Capítulo 2
–Pero caramba! ¿Quién te desató? –preguntó el hombre, apareciendo sobre Isobel con la antorcha, lo que hizo que ella se cubriese los ojos y deseara que no se la acercara.
–Yo misma –dijo, bajando la mano con que se tapaba los ojos y sonriéndole. Era la persona que la había atrapado en el bosque–. No rne gusta estar atada.
–Por mi fe, que eres una belleza –dijo él–. Tengo debilidad por los cabellos rubios. Ven aquí a ver si me puedes convencer de hablarle a Waldron por ti.
–¿Lo haría, sir? –dijo ella, mientras llevaba la mano libre al pecho se inclinaba hacia él. La joven estaba sirviéndose de sus años de ir a la corte de las Islas para que le saliera con naturalidad la seducción con la mirada–. ¿Entiendo que Waldron es el nombre de tu jefe?
–Sí. –A él le brillaron los ojos feroces y extendió la mano hacia ella.
Ella dio un paso atrás, sin dejar de sonreír ni apartar los ojos de los del hombre, pero apretando la daga, lista, en la mano derecha y oculta detrás de su espalda.
Él la siguió, sonriendo al pensar en lo que le iba a hacer, aunque ella nunca llegó a enterarse de lo que sería, porque, cuando ya se preparaha para levantar la daga y asestar el golpe, una sombra silenciosa sur,lió de la oscuridad, se oyó un ruido sordo y el hombre se desmoronó hacia ella sin emitir sonido.
Ella pegó un salto para evitarlo y el hombre cayó al suelo y se quedó inmóvil. La joven levantó la mirada. Vio asombrada que Michael, al dar un paso hacia adelante en el momento en que el villano caía, habla conseguido, de alguna manera, apoderarse de la antorcha.
–¿Y ahora? –preguntó él, mirando a su víctima. Habló con la misma naturalidad con la que hubiera consultado cuál era el estado del tiempo.
Isobel hizo una mueca.
–Los otros han de estar cerca. Debemos darnos prisa.
–Estoy de acuerdo en que se impone la celeridad, señora, pero como ninguno de los dos sabe con precisión dónde nos encontramos o, por otro lado, dónde están los otros...
–Por mi fe, sir, sabemos que estamos en un lugar inadecuado del cual debemos salir lo antes posible. Al menos, debemos aprovechar esta antorcha mientras podamos para ver hacia dónde conduce ese estrecho pasaje y hasta dónde nos llevará el camino.
–No es posible hacer ambas cosas al mismo tiempo –contestó él–. ¿Puedo sugerir que me permitas sostener la antorcha mientras tú inspeccionas el pasaje? Estoy viendo que resulta infranqueable para un hombre de mi tamaño.
–¿Y él? –preguntó Isobel–. ¿Está muerto?
–¿Te afectaría?
–No. Es una criatura vil.
–Eso creí, pero confieso que me alivia comprobar que parece que respira.
–Eso solo significa que puede despertar en cualquier momento. Tendríamos que atarlo.
–Excelente idea–dijo él, pasándole la antorcha–. Lo haré si logro encontrar suficiente soga sin cortar.
–Ata algunos pedacitos juntos.
Él asintió y recogió los trozos más largos; con rapidez, ató al hombre. Después, recuperó la antorcha de las manos de Isobel y le indicó el estrecho corredor.
Una breve mirada reveló que no era más que un nicho.
–Podemos esconderlo allí –sugirió él con timidez–. No lo verán enseguida y, si tienen que buscarlo, desatarlo e incluso revivirlo, se demorarán al menos unos minutos. Si tenemos suerte, hasta puede que no lo vean y, por lo tanto, que ni sepan en qué lugar exacto nos dejaron.
–¿Puedes levantarlo? –preguntó ella–. Yo no te seré de mucha ayuda a menos que suelte la antorcha y, si se cae, volveremos a quedar a oscuras. No sé cuánto tiempo se mantendrá encendida. Ya está perdiendo fuerza. –Hizo un esfuerzo por hablar con calma a pesar del temor a que la profunda oscuridad volviera a engullirlos, pero no estaba segura de haberlo logrado. Le pareció que le temblaba la voz.
