Capítulo 6
– De hecho, sir –dijo Michael con sinceridad–, no tengo objeciones en casarme con lady Isobel si ella está de acuerdo. Creo que sería una excelente esposa para mí porque es la mujer más intrépida que he conocido, la más fascinante y la más hermosa. Pero ella ha dejado muy en claro que no desea contraer matrimonio nunca.
–Puedes dejar en mis manos el persuadirla.
Sin poder resistirse, Michael sonrió.
–Ella dice que sabe cómo manejarlo, sir.
Hector sonrió, sorprendiendo a Michael.
–¿Dice eso? Bien, lo veremos.
Más tranquilo, asombrado de la satisfacción que esas palabras le habìan provocado, Michael dijo:
–¿Podemos sentarnos, sir? Confieso que esta noche mi energía no e, la de siempre.
–No tenemos por qué quedarnos más tiempo aquí –dijo Hector–. Quería hablar contigo en privado solo porque, cuando Isobel dejo ver que no podía o no quería identificarte, quise impedir cualquier inclinación que pudieras tener a engañarnos y enterarme, en cambio, què te ha colocado en esta situación. Debes contarlo, pero puedes elegir entre confiar ahora en mí o hablar ante todos.
–Creo...
Hector lo interrumpió con un gesto.
– Te aconsejo lo segundo, porque no tengo ningún secreto con mi hermano y pocos con mi esposa. Lachlan y yo confiamos en Mairi, tambien. Y en cuanto a lady Euphemia, podemos enviarla a su dormitorio, si quieres, pero a pesar de que parece una parlanchina, no lo es.
–Le revelaré todo lo que pueda a usted, sir, y todo lo que usted piense que corresponda a los demás –dijo Michael–. Pero sigo creyendo que lady Isobel y las otras señoras deben conocer lo menos posible, para que mis enemigos no crean que saben lo que ellos quieren averiguar. Cuando se enteren de que he estado aquí, y sabrán, pueden sospechar que todos los que están aquí poseen esa información.
Hector frunció el entrecejo.
–¿Y quiénes son esos enemigos tuyos?
–Uno es mi primo Waldron de Edgelaw.
–No lo conozco.
–Es el hijo bastardo de uno de los primos de mi padre, que lo envió a criarse en Francia con una rama de nuestra familia, antes de permitirle el regreso a Edgelaw, cerca de Roslin, hace unos diez años. Waldron está resentido por nuestra riqueza y su posición más baja, a pesar de la generosidad de mi padre, de su primo y ahora de la de mi hermano. Cree que puede incrementar sus posesiones si ayuda a un enemigo nuestro de mayor envergadura.
–Que es...
–La iglesia de Roma –dijo Michael–. Su santidad el papa Urbano... como el papa Gregorio antes y otros también, cree que se ha tomado algo de la iglesia que debe ser devuelto.
–¡Por favor, muchacho, deja de hablar con acertijos! ¿Qué tomaste?
–Yo no tomé nada, sir, pues el incidente ocurrió hace casi un siglo. En rigor de verdad, ni siquiera sé qué es lo que falta – agregò Michael–. Toda la vida he sabido que guardamos un secreto, pero mi padre murió antes de contarnos lo que era. Hay rumores, sin embargo, de que existe un gran tesoro en juego y mi primo cree que yo conozco su paradero, pero juro por mi honor que no tengo la menor idea.
–Ya veo –dijo Hector–. En ese caso, entiendo tu preocupación. pero debemos volver con los demás o vendrán ellos. Ni siquiera mi hermano tiene la paciencia de quedarse allí sentado mientras tú y yo conversamos de esto en detalle. Te prometo que hablaremos más de este tema.
–Sí, sir, con gusto. Me vendría bien un aliado poderoso en este asunto.
–¿Ahora no tienes amigos?
–El único que sabe o sospecha todo es mi primo Hugo Robison, que ahora se encuentra en Kintail. Hice que le avisaran sobre mi paradero, de modo que espero que mañana o pasado mañana se aparezca por aquí. Le... le hice creer a lady Isobel que se trata de mi criado.
