Capítulo 3
Solo sus años de experiencia ocultando emociones le permitieren a Michael disimular la gracia que le hacía la joven. Estaba muy enojada y era mucho más hermosa que en la primera impresión que había tenido de ella, borroneada como estaba por su dolor y por la profunda gratitud que le había provocado su intervención.
Los cabellos rubios, desordenados y sin un tocado apropiado, brillaban a la luz del sol. La madre de Michael no aprobaría el estilo informal, pero a él le gustaba. Los bellos ojos de la joven, de un suave color gris y bordeados de negro, tan poco comunes, lo fascinaban. Sus pestañas muy largas y oscuras también eran originales para una muchacha tan rubia. Pero era su espíritu, el modo en que su expresión pasaba tan rápidamente de la curiosidad al interés y luego al recelo o a una severa determinación, lo que más lo atraía. Sin duda, ahora vendría la furia.
Este último pensamiento le hizo desear que ella no fuera propensa a golpear a los hombres.
A Isobel le relampaguearon los ojos y él supo que su silencio había aumentado su descontento, pero era probable que ninguna respuesta que diera la complacería.
–Bien?– agregó ella.
–No sé qué decir, y lo único que sé es que, como te dije antes, es mejor que no sepas nada más de este asunto hasta que estés a salvo. Es mas, no puedo decirte demasiado, dado que yo mismo no sé mucho.
Ella le sostuvo la mirada con desconfianza.
El siguió mirándola con calma y, después de unos minutos, ella asintìo.
–Muy bien – dijo –. Confiaré en ti un tiempo más. Conozco a un pastor que tiene una choza de verano no lejos de aquí. Cuando hayamos cruzado el despeñadero, llegaremos a un arroyo y, siguiéndolo, encontraremos el lugar. Él nos dará refugio y, si esos villanos llegaran a encontrarse con él, su expresión los convencerá de que dice la verdad si asegura que no nos ha visto.
–Esperemos que no se los encuentre – dijo Michael consciente de que pocos hombres podían resistirse por mucho tiempo a los métodos de Waldron. Salieron de la empinada ladera despacio y con cuidado. No obstante, al no ver señal alguna de que los estuvieran persiguiendo, apuraron el paso y diez minutos más tarde cruzaban el despeñadero. La alta cañada en la que entraron tenía laderas con pasto y algunas rocas y Michael oía el arroyo, que ella había mencionado, corriendo colina abajo.
–Ese bosque de álamos sigue el curso del arroyo y nos protegerá de la vista si tus amigos nos buscan desde la cima – dijo ella.
Él vio un par de ovejas paciendo cerca, pero pensó que Waldron creería que eran animales perdidos y no les prestaría atención.
–¿Cuánto falta? – preguntó él.
–Menos de un kilómetro – dijo ella con una mirada de curiosidad.
–Bien – respondió él, y siguió hacia los álamos.
Disimular su creciente fatiga le estaba exigiendo un esfuerzo mayor y, a pesar del ejercicio y la luz del sol, empezó a sentir frío, de modo que cualquiera fuera la milagrosa fuerza que le había permitido andar, estaba menguando con rapidez. La sensación de mareo había vuelto, y lo que le corría por la espalda ––que él creía sudor– era sangre proveniente de los profundos cortes del látigo de Waldron. Temió desmoronarse y no quería encontrarse en una situación así ante la muchacha.
Ella caminaba uno o dos pasos detrás de él y él supo por la mirada que ella le dirigía de vez en cuando que se daba cuenta de su fatiga. Pero no dijo nada sobre las heridas, aunque las había visto bien al salir de la oscuridad de la cueva.
Él la miró y vio que ella fijaba la atención en el suelo. Sus movimientos seguían siendo confiados y gráciles, lo que facilitaba imaginarla con un vestido de corte, lo que despertó en él un fuerte deseo de verla así.
Ella levantó la mirada, se encontró con la de él y arqueó una ceja.
–Me está sangrando la espalda otra vez, ¿verdad? –preguntó él, despacio.
–Sí, tus heridas han estado sangrando todo el camino – respondió ella, con el mismo tono–. Te las curaré cuando lleguemos a la choza de MacCaig.
–¿Así que tu pastor es un MacCaig, entonces, no un Macleod?