Él había comenzado a arrastrar al cautivo hacia la abertura y, si bien su método era rudo y desconsiderado, esto no preocupó a Isobel. Esperaba que al menos el villano sufriera tantos rayones y raspaduras al golpear contra las paredes de roca como había sufrido ella en sus poco gráciles contorsiones para liberarse.
La tarea terminó pronto y Michael dijo:
–Si me vuelves a prestar tu daga puedo cortarle un pedazo de la camisa y amordazarlo.
Ella se la dio, aguzando los oídos por si se acercaba el enemigo, temerosa de no oírlo a tiempo y apagar la luz antes de que ellos la vieran.
Aunque él trabajaba con rapidez y en silencio, ella se impacientó.
–Tal vez yo deba adelantarme un poco mientras tú concluyes con...
–No, muchacha, ya terminé. Yo llevo la antorcha, ¿de acuerdo? Puedo mantenerla bien alta e iluminar el camino para los dos si tú vas adelante, aunque no puedo evitar pensar que ellos nos seguirán.
–Por lo cual debemos apresurarnos –replicó ella, agachándose para recoger la capa–. Cuanta mayor distancia pongamos entre ellos y nosotros, más seguros estaremos.
–Pero no veo cómo podemos escapar, a menos que encontremos un túnel lateral. Incluso así, solo tienen que dividir el grupo para buscarnos en ambas direcciones.
–Cierto –dijo ella–. Por eso sería más prudente que buscáramos un escondite.
–Excelente idea, si puedes encontrarlo.
Ella suspiró, se contuvo para no hacer un comentario sarcástico, segura de su inutilidad, y se puso la capa. Feliz de contar con el abrigo, comenzó a andar con precaución por el pasaje. Como no avanzaba con la rapidez deseada, dijo, a modo de disculpa:
–Debemos pisar con cuidado. Sé poco de cavernas y la luz trémula de esa antorcha crea extrañas sombras que me oscurecen el camino. No quiero encontrarme de pronto arrojada al centro de la tierra.
Él no hizo ningún comentario, pero un momento después dijo, despacio:
–Mira a tu izquierda. ¿No te parece que hay una especie de reborde?
Levantó la antorcha y ella vio que, en efecto, parecía haber algo así, pero era muy por encima de su cabeza y demasiado cerca de donde sus captores los habían dejado para que encajara en su concepto de escondite.
–Es demasiado alto –dijo–. No podemos trepar allí y, aun cuando pudiéramos, nos verían.
–No si el reborde es lo suficientemente profundo –dijo él–. Si puedo subirte a mis hombros, creo que conseguirás dar un vistazo. ¿Te atreves a intentarlo?
–Creo que debemos avanzar lo más rápido posible y sacar más distancia entre nosotros y esos hombres espantosos. –Como él no respondió, ella dijo–: Está bien, pero no veo qué conseguiremos con que yo me suba allí arriba.
–Al menos podrás juzgar por ti misma si cabemos los dos.
–¿Y de veras crees que puedes subirme? Hace un momento me de
cías que casi no te podías mantener en pie.
–¿Y ahora quién es la que dice que no a todo? –¡Pero lo dijiste!
–Sí, lo dije, pero me asombra comprobar cuánta fuerza da el miedo en momentos corno estos –dijo él–. Vamos, veamos si lo logramos.
Con una facilidad asombrosa, la levantó para que pudiera sentársele en el hombro y la sostuvo mientras se apoyaba contra la pared, se levantaba y movía el pie izquierdo hacia su hombro izquierdo. Así pa rada, Isobel sintió una vertiginosa conciencia de lo impropio de su posición, pero él pareció no darse cuenta. Tomó la antorcha de la grieta en la que la había encajado mientras la sostenía y la levantó más arriba. El mentón de la joven quedaba a la altura del reborde, que era mucho más profundo de lo que había esperado.