–Ya veo –dijo Hector–. Puedes llegar a lamentar mucho lo que le has hecho creer. No obstante, dejaré que tú te encargues de eso. Por el momento, te sugiero que nos cuentes a todos cómo la conociste, lo que puedas decir de cómo te ayudó y qué te trajo aquí. Podrás manejar cualquier inconveniente que surja en la conversación sobre estos puntos y vo te ayudaré cuando pueda. Si te enriedas, daré la conversación por terminada. Y, escúchame, muchacho, si la iglesia está involucrada en esto, estoy de acuerdo en que, cuanto menos sepan las mujeres de tu tesoro, mejor para todos.
Michael asintió, aliviado.
–Pero tendremos que contarles quién eres y sin vueltas.
–Sí, sir.
–Dado que le contaré a Lachlan todo lo que me has dicho a mí, quiero que sepas que es probable que él desee participar en cualquier conversación futura que mantengamos.
–No tengo objeciones.
–Entonces tú y yo estamos de acuerdo en el asunto de tu matrimonio con Isobel, pero ¿y tu familia? ¿Puede tener objeciones?
Michael mantuvo la severa mirada del otro.
–Mi hermano puede que tenga otros planes para mí, sir – dijo secamente–. A menudo ha sido así, pero hace meses que no lo veo y no hemos hablado de ninguna alianza en particular. En todo caso, yo soy dueño de mí mismo. La decisión de con quién me casaré es mía.
A Hector le brillaron los ojos.
–Me recuerdas a mí a tu edad, muchacho. Sin embargo, sir Henry es tu señor feudal, ¿no?
–Sí –dijo Michael–. Y, como tal, es dueño de mi lealtad. Pero hace mucho tiempo le dije que yo elegiría a mi esposa. Puede que escoja recordarlo, o no, pero eso no hará ninguna diferencia. En realidad, mi madre será más difícil que Henry, pero tengo la misma confianza en mi habilidad para manejarla que la que tiene Isobel en hacerlo con usted. Creo que mis antecedentes hablarán mejor que mis palabras –agregó, con otra sonrisa.
–Muy bien, entonces –dijo Hector tendiéndole la mano–. Ahora sólo tenemos que informar a Isobel del gran honor que la aguarda.
Michael siguió a su anfitrión de vuelta a la sala, pero, aunque sonrió al pensar en Isobel, no se sentía tan confiado como Hector. La muchacha había dejado en claro su posición.
Antes, cuando Hector y Michael salieron de la sala, Isobel los observó irse, prestando atención solo en parte a la explicación de Cristina sobre que la princesa Margaret había acompañado a Mairi y a Lachlan, porque MacDonald estaba enfermo y no sabían si podría viajar al norte con ellos para celebrar la proclamación del nuevo príncipe de Orkney.
–Como será una ocasión tan importante –dijo Mairi–, si él no puede asistir, acordamos que ella viajará con nosotros para representarlo. Y, dado que ya habíamos planeado pasar hoy la noche aquí, ella decidió venir con nosotros. –Sonriéndole a Isobel, agregó–: Me parece encantador que hayas podido regresar estando nosotros todavía aquí, querida mía. Te hemos extrañado mucho.
–¿Se te ocurrió pedirle a alguien que te trajera el equipaje? –preguntó Cristina.
–No traje equipaje–dijo Isobel, mientras se encogía de hombros y le devolvía la sonrisa a Mairi–. No tuve ocasión de empacar, Cristina, porque uno no empaca cuando se encuentra en el medio de una aventura. Quiero contarles todo, pero debemos esperar a que vuelvan Hector y Michael.
–Es rnuy buen mozo tu Michael –dijo Mairi.
–¡Mairi! –exclamó Cristina, mientras Isobel contenía el aliento.
–Que Dios nos ayude, señora –dijo lady Euphemia–. Confío en que estén bromeando. Nuestra Isobel no ha perdido a tal punto la conciencia de su propio valor como para creer que le permitiríamos casarse con un hombre como ese. Si es un... –Titubeó, sin encontrar las palabras.
