó apenas de Waldron y se movió para poder introducir la mano en el corte de la pollera y la enagua a fin de alcanzar la daga. Pero, conmocionada, vio que no había ningún corte, porque el traje se lo había mandado a hacer Mairi. Como le quedaba bien, y en su prisa por vestirse para la comida, Isobel no recordó hacerle el tajo. Sintió un escalofrío de miedo y se volvió para enfrentarse a Waldron.
–Ven aquí, muchacha, y veremos cuán valiente eres –dijo con una sonrisa que, ella estaba segura, emulaba a la del mismo diablo.
Ella levantó el mentón y enderezó la espalda.
–No te tengo miedo –respondió, y esperó poder convencerse a sí misma también. Mientras se mantenía firme, desafiándolo con la mirada, se preguntó por un segundo si Michael confiaba lo bastante en ella como para creerle cuando le explicara que Adela y ella no habían salido solas de la sala... si sobrevivía para contarle.
Irritado, Waldron avanzó hacia ella, y ella retrocedió, paso a paso, sin apartar los ojos de los de él, hasta que chocó con la pared.
–Ya ves, querida, no hay escape –dijo él con otra de esas espantosas sonrisas cuando ella miró desesperada a derecha e izquierda y no vio ningún arma, a excepción de dos candelabros de pared con unas velas que ardían–. Ahora comenzaremos.
Michael hablaba con tranquilidad con Hugo y el supremo almirante en la mesa alta, cuando Isobel y su hermana mayor salieron de la sala. Las vio irse, pero reparó en la librea de St. Clair de su acompañante y volvió a la conversación. Pensó que habían decidido visitar la torre donde se hallaba el retrete o incluso dar un paseo afuera para disipar el efecto del licor, como hacían muchos.
Hugo estaba a su derecha; Lachlan, a su izquierda y Hector Reaganach, al lado de Hugo. Hector había conversado con el caballero sentado a su derecha, pero en un determinado momento se volvió y miró a Michael.
–Creo que viste salir a tu primo hace unos minutos con nuestro irritante y rebelde abad –susurró.
–Vi salir a Waldron y a otros de su mesa –respondió Michael–, pero no vi salir al abad. Aunque es cierto que, al no llevar vestido clerical, se mezcla con la multitud.
–Sí, pocos que no lo conozcan bien reconocerían en Fingon que él es un hombre de la iglesia, ni siquiera en nuestra casa –dijo Lachlan–. No solo porque no obedece los dictados de Roma en su vida personal, dado que hace años que vive con la misma mujer y ha tenido varios hijos, sino que siempre viste costosos ropajes de cortesano. Además, como has observado, no tiene reparos en desobedecer una orden real y sale de la Isla Sagrada cuando quiere. Me parece que cree que su merced morirá o ese es su deseo. Sé que, para ti, tu peor enemigo es Waldron. Pero yo creo que tendrías que prestarle más atención al abad.
–Lo haré, muchas gracias –dijo Michael.
Hector iba a decir algo, pero Lachlan lo interrumpió para preguntarle a Michael si había reconocido al gillie que le había hablado a Isobel.
Michael frunció el entrecejo.
–¿Él se dirigió a ella? Yo di por sentado que ella había mandado buscar un guardia de los St. Clair para acompañarlas a ella y a Adela adonde fuera que querían ir, pero las vi cuando ya salían del estrado. No alcancé a divisar su cara. ¿Tú lo viste, Hugo?
–No, porque desde acá no veía a Isobel ni a Adela, a menos que me inclinara mucho. La altura de Hector Reaganach le da una ventaja sobre nosotros, los mortales más reducidos.
Un escalofrío en la nuca hizo que Michael se parase, pero habló con calma y dijo:
–Creo que voy a dar un paseo, señores, si me disculpan.
–No, muchacho, iremos todos –dijo Hector, inclinándose para tomar la famosa hacha de batalla del clan Gillean de debajo de la silla.
