Capítulo 4

Isobel oyó la voz familiar a lo lejos y a desgano volvió a recuperar la conciencia, parpadeando por la luz que entraba a través de la parte superior de la puerta.

–Adela, ¿eres tú? –murmuró.

–Isobel, ¿qué haces aquí y quién es este hombre?

–¿Qué hombre? –inquirió Isobel, mientras, desorientada, se restregaba los ojos pesados de sueño y se preguntaba qué hacía en ese duro suelo de tierra.

El recuerdo la invadió con una oleada de desolación.

Se sentó tan rápido que se mareó y, al mirar medio atontada la brillante luz del sol que entraba por la puerta, pudo distinguir, primero, la silueta de una figura encapuchada y, después, otra más alta.

Oyó la voz tranquila de Michael que decía:

–Tranquila, milady. Aquí no ha ocurrido ningún acto merecedor de condena. Lady Isobel se apiadó de un hombre herido y trató de ayudarlo, ignorando que, al hacerlo, se arriesgaba también ella.

–Pero si se ha puesto en peligro, ¿cómo dices que no ha ocurrido nada para provocar alarma? –preguntó Adela.

Preguntándose qué respondería Michael, Isobel se apartó el cabello de los ojos, sabiendo que se vería como si alguien la hubiera tomado de los pies y la hubiera sacudido, y también, por experiencia, que alela, aunque no condenara nada, sí objetaría su apariencia.Trató de alisarse la falda sin ser vista, pero la tenía enredada entre las piernas v sus movimientos llamaron la atención de su hermana.

–Dios nos proteja, Isobel, ¿dormiste con este hombre? –preguntó Adela, al mismo tiempo que empujaba la parte inferior de la puerta y  entraba sin más vacilación–. ¡Qué va a decir nuestro padre... no quiero ni pensarlo!

–¿Dónde está? –preguntó Isobel–. ¿Y por qué estás tú aquí, Adela? Eres la última persona que esperaba ver esta mañana.

–Dos desconocidos fueron a Chalamine –contestó Adela con una voz de desaprobación–. Dijeron que iban tras un hombre buscado por muchos delitos, y el que describieron bien podría ser este que está aquí –agregó, haciendo un gesto hacia Michael–. No obstante, no mencionaron que ni siquiera tenía camisa. Dijeron que había escapado con una mujer que decía ser hija de nuestro padre.

–¿Qué les dijiste?

–Nada. Yo no tengo la constumbre de hablar con desconocidos si está nuestro padre en casa. De haber ocurrido después de su partida, no habría sabido qué decirles.

–Bien, ya que tú y las niñas habrían ido con él, no habrías tenido que decir nada –dijo Isobel–. Porque irás a Orkney, ¿no?

–No lo he decidido –dijo Adela–. Sidony y Sorcha deben ir, por supuesto, si Sorcha consigue no enfurecer a nuetro padre antes de entonces; creo que la tía puede ir. Si va, entonces ella puede cuidarlas. A cambio, pensé ir a visitarte a Lochbuie, ya que todavía no dijiste qué piensas hacer. Pero no es necesario que hablemos de eso ahora. En realidad, si como sospecho, este asunto termina mal, tanto nuestro padre como Hector Reaganach, sin duda, me prohibirán visitarte.

Los ojos de Isobel se habían acostumbrado a la luz; vio entonces que Jan MacCaig había entrado en la choza y estaba de pie junto a Michael. Pensó que Adela tenía razón con respecto a algo. No era momento de hablar de acontecimientos futuros que no tendrían la menor importancia, sobre todo, si los villanos los encontraban y los asesinaban antes.

Y le dijo a Michael:

–Muchos isleños viajarán a Kirkwall, en las Islas Orkney, la semana próxima. Asistirán a la ceremonia que se realizará en la gran catedral por la proclamación de un escocés en un principado noruego. Creo  que hasta el lord de las islas piensa ir. Pero Adela tiene razón al recordarnos que debemos ocuparnos del presente antes que del futuro. ¿Qué hacemos?

Adela intervino.

–Por favor, Isobel, ¿quieres arruinarte? ¡Tú volverás a casa conmigo, por supuesto!

–No puedo ––dijo Isobel–. ¿No te explicó lan cómo llegamos aquí?