–Es uno de los hombres mejor parecidos que he visto en mi vida –dijo Mairi. Guiñándole un ojo a su esposo, y agregó–: Sin contar a nadie presente, por supuesto.
–Eso espero –replicó Lachlan con una sonrisa llena de amor. Pero la expresión desapareció al volverse a Isobel–. ¿Dónde lo conociste, muchacha?
Isobel, que había estado a punto de declarar que no tenía intenciones de casarse con nadie, mucho menos con Michael, reconoció el mismo y falso tono gentil en la voz de Lachlan que tan a menudo habia percibido en Hector. Ahogó la negativa y dijo:
–Cerca de Glenelg, sir.
–¿Cuándo?
Deseó tener el coraje de decirle que no era asunto suyo, o incluso que nu quería explicar todo dos veces, y dijo:
–Ayer.
–¡Ayer! –exclamaron al unísono Cristina y lady Euphemia.
Isobel no pudo ocultar su molestia y miró con furia a Lachlan, pero se relajó cuando detectó un brillo divertido en sus ojos. De todas maneras, se preparó, consciente de que él había dado el primer paso de un interrogatorio más exhaustivo.
Cristina y lady Euphemia comenzaron a hablar las dos al mismo tiempo, a lo cual la segunda dijo, como justificación:
–Te ruego me disculpes, mi querida Cristina. Sé que tendría que sofrenar la lengua. Ella es tu hermana y tu hija adoptiva, por supuesto, de modo que eres tú quien debe exigirle que se explique.
Antes de que Cristina pudiera hacerlo, Mairi intervino, con una carcajada.
–Tengan piedad de la pobre criatura, las dos. ¿Quieren obligarla a que nos cuente todo ahora y que tenga que repetirlo apenas regresen Hector y su Michael?
–Seguro que Hector está oyendo toda la historia mientras nosotros esperamos –dijo Lachlan cortante.
–No, si sabe lo que le conviene –dijo su adorada esposa–. Yo quiero escuchar todo, sin que omitan nada. Ven a sentarte a mi lado, niña –agregó–. Tengo muchas cosas que contarte, y quiero que me hables de tus hermanas. ¿Cómo está Adela? ¿Todavía no se cansó de estar a cargo de la casa de tu padre?
Isobel suspiró, pero temió que los ánimos se caldearan antes del final de la noche y se sintió agradecida del temperamento más tranquilo de Michael. Sin embargo, mientras trataba de serenarse, se preguntó cómo podría él defenderse de cuatro personalidades tan inflexibles... cinco, contando a lady Euphemia. Su tía hacía tiempo que había abandonado la disposición mansa y sumisa que había tenido hacía años, cuando vivía en la casa de su hermano, en Chalamine.
Mairi pronto cambió la conversación a sus hijos y los de Hector y Cristina, recitándole a Isobel una serie de anécdotas muy graciosas que habían sucedido durante su ausencia. De ese modo, el tiempo pasó rápido hasta que regresaron Hector y Michael.
Mientras se acercaban al estrado, Isobel trató de adivinar cuánto había sufrido Michael por lo que fuere que Hector le había dicho. Él la miró a los ojos, pero, aunque sonreía y parecía ser el mismo hombre apacible de siempre, se lo notaba algo receloso.
Sin embargo Hector sonreía. Se acercó a Isobel y le apoyó con delicadeza una mano en el hombro derecho mientras les decía a los otro,
–Tengo excelentes noticias para darles. Sir Michael St. Clair, amo de Roslin y hermano de sir Henry St. Clair, que pronto será proclamado príncipe de Orkney, le ha hecho a Isobel el gran honor de pedir su mano en matrimonio. Yo he dado mi consentimiento y, por lo tanto, se casarán apenas podamos hacer los arreglos necesarios.
–No –dijo Isobel, tratando de levantarse de un salto y de poner las cosas en orden.
La mano de Hector permaneció firme en su hombro y la mantuvo en su lugar.
Su larga experiencia le había enseñado a Isobel que era inútil, incluso temerario, desafiarlo, por lo que, aunque muerta de rabia, permaneció inmóvil, mordiéndose la lengua para no gritarles a todos que no podían obligarla a casarse con nadie.