–El espacio es lo bastante amplio para los dos –dijo–. De hecho, es más un estante que un reborde.
–No termina en el centro de la tierra, ¿no?
–No, alcanzo a ver la pared del fondo, pero no creo que pueda encaramarme hasta allí.
–Sostente del borde que yo te levanto de los pies.
Casi antes de que ella se diera cuenta de lo que él quería decir, Michael deslizó los pulgares debajo del arco de los pies de ella, le tomó con fuerza ambos pies y la levantó, de modo que ella pudo treparse al borde y al espacio más alejado.
Apenas lo hizo, la oscuridad volvió a cubrirlos. Contuvo el aliento, luchó contra el terror y gimió:
–¿Qué hiciste?
–Silencio –murmuró él–. Apagué la antorcha porque los oigo venir. Aléjate lo más que puedas del borde y, si te quitas la capa, la usaremos para taparnos.
–¿Pero cómo harás para...?
–Sshh.
Al oír las pisadas y el murmullo, ella se apartó del borde. Con mayor temor, se esforzó por calmarse, pero tuvo tan poco éxito que, cuando una gran mano le agarró la cadera, estuvo a punto de gritar. Lo único que se lo impidió fue el sobrecogedor terror que le paralizó las cuerdas vocales el tiempo suficiente para que se diera cuenta de que era la mano de Michael.
–¿Cómo subiste? –murmuró cuando recuperó el habla.
–Tuve mucho tiempo para estudiar la cara de la pared cuando te ,ivudé a subir –susurró él.
–¿La escalaste?
–Como no tenía a nadie que me ayudara, me pareció la única manera. Sin duda, el mismo miedo que me dio fuerza antes le puso ahora alas a mis pies.
El tono de sorpresa de él la hizo sonreír, pero casi no podía creer que hubiera escalado una pared tan lisa. Ni siquiera lo había oído.
Voces y pisadas más altas, que se acercaban de prisa, interrumpieron toda la distracción, y ella se apretó contra la pared trasera del reborde.
–Quédate al ras del suelo y préstame la capa –susurró él–. La tela oscura nos ayudará a ocultarnos, pero no estará de más rezar para que el túnel siga un kilómetro o más antes de terminar.
–No seas tonto –replicó ella–. Ya estoy rezando para que la tierra se abra y los trague a todos juntos.
–Las Parcas no serán tan bondadosas. Ahora, silencio y quédate muy quieta.
Un segundo después, él se había tendido junto a ella, muy cerca, a sus espaldas, tocándola. En realidad, se había tendido todo a lo largo del cuerpo de Isobel, y a ella le pareció ahora que él era mucho más grande de lo que había pensado. Él se acomodó y puso la capa por encima de los dos, de manera que ella casi no podía respirar. La joven abrió la boca para decírselo, pero la cerró cuando oyó una voz que reconoció: era la del jefe que gritaba furioso. Los villanos habían llegado al lugar donde los habían dejado y, seguramente, habían encontrado al hombre que Michael y ella habían atado.
Michael apenas se movió y se quedó inmóvil mientras ella pensaba que su cautivo podía haber recuperado el conocimiento a tiempo para oír a sus amigos y, aunque amordazado, podría haber gemido como para que lo oyeran. Incluso era posible que hubiera recuperado el conocimiento a tiempo para oírlos murmurar.
Este último pensamiento aumentó su terror, pero no se atrevió a hablar. Se preguntó qué había hecho él con la antorcha. ¿Y si la había dejado en la ranura o en el suelo?
Reprendiéndose por caer en las mismas inútiles preocupaciones que tanto le habían desagradado en él, decidió que no podía ser tan estúpido. Pero todo pensamiento cesó por completo cuando volvió a oír las voces, tan cerca que casi podía distinguir las palabras.
–¡Eres un tonto, hombre! –dijo uno–. ¿Cómo puede ser que una muchachita te gane?