–Farfulló no sé qué tontería sobre unos hombres que te perseguían y dijo que tú querías que nuestro padre enviara una escolta armada para protegerte. Pero después dijo que los dos forasteros eran tal vez tus  perseguidores y que no debíamos hacer nada que atrajera su atención. No sòlo me pareció que un ejército era algo excesivo para protegerte de dos   individuos, sino que tantos hombres juntos saliendo de Chalamine  habrian llamado la atención y, como Ian no quiso responder a ninguna de las preguntas que le hice –al menos, no de una manera sensata –, pedí que me trajera aquí.

IsobeI entendió que su posición en el suelo la ponía en una clara desventaja, así que se levantó y se sacudió la falda. Pero, aunque estaba de pie y se sentía menos vulnerable al desagrado de Adela, seguía sin tener idea de qué hacer.

–¿Los forasteros se interesaron en ti? –le preguntó a Ian.

–No, milady. Yo andaba con la cara que pone mi padre cuando quiere que la gente crea que es tonto, y no se metieron conmigo. Nosotros, lady Adela y yo, salimos por la puerta del lago esta mañana mientras todavía había niebla, caminamos por el despeñadero, pasamos por la aldea de Glenelg y llegamos aquí. No nos vio nadie.

Isobel miró a Michael, que no había pronunciado palabra desde que le había dicho a Adela que se tranquilizara sin ni siquiera explicarle por qué.

El le devolvió la mirada en silencio.

–No podemos ir ahora a Chalamine –dijo ella.

El asintió.

–¿Y Mackenzie? –preguntó ella–. Podríamos ir a Eilean Donan.

–Sí, seríamos bien recibidos y mi criado está allí –dijo él–. Pero es demasiado lejos para ir sin caballos y continúan las dificultades de las que hablamos ayer. Es seguro que Waldron ha dejado hombres a fin de interrogar a cualquiera que se acerque a Eilean Donan. Lady Adela, usted dijo que dos forasteros habían estado de visita en Chalamine, ¿está segura de que eran solo dos?

–Dos entraron en el castillo –contestó Adela–. Pero uno de nuestros muchachos dice que vio a otros dos que se quedaron vigilando el camino que atraviesa Glen Mòr. Por eso, Ian y yo nos escabullimos en la niebla y escogimos la ruta por la que vinimos.

–Si se enteran de que salieron a escondidas –dijo Isobel–, los interrogarán en el camino de regreso y querrán saber dónde estuvieron.

–¡Yo no les diría nada, aunque tuvieran semejante insolencia!

–Por favor, Adela, se darían cuenta enseguida de que ocultas algo y te lo preguntarían.

–¡Por supuesto que no!

Isobel negó con la cabeza y dijo, más despacio:

–Tú eres incapaz del menor engaño, querida mía, mucho menos de mentir.

–Pero mis asuntos no les incumben; eso les diría.

Isobel le hizo un gesto a Michael.

–Cuando yo me topé con ellos, lo estaban azotando con un látigo. ¿Y si te hicieran lo mismo?

Adela empalideció, pero murmuró obstinada: –No se atreverían.

–Sería mejor que los evitara, milady –dijo Michael–. No tienen mucho respeto por el sexo débil. Ella vio solo a cuatro –le dijo a Isobel–. De modo que faltan dos. En realidad, ni siquiera sabemos cuántos son en total, sólo vimos seis.

–Si piensas que podrían estar esperando en Chalamine para interrogar a Adela, deben de haber puesto uno o dos hombres aguardando tu regreso a Eilean Donan.

–Sí, y al menos uno para vigilar el... el lugar donde me atraparon.

–Pero, ¿quiénes son? –preguntó Adela dirigiéndole una ríspida mirada–. Sólo nos dijeron que buscaban a un delincuente peligroso. _Cómo sé yo que eso era falso?

Él le devolvió la mirada con su usual calma.

–Solo puede ofrecerte mi palabra. No tengo idea de cómo probar nada, si ni siquiera sé de qué podrían acusarme. Yo no hice nada.

–¡Pero ni siquiera sé tu nombre! ¿Por qué debo confiar en ti?

–Porque es un caballero, un huésped de Eilean Donan –dijo Isobel. Mientras hablaban, ella había estado pensando y se le ocurrió que Mackenzie hablaría a favor de Michael. Casi sin darse cuenta de que estaba expresando su pensamiento en voz alta, dijo–: Iremos a Lochbuie.