Lachlan se puso de pie, le tendió la mano a Michael y dijo, en un tono reflexivo:
–Te encontraba cara conocida, St. Clair.– Luego, mirando a Isobel con un humor mal disimulado, agregó–: Es un buen matrimonio el que propones, pero me temo que nuestra muchacha ni siquiera sabía tu nombre hasta ahora.
–No, milord, no lo sabía –admitió Michael, mirando a Isobel.
Ella no se animó a sostenerle la mirada. Quería levantarse de un salto y decirles, a él y a Hector, que pensaba que era una propuesta absurda, pero, con la mano de hierro de Hector aún aferrada a su hombro, eso era impensable. Vio que Cristina la observaba como queriendo decir algo, pero también guardó silencio, por lo que Isobel supo que no recibiría su apoyo.
La noticia, al parecer, había dejado sin habla a lady Euphemia.
Hasta Mairi estaba callada.
–Siéntate, muchacho –dijo Hector, animado, indicando un lugar junto a Lachman, mientras él tomaba su ubicación en un extremo de la mesa; de esa forma, su hermano y Mairi separaban a Isobel de Michael–. Sé que tienes mucho que contarnos, pero primero quiero presentarte como corresponde a la princesa Margaret, a mi señora esposa, a la señora esposa de mi hermano, y a lady Euphemia Macleod, tía de mi esposa.
Lady Euphemia recuperó el habla:
–Le aseguro que es un gran honor conocerlo, sir Michael, pero espero que perdone mi desconcierto... en realidad, nuestro desconcierto. ¿Y cómo puede ser, Isobel? –agregó, mientras su mirada iba de Michael a su sobrina nieta–. A decir verdad, como viajaron juntos hasta aquí, y sin el beneficio de otra mujer para que le diera aunque más no fuera una apariencia de decoro al viaje, debernos alegrarnos de que lo hayas hecho con un hombre que desea tomarte por esposa; de todas maneras, resulta muy impropio y repentino, ¿no? –les preguntó a los demás–. No quiero ni pensar en lo que dirá Murdo de todo esto.
Isobel estuvo a punto de sonreír al ver el rostro de Michael y recordó que tenía un padre que, además, era muy probable que tuviera mucho que decir sobre el matrimonio entre su hija y un hombre al que no conocía.
Volviéndose a Hector, dijo:
–No supondrás que mi padre se alegrará de tu idea. Tiene que dar su permiso.
Los ojos de Hector se entrecerraron de esa manera tan molesta que tenía él cuando no le gustaba algo que ella hacía o decía, pero esta vu a Isobel no le importó. Él trataba de determinar su futuro y ella tenía todo el derecho del mundo de decir lo que pensaba al respecto. Le sostuvo la mirada hasta que, para su sorpresa, la expresión de èl se suavizó.
–Cuando tu padre estuvo de acuerdo en que vinieras a vivir aqui, muchacha– dijo, con suavidad–, parte del acuerdo fue que yo tendrìa la responsabilidad de proporcionarte un esposo apropiado. De modo que ya dio su permiso ,y, dado que más de una vez ha dicho que te hemos malcriado más de lo razonable, dudo que se asombre demasiado si se entera de que tú te has elegido marido.
–¡No hice tal cosa!
–Sí que lo hiciste, Isobel –dijo Lachlan–. ¿En qué estabas pensando cuando viajaste hasta aquí en una galera llena de hombres con sir Michael como tu único protector?
Mientras ella pensaba la mejor manera de responder, entran, varios criados con bandejas desde la despensa y, con una mirada ceñuda hacia ellos, Hector dijo:
–Seguiremos hablando de ese viaje cuando los criados hayan terminado de servirles la cena a Isobel y Michael. Y creo que después los dejaremos contar desde el comienzo para que podamos enterarnos de toda la historia.
Esperó a que Isobel y Michael tuvieran los platos con pan, las bandejas con carne y verduras, y copones de vino ante sí. Entonces despidió a los criados y habló.
–Se hace tarde, así que pediré que comencemos ahora, y contigo, sir Michael, dado que sin duda tú sabes más que la muchacha sobre lo que sucedió.