–Te digo que estaba desatada cuando llegué aquí y a él no lo vi. Sin duda, él ya se había escapado y la dejó a ella para distraerme. Otra voz, la del jefe, dijo, cortante:
–Eres un idiota, Fin. ¿Te embobeció tanto una cara bonita que te caíste de frente y te pegaste en la cabeza? Tienes un chichón grande como un huevo de paloma.
–Debo de haberme tropezado –dijo Fin–. No recuerdo bien, pero me parece que ella tenía una mano detrás de la espalda. A lo mejor, llevaba una piedra.
Uno de los otros rió.
–Caramba, hombre, a lo mejor te echó un encantamiento también para que te pusieras de rodillas, así ella llegaba a esa cabeza dura que tienes.
–Silencio, todos –dijo el jefe–. Si uno estaba desatado, lo estaban los dos, y tú no conoces a nuestro hombre, Fin, si piensas que habría deiado que la muchacha se enfrentase sola a nosotros. Él te pegó, así que tienes mucha suerte de que el golpe no te haya enviado con nuestro Creador antes de tiempo. Ahora, a callar y a parar las orejas. No podrán escapar por este pasaje sin hacer ruido.
Michael sintió que la señorita Macleod se ponía tensa. Aunque, pensándolo bien, si su padre era un consejero de las Islas, ella era sin Luda lady algo Macleod y no señorita Macleod. Pero, cuanto menos se dijera de nombres en ese momento, mejor.
La muchacha no tenía idea de con quién se había tropezado, pero, o; urriera lo que ocurriese, le había dado un respiro del látigo y sólo –or eso él le debía ayuda y protección. De todas maneras, se habría sentido obligado a protegerla porque era mujer y a él le habían inculcado con insistencia desde el nacimiento que la defensa del más débil era uno de los deberes fundamentales de un caballero. Sin embargo, una muchacha tan intrépida como esta debía ser salvaguardada, aun cuando con ingenuidad cortejaba el peligro, o coqueteaba, aunque no fuera más que por un momento, con individuos de la catadura de Fin Wylie.
Sonrió al recordar su coraje, pero esperaba que fuera capaz de ignorar lo que pudieran decir Waldron y los otros de ella.
Con un movimiento mínimo y a modo de advertencia, le rozó con el dorso de la mano la cadera. No le sorprendió que se aflojara al instante. Excepto que, como rasgo de su temeridad, había salido sin una escolta adecuada, parecía práctica y sensata, y, por ello, una mujer atípica.
Ni bien se estiró junto a ella, había tomado la precaución de abrir con el dedo en el borde de la capa un pequeño agujero para mirar. Apenas los cubría desde la cabeza hasta antes de los pies y, aunque, los pantalones y las botas eran oscuros y estaban muy lejos del borde. Confiaba en que, si él y la muchacha se mantenían en silencio e inmóviles el tiempo suficiente, nadie los vería.
Pero Waldron tenía grandes intuiciones que acompañaban sus extraordinarias habilidades como guerrero. En lo que a él concernía, no podrían dar nada por sentado.
Isobel casi no osaba respirar. Los hombres allí abajo hacían silencio, como les había ordenado el jefe, y nada de lo que habían dicho antes indicaba que sospecharan algo, salvo que la presa se había escapado. Sin embargo, y sin tener idea hasta dónde los llevaría el pasaje, la joven no confiaba en que ella y Michael pudieran permanecer a resguardo.
Cuando las pisadas provenientes de abajo pasaron y se desvanecieron a lo lejos, y su compañero se movió, estuvo a punto de apoderarse de ella la tentación de sujetarlo y ordenarle que se quedara quieto. Se alegró de haberse contenido cuando él se volvió y murmuró muy bajito:
–Eran cinco.
Con el mismo cuidado, ella dijo:
–Yo oí solo cuatro.
–Sí, pero yo los vi: Waldron y otros cuatro.
–Entonces hay uno esperando afuera.
–Lo habrán dejado cuidando a los caballos.
–Sea lo que fuera lo que esté haciendo, no podemos salir de la cueva por donde entramos.