–¿Cómo llegarán? –preguntó Adela–. ¿Y cómo te animarás a semejante viaje?

–Me gustaría que dejaras de preguntar cómo puedo hacer esto o lo otro y de predecir mi ruina –exclamó Isobel–. Alcanzar un lugar seizuro es la única necesidad ahora y esto no admite leyes salvo su proFra prioridad.

–Dudo que Hector Reaganach o nuestro padre estén de acuerdo –contestó Adela cortante–. Pero te conozco, Isobel. Harás lo que te plazca.

 Lady Adela ha formulado una buena pregunta –dijo Michael–. ¿Como llegaremos a Lochbuie? El barco que me llevó a Eilean Donan esta alli, en el puerto, inalcahzable, y creo que cuanto antes podamos eludirlos, mejor.

–Un barco es la menor de nuestras dificultades –dijo Isobel–. Solo tenemos que cruzar el canal, desde la bahía Glenelg hasta Kyle Rhea, donde parientes de MacDonald, que también son amigos de mi padre, nos harán llegar sanos y salvos a Lochbuie. Adela puede decirle a mi padre dónde hemos ido y tal vez Jan también pueda ir a Eilean Donan a contarles.

–Si, milady –dijo Ian, servicial–. Por supuesto. Aunque como mi padre no volverá con los animales hasta esta tarde, yo sólo podría ir despuès de su llegada.

–Eso estaría bien –dijo Michael–. Sería bueno, creo, hacer todo con la mayor discreción posible. También hay que pensar en la seguridad de lady Adela.

–Ordené que avisaran a mi padre que estaría fuera casi todo el día visitndo colonos –dijo Adela–. Dudo además de que yo pueda correr algún peligro real, ya que esos hombres no me conocen. Cuando llegaron, pidieron hablar con nuestro padre. Y cuando él les informó que Isobel había salido temprano a cabalgar y que no había regresado aún, dijeron que esperarían. Pasaron la noche, pero ya se deben de haber ido.

–Creo que debemos partir ya –dijo Isobel–. Han de ser bien pasadas las tres, de modo que la mañana se está yendo y todavía tenemos que encontrar un camino para cruzar el canal.

–Perdón, milady –dijo Ian–. Estuve pensando en lo que dijo: que pediría ayuda a los parientes de su merced en Skye. Mi papá tiene una barquita pesquera que puede servirles, con cuatro remos y vela tarquina. Está varada entre la bahía y Ardintoul.

–¿No tenemos que pasar por Glen Mòr para llegar allí? –preguntó Michael.

–No, sir, porque hacia el norte de aquí hay una huella que lleva derecho a la bahía. Es un poco empinada, pero es por donde, casi siempre, vamos mi papá y yo.

–Ellos estarán vigilando por si cruzamos a Kyle –dijo Michael.

–Es menos probable que nos vean por allí que si cruzamos por Glen Mòr –dijo Isobel impaciente–. Tampoco estaremos mucho tiempo en el agua, porque cruzaremos por la parte del estrecho de la bahía yhacia el norte. La corriente es fuerte en esa parte y nos arrastrará al lago Las si no tenemos cuidado, pero hoy hav mucho viento, como ayer, y sopla desde el norte, lo que nos ayudará.

–Pero, ¿no nos seguirán? –preguntó él.

–La barca de Matthias está varada cerca del estrecho, de manera que podremos entrar en el agua sin que nadie nos vea. Puede que nos descubran y comiencen a perseguirnos, pero en Skye no tendrán caballos y nosotros sí. También contaremos con los hombres de su merced para protegernos.

–Sí, pero...

–Por mi fe, esos hombres no pueden cabalgar por todas partes sin que nadie se los impida, en especial en Skye o en las tierras de Macleod o de Mackenzie. Apenas salgan de Chalamine, llamarán la atención más de lo que les conviene, y si allí hay solo dos esperándonos, no se arriesgarán a enojar a mi padre.

Él frunció el entrecejo y asintió.

–Haremos lo que sugieres, muchacha. Ian, ¿puedes describirnos cómo encontrar tu barca? No queremos dejar sola a lady Adela aquí para que tú nos lleves.

Adela se opuso.

–Estaré a salvo. Nadie osará hacerme daño.