–Sí, sir, algo más, pero lo único que puedo decir es que yo estaba visitando a un amigo en Kintail, que me contó de una caverna en la vecindad. Desde hace mucho me interesan las cavernas de modo que ayer de mañana, como me desperté temprano, fui a visitarla. Acababa de encontrar la entrada cuando seis hombres me atacaron, me tomaron prisionero y me exigieron que les diera cierta información que no poseo. Expresaban su descreimiento, cuando lady Isobel intervino.
–¿Qué información? –preguntó Mairi.
–Un momento –dijo Hector–. ¿Cómo fue que interviniste, Isobel?
Se hizo un inmenso silencio, mientras Isobel miraba su plato de pan y la comida, deseando que Michael hubiera demorado más en llegar a su parte en la aventura.
–Sabes cómo sucedió, milord –dijo lady Euphemia, con un suspiro–. Sola, cabalgando, estoy segura, como hace siempre que está en Chalamine... sí, y que es lo mismo que hacías tú, Cristina. No me digas que no.
–No, tía Euphemia, no lo negaré –dijo Cristina–. Por lo general, es seguro. ¿Qué pasó, Isobel?
Isobel le dirigió una mirada agradecida a su hermana y dijo, conmovida:
–¡Lo estaban azotando! Lo habían atado de los brazos, estirado entre dos árboles y le habían sacado la camisa. Los gritos me llevaron hacia el lugar. ¡Eran unos hombres horribles, seis en total!
–Dios misericordioso –exclamó Mairi–. ¿Te enfrentaste sola a seis hombres?
–Sí, por supuesto, pues estaban en tierras de los Macleod –dijo Isobel–. Pero cuando les ordené que se detuvieran, nos metieron a los dos en esa cueva espantosa, nos ataron y nos dejaron allí mientras iban a ver si yo había dejado un grupo de hombres armados cerca.
–En realidad, tendrías que haber tenido una escolta –dijo Lachlan con severidad.
–Que continúe la historia–dijo Mairi–. Es evidente que escaparon.
Michael sonrió.
–Sí, escapamos, señora, gracias a lady Isobel.
–Gracias a Hector –dijo Isobel, sonriéndole al caballero–. Tenía la daga que me regalaste, cuando cumplí trece, dentro de la vaina, en la pierna. La única dificultad radicaba en que no podía alcanzarla, con las manos atadas a la espalda y los tobillos también sujetos.
–Por mi fe, ¿cómo lo conseguiste? –preguntó Lachlan.
Cristina rió.
–¡No me digas que todavía puedes contorsionarte como hiciste hace años cuando casi mataste del susto a la pobre Kate!
Isobel le sonrió a Michael, que le devolvió el gesto.
–Es asombroso lo que uno puede hacer cuando la impulsa el miedo. Me pareció que los oía regresar.
Entre los dos relataron casi todo lo ocurrido, incluyendo la historia que Isobel le había contado a Donald Mor Gowrie; omitieron solo el interludio entre ambos en el barco.
–Ya ven, entonces –dijo ella, llegando al final–, cualquiera entenderá que hicimos solo lo que exigía la necesidad. Por lo tanto, no existe razón alguna para que yo me case con Michael, aunque haya viajado con él.
–Con sir Michael –la corrigió Hector de manera gentil.
Ella vio que Cristina hacía un gesto e intercambiaba una mirada con Mairi.
La princesa Margaret no había dicho una palabra, a excepción de una que otra exclamación de asombro o de horror, pero en ese momento dijo:
–Has de saber que eso no es pertinente, Isobel. Las palabras viajan con increíble celeridad aquí en las Islas, querida mía, y puedes apostar a que, pronto, todo el mundo se enterará de tus aventuras aunque más no sea porque las noticias relacionadas con el nuevo príncipe de Orkney están en el candelero.
–¡Pero los hombres de Gowrie no dirán nada! No, ni siquiera mencionarán...