–Tú ve ––dijo Lachlan y sonrió con pereza a su mellizo–. Pero no vayan todos juntos. Es mejor que ahora se marchen sir Michael y su primo. Tú puedes seguirlos, pero sería mejor tener antes idea de qué dirección tomaron.
Hector asintió.
–Espera aquí, Hugo –intervino Michael–, mientras yo les pregunto a las señoras Mairi y Cristina si Isobel o Adela dijeron algo de sus intenciones.
Sin pérdida de tiempo se dirigió al final de la mesa de las mujeres, donde ambas le contaron lo que sabían. Cristina se preocupó, pero Mairi le dijo:
–No pudo haberles pasado nada con mi madre, pero, incluso aunque ya la hayan dejado, no debes preocuparte. Tu esposa es capaz de cuidarse y de proteger a Adela.
–En casi todas las circunstancias, yo estaría de acuerdo con usted, señora, pero no confio en mi primo. Si ha conseguido apoderarse de ella... –Se interrumpió porque su emoción comenzó con traicionarlo. Pensar en Isobel en manos de Waldron era demasiado.– Si me disculpan...
–Espera –dijo Cristina–. ¡No será capaz de hacerle nada! Ha de saber que Isobel tiene protectores poderosos.
–Yo me ocupo de que no le haga nada, señora, pero debo ir enseguida. –Con prisa, volvió adonde estaba Hugo y, mientras se inclinaba para recoger su espada y su vaina de debajo de su silla, le susurró–: El gillie le dijo que la princesa Margaret las había mandado buscar. Lady Mairi sostiene que a ellas les pareció extraño porque había dejado la sala con intenciones de retirarse y rara vez ve a alguien después de la comida.
Entonces Hugo se levantó, buscó su espada y se acercó a Michael.
Michael le dijo a Hector que primero buscarían a las mujeres en la habitación de Waldron, después de lo cual no perdieron un segundo en salir de la sala. Una vez lejos de la gente, ambos deslizaron por la cabeza y sobre el pecho la larga correa de cuero de las vainas, y se colocaron las espadas en la espalda, para poder desenvainarlas con rapidez por sobre del hombro.
–Si vinieron por aquí, ¿Isobel no se habría dado cuenta de que iban en una dirección incorrecta? –preguntó Hugo cuando un gillie les indicó un ala del palacio en el extremo opuesto de sus habitaciones y de las de la princesa.
–No, ¿cómo iba a saber? –preguntó Michael–. Llegamos, fuimos directamente a nuestra habitación y Henry vino a vernos. Isobel no tiene idea de dónde se aloja la princesa y habría seguido con total confianza a cualquier gillie que creyera de los nuestros.
Subieron de prisa la escalera caracol hasta el nivel siguiente y tomaron el corredor al que daba esta.
–No puede ser por acá –concluyó Michael un momento después–. Estas puertas están demasiado juntas. A menos que cada habitación tuviera dos entradas, Isobel no creería jamás que Henry hubiera alojado a su merced en un lugar tan pequeño. Además, está demasiado silencioso. –El corazón le latía como si hubiera corrido a gran velocidad una distancia importante.
–Ve al piso superior –dijo Hugo–. Yo seguiré aquí para estar seguros y luego te seguiré. Supongo que Hector Reaganach estará con nosotros en cualquier momento.
Michael no esperó a oír más, se volvió y corrió hacia la escalera, subió los peldaños de piedra de dos en dos esperando no encontrarse con Waldron en el camino. Como la mayoría de las escaleras de ese tipo, el constructor le había dado la ventaja al espadachín diestro que estuviera arriba y no al invasor que subiera. Es decir, que doblaba en el sentido contrario al de las agujas del reloj, lo cual hacía que la mano de la espada de Michael se encontrara contra la baranda de soga engrasada. Un hombre que bajara, con la soga a su izquierda, podía apoyarse contra la pared y utilizar así la porción más ancha de los peldaños, dejando libre la mano de la espada.