–Sí, pero los MacCaig son parientes cercanos de los Mackenzie y conozco bien a Matthias. Podemos confiar en él.
–Entonces confiaremos –dijo él.
Los álamos se hacían más tupidos y hasta que vio una huella casi invisible cerca del agua, él había temido que hubieran cometido un error al buscar la choza. Pero era más que una huella de ciervos que seguìa el arroyo y, por consiguiente, serviría bien a sus propósitos.
Le quedaban pocas energías y sabía que necesitaba alimento y descanso. Se preguntó si Waldron había embadurnado el látigo con una de sus pociones demoníacas, pero pensó que no, que no se arriesgaría a matarlo hasta no estar seguro de que no podría proporcionarle la información que buscaba.
Michael resbaló en una piedra mojada y, aunque se mantuvo gracias a una robusta rama de álamo, no permitió que sus pensamientos volvieran a apartarse del camino. Luego la muchacha dijo:
–Allí, adelante.
Vio el techo bajo de una choza, no más grande que uno de los establos de Roslin. Se parecía mucho a las casas que se observaban en todas las Tierras Altas, pero esta era más pequeña, con un techo de pasto tan grande que no le hubiera sorprendido ver conejos, ciervos e incluso ovejas paciendo en él.
–No llames – le advirtió él en voz baja.
–No, sé lo lejos que viaja el sonido por aquí –dijo ella–. Parece vacìa y los animales no están. Tal vez Matthias los llevó a la cañada, a alimentarse de pasturas frescas.
Justo en ese momento, un muchacho alto, de unos doce o trece años, salió de la choza y miró a su alrededor. Cuando los descubrió, una sonrisa amplia, llena de dientes, le iluminó la cara. Corrió hacia ellos.
–¡Lady Isobel, bienvenida! –exclamó–. Si está buscando a mi papá, llevó los animales a las pasturas altas y no volverá hasta mañana.
Isobel miró a Michael, pero él guardó silencio, conforme, al parecer, con que ella se hiciera cargo de la situación.
Para darse un momento para pensar, ella le sonrió a Jan MacCaig, a quien conocía desde que había nacido.
–Sin duda te parecerá extraño, pero hemos venido a pedir tu hospitalidad –le dijo.
Él abrió muy grandes los ojos y dirigió una mirada dubitativa a su choza. Luego se enderezó, asintió como un adulto y dijo:
–Eres bienvenida, milady, pero hay poco espacio adentro para los dos.
Isobel miró otra vez a Michael, que estaba blanco como un papel y con los ojos vidriosos. Ella se dio cuenta de que ya casi no tenía fuerzas. No había dicho una palabra y era natural que Jan lo mirara con curiosidad. Sin duda, creía que Michael era un criado, vestido como estaba con calzas, botas y casi nada más. También se preguntaría por qué, en un día de sol, pedían refugio tan cerca de Chalamine.
El aire se había vuelto helado y ese fue un factor determinante.
–Te voy a confiar la verdad, Ian –dijo ella–, pero no debes repetírsela a nadie. Unos forasteros nos persiguen en Glen Mòr y en otras partes, así que necesitamos ayuda de Chalamine, pero los hombres saben quién soy y pueden ir allí a buscarnos. Este caballero está... –Michael hizo un sonido apenas perceptible de advertenciaestá enfermo y debe comer y descansar antes de que podamos seguir el viaje. Por eso quiero que le lleves un mensaje a mi padre, contándole de nuestras dificultades y pidiéndole una escolta importante de hombres armados para llevarnos a casa sanos y salvos. ¿Lo harás?
–Sí, milady, por supuesto – dijo Ian –. Puedo ir a ver a mi laird, también, si quieres. Él tiene muchos hombres y puede reunirlos en un abrir y cerrar de ojos.
Era cierto, pero ella recordó que los hombres habían seguido a Michael desde Eilean Donan y al mirarlo, el joven hizo un leve gesto ,de negación con la cabeza. Ella también recordó que el camino hacia Eilean Donan, bordeado por el lago Duich de un lado y empinadas barrancas del otro, sería más fácil de bloquear que el que iba a Chalamine. Esta última ruta sería más segura hasta que supieran más.