–Eso no lo sabemos –dijo él–. Sólo sabemos que ese no está con los otros.
–¿Entonces crees que debemos volver por ese pasaje?
–Con gusto consideraré cualquier otra sugerencia, señora, pero irnos por ese camino será más inteligente que seguirlos, ¿no estás de acuerdo?
Ella no podía contradecirlo, pero tampoco negar que la intuición le gritaba que se encontraban a salvo donde estaban.
–Podemos quedarnos aquí hasta que se vayan –sugirió.
–No, señora, pues, por seguro que parezca ahora, yo conozco bien a Waldron, y no se irá mientras crea que seguimos dentro de esta caverna. Cuando lleguen al final de ese pasaje y vuelvan, estaremos perdidos.
–Pero no tenemos luz. Además, ¿cómo volveremos a bajar?
–Bajaremos como hemos subido–respondió él.
Y, para su asombro, él se movió mientras hablaba, y un momento después Isobel se encontró sola en el reborde sin oír nada que no le indicara que él había sido un espíritu a su lado.
La oscuridad la angustió tanto que ella tuvo ganas de llamarlo para asegurarse de que no la había abandonado. Sentía como si el cuerpo se le hubiera vuelto de piedra, tan duro, que temió no poder moverse yse preguntó si alguien, cientos de años después, la encontraría – a ella o al montoncito de polvo que sería para entonces – todavía tendida. Cuando él murmuró desde abajo, estuvo a punto de morirse del susto.
–No me atrevo a mostrar una luz –dijo él–, pero si te deslizas hasta el borde y te dejas caer de este lado, oiré dónde te encuentras y, si caes, creo que puedo impedir que te lastimes.Trata de encontrar un apoy–o para los pies a medida que pasas el borde hasta que yo pueda sujetarte de los pies.
–Pero no veo nada –rezongó ella.
–La otra opción es que te quedes escondida mientras yo trato de escapar y de traer ayuda –dijo él–. Si prefieres eso...
–¡No! Haré lo que dices. –No tuvo ni que pensarlo. Moría de ansiedad por la luz del sol y la libertad.
Casi se arrepintió al acercarse al borde, pero, sabiendo que la rapidez era esencial, se obligó a yacer sobre el estómago y dejar los pies y las piernas colgando en el vacío.
La falda se le enganchó en la áspera pared de roca, pero la ignoró y se concentró en encontrar apoyo hasta que pudo acomodar los antebrazos y los codos. Así quedó solo con los hombros y la cabeza por encima del reborde; el resto de su cuerpo colgaba pesado.
–Un poquito más, que te alcanzo –dijo él.
Se preguntó cómo sabía él dónde ella estaba y murmuró una breve plegaria para que el Todopoderoso no la dejara caer sobre él, matándolo o lastimándolo. Luego, apretó los dedos de los pies contra la cara de la roca y se dejó deslizar. Cuando se le resbaló un pie, contuvo el aliento, pero una mano fuerte lo tomó y lo sostuvo, y un momento después ella estaba junto a él, sobre la tierra firme.
–¿Dónde está la antorcha? –susurró.
–Allá, pero no nos servirá de nada porque no tenemos modo de encenderla. Además, aunque pudiéramos prenderla, sería demasiado peligroso.
–¿Pero cómo veremos por dónde vamos?
–Puedes seguirme, muchacha. El piso de este pasaje parece bastante parejo si confiamos en nosotros mismos. Mantendré una mano en la pared de la derecha y, si quieres, te llevaré a ti con la otra. Vamos.
Ella hizo lo que él sugería porque no se le ocurrió nada mejor que proponer y porque estaba segura de que en cualquier momento oirían a sus perseguidores. La mano de él, sobre la suya, se sentía cálida y fuerte, y ella la apretó con fuerza, poniendo la otra en la cadera derecha de él, evitando la piel desnuda de su cintura. Él tenía razón, pensó, al creer que el miedo le da a uno poderes que en general no posee.