Al darse cuenta de que se había permitido decir más de lo deseable, se detuvo. Miró a Michael y no se sorprendió al verlo inclinar la cabeza hacia abajo y ponerse una mano sobre los ojos. Parecía que se estaba mordiendo el labio.
–¿Qué cosa? –preguntó Hector.
–Nada –murmuró ella–. Nada.
–Estoy de acuerdo –dijo Michael despacio–. Nada en absoluto.
–Ya veo –dijo Hector.
–Bien, no importa –contestó Isobel, de manera enigmática–. No me obligarán a casarme con nadie. Lo siento, señora –se apresuró a decirle a Margaret–. No es mi intención faltarle el respeto, pero la ley de las Islas me dará la razón. Nadie puede obligar a una mujer a casarse si ella no quiere.
–Eso es cierto en toda Escocia, querida mía –aceptó Margaret–. Pero no piensas con claridad porque la cruda realidad es otra. Si la gente cree, como ocurrirá, perdóname por decirlo en forma brusca... si se enteran de que has estado tanto tiempo a solas con sir Michael, no sólo en esa galera, durante el viaje hacia aquí, sino también en la pequeña choza que mencionaste al pasar... –Hizo una pausa y agregó de prisa–: En palabras sencillas, has admitido haber pasado la noche con este joven y en la misma cama con él, por lo que sabemos y, como resultado, ningún otro hombre respetable te querrá por esposa, porque tu reputación de castidad ya ha sido destrozada.
–Pero yo no quiero ningún hombre –rezongó Isobel.
–Ah, eso no es todo lo que la pérdida de la reputación significa –dijo Cristina–. A ti te gusta ir a la corte, Isobel , y tomar parte en las actividades sociales. Pero si te permitimos que lo hagas después de esta singular aventura, la gente quedará impresionada y ofendida. Te dirían cosas muy desagradables, a ti y a nosotros.
–Entonces no iré a ningún lado –declaró Isobel–. ¡Prefiero estar arruinada que casada y esa es la verdad. ¡No quiero un esposo para toda la vida diciéndome qué hacer, qué decir y cómo pensar!
–¿Tú crees que los esposos hacen eso? –preguntó Lachlan.
–¿No es lo que intentan hacer casi todos? –preguntó su esposa.
Una mirada de él la silenció, pero él tampoco dijo más.
–Tendrías que perderte la proclamación del príncipe, Isobel –dijo Hector.
–¡No me importa!
Michael carraspeó.
–Perdónenme, todos, pero no quiero participar en la imposición obligada de mi persona a una novia reacia. Estoy más que dispuesto a casarme con lady Isobel, si ella está de acuerdo, pero no apoyaré ningún plan para obligarla a aceptar.
Sintiendo que se le llenaban los ojos de lágrimas, Isobel se puso de pie, hizo una reverencia en dirección a la princesa Margaret y se volvió ofuscada hacia la escalera.
–Ya que el asunto ha quedado claro –dijo con voz ronca–, les deseo a todos muy buenas noches.
Había dado apenas unos pasos cuando Hector ordenó con severidad:
–Todavía no, muchacha.
Ella se detuvo, pero no se volvió. Él se le acercó enseguida.
–Vamos a conversar, tú y yo –dijo, llevándola hacia la misma puerta por la que había conducido a Michael.
Michael la vio alejarse, maravillado ante la delicadeza del gran hombre que iba con ella. Aunque en todas las Islas los hombres le temían a Hector el Feroz, era evidente que las mujeres de su casa, no.
El padre de Michael mismo jamás habría tolerado que una de sus hijas le hablara con la franqueza con que lo había hecho lady Isobel, pero ni las dimensiones de Hector ni su temperamento descomunal la habían intimidado. Michael se preguntó si había, en verdad, algo que la asustara.
–No temas por ella, sir –dijo Mairi de las Islas–. No hará más que tratar de hacerle entender a qué se enfrenta si no se casa contigo.
–No temo por su seguridad, milady –aseguró él–. He visto a esa muchacha con una daga en la mano, considerando con toda calma asesinar al villano que la había apresado. Ella no me agradecería por creer que necesita ser protegida por un hombre.