–Los hombres que nos siguen –le dijo a lan– nos buscarán en Chalamine y no en Eilean Donan, pero, dado que saben de mi pueblo, al menos existe una posibilidad de que vayan allí e incluso de que lleguen al castillo antes que tú. Si ese es el caso, no debes permitir que se den cuenta de que llevas un mensaje de mi parte.
–Puedo decir que estoy buscando a mi primo Angus de Skye –dijo Ian – Si doy un rodeo y me aproximo a Glenelg desde el camino de Kyle Rhea, no les llamará la atención y pensarán que lo seguí desde da Isla.
–Excelente idea –dijo Isobel–. Pero, antes de irte, ¿tienes algo de comida para darnos? Mi amigo necesita recuperar fuerzas lo antes posible.
–Sí, tenemos queso y pan adentro, y también cerveza. Tome lo que necesita. Regresaré lo más rápido posible –agregó el muchacho, dirigièndole otra mirada de curiosidad a Michael.
–Ten cuidado –le advirtió Isobel–. Sabemos que hay seis hombres siguiéndonos, pero pueden ser más y haberse separado en pequenos grupos. No confíes en ningún desconocido y mantente alejado de cualquiera que veas. Tu seguridad es más importante que la velocidad.
–Entonces no me verán, milady. Puede contar con eso. ¿Quiere entrar ahora? –Indicó la entrada a la choza.– Yo cerraré la puerta, para que los animales no entren a comerse nuestra comida.
Ella asintió y, cuando hubieron entrado en la choza, él cerró la mitad inferior de la puerta con cuidado, dejando la superior enganchada a la pared para que entrara luz. La pequeña choza no tenía ventanas.
Después de mostrarles la despensa, poco más que una gran canasta, y cortar un poco de pan y queso para él, el muchacho partió.
El resto del contenido de la choza era sólo un delgado camastro de paja, un taburete y una mesa desvencijados sobre la que había un yesquero y varias velas de sebo. El camastro tenía una gruesa manta de lana doblada encima y había una pila de leños cerca para hacer fuego cuando caía la noche, pero Isobel no vio nada para curar las heridas de Michael.
–¿Cuánto le llevará ir y volver? –preguntó Michael.
Sorprendida por lo sombrío de su tono, Isobel dijo:
–No lo sé. A caballo y sin preocuparme de quién pueda verme, yo llegaría a casa en una hora. A pie, como va lan, y cuidándose de no ser visto por nadie, creo que le llevará bastante más. El camino a Glenelg desde Glen Mor es estrecho y empinado, y hay muchos lugares en los que se ve desde todas partes. Si los hombres de esta mañana hubieran mirado en mi dirección, me habrían visto. Por suerte, creo que estaban concentrados en seguirte a ti y yo me había detenido para disfrutar del sol, por eso estuve un rato quieta. Los vi porque se movieron al entrar en el valle.
–Tú viste a los dos últimos del grupo de Waldron –dijo él–. Yo supongo que me siguieron desde Eilean Donan; no creo que supieran de la cueva antes de sorprenderme a punto de entrar en ella. Parecíeron intrigados y, por eso, Waldron envió enseguida a dos hombres mientras que los otros me ataban y me quitaban la camisa.
–Tengo que curarte las heridas –dijo ella–. ¿Prefieres acostarte en el camastro o quieres comer algo primero?
–Prefiero comer algo –dijo él–. No sé qué podrás hacer con ellas, de manera que tal vez después de comer duerma un rato hasta el regreso del muchacho.
–De ningún modo, a menos que quieras que se te pudran las heridas –dijo ella mientras cortaba pan y queso con su daga–. Después de que comas, iremos a la corriente. No veo ninguna tela aquí, pero mi camisa está limpia. Puedo cortar unas tiras para curarte las que están peor. Cerca del lecho del arroyo vi unas hierbas con las que puedo preparar un emplasto que te aliviará el dolor. Entonces podrás dormir hasta que regrese Ian.
La débil sonrisa de él dio a entender su agotamiento más que cualquier otra cosa, y lo hizo parecer un niño pequeño más que un hombre crecido.
–Cumpliré sus órdenes, milady –dijo–. Después de comer unos bocados, estaré otra vez bien.
–Siéntese en ese camastro, sir, y coma lo que le he cortado –contestó ella.
–No debes llamarme sir –agregó mientras se tendía en el camastro–. Creo que ese muchacho me creyó tu criado hasta que me identificaste como un caballero y amigo. Eso puede resultar un error fatal si lo atrapan e interrogan.