Él avanzaba como si viera a la perfección y, aunque al principio ella se encontró tropezando tras él, resistiendo la velocidad y la dirección de su andar, después de chocar contra una y otra pared un par de veces, desarrolló, aunque sin poder ver, conciencia de sí misma y de la proximidad que los unía. Entonces sí fue fácil confiar en los movimientos de él y en los propios.
Sólo una vez oyó voces a sus espaldas, pero el sonido venía de una distancia considerable. Volvió a concentrar la atención en su propio avance y, en menos tiempo del esperado, vio el resplandor mortecino y distante de la luz del día.
Sin pensarlo, ahora que veía, se soltó de la mano de él y avanzó para caminar a su lado.
–Quédate atrás, muchacha –dijo él–. Dudo que esté en la entrada, pero, si lo está, es más probable que nos vea si somos dos. Y pisa lo más suave que puedas. Este pasaje, como ya oíste, proyecta el sonido.
Ella estuvo a punto de discutir porque la luz del día era atractiva y no quería volver a hundirse en las sombras, pero supuso que su advertencia surgía de una tendencia masculina a la protección. La experiencia le había enseñado que, si ése era el caso, él resistiría cualquier opinión contraria, de modo que ahogó su protesta y pronto llegaron al arco de la entrada.
Se movió despacio y trató de ocultarse detrás de la protuberancia de algunas piedras; él miró hacia fuera.
–¿Y? –murmuró ella–. ¿Ves a alguien?
–No, pero para nosotros ha de ser un acto de fe cruzar ese claro.
–Ve –lo instó ella–. Dijiste que estaría cuidando los caballos.
–También estará vigilando por si se acerca algún jinete –contestó él–. Apuesto a que se ubicó cerca de la entrada del valle para ver si viene alguien a caballo de Glen Mor.
Al recordar la estrecha entrada al pequeño valle desde la ladera de la colina por encima del río Mòr, ella pensó que era probable que tuviera razón.
–¿Entonces cómo saldremos del valle? –preguntó ella–. ¿Te parece que podremos hacerlo?
La voz le sonó risueña.
–¿Sugieres distraerlo como lo hiciste con Fin Wylie, el hombre que vino a buscarnos?
–Podría funcionar –dijo ella–. Pero estoy segura de que es posible trepar a un árbol con la misma facilidad con que lo hicimos por la pared de la caverna. Aquí la mayoría tiene una fronda de verano bastante espesa como para ocultarnos.
–Si para ti es lo mismo, yo preferiría mantener la mayor distancia posible entre estos hombres y nosotros.
–Ah, bien, sería bueno llegar a Chalamine –dijo ella–. Allí los dos estaremos a salvo.
–¿Estás dispuesta a cruzar el claro? –preguntó él.
–Sí –contestó ella, haciendo caso omiso del miedo que le despertó la idea. De esta manera, y tanto para juntar coraje como por cualquier otra razón, sugirió–: ¿Correremos?
–Mejor caminar a paso constante, pero en silencio –dijo él–. Me reservo el correr para cuando la velocidad importe más que la elegancia o el silencio. En este momento, el silencio extremo me parece lo mejor.
Ella supo que en eso también tenía razón y lo siguió de buen grado. Él guió la marcha y atravesó el claro hasta la espesura de los árboles.
–Mi caballo no está –dijo ella–. Tampoco el tuyo, si es que tenías.
–No me extraña –contestó él–. Ambos son buenos animales; ellos no deben querer que anden sueltos por ahí o que regresen a nuestras casas sin nosotros.
–No debemos hablar más hasta que distingamos al vigía.
–Sí.
A pesar del peligro, al estar otra vez al aire libre, Isobel sintió algo muy parecido a la euforia. Los bosques ofrecían refugio y, por lo tanto, seguridad, pero no pasó mucho tiempo antes de que recordara lo estrecho que era el pasaje continuo al segundo claro. No imaginaba cómo podrían, sin peligro, pasar al hombre que estaría vigilando allí.
