Capítulo 5
Mientras retiraba la mano de la de Michael y saltaba, Isobel exclamó:
–¡Si te vieron ayudándome se darán cuenta de que soy mujer!
Matthias bajó a tierra para arrastrar con Michael la barca a la playa y dijo:
–Y ahora no les cabrá la menor duda, al verte apartarte de esa forma. Pero, como hay algunos barcos en el agua, mirarán todos.
–Vienen para acá y a una velocidad mucho mayor que la nuestra –observó Michael con preocupación.
Matthias volvió a mirarlo con ojos entrecerrados.
–No te preocupes. Si se dan prisa para llegar a la aldea, estos no los podrán alcanzar antes de que consigan ayuda. Isobel miró el barco que se acercaba.
–Por todos los santos – exclamó–. Creo que juzgaron mal la corriente o no tomaron en cuenta el impulso adicional del barco, que iba con tanto peso.
–Eso es, ha sido eso –dijo Matthias.
–De todos modos, siguen avanzando; no serán arrastrados al lago Alsh. Debemos darnos prisa. Matthias tiene razón –dijo ella–. La aldea nos proporcionará seguridad.
–Sería mejor que Matthias viniera con nosotros –dijo Michael.
–Lo haré, hasta la aldea –dijo Matthias–. Tengo un pariente que volverá conmigo y los aldeanos les dirán que el barco pertenece al dueiio de las tierras. Dudo que a él le pidan explicaciones.
En consecuencia, corrieron por la playa hacia la aldea, donde Isobel pidió una escolta armada para Michael y ella hasta la casa del pariente de MacDonald, Donald Mòr Gowrie. Matthias hizo sus propios arreglos. Como sabía que podían confiar en que los aldeanos demorarían a sus perseguidores, Isobel le agradeció su ayuda y se fue muy confiada por Glen Kylerhea con Michael y la escolta.
Michael observó a Isobel subir por la estrecha senda. La joven llevaba con desparpajo su paquete de ropa de mujer al hombro e iba muy cómoda con su vestimenta nada femenina. Las calzas de Jan le apretaban un poco las caderas y se sorprendió imaginando cómo sería Isobel sin ellas. Se reprendió por dejarse llevar por la imaginación, incluso por un sendero tan atractivo, y se concentró, en cambio, en lo que harían si el pariente de MacDonald les negaba la asistencia.
Pronto se enteró de que ella había confiado en la persona indicada. El viaje por la cañada hasta la torre cuadrada que se levantaba sobre el río les llevó apenas treinta minutos, y su anfitrión los recibió en su sala. Donald Mòr Gowrie era un hombre delgado, de cabello entrecano, de cincuenta veranos, con un rostro alargado y cejijunto. Recibió a Isobel con la calidez que habría mostrado a una de sus propias parientas. Ella le explicó la situación en forma sintética, dando muestras de su capacidad de comunicar y de omitir detalles que Michael apreció más de lo que ella podría imaginar.
Gowrie permaneció en silencio, mirando a Isobel y a Michael. Luego, con un brillo en sus ojos azules, dijo:
–Sé que no me has contado toda la historia, muchacha, y esperaba que compartiéramos la comida del mediodía, pero con semejantes hombres persiguiéndolos, entiendo que no quieran esperar. Haré ensillar los caballos y envolver comida, y los haré llevar al puerto del lago Eishort. ¿Tus perseguidores tienen sus propios barcos, muchacho?
–No, sir –dijo Michael–. Es decir, si los tienen, yo no lo sé.
–Bien, no importa. Primero tendrán que averiguar dónde están ustedes, y por aquí la gente no les dirá nada, como tampoco los aldeanos –entrecerró los ojos y Michael supo que exteriorizaba su escepticismo–. ¿Qué te hace pensar que alguien podría hablar de ti?
–Los hombres que me siguen no tienen escrúpulos, sir. Son muy peligrosos.
–Incluso así, creo que no querrán enfadar al lord de las Islas –dijo Gowrie–. Y pienso también que no han de saber quién es el padre de esta muchacha.
Michael asintió, pero no hizo ningún comentario, consciente de que Macleod podría haberle contado a Waldron de Hector; sin embargo, no estaba seguro de que tal hecho pudiera hacer alguna diferencia. Solo si la controlaba, tendría valor para Waldron una hija adoptiva de Hector el Feroz. Esa misma hija adoptiva, liberada de sus garras, protegida y viajando bajo el estandarte dorado del lord de las Islas en un pequeño barco negro era otra cuestión. Sin embargo, su huida, para no mencionar la de Michael, enfurecería a Waldron, volviéondolo más peligroso que nunca.
–Debemos darnos prisa, sir –le dijo Isobel a Gowrie–. Nuestro viaje a Mull bien puede llevarnos doce horas o más.
–Sí, con gusto –respondió –, pero a mis muchachos les tomará unos minutos ensillar los caballos. Entretanto, sugiero que presentes tus respetos a mi señora esposa y le permitas ayudarte a cambiarte a un traje más femenino para el viaje, si es que tienes; a menos, claro, que quieras hacer todo el viaje hasta tu casa vestida con esas calzas.
Michael se asombró al ver que la muchacha se ruborizaba y se mordia el labio inferior, pero que respondía:
–Gracias, sir. Lo haré enseguida.
Menos de veinte minutos después, el grupo emprendía su camino a, buen paso por la cañada. Gowrie iba con ellos y los seguía un gran contingente de hombres armados. El viaje hasta las aguas grises del lago Eishort les llevó menos de veinte minutos, pero cuando Michael comentò en voz alta que la marca no había terminado de cambiar aún, Gowrie dijo:
–No hay que demorarse, muchacho. Mis capitanes y mis remeros estan siempre preparados, por si su merced los necesita, de modo que saldràn contigo enseguida, y que Dios los acompañe.