–No lo atraparán –dijo ella, confiada.
–Igualmente, sería más fácil que te acostumbraras a llamarme Michael.
–No te conozco lo suficiente para tanta familiaridad, sir.
–Sí, bien, al menos ahora sé que debo llamarte lady Isobel.
–Pero eso yo te lo dije desde el principio –intervino ella, mirándolo por fin cortar y comer un gran pedazo del pan–. Mi nombre no es ningún secreto.
–En la caverna te identificaste sólo como la hija de Macleod de Glenelg. Si no me falla la memoria, el hombre tiene muchas hijas.
–Es cierto –admitió ella–. Éramos ocho, pero sólo Adela, Sorcha y Sidony siguen en casa. Las otras están casadas o muertas.
–Entiendo –dijo él, otra vez cortante–. Dime algo de tu esposo, entonces. ¿Quién es y qué tipo de hombre es el que permite que su senora esposa cabalgue por el campo sin nadie que la proteja de malvados asaltantes?
–¡Por favor, no tengo esposo!
–Me dijiste que todas las hijas de tu padre, salvo esas tres, estaban casadas o muertas – le recordó él–. Tú muerta no estás.
–No, pero, como estoy segura de haberte dicho antes, desde los trece anos vivo con Hector Reaganach y mi hermana Cristina en Lochbuie. No me contaba como parte del grupo que se quedó en Chalamine, sino que describía a las demás. Pero veo que no fui clara cuando dije eso de mis hermanas.
–Tu negativa fue muy vehemente, muchacha. ¿Tanto te desagradan los hombres?
–No me disgustan todos la mayoría del tiempo, pues pueden ser criaturas muy útiles –dijo, riendo–. Es más, en la corte son indispensables si uno quiere bailar o coquetear. No es a los hombres a los que no les encuentro utilidad, sino a los esposos.
–Entiendo.
Siendo esa respuesta más alentadora que de costumbre para que pudiera expresar su punto de vista sobre el tema, Isobel dijo:
–El matrimonio es para toda la vida y, en mi experiencia, está en la naturaleza de los esposos ser tiranos. –Como él frunció el entrecejo, ella agregó, con un suspiro–: ¿Te corto más pan y queso o podemos ir ahora al arroyo?
–Será mejor que vayamos ahora –dijo él.
No se lo veía mucho más firme cuando se puso de pie, pero después de que ella miró hacia fuera y advirtió que nadie los vería si tomaban buen cuidado de mantenerse al abrigo de los arbustos, él la siguió con docilidad. Cuando llegaron al arroyo, él se sentó en una piedra y descansó mientras ella rasgaba una parte de su camisa y la empapaba en el agua helada.
Él se mantuvo estoico mientras ella le lavó las heridas de la espalda, pero, de vez en cuando, se le estremecía la piel, lo que le decía a ella que su tarea le estaba produciendo dolor.
–El emplasto que te haré te ayudará mientras descansas –dijo ella, lavando con sumo cuidado las heridas más profundas–. La consuelda te ayudará a protegerte contra la putrefacción, pero puede que tengas problemas para dormir, en especial si te mueves mucho en sueños.
–Es una pena no tener abrótano –murmuró él–. La infusión te deja dormido enseguida.
–Yo tengo manzanilla en Chalamine –dijo ella–. Te adormilaría, pero dudo que te quitara el dolor. No conozco el abrótano. ¿Es una hierba?
–Sí, y es útil para teñir, también, pero es escasa en Bretaña. Se la encuentra en España y en... y en otras partes. Yo por lo general la llevo conmigo.
–¿T ú estuviste en España?
–Sí, porque mi tutor cree que viajar es educativo.
–Estoy segura de que lo es –dijo ella–. ¿De qué color es la tintura que produce el abrótano?
–Amarillo intenso. En algunos lugares, las plantas tienen una gran profusión de flores muy grandes. Los antiguos griegos y romanos la creían mágica, en especial afrodisíaca, cuando se la colocaba bajo un colchón. Pero de ese uso no puedo dar fe –agregó, con una sonrisa–. Y como curativo es mucho más efectivo que la manzanilla.