Michael emergió en el piso de arriba y vio que las puertas estaban más separadas entre sí. Además, el corredor era más ancho y tenía una serie de ventanas altas en la pared exterior que daban al patio. Los huéspedes más importantes se alojarían allí y no en el piso inferior. En realidad, la única señal de que esta era la casa de un obispo y no la de un noble adinerado era la fuente de agua bendita al final de cada corredor, para los huéspedes de su eminencia.
En el momento en que Michael corría por el pasillo, lady Adela salía de una habitación cerca del final. Se la veía conmocionada. Un hombre alto con cabellos grises hasta los hombros salió tras la joven, mientras la tomaba del brazo izquierdo de una manera que la mayoría de las personas consideraría inapropiada para alguien que no fuese íntimo de ella. No la soltó mientras cerraba la puerta a sus espaldas y fue entonces que se volvió hacia Michael. Era el abad.
Aunque se sintió tentado de desenvainar la espada, Michael resistió el impulso y dejó la mano a un lado del cuerpo, mientras los observaba acercarse. Sabía que Waldron tenía un oído muy agudo, por lo que no quiso hacer ruido hasta que no pudiera evitarlo. La luz dorada y llena de motas de polvo que arrojaba el sol a punto de ocultarse, hacía muy improbable que el abad lo hubiera reconocido o que temiera a un hombre que se acercaba a ellos. Con lady Adela la cuestión era otra. Ella lo reconocería de inmediato.
Así fue. Él lo vio en sus ojos, pero ella no dijo nada. De todos modos, era probable que estuviese nerviosa o que le hubiera dado algún tipo de señal a su captor, porque este vaciló. Llevaba una daga larga, enjoyada, en la cadera izquierda, lo que le indicó a Michael que el abad era diestro. Pero, aunque Mackinnon movió apenas el arma para que la empuñadura le quedara más al alcance de la mano, lo hizo con la izquierda, dado que con la derecha sujetaba con firmeza el brazo de Adela.
"Qué descuidado", pensó Michael. Waldron no habría cometido semejante error. Rogó que el abad pensara que Adela había vacilado al ver a otra persona en el corredor y que estuviera más pendiente de que ella no gritara o pidiera ayuda que del caballero solitario; Michael siguió hacia ellos.
Oyó rápidas pisadas en la escalera, se dio cuenta de que era Hugo y, un momento después, vio que el abad abría grandes los ojos. Apartó apenas la mano cercana a la daga, pero no soltó el brazo de la muchacha.
Michael continuó como si no sucediera nada. Hugo también guardó silencio, pero supo, por las rápidas pisadas, que su primo avanzaba a sus espaldas.
Sin cambiar de expresión, continuó, yéndose hacia la derecha como para dar paso a la pareja que venía hacia él. Aunque evitó mirar a Adela, que iba cerca de la pared de la ventana, bien a la izquierda de él, vio que ella lo observaba con atención, al igual que a Hugo. Michael reparó en que, a medida que se aproximaban, la mano del abad se apretaba sobre el brazo de ella.
Sabía que había juzgado bien el momento y se preparó.
Dos zancadas después, su puño derecho salía proyectado desde su costado e iba a aterrizar en el mentón del abad. Mackinnon trastabilló hacia atrás y cayó tan rápido que Michael estuvo a punto de no sostenerlo. Entonces, la cabeza del abad pegó en el suelo con un ruido sordo y bastante alto, que hizo que Michael se volviera para mirar a Hugo con un gesto de pesar.
Hugo negó con la cabeza para indicar que descreía que el ruido hubiera sido lo bastante alto como para que lo hubieran oído. Tenía la mano izquierda levantada, con el índice sobre los labios, para recordarle a Adela que no hablara. Ella no había gritado cuando Michael le pegó al abad y ahora asintió sin ningún comentario, indicando que comprendía la situación.
Michael le indicó a Hugo que cuidara al cautivo y a la muchacha, se volvió y se dirigió en silencio a la puerta de la habitación por la que había salido la pareja. Se detuvo allí y desenvainó la espada.