Michael frunció el ceño, haciendo que Isobel evocara de inmediato la mirada que tanto le había recordado a Hector Reaganach enojado.

Apretó los dientes y trató de controlar la impaciencia.

–Adela –dijo–, lo que hemos dicho es cierto. Todos corremos peligro. Esos hombres creen que Mich...

–Será mejor que vaya con nosotros –terció Michael–. O tal vez prefiera ir con Ian a Eilean Donan. Me doy cuenta de que se parece muchisimo a ti, lady Isobel, y si los que nos han visto la reconocen...

–Pero, como dijiste, aquí no tenemos caballos –señaló Isobel – Adela tendría que ir todo el camino a pie y volver a Chalamine.

–Vamos, muchacha, no creerás que Mackenzie la haría volver caminando –dijo él, con una sonrisa–. Allí estaría segura y los vigìas con los que se encuentre no le impedirían el paso, lo que no sucederìa con cualquiera de los que pueda se encontrar desde aquí a Chalamine.

–Igualmente, es demasiado lejos. Además, mi padre creerá que toda sus , hijas lo abandonan –dijo Isobel con una sonrisita irónica.

–Tiene razón, señor –dijo Adela, que era evidente que hasta ese momento no había pensado en Macleod. Isobel también vio que su hermana se había dirigido con mayor formalidad a Michael, como ella también había hecho por intuición desde el principio.

–Nuestro padre se enojará –dijo Adela, sintiéndose desdichada.

–Se enojará más si alguien te hace daño –dijo Michael.

Sonó un silbido a lo lejos e lan se volvió, alerta.

–Ese es mi papá con los animales. –Y agregó, mirando el sol–: Vino antes.

La mirada de Isobel se encontró con la de Michael.

–Matthias es de confianza –dijo ella–. Lo conozco de toda la vida.

–Yo también –aseguró Adela aliviada–. Matthias sabrá qué hacer, y dudo que apruebe que te vayas a cualquier parte con este hombre, Isobel.

Isobel suspiró consciente de que era probable que Adela tuviera razón.

Unos minutos después vieron la manada, dos perros que corrían hacia delante y hacia atrás y el robusto pastor que venía con ellos. Saludó con la mano a Ian, que corrió a su encuentro. Matthias dejó al muchacho con las ovejas y los perros y marchó hacia ellos.

Para gran asombro de Isobel, no pareció sorprendido al ver a sus huéspedes.

–Que Dios nos bendiga, milady, cómo me alegro de verte a salvo –dijo con una mirada de curiosidad a Adela y una más inquisidora a Michael.

–Por favor, Matthias, ¿cómo podías saber que estuve en peligro?

Los claros ojos azules relampaguearon bajo las espesas cejas canosas.

–Has vivido aquí toda la vida, así que no tendrías que hacer semejante pregunta. Me encontré con un muchacho que subía de la cañada cuando yo bajaba de las pasturas altas. Me dijo que había oído que unos forasteros buscaban en la cañada a la hija de Macleod y a otro extranjero. Como la única de las hijas de Macleod que sale sola eres tú, milady, pensé que, si sabías que te buscaban, podrías haber venido a mi choza. Pero admito que me sorprendí al ver a lady Adela. El muchacho no dijo nada de ella.

–Vino a buscarme, Matthias –dijo Isobel–. Esperábamos que nos  prestaras tu barca para cruzar a Kyle. Queremos pedirle a los parientes de su merced en Kyle Rhea que nos lleven a la Isla de Mull, donde estaremos a salvo.

–Sí, allá estarán seguros–dijo él–. Se está levantando viento, así que creo que irán mejor con dos remeros que con uno solo.

–¿Entonces vas a enviar a Ian con nosotros? –preguntó Isobel–. Admito que había pensado en cómo haríamos para devolverte la barca.

–No, muchacha, no tenías que preocuparte por eso, porque Gowrie de Kyle Rhea me la enviaría de vuelta –dijo Matthias–. Pero estoy evaluando en ir yo mismo, si lo permites. También tengo otra sugerencia –agregó y parpadeó–. Tenemos ropa extra en ese baúl. Ian debería haberte dado una camisa –le dijo a Michael–, pero puedes tomar una mía. Y si no te parece mal, estoy pensando, milady, que llamarás menos la atención en el agua si te cubres el cabello y vistes un par de pantalones de Ian.