Sintiendo un ardor en las mejillas ante esa mención, ella fijó su atención en enjuagar la tela en el arroyo. Luego, al darse cuenta de que no podría quitarle toda la sangre, se inclinó para arrancar otro pedazo de lienzo de la camisa.
Cuando se volvió hacia él luego de empapar la tela, él dijo, con suavidad:
–No tendría que haber mencionado los poderes afrodisíacos del abrótano, muchacha, no delante de una doncella que entiende su significado. Perdóname.
–No tengo nada que perdonar. Hiciste una observación erudita, eso tue todo.
–Por mi fe, pero tú no tendrías que andar sola así conmigo, y si ese ni tichacho no regresa antes de la caída del sol... –Se interrumpió.
Ella no había pensado en ese detalle debido a la necesidad de escapar de sus captores y a sus temores de que su compañero pudiera morirse, y ahora lo hizo a un lado. La recuperación de Michael era lo más importante. No quería que le sucediera nada, por cierto, no antes de que hubiera hecho un buen esfuerzo por satisfacer su curiosidad sobre él y sobre los hombres que los habían capturado.
Hasta la mención de los afrodisíacos, ella había pensado en él sólo como una víctima de misteriosos asaltantes, si bien era muy buen mozo.
El último pensamiento la sobresaltó y, para distraer su imaginación, expresó:
–Ahora podemos volver adentro.
Él asintió y cuando se levantó y se volvió hacia ella con una sonrisa que le recordó a Isobel lo cálida y sensual que había sido su voz en la oscuridad, ella se apresuró a agregar:
–Hay algo sobre lo que he estado pensando. ¿Cómo puede ser que esos hombres te siguieran desde Eilean Donan hasta la cueva sin que los vieras? La distancia es de al menos ocho kilómetros.
–Waldron es muy habilidoso para esas cosas, igual que sus hombres –dijo él, tocándole apenas el brazo para inducirla a seguir caminando hacia la choza–. Es más, no me di cuenta de que podrían predecir mi visita a Kintail ni tuve el cuidado que hubiera debido.
–¿Pero no podrían haberte seguido sólo hasta Eilean Donan? Si no lo hicieron, ¿entonces cómo...?
–Waldron no tenía que seguirme. Sabe de mi amistad con Kintail y... y hay otros detalles que podrían haberlo llevado a esa conjetura, pero no creo que tenga aliados en esta zona. En cuando a que podría haberme seguido, estoy seguro de que no me siguió porque viajé en barco desde Oban.
–¿Entonces tu casa está cerca de allí? –preguntó ella. Oban no quedaba lejos de Lochbuie.
Él sonrió.
–No, muchacha, pero conozco esas tierras mejor que estas. Por eso conozco a Hector el Feroz. ¿Es cierto que es un tirano?
Ella parpadeó ante el súbito cambio de tema.
–¿Qué te hace pensar que lo sea?
–Tú dijiste que todos los esposos lo son, de modo que supuse que tu experiencia de vivir con él y tu hermana te había llevado a sostener esa opinión. Además, dicen que le llaman Hector el Feroz por algo.
Que sus palabras lo hubieran llevado a creer semejante cosa de Hector le sorprendió y se detuvo a pensar cómo podía responderle con la mayor honestidad.
Michael la observó mientras regresaban a la choza y se preguntó hasta dónde se aferraría ella a su dura opinión de los esposos... o, en realidad, de los hombres en general. Esperaba que no resultara obstinada al respecto. Una muchacha tan bonita no podía andar por la vida sola, sobre todo porque estaba claro que podría ser una compañera excelente y estimulante para cualquier hombre.
Ella se detuvo dos veces en el camino para recoger hierbas, pero todavía no había respondido a la pregunta de él cuando entraron en la choza, donde un estrecho sendero dorado de sol se derramaba a través de la parte abierta de la puerta.
–¿Por qué tan callada, muchacha? –preguntó él–. ¿No es un tirano Hector Reaganach?
–Conmigo es siempre muy bueno, a menos que yo haga algo que lo disguste –dijo ella.
–Ah, y entonces se vuelve un tirano.
–No. Sabe cómo hacerme arrepentir, por cierto, pero es un buen hombre. Lo ha sido con mi padre, pero los dos son muy dominantes, como todos los hombres que conozco. Está en su naturaleza.
–¿Lo crees? Supongo que tú sabes más que yo al respecto.