Isobel oyó la puerta que se cerraba a sus espaldas y observó a Waldron con cuidado, tratando de olvidar todo lo que le había dicho Michael de la destreza de su primo y recordar lo que le había enseñado Hector Reaganach sobre cómo defenderse. Waldron era alto, musculoso y resultaba una clara una amenaza, pero Hector el Feroz era más alto, musculoso y, sin duda, más poderoso. En realidad, ella no le había ganado a Hector nunca, pero una vez, por accidente, lo había arrojado al suelo, al seguir sus instrucciones.
Sin que ella se lo dijera, sabía que la gran diferencia de tamaño entre los dos había causado esa absurda caída. En su momento, Hector, de pie detrás de ella, casi pegado, se había inclinado sobre ella y le había mostrado cómo tomarlo del brazo y del codo, y le había explicado cómo debía ubicarse. Mientras él hablaba, ella, de pronto, empujó con fuerza la cadera contra el muslo de él, de la manera que él le había enseñado hacía un momento. Para inmenso deleite y asombro de ambos, Hector pasó por encima de ella y aterrizó en el suelo.
Pero Isobel no podía esperar que Waldron cooperara de manera tan inocente. Ni ella le daría a voluntad la espalda.
Él estaba todavía a alrededor de un metro y medio cuando ella levantó el brazo, sacó una de las cuatro velas que había en el candelabro de pared a su derecha y se la arrojó.
Él la eludió, la dejó caer e incluso se tomó el tiempo necesario para apagarla, y dio otro paso hacia ella.
–No te acerques –dijo ella mientras quitaba otra vela–. No te tengo miedo.
–Pues deberías tenérmelo, muchacha –respondió él, sombrío–. Tendrías que tenerme mucho miedo, porque yo ya estoy demasiado enojado por las molestias que me estás provocando. Si no dejas eso ahora mismo, no solo te castigaré por tu insolencia de hace unos momentos, sino que te haré lamentar la impertinencia de arrojarme esa vela.
Ella se dio cuenta de su ira, lo que la atemorizaba, pero su voz no le erizaba el vello de la nuca como el tono de Michael cuando estaba enojado. Waldron le recordaba más a su sobrino mayor, al hijo de Cristina, que, a los seis años, había tenido una rabieta con la esperanza de conseguir algo que deseaba, con su furia. Al recordar cómo había manejado Hector el incidente, deseó tener tres veces el tamaño de Waldron para poder tan solo azotarlo con una correa y enseñarle modales. A pesar de lo grave de la situación, sus labios se fruncieron ante un pensamiento tan ridículo.
–Por los clavos de Cristo, mujer, ¿osas reírte de mí? –preguntó Waldron, mientras acortaba la distancia entre ambos.
Ella levantó la vela con toda la fuerza que tenía, como le había enseñado Hector que usara la daga, pero Waldron atacó rápido como el relámpago y la hizo volar por los aires. La vela pegó en la pared y se apagó antes de que ella terminara de darse cuenta de que ya no la sostenía.
Él la agarró de la muñeca con tanta fuerza que la hizo gritar, la atrajo hacia sí y le dio una bofetada.
A ella le resonaron los oídos, pero su mano libre subió y pegó de costado, con fuerza, en la nariz de él, y tuvo la satisfacción de oírlo quejarse. Waldron levantó la mano para volver a golpearla, pero al oír un pequeño ruido en la puerta, la hizo a un lado y desenvainó la espada.
Ella cayó de costado, levantó la cabeza y vio a Michael en el umbral, sosteniendo su larga espada, listo para luchar. Michael no la miró. En realidad, pensó ella, ambos hombres se habían olvidado de su existencia. Con las miradas clavadas el uno en el otro, comenzaron a moverse en círculo, despacio, a la espera de que el otro atacara.
Ella pensó en gritarles que se detuvieran, para recordarles que estaban en la casa de Dios o, al menos, en una que estaba cerca de ser la casa de Dios. Pero se dio cuenta de que distraería a Michael y le daría a Waldron la oportunidad de matarlo, de modo que se calló la boca.