–Por mi fe, sir –dijo lady Cristina con una sonrisa –. Creo que entiendes a mi hermana mejor de lo de ella se comprende a sí misma.
–No pretendo tal cosa, señora –respondió él, devolviéndole la sonrisa–. Tampoco hablé en vano antes –agregó con una mirada directa a Lachlan Lubanach–. Si lady Isobel no viene a mí de buen grado, me despediré de todos y tomaré rumbo Norte apenas lleguen mis hombres. Mi hermano me pidió que fuera varios días antes de su ceremonia, sin duda, para dar más envergadura a esta ocasión tan opaca.
–¿Te burlas del honor de la proclamación de tu hermano? –preguntó la princesa Margaret.
–No, señora, aunque confieso que yo no lo tomo tan en serio como él. Su merced, el real padre de usted, ha declarado que ningún hombre fuera de la familia real escocesa puede proclamarse príncipe dentro del reino de Escocia. Por lo tanto, Henry mantendrá el rango de conde de Orkney aquí, aunque retendrá el derecho del principado de emitir su propia moneda y ejercer autoridad judicial en sus dominios.
–¿Insistirá en que se le dé a sus hermanos tratamiento de realeza? –preguntó Margaret.
–Por merced –exclamó lady Euphemia–. Si lo hace, entonces nuestra Isobel será la princesa Isobel. Seguro que ella no lo pensó. ¡Vaya un honor!
–Así sería, al parecer –dijo Michael–. Ahora yo soy el heredero aparente, pero la esposa de Henry espera un hijo pronto y, además, una vez que el título de conde sea oficial aquí, mi título será solo lord Michael St. Clair de Roslin. Si lady Isobel acepta casarse conmigo, me temo que no será más que lady.
Su breve experiencia con Isobel le aseguraba que ella se mantendría firme y que, por consiguiente, sería más prudente aceptar con dignidad su negativa y dejarla ir. Sin embargo, la idea de tener a Isobel por esposa había calado en su imaginación más de lo que él creía, y deseó que ella pudiera ceder al veredicto de Hector Reaganach.
Se le cruzó una imagen en la mente de la posible reacción de Isabella de Strathearn ante semejante unión, en especial si él la presentaba en Kirkwall como un fait accompli justo antes de la ceremonia de proclamación de Henry. Ni siquiera el hecho de que el nombre de Isobel fuera parecido al de su madre pesaría a su favor.
Tal vez Isobel era más prudente de lo que ella misma sabía.
En la pequeña habitación que Hector utilizaba para atender a las visitas poco importantes de Lochbuie, Isobel lo observó con cautela mientras él cerraba la puerta, dejando afuera al resto del mundo.
Por lo general, conversaciones como la que estaba a punto de tener lugar la llenaban de temor, pues él era un hombre severo cuando algo le desagradaba e Isobel, gracias a su naturaleza independiente y su amor a la libertad, con el correr de los años, lo había irritado en varias ocasiones. Sus rezongos siempre la debilitaban, porque lo quería mucho más de lo que quería a su padre y odiaba decepcionarlo.
Pero un espíritu interior solía llevarla a defender su necesidad de ser ella misma. Lo había defendido contra cinco hermanas mayores, dos menores y el padre antes de ir a vivir a Lochbuie. A favor de Hector había que decir que no había tratado de cambiarla, solo de disciplinarla y de que aprendiera a cuidar de sí misma.
Así, en lugar de castigarla con severidad cuando ella le colmaba la paciencia, él le había regalado una daga, le había explicado cómo utilizarla y cuidarla, y le había enseñado además muchas otras cosas, casi igualmente útiles.
No obstante, él no toleraba que nadie lo desafiara, y esto era lo que ella estaba haciendo en ese momento, por eso sabía que debía estar nerviosa, como siempre, o quizá más. Sin embargo, se sentía aturdida, como si nada de lo que él le dijera o le hiciera pudiera importar.
Para sorpresa de Isobel, él no comenzó su discurso apenas se cerró la puerta, sino que la dejó esperando, de pie junto a la puerta, mientras él caminaba alrededor de la mesa. Tampoco habló enseguida: tomó la silla de respaldo recto, se sentó a horcajadas en ella, apoyó los brazos sobre el respaldo y se puso a observarla en silencio.