–Ah, sí, porque los esposos de mis hermanas esperan que el sol y la luna salgan por sus deseos y órdenes y que ellas se esfuercen todo el tiempo para complacerlos, aunque ellos muestren escasa consideración hacía sus esposas.
–Muy exasperante, estoy de acuerdo.
–Bien, pues lo es –dijo ella, dirigiéndole una mirada que le manifestò a las claras que sospechaba que él se burlaba de ella. Para confirmar esta deducción de él, ella dijo–: Te burlas de mí, pero, ¿no estarías de acuerdo conmigo en que la vida sería más agradable y pacífica si los hombres no se lo pasaran peleándose entre sí como lo hacen? La vida de las mujeres sí lo sería si los hombres no estuvieran siempre exigiendo cosas, o haciéndoles la guerra a sus vecinos, o yéndose a España u otros países donde pueden hacerse matar más fácilmente que en casa.
–¿Y todos los animales vivirían en paz?
Ella entrecerró los ojos.
–Mi tía también cita a menudo pasajes de la Biblia cuando quiere demostrar algo. Es una costumbre muy molesta.
–Ah, sí, bien, en realidad, cité mal –dijo–. ¿Estás comparando esta situación con una guerra?
–¿No es similar? –preguntó ella, señalando la puerta–. ¡Esos hombres horribles!
Michael solía reconocer a tiempo el terreno peligroso. Si ella relacionaba la búsqueda de Waldron con la guerra, su comprensión del peligro era clara. Él no haría nada por modificarla.
–La vida –contestó– y la simple necesidad de sobrevivir crean conflictos, muchacha, y la supervivencia exige la habilidad de tomar decisiones correctas con rapidez. Esa necesidad forma hombres que no siempre buscan la opinión de aquellos a los que deben proteger, pero no estoy de acuerdo con que ese simple hecho te dé motivo suficiente para evitar a todos los hombres o el matrimonio. Es posible que no hayas encontrado todavía a la persona adecuada.
–No pienso casarme –cortó ella.
Isobel había sacudido la manta doblada mientras hablaban y ahora la extendió toda, de modo que la mitad cubría el camastro de paja y la otra parte colgaba sobre el suelo. Le indicó que se tendiera en la porción que cubría el lecho.
–Acuéstate boca abajo –dijo, mientras introducía la mano por dentro de su falda para tomar su daga–. Voy a cortar esas hierbas y machacarlas con agua para hacer un emplasto.
–No pensarás restregarme eso en las heridas –dijo él mientras, con un suspiro de alivio, se acostó boca abajo sobre el camastro.
Ella sonrió.
–Te merecerías que lo hiciera, tal vez incluso que le agregara sal, pero sólo voy a extender la mezcla en un pedazo limpio de lienzo que me arranqué de la camisa. Con agua caliente podría hacer una gelatina, que se extendería más fácil, pero no quiero arriesgarme a encender un fuego.
–No, claro que no –dijo él, volviendo la cabeza, ya somnoliento, para observarla, y apoyando la mejilla en los antebrazos doblados.
Isobel esperaba que se quedara dormido de inmediato, pero él siguió observándola mientras ponía las hojas cortadas en un cuenco de madera que había encontrado colgado en una de las paredes y las aplastaba con el mango de la daga. Había dejado escurriendo el pedazo más limpio de lienzo de su camisa sobre la parte inferior de la puerta, así que fue a buscarlo, enjugó un poco más de agua en el cuenco y siguió pisando la mezcla hasta que se volvió un engrudo.
–Lo haré lo más suave posible, pero al principio te va a dar frío –dijo arrodillándose para ponerle la tela mojada en la espalda–. Es más, no sè si te hará bien, pero tampoco te va a hacer daño.
–No te preocupes, muchacha –murmuró él, medio dormido–. Solo despiértame enseguida si oyes aunque más no sea el ruidito de una rama que se quiebra afuera.
–Lo haré –prometió ella–. Pero va a hacer frío. ¿Te parece seguro que después hagamos un fuego aquí adentro?
–No –dijo él–. Aunque no puedan ver el humo, pueden olerlo. Es mejor que la cañada parezca desierta.
Se quedó callado y no se movió cuando ella le extendió con cuidado la tela sobre las heridas, pero cuando ella se movió para taparlo con la segunda mitad de la manta él estiró la mano y tomó la de ella.