Apenas Michael vio a Waldron apartar a Isobel, su usual calma lo envolvió. Lo observó con atención y se preguntó qué era lo que más deseaba su primo: si el tesoro o la muerte de Michael. Si era lo primero, Michael podría tener una salida. Si era lo segundo... comprendió en ese instante de que no importaba de qué se trataba, porque, fueran las que hubieran sido las intenciones de su primo al principio, cuando las dos espadas se chocaran, Waldron solo pensaría en ganarle, pues así había sido siempre. Una vez que comenzaran, lo único que importaría sería la competencia.
Waldron amagó con dar un golpe, pero Michael lo esperaba y no se lo devolvió. En cambio, aguardó una fracción de segundo a que su primo se echara hacia atrás y entonces lanzó una estocada fuerte y directa. Pero la devolución vino con la misma velocidad y sintió que le vibraban los dedos y la espada cuando el acero sonó en el choque.
No quería matar a Waldron delante de Isobel y creía que no se vería obligado a hacerlo, porque Hugo oiría el ruido e iría. Solo debía repeler el ataque hasta entonces.
Este pensamiento lo intranquilizó, porque sabía que pensar así no era de buen augurio para su propia seguridad. Debía apartar por completo a la muchacha de su mente, tarea que ya había encontrado mucho más ardua de lo que hubiera esperado.
Un movimiento detrás de los espadachines hizo mirar a Isobel hacia allí y también, en ese momento, una pequeña puerta se abrió al final de la habitación.
–¡Michael, cuidado! –gritó ella.
Dos hombres entraron en la habitación, con las espadas desenvainadas, pero Michael pareció ignorarlos porque no apartó los ojos de Waldron.
–Yo me ocupo de él –dijo Waldron–. ¡Tomen a la muchacha!
Ella se puso de pie de un salto cuando los hombres se volvieron hacia ella y corrió hacia la puerta por la que había entrado Michael. Cuando Isobel llegó, Hugo apareció ante ella, la sujetó, la hizo salir y entró en la habitación con la espada en ristre. Hector estaba a corta distancia detrás de él, en el corredor, inclinado sobre el abad Verde, con sir Henry, nada menos, que los observaba con interés.
Hector terminó de atar un nudo, vio a Isobel y se incorporó. El ruido de metal de la habitación aumentó en cantidad y en volumen.
–Ay, rápido –exclamó ella–. Hay tres espadachines adentro contra Michael y Hugo.
Sir Henry sonrió.
–Por favor, muchacha, será un buen ejercicio para esos dos.
Hector ladeó la cabeza.
–Si no me equivoco, el ruido ya cesó. También parece que Fingon por fin reacciona, así que vigílelo, sir Henry, que yo iré a ver qué pasa.
Isobel vio que, a pesar de la confianza de Hector y del súbito silencio, este sacó el hacha de batalla de su sostén antes de acercarse a la puerta. En ese momento, Adela corrió a abrazarla, e Isobel pasó los siguientes minutos tranquilizando a su hermana.
–Todo sucedió tan rápido que apenas tuve tiempo de tener miedo –dijo–. Me pareció que tú terminabas de salir con el abad cuando llegó Michael. Es la primera vez que me alegré de que entrara como un fantasma.
–Sí, cuando quiere, se mueve como un espectro –dijo Henry.
–Pero corrió hasta la puerta –corrigió Adela–. Estaba blanco, Isobel. Creo que de verdad estaba asustado.
Con su ojo de lince puesto en el abad, sir Henry dijo:
–Lady Adela ya nos contó cómo las engañaron para venir aquí. Estoy muy disgustado de que las hayan tratado así siendo huéspedes en esta casa e, incluso, un miembro de mi propia familia. Te ruego que tengas la amabilidad de aceptar mis profundas disculpas.
–¡Ay, gracias a Dios, ahí están! –exclamó Adela.
Isobel ya los había visto. Sintió tanto alivio al ver a Michael sano y salvo que quiso correr a abrazarlo, pero no estaba segura de que él agradecería tal demostración de afecto, ni que le mencionara su preocupación previa. Había observado antes que los hombres parecen considerar ese tipo de comportamiento como un insulto a su capacidad. Más aún, ¿no había dicho él que ella no debía preocuparse nunca cuando él tuviera un arma en la mano?