Cuando cruzaban el segundo claro, Michael inclinó la cabeza hacia ella y murmuró:
–Si quieres refugiarte detrás de uno de esos árboles, me fijaré qué puedo ver antes de seguir avanzando. No tiene sentido arriesgar la vida de los dos hasta no saber dónde está.
–Sería bueno que yo volviera a vigilar la entrada de la caverna, por si vuelven nuestros perseguidores –ofreció ella.
–Tal vez –dijo él, mirándola a los ojos por primera vez desde que habían salido de la caverna–. Pero, si bien debo admitir que tu razonamiento ha sido sólido desde el principio, no tenemos mucho tiempo para tomar decisiones. Por eso, alejarnos el uno del otro más de lo necesario sería... –Dejó la frase sin terminar, aunque continuó mirándola. Ella notó que sus ojos eran de un azul claro, del color del cielo.
–Ve, entonces –respondió ella–, pero date prisa. No podemos confiar en que les lleve mucho tiempo más revisar el pasaje.
Él desapareció antes de que la joven terminara de hablar y ella se volvió para mirar hacia el lugar de donde habían venido. Comprendió que cualquier árbol que escogiera para esconderse la ocultaría de una dirección, pero no de las otras, a menos que se trepara a él. Buscó un escondite mejor y eligió un bosquecillo de sauces junto al arroyo. Cerca del murmullo del agua no los oiría con facilidad pero ellos tampoco podrían verla.
No hacía más que un momento que él se había ido cuando volvió a aparecer, buscándola, nervioso. Ella se incorporó, él le indicó que se diera prisa y le dijo:
–Está en una roca, a cierta distancia, debajo del pasaje que da al valle que mira a Glen Mòr. De vez en cuando vigila hacia la derecha o la izquierda, pero nunca hacia atrás, así que pienso que cree que los problemas vendrán sólo del oeste o de Glen Shiel. Si nos apresuramos, podemos ir colina arriba y hacia el este sin atraer su atención. Si pasamos la cresta antes de que vuelvan los otros, estaremos a salvo.
– Pero, ¿y si...?
–Creo que perderán bastante tiempo buscándonos en la cueva, porque se dirán que no tuvimos ocasión de eludirlos y que debemos estar ocultos detrás de una roca o en alguna hendidura. Aunque, al final, se darán cuenta de que la cueva está vacía y saldrán a hablar con el sexto hombre. Por eso sugiero que no perdamos más tiempo y dejemos este lugar lo antes posible.
Su lógica volvió a dejarla sin argumentos, de modo que lo siguió cautelosa por la estrecha entrada, hasta que alcanzó a ver al hombre en la roca.
Como había manifestado Michael, el hombre fijaba la atención en la ladera de enfrente y muy de vez en cuando miraba hacia el este o el oeste. ¡Cómo le habría gustado ver a Hector Reaganach en ese momento dirigiendo un ejército de hombres de Lochbuie!
Así como estaban las cosas, no se atrevió a preguntarle a Michael qué ayuda pensaba él que podía venir de Glen Shiel. Se hallaban demasiado cerca del vigía para hablar y tenían que avanzar haciendo el menor ruido posible.
El joven se desplazaba como un gato; en realidad, como el fantasma de un gato: sus pasos no movían ninguna piedrita ni pisaban hojas ni ramas secas. Ella trataba de hacerlo con el mismo sigilo, pero sus pies resbalaban de vez en cuando en la empinada pendiente y no dejaba de mirar hacia atrás, por sobre el hombro, esperando que el vigía los oyera.
Él no se volvía.
Michael, además, se conducía con una velocidad engañosa, subiendo más y más por la colina, y alejándose del valle. Ella se preguntaba si él tendría idea de qué tipo de terreno los esperaba más allá de la cima. Aunque las alturas no eran tan imponentes como el Cuillin de Skye o el Cinco Hermanas de Kintail –unos picos serrados y escarpados que se veían desde arriba–, el paisaje era también empinado y rocoso. Era probable que él no considerara que estarían a salvo sobre un despeñadero, entonces, ¿adónde pensaba ir?