–¡Isobel, ni se te ocurra semejante disparate! –exclamó Adela. De haber necesitado aliento, esas palabras bastaron para Isobel. –No seas tonta –dijo–. Es una excelente sugerencia.

–Ah, claro, bien sé que no sería la primera vez –dijo Matthias, con una sonrisa cómplice

Ella le devolvió la sonrisa.

–Sabes demasiado, viejo. ¿Ese baúl? –preguntó señalando un arcón de mimbre que había contra la pared opuesta a la puerta.

–Sí –dijo él–, y no te olvides de sacar una camisa para tu amigo.

Michael le tendió la mano a Matthias.

–Yo soy Michael –dijo– y te agradezco mucho tu ayuda.

El pastor se limpió la mano en el muslo y estrechó la de Michael.

–No olvidaré esto, Matthias MacCaig –dijo Michael, sonriendo–, ni lo que hizo el joven Ian por nosotros.

–Lady Adela debe esperar aquí con el muchacho hasta que estemos bien lejos –dijo el viejo–. La llevaremos a su casa sana y salva cuando yo regrese.

–Mi criado, Hugo, está en Eilean Donan –dijo Michael–. Debo avisarle que estoy bien y dónde puede encontrarme.

–Primero, los pondremos a ustedes dos fuera del alcance de esos forasteros –dijo Matthias.

Michael asintió, tomó la camisa que le alcanzaba Isobel y se la puso. Matthias encontró una prenda de cuero para él y los dos hombres salieron para que Isobel pudiera cambiarse de ropa.

Adela la ayudó, sin abrir la boca.

–No sé qué te mereces por esto –dijo–. Nunca conseguirás un esposo, Isobel, si continúas comportándote de esta manera.

–No quiero un esposo, y tú lo sabes–dijo Isobel–. Seré como la tía Euphemia para tus hijos cuando tú por fin te consigas uno.

Adela se había arrodillado para atarle a Isobel los lazos de las calzas, pero, al oír esas palabras, levantó la mirada, se mordió el labio y luego lanzó una carcajada.

Simulando estar ofendida, Isobel dijo:

–¿Qué? ¿No crees que sería una buena tía? Te diré que mis sobrinos y sobrinas me consideran espléndida.

–No lo dudo –dijo Adela, sofocando la risa–. Pero que te compares con nuestra tía dócil e incluso sabia es tan absurdo... –Sin poder dejar de reír, sacudió la cabeza e hizo un paquete con la falda y el corpiño de Isobel, que ató con un cordel que encontró en el suelo.

Isobel se alegró por la risa de Adela y deseó poder oírla reír con mayor frecuencia. Desde que Cristina se había casado con Hector, Adela se había ocupado de la casa de Chalamine y había envejecido antes de tiempo. Su risa le recordó a Isobel que Adela era apenas cuatro años mayor que ella.

–Debes ir a Kirkwall, Adela –dijo, con firmeza–. Yo iré, te lo prometo, pues nunca volveremos a ver un acontecimiento parecido en nuestra vida. El rey de los escoceses ha dicho que un príncipe noruego, aunque sea de otra nacionalidad de nacimiento, no puede exigir tratamiento real; en Escocia será un conde más. Pero en Orkney sera príncipe, por eso quiero ver la ceremonia, y tú no debes perdértela. ¡Además, piensa e en todslo los hombsqu que habrà; excelentes candidatos para maridos! Salvo los casados, claro –agregó.

–Yo pensaba que no querías un esposo.

–No quiero –dijo Isobel–. Pero tú sí, y conseguirás uno. Serás una excelente esposa para cualquier hombre y una buena madre para sus hijos.

–Que Dios te bendiga, ningún hombre me querrá. Ya perdí mi belleza y tengo poca elegancia.

Isobel hizo un ruido grosero.

–Eres una de las hermosas hijas de Macleod, como cualquiera de nosotras, y en cuanto a tu elegancia, te falta práctica, eso es todo. Hector y Cristina irán a Kirkwall, al igual que Lachlan, Mairi y nuestro padre. Y puedes estar segura de que la tía Euphemia también estará allí, porque dice que será un gran acontecimiento histórico. Por favor, si hasta Ian Dubh Maclean concurrirá porque pensará lo mismo que la tía. A èl le apasiona la historia.

 – Ian Dubh es el padre de Hector, ¿no?