Waldron y sus dos secuaces, desarmados, caminaban juntos, con Hector, Michael y Hugo detrás. Cuando se acercaron, Henry dijo:
–¿Se puede saber qué demonios has hecho, primo?
–¿Yo? –dijo Waldron, encogiéndose de hombros–. Será mejor que le preguntes a tu impulsivo hermano por qué osó golpear a un hombre santo que probablemente sea el más poderoso de la Iglesia en cualquier lugar de las Islas y las Tierras Altas occidentales.
En lugar de seguir el juego, Henry lo miró con astucia y dijo:
–Me parece que a ti también te golpeó, primo, ¿o estabas distraído y te diste contra una puerta antes de abrirla?
Waldron se ruborizó y le dirigió una mirada de maldad a Isobel.
Michael se acercó a ella y, al hacerlo, le rozó la mano con la suya.
Agradecida por su calor, ella le sonrió.
–Aunque es evidente, primo, que no quieres responder a mis preguntas –agregó Henry–, ambos han abusado de mi hospitalidad, lo que me hace pensar muy mal, milord abad, de su así llamada santidad. Un hombre santo no engaña a una joven para llevarla al peligro. Tampoco lo hace alguien que se considera un caballero, Waldron, y hasta el momento yo creía que tú al menos simulabas actuar como tal.
Waldron volvió a encogerse de hombros, y dijo:
–Hablas bien para ser un ladrón, Henry. Pero, como verás, los ladrones no prosperan.
Henry sacudió la cabeza.
–Michael me contó de tu fantasía, pero para aceptarla también debería creer que nuestro reverenciado abuelo era el ladrón en cuestión o... no... peor, ¿verdad? Si fuera cierta tu versión de los hechos, tuvo que haber pertenecido a una banda de ladrones. Pero sabemos, en cambio, que era un hombre honorable.
–No importa si creía que estaba protegiendo el tesoro de los templarios o lo estaba robando –exclamó Waldron–. Nuestro Papa actual, como sus predecesores, ha ordenado que cada objeto que haya desaparecido cuando los templarios huyeron de París debe ser devuelto a la custodia de la Iglesia. ¿Tú osas desafiar a Su Santidad?
–El Papa no tiene poder aquí –dijo Henry con tranquilidad–. No creo que conozcamos el paradero de nada que pertenezca a la Iglesia de Roma. Lo que creo, no obstante, es que he llegado al límite de mi paciencia, Waldron. Ya no eres bienvenido aquí, ni en los castillos de St. Clair o de Roslin. No te echaré en este mismo momento, pero tampoco puedes andar a tus anchas por la casa.
–No tienes autoridad sobre mí –dijo Waldron.
–Ni sobre mí, por cierto – declaró el abad Verde.
–Ambos se equivocan –replicó Henry con un tono duro y frío que Isobel no le había oído jamás–. En Orkney, caballeros, yo soy la única autoridad.
Waldron rió.
–Por mi fe, Henry, ni siquiera eres príncipe de Orkney todavía, ¡y no lo serás hasta el domingo, en tu preciosa ceremonia!
–Vuelves a equivocarte, primo. Soy príncipe de Orkney desde el segundo día de este mes, cuando el rey noruego me proclamó en forma oficial en Maestrand, Noruega. La ceremonia fue pequeña porque su merced, el rey Haakon, así lo prefirió, y también porque no podíamos esperar que muchos de mis nuevos súbditos viajaran a Noruega. De todas formas, estuvo de acuerdo en que se celebrara una ceremonia mucho más importante aquí, para que el pueblo de Orkney pudiera conocer a su príncipe, comprender con claridad los deberes y privilegios de su posición y darle la bienvenida. Y eso se hará el domingo en la catedral. Sin embargo, ya tengo el poder de acuñar moneda y legislar. Del mismo modo, es mía la potestad de impartir justicia. Así que, si vuelven a provocarme esta noche, será a su riesgo.