–Tú también tienes que descansar –dijo–. Si dejas la manta extendida, yo puedo bajar al piso y dejarte el camastro. He dormido muchas veces en el suelo y te juro que por el cansancio que tengo nada puede mantenerme despierto esta noche .
–Necesitas calor – dijo ella, retirando a desgano su mano de la de èl –. Sin lana sobre esa tela sentirás sólo el frescor y las hierbas no te haran ningún efecto. Con la manta encima, el calor de tu cuerpo hará salir sus vapores.
El silencio fue la única respuesta y ella no dijo nada más. Cuando la respiración de él se hizo más profunda, ella lo cubrió con la manta y se arrodilló. Quería comer más que dormir, así que se cortó queso y miró hacia fuera; la cañada estaba en penumbras y silenciosa. Solo el murmullo del arroyo y el grito distante de un pájaro quebraban el silencio.
Sabiendo que a esa altura del año el cielo no se pondría oscuro del todo hasta la medianoche, y con miedo de que el vigía del despeñadero pudiera detectar movimiento si ella salía a caminar, se sentó cerca de la pared de la choza, comió su humilde comida, y se reclinó a descansar. Recuperó el conocimiento cuando despertó sobresaltada y temblando.
La temperatura había descendido, estaba mucho más oscuro que antes y se había levantado mucha humedad.
Poniéndose de pie con cuidado para no despertar a Michael, se acercó rígida y en puntas de pie a la puerta y miró hacia fuera, donde la oscuridad era casi tan espesa como la que habían experimentado en la cueva. Una respiración profunda y años de experiencia le dijeron que una espesa niebla de las Tierras Altas se había derramado sobre la cañada mientras ellos dormían. Aunque hubiera llegado a Chalamine, Tan MacCaig no traería ayuda esa noche. A su vez, y por la misma razón, los que desconocían la zona no intentarían encontrarlos con esa niebla. Podía descansar y estar segura de que, por unas horas al menos, estaban a salvo.
Se dirigió al camastro, tanteó la manta y se tranquilizó al notar que lo cubría. Entonces, envolviéndose en la capa, se tendió sobre el suelo duro y se quedó dormida casi antes de cerrar los ojos.
Medio despierto a su pesar y con una leve conciencia de un suave calor a su lado, Michael se acercó, agradecido, a la fuente de ese calor. Cuando su movimiento provocó una respuesta, abrió los ojos.
Lo primero que vio fue que el interior de la choza estaba más claro que antes de que se quedara dormido. La niebla se colaba por encima de la parte inferior de la puerta porque, al parecer, la muchacha no había cerrado la parte superior y por eso adentro estaba tan frío y húmedo como afuera.
El calor era más fuerte junto a su brazo derecho. La lógica le dijo que sólo tenía que mover la cabeza para ver la fuente, pero algo se lo impedía, algo que le hacía cosquillas en el mentón. Entonces su mente y su cuerpo se dieron cuenta al mismo tiempo, y el segundo reaccionó con mayor rapidez que la primera.
Moviendo con cuidado el brazo derecho, lo pasó con suavidad alrededor de ella y la acercó, esperando que la muchacha no se despertara. Vio que, aunque seguía sintiendo la espalda dolorida y rígida, el dolor del día anterior se había aliviado. La muchacha no sólo no se despertó sino que se acurrucó más contra él con un suspiro de satisfacción.
Sabiendo que el daño ya estaba hecho y que los dos se enfrentarían mejor a las consecuencias si estaban bien descansados, se permitió volver a dormir.
Horas después, la niebla se levantó, dejando que el sol volviera a entrar en la cañada, pero no fue el brillo dorado lo que lo despertó, sino el ruido de pisadas que corrían hacia la choza.
Alerta al instante, se movió para levantarse, sacando el brazo de sobre la muchacha, que seguía dormida. La facilidad con que movió el brazo le sugirió que estaba en mejor estado que el día anterior. Sin embargo, al levantarse se mareó.
Ignorando el vértigo, dejó caer el emplasto, ya seco, de la espalda y caminó en silencio hacia la puerta, para encontrarse con una mujer esebelta con una capa verde oscuro con capucha y expresión preocupada.
–¿Quién eres tú? –preguntó ella–. ¿Dónde está mi hermana?