–Sí y, aunque ha de ser casi tan viejo como su merced, no está decrèpito. Seremos una gran comitiva, te lo aseguro, ¡y viajaremos en una flotilla muy imponente!

–Será mejor ponernos en camino, milady –llamó Matthias desde afuera.

–Vamos –dijo Isobel, dándole un rápido abrazo a Adela.

 

Michael disimuló una sonrisa cuando lady Isobel salió de la choza con las calzas de cuero de Ian y una camisa demasiado grande. Se habìa puesto un cordel a modo de cinturón y se había dejado sus propias botas, que estaban deterioradas. Llevaba la capa en un brazo y el resto de la ropa en un paquete.

Matthias y él habían decidido que, por la seguridad de Adela y tambièn de Michael e Isobel, la hermana mayor iría con Ian, las ovejas y los perros a las pasturas altas. Más tarde, Ian y Matthias la acompañarían  a su casa o a Eilean Donan; entonces transmitirían el mensaje a Hugo.

Al informar a Adela de la decisión, Michael, antes de que ella pudiera negarse, agregó con gentileza:

–Estarás a salvo con Ian, milady. Nadie te buscará allí, y pocos te conocerán si es que se topan con ustedes, en especial si te trenzas los cabellos y tratas de actuar como una muchacha común. Has de saber cuánto te pareces a tu hermana. Yo me di cuenta enseguida de que lo eran, y lo mismo puede suceder con los que nos buscan. Los creo capaces de cualquier cosa y no debes arriesgar tu seguridad.

–¡Entonces tengo que ir con ustedes!

–Dos hombres y un muchacho en una barca de pesca cruzando el Kyle no llamarán la atención –dijo Matthias–. Otro asunto sería si ven a una mujer con nosotros. Además, tú no quieres ir a Mull. Tu padre se enfadará si lo haces.

–Pero podría regresar contigo. ¿No es igual de peligroso para Isobel?

–No tanto como lo sería con cuatro personas en la barca –dijo Michael–. Iremos más rápido siendo sólo tres, milady. Dudo de que las habilidades de los hombres que nos persiguen puedan igualar las de Matthias contra una corriente fuerte.

–¿Pero y qué hay de tus habilidades? –preguntó Adela–. ¿Tú no sabes nada de barcos?

–Lo suficiente, milady, para hacer lo que Matthias me indique –contestó Michael.

Ella lo miró enojada, pero no dijo nada. No obstante, seguía furiosa cuando Michael e Isobel la dejaron con Jan y siguieron a Matthias, que se había echado al hombro el paquete de Isobel.

Michael se sorprendió ante el rápido paso del hombre. Parecía no tener ningún reparo hacia la muchacha, y ella tampoco parecía esperar ninguno.

Lo había impresionado que ella el día anterior no se hubiera quejado por la pérdida de su caballo ni por tener que caminar. La muchacha parecía considerar la situación como una aventura, y él se dio cuenta de que, de haberse parecido más a su hermana, la de cabello rubio oscuro, él no habría pensado en otra cosa que en encontrarle un lugar seguro para dejarla mientras él se iba a las colinas con la esperanza de poder arreglar un encuentro con Hugo.

El hecho de que Isobel estuviera dispuesta a ayudarlo y que pudiera sugerir planes alternativos había facilitado las cosas. En rigor, de haber estado solo, sin comunicación con Eilean Donan, pronto se habría encontrado en una situación sin salida. Pero ella estaba decidida a llevar ese asunto a buen puerto y parecía capaz de hacerlo, de modo que el estaba dispuesto a permitirle que asumiera el mando. De hecho, no le gustaba la idea de separarse de ella, aunque estaba seguro de que la recepción en Lochbuie no sería lo que ella esperaba.

Llichael agradecía que Matthias no hubiera hecho ninguna pregunta sobre su identidad. Luego de aceptar la ayuda del hombre, no quería mentirle, pero tampoco compartir información si no era necesario. Como desde su nacimiento había aprendido a ser discreto, le era difícil quebrar ese hábito hasta en las mejores ocasiones, y ésta no era una de ellas.

Hacía rato que caminaban cuando Matthias aminoró la marcha y murmuró:

–Cuatro abajo, rumbo al sur, donde esta huella se cruza con la que bordea el agua.