Con una mueca, ella miró el piso.
–No bajes la vista, muchacha –le indicó él.
Una lágrima le comenzó a resbalar por la mejilla a Isobel; empezó a moquear. Se le escapó un sollozo y se pasó el brazo por la cara para limpiársela, tratando de solucionar ambos temas de la manera más disimulada posible mientras lo miraba.
Él seguía observándola, con esa mirada penetrante de siempre. Él la conocía bien y ella se preguntó si sabría lo que estaba pensando, aunque ni ella misma lo tenía claro.
Deseó que él hablara, que terminara con el asunto de una vez por todas.
Como si la hubiera oído, él dijo:
–Tu fallida partida de la sala fue un poco impertinente, ¿no te parece?
Le dolía la garganta y las lágrimas que se le agolpaban en los ojos amenazaban con rebalsar. No se daba cuenta de por qué tenía ganas de llorar. Rara vez Hector tenía ese efecto sobre ella, al menos no hasta después de haberla reprendido o castigado.
–¿Qué pasa, muchachita? –le preguntó con suavidad–. ¿Qué te lastima tanto?
Ella tragó saliva, esforzándose por no volver a bajar la vista.
Él guardó silencio, esperando con paciencia a que ella hablara.
Al fin, respirando honda y temblorosamente, ella respondió:
–No lo sé. Tal vez estoy cansada. Dormí en un suelo duro anoche, aunque también dormí casi todo el viaje hasta aquí y... –Al recordar cómo y dónde se había despertado, dejó la frase sin terminar y sintió que le ardían las mejillas. Deseó que él no le preguntara qué recuerdo la hacía ruborizar.
–El matrimonio no es tan horroroso, Isobel. Yo no me imagino tratando de seguir mi vida sin tu hermana a mi lado. Está claro que el muchacho te quiere –agregó–. No hizo ninguna objeción al matrimonio. En rigor de verdad, si yo no lo hubiera sugerido, creo que lo habría hecho él. Se da plena cuenta de lo prudente de dicha acción.
–Yo no creo que él hubiera hecho ese ofrecimiento por iniciativa propia –dijo ella–. En mi opinión, es muy dócil, sir. Es más, acepta cualquier cosa que uno le sugiera. Para ser hombre, parece incapaz de tomar decisiones sobre lo que debe hacer. Siempre imagina que va a ocurrir lo peor, ¡siempre!
–¿Ah, sí? Confieso que no fue la impresión que me dio cuando hablamos. Pero, si tú lo crees... Te aseguro que me sorprende que no quieras casarte con él. No solo es, según tú, el opuesto de los hombres que dices despreciar como esposos, sino que él dijo cosas elogiosas de ti.
–¿Ah, sí? –el hecho de que Michael hubiera hablado bien de ella le hizo sentir un calor en el pecho, pero se obligó a ignorarlo–. Es un hombre amable, un hombre bueno –dijo–. Pero, aunque sé que amas a Cristina, he visto muy poco más como para recomendar el matrimonio, y yo no quiero casarme con un hombre solo porque él piensa que ha arruinado mi reputación y debe remediar la situación. Sé que tú piensas que hay quienes me rechazarán o se avergonzarán de mí, pero no me importa, yo soy feliz aquí. A los niños les encantará que me quede con ellos, así que no me molestará perderme la proclamación de sir Henry. Es más, Adela ha dicho que le gustaría visitarme. Tal vez digas que no podrá, pero...
–Yo no diré tal cosa, muchachita. Tus hermanas serán bienvenidas en Lochbuie cuando quiera que decidan venir.
–Gracias.
–¿Entonces tu decisión de rechazar este matrimonio es irrevocable?
–Sí, señor.
–Muy bien, puedes irte a la cama que yo presentaré tus disculpas a los demás. También le diré a sir Michael que tu decisión es firme. Dado que espera que sus hombres lo alcancen aquí mañana, me imagino que partirá enseguida.
–Sí –dijo ella y pensó que era típico de Michael hacer eso.