Michael observaba a Waldron con cautela, sabía que su primo era capaz de moverse con rapidez y que no necesitaba tener un arma en la mano para ser letal. Era evidente que no había sabido del viaje de Henry a Noruega y también que, una vez enterado, la noticia le desagradó. De todas maneras, se mantuvo impertérrito. Sus dos secuaces parecían más tranquilos de lo que era de esperar dadas las circunstancias.
–¿Qué piensas hacer con nosotros, Henry? –preguntó Waldron.
–No quiero provocar un escándalo, hecho que ocurriría si los echara a ti y a tu lord abad a la mazmorra, suponiendo que su eminencia el obispo tenga una – contestó Henry–. No obstante, tu comportamiento me disuade de confiar en ti y en que no crearás más problemas, aunque quisieras prometérmelo. ¿Lo harías?
–No lo creo, no.
–Exacto. De modo que apaciguaré mi desagrado confinándolos a los cuatro en habitaciones separadas y bajo estricta vigilancia. ¿Sí, Michael? –agregó, aunque este todavía no había hablado.
–Creo que eres demasiado indulgente –respondió Michael–. Sería mejor buscar un lugar de confinamiento más imponente y seguro. El abad ya ha desafiado órdenes del supremo rey de los escoceses y del lord de las Islas, que establecían que ambos debían haberse mantenido recluidos en su Isla Sagrada.
–Es probable que ni el rey ni MacDonald hayan puesto sus propios guardias para que no salieran de allí –contestó Henry–. Yo no cometeré ese error. Es más, creo que allí vienen mis hombres –agregó al oír ruidos en la escalera–. Antes de seguir a Hector Reaganach hasta aquí, tomé la precaución de hacer que el capitán de mi guardia reuniera a algunos hombres y los enviara detrás de mí.
Un momento después, diez hombres de Henry llevaban a los cuatro prisioneros con las manos atadas detrás de la espalda hacia la escalera. Ya que Henry y Hector los seguían, Michael decidió que bien podía quedarse con lsobel, que había observado el procedimiento con interés, pero que ahora lo miraba temerosa.
Lady Adela, por otro lado, miraba con furia a Hugo, que se había demorado y que escogió ese preciso momento para decirle algo a la joven. Ella levantó el mentón en forma similar a como lo hacía Isobel cuando estaba enojada y dijo:
–No tiene autoridad sobre mí, sir, y le agradeceré que lo tenga muy en cuenta.
En voz baja, Hugo volvió a hablar. Michael tenía oídos agudos y, aunque no alcanzó a oír todas las palabras, le pareció que su primo reprendía a la muchacha por haber salido de la sala con un solo gíllie desconocido como escolta. Miró a Isobel y se preguntó si ella temía que él le dijera algo similar.
Le sonrió.
La tensión, ligera e inesperada, que Isobel había sentido se evaporó, y ella se dio cuenta de que había estado esperando ver si Michael la reprendería como sir Hugo hacía con Adela. En ese momento, su hermana le dio la espalda al joven y echó a andar, furiosa, hacia la escalera.
–Un momento, milady –ordenó Hugo, severo.
Por encima del hombro, Adela dijo:
–No estamos casados, de manera que no tiene derecho a hablarme como si lo estuviéramos, sir. Es más, ¡yo no me casaría contigo aunque me lo rogaras!
–No temas, muchacha, que no lo haré –replicó él–. No pienso casarme en muchos años, pues hasta la Biblia dice que la mujer es redes; lazos, su corazón y sus manos, ligaduras. En cuanto a casarme con una arpía de lengua de víbora como tú...
Isobel observó, atónita, a su serena hermana que se volvió a la fuente de agua bendita, tomó la vasija de vidrio y arrojó su santificado contenido al airado rostro de sir Hugo.
Cuando el ofendido joven la tomó de un brazo, Michael se adelantó con rapidez, le sacó la vasija a Adela y apoyó una mano en el hombro de Hugo.
Adela miró a los dos hombres con chispas en los ojos, se soltó, se volvió y salió con rapidez hacia la escalera. Ahogando una carcajada, Isobel corrió tras ella.