–Sigan caminando –dijo Isobel–. Si nos han visto y nos detenemos, les llamará la atención. ¿Puedes ver quiénes son, Matthias? Es posible que sean hombres de Macleod.

–No, llevan dos estandartes, milady, como los que me describió el muchacho.

–¿Dos?

–Sí, me dijo que no conocía ninguno de los dos. Uno tiene una cruz blanca.

 

Isobel miró por encima del hombro y su mirada se encontró con la de Michael. Él no dijo nada y para cuando el pequeño grupo llegó a la costa, los jinetes habían desaparecido hacia Glenelg. Tomaron hacia el extremo norte del Kyle y encontraron la barca de Matthias varada  bajo unos árboles, en donde el frondoso bosque se topaba con la marca de la marea alta.

Del otro lado del agua y a la izquierda, la aldea de Kyle Rhea –apenas unas chozas diseminadas cerca de la costa– se extendía en paz al sol del mediodía.

Matthias arrojó el paquete de Isobel en la proa de la barca y dijo, con el mismo tono que usaba para dirigirse a Ian:

–Súbete, muchacho y apróntate para izar la vela apenas la levantemos. Tienes que hacerlo rápido, ya lo sabes.

Ella asintió y obedeció sin decir una palabra, moviéndose con agilidad hacia el mástil en el centro de la barca. Al notar la mirada de asombro de Michael, que la observaba, le sonrió, al tiempo que desataba nudos en la vela arriada y decía:

–He estado en barcos desde que aprendí a caminar, así que no estés tan desconcertado. Puedes confiar en que sé lo que hago.

–Hay una brisa constante –dijo él–. Sopla del nordeste.

–Sí, pero lo que necesitamos es un viento fuerte ––contestó ella, sin dejar de sonreír–. La corriente es caudalosa desde el sur, así que un viento del norte nos ayudará a pelearla mientras remamos. Dado que tenemos que recorrer menos de un kilómetro, dudo que nos arrastre al lago Alsh.

–Mantén la voz baja, milady –le advirtió Matthias con calma–. ¿Listo, sir?

–Sí –dijo Michael–. Adelante.

Así, entraron la barca en el agua, subieron de un salto, tomaroll los remos y los utilizaron para hacerla girar hacia la costa opuesta, mientras Isobel izaba la vela con rapidez y envolvía el cabo en la cornamusa. No les fue fácil ponerse en la posición adecuada, pero ambos hombres se las ingeniaron y pronto estaban remando con fuerza hacia la costa opuesta. Cada uno se ocupó de un par de remos ~ dio su alma en cada golpe, haciendo que Isobel se preguntara cómo podía Michael soportar el ejercicio cuando todavía debía de tener fuertes dolores.

Se agachó entre los dos junto al mástil por si el viento cambiaba y tuviera que mover la vela. El paño en un momento se henchía y al siguiente se sacudía ruidosamente a medida que la pequeña barca luchaba contra el agua turbulenta, pero avanzaban en forma sostenida.

A pesar de las gotas heladas que salpicaban y se colaban por la borda y la empapaban cada vez que la barca se movía, Isobel aferraba el inástil para que no se fuera al agua e inhalaba el fresco aire marino y sonreía más que nunca. Le encantaba estar en el agua, con peligro o sin el. Es más, si los forasteros miraban, estaba segura de que jamás sospecharían que el "muchacho" que había izado la vela tarquina con tanta destreza no era lo que parecía ser.

La barca tenía un timón en la popa, pero, sin una tercera persona que lo manejara, no era de mucha utilidad, aunque Matthias aprovechó la p rimera oportunidad para fijarlo en su clavija y atarlo en posición. Con el viento, la corriente tan fuerte y ambos remeros experimentados, la vela era más útil que el timón para un viaje tan corto.

La corriente era fuerte, los empujaba hacia el norte más de lo que el viento lo hacía hacia el sur, pero, de todas maneras, no pasó mucho antes de que pudieran llegar a la costa opuesta.

Michael fue el primero en bajar y le tendió la mano a Isobel. Cuando ella la tomó y se subió al banco para descender, Matthias exclamó:

–¡Miren allí!

Isobel miró por encima del hombro y vio un barco que venía desde la  bahía de Glenelg y se aproximaba a ellos a toda velocidad con al menos cuatro hombres que remaban con todas sus fuerzas.