Lo siguió con facilidad y se mantuvo en silencio con inédita paciencia hasta que el paisaje desparejo los ocultó del vigía, que quedó abajo. Pero cuando supo que su voz no se escucharía, dijo:
–Pensé que nos dirigíamos a Chalamine, señor. Queda a apenas unos kilómetros al sur de aquí y ambos estaremos a salvo allí, te lo aseguro.
Él se detuvo, miró más allá de ella y luego, satisfecho de que el hombre de abajo no pudiera verlos ni oírlos, se sentó en una roca cercana. Sonrió con pena.
–Haré lo que te parezca mejor, porque tú conoces esta región mejor que yo, pero, si recuerdas bien, tú les dijiste dónde vives.
Fue duro recordar sus propias palabras, pero, incluso así, Chalamine siempre había protegido a sus ocupantes.
–Es un castillo resistente, señor, y mi padre es un hombre poderoso.
–¿Dónde está Chalamine?
–Sobre una colina en un extremo del lago, en nuestro valle. –Entonces está más bajo que los despeñaderos que lo rodean, ¿no es así?
–Sí –admitió ella, mientras su rápida inteligencia comprendía el problema–. Lo único que tienen que hacer es acampar en uno de esos valles y esperar a que salgas, ¿no?
–O a tener un plan para entrar.
Ella miró el sol, vio que había pasado el meridiano y suspiró.
–Todavía tienen horas por delante para buscarnos.
–Sí, de modo que hay que seguir avanzando, pero ¿seguimos hacia el este o cruzamos el despeñadero?
–El hombre vigila el extremo occidental del lugar a la espera de hombres de Glenelg, pero ¿sabes por qué no deja de mirar hacia el este, hacia el camino que lleva a Glen Shiel?
–Yo estaba alojándome con un amigo en Loch Duich –dijo él–. Tal vez el vigía tema que mi anfitrión envíe hombres a buscarme.
Ella levantó las cejas.
¿Quién es tu anfitrión?
–Mackenzie. Era amigo de mi padre.
Mackenzie de Kintail también era amigo de su padre y del señor de las Islas y de Hector Reaganach. Su lugar de residencia principal era el castillo Eilean Donan, ubicado en un islote donde el lago Duich se encontraba con el lago Long.
–Puede ser más difícil llegar desde aquí a Eilean Doinan que a Chalamine –agregó ella–. Esos hombres no buscaban nada bueno en la cueva, ¿qué demonio te llevó a seguirlos allí?
–Me parece que entendiste al revés.
–¿Ellos te siguieron a ti?
–Eso parece.
–¿Pero qué hacías tú allí? Estas tierras son de mi padre y yo nunca había oído hablar de esa cueva, ¿cómo podía entonces un forastero saber de su existencia?
Él se encogió de hombros.
–Kintail lo mencionó y yo hace mucho que tengo un gran interés en las cuevas, señora. Desde la infancia, he tenido sueños recurrentes sobre una en particular.
–Pero si Mackenzie sabe que viniste aquí, notará tu falta y...
Él sacudía la cabeza. Ella suspiró.
–No le dijiste adónde ibas, ¿verdad?
–No, y hace dos días mencionó la caverna, de modo que no va a recordar esa conversación. Me desperté temprano y no podía dormirin e, así que decidí ver si la podía encontrar. Mi... mi criado se dará cuenta en algún momento de que no estoy, pero puede pasar un buen rato antes de que eso suceda. ¿Se te ocurre algún lugar en los alrededores donde podamos escondernos hasta que llegue la ayuda?
Ella entrecerró los ojos.
–Sería mejor que me dijeras quién eres, señor. z0 debo llamarlo milord?
–Mi nombre es Michael, muchacha, y así es como debes llamarme. Cuanto menos sepas de mí, o de todo esto, más segura estarás.
–No seas tonto –dijo ella, cortante–. Si hay algo que en tu compañía no estoy es segura y, como dices, no conoces mucho estas tierras, de modo que necesitas mi ayuda. ¡Sugiero... no, exijo, que me digas toda la verdad sin más demora!