Al ver al menos doce galeras y chalupas, Michael se tranquilizo. Pronto estuvieron a bordo de una con tres docenas de remeros bien armados. Otra, con un número similar de hombres a bordo, se preparaba allí cerca.
Al despedirse de ellos, Gowrie le dijo a Isobel:
–Envío dos barcos para asegurarme de que lleguen sanos y salvos, muchacha. ¿Les digo que se dirijan a Duart o a Lochbuie?
Ella vaciló, pero luego dijo:
–Lochbuie está más lejos, pero...
–Por favor, treinta kilómetros no son nada. Con el viento del nordeste y fuerte como está, mis muchachos descansarán mucho. Haré que en el viaje de regreso paren en Ardtornish para ver si su merced ordena algo.
–Entonces dígales que tomen rumbo a Lochbuie, sir, por favor. Prefiero no tener que explicar todo esto a Lachlan Lubanach y después otra vez a Hector.
–Me imagino que no –dijo él, riendo–. Eres una muchacha excelente, milady. Yo estaría orgulloso si fueras mi hija. ¡A ver quién me contradice!
Se pusieron entonces en camino y, cuando las galeras se acercaron a la desembocadura del lago y al mar abierto, el timonel aumentó la velocidad.
Michael estaba frente a Isobel en proa, sentado a babor del codaste y ella a estribor. Él seguía con la camisa y el coleto de Matthias, pero ella se había puesto su vestido azul de montar y la capa gris. Él no intento hablarle: con el ruido del gong del timonel, el viento que hacía golpetear la vela contra el mástil y el chapoteo rítmico de los remos, la conversación sería, cuanto menos, difícil.
A medida que transcurría el viaje, Isobel se arrebujó en su capa; era evidente que no podía dormir y Michael recordó que, al llegar cerca de la aldea de Kyle Rhea, ella había estado más empapada que Matthias o que él. Se le despertó el instinto protector y se preguntó si las recomendaciones de su hermana le resonaban a Isobel en los oídos, como a él.
Isobel se envolvió en la capa; ojalá la mañana anterior se hubiera puesto un traje más abrigado que ese viejo vestido azul para salir a cabalgar. La proa alta de la galera ofrecía algo de protección, pero el frío del viento del nordeste venía desde atrás.
Estaba tan cansada que ni siquiera el gélido aire marino la mantenía despierta. Se le caía la cabeza, lo que la despertaba cuando se pegaba contra la borda o cuando se sobresaltaba por el miedo a lastirnarse. Pero, finalmente, el cansancio la venció.
Cuando volvió a despertar, su cabeza parecía haber encontrado un lugar cómodo donde apoyarse, y no sentía tanto frío, así que pensó que alguien la había tapado con una vela o una capa pesada. Entre sueños, tuvo conciencia de que la reiteración de chapaleos, golpeteos y tintineos habia terminado. Lo único que se oía era el viento, un intermitente crujido del mástil y el ruido de las olas que rompían contra la galera.
Sin abrir los ojos supo que los hombres habían levantado los remos, lo que permitía que el fuerte viento impulsara la embarcación mientras ellos descansaban.
El grito de una gaviota sonó como si proviniera de apenas unos metros.
Abrió un ojo, esperando ver a Michael sentado frente a ella, donde estaba cuando se había quedado dormida, pero no se encontraba allí. Vio en cambio dos gaviotas que volaban sobre la galera, seguramente a la espera de comida. Se movió y el objeto contra el que se apoyaba también se desplazó. Sobresaltada, se enderezó.
Michael le sonrió, somnoliento. Isobel había estado durmiendo con la cabeza apoyada en su ancho pecho y con el brazo derecho de él rodeàndole los hombros.
–Cierra la boca, muchacha –murmuró él–. ¿Estuvo bien tu siesta?
–Por mi fe, ¿qué haces? –preguntó ella–. ¡Casi no te conozco!
–Anoche no permitiste que eso te incomodara.
Ella abrió muy grandes los ojos.
–;Qué dices?
–Que te acurrucaste contra mí y dormiste como un gatito –dijo el
–¡No es cierto!
–Sí, lo es. Yo desperté antes que tú y me levanté cuando oí que tu hermana se acercaba a la choza. De no haberlo hecho, ella misma te lo podría confirmar.
Isobel se estremeció ante la idea y miró con cautela a los remeros. Pero Michael había hablado bajito y, como estaban de espaldas a la proa, ninguno de los hombres les prestó la menor atención. Si el timonel los había visto, tampoco había dado señales.
–Me dio miedo de que dormida te cayeras del banco –prosiguió Michael–. Te podrías haber lastimado, por eso pensé que solo un villano permitiría que eso sucediera cuando se podía impedir con facilidad.
–¡Claro, despertándome! –volvió a mirar a los remeros y luego al timonel. La aparente falta de interés de este último ya no la engañaba. Sin duda, el hombre se había dado cuenta cuando Michael cambió de asiento para ir a abrazarla, y se lo contaría a los demás–. ¡Sólo piensa en lo que dirán! –exclamó mientras hacía una seña hacia los hombres.
–No, porque me dijo Gowrie que sus hombres son discretos – contestó él–. Tú confiaste en él. ¿Por qué no lo haría yo?
–Igual –murmuró ella.
Él la hizo volverse y la miró directo a los ojos.
–Ahora dime la verdad, muchacha. ¿De verdad sabes tan poco de mi?
–¿Cómo puedes dudarlo? Nos conocimos ayer. Ni siquiera sé tu nombre completo.
–Pero me conoces –dijo él–. Y yo te conozco a ti. Me siento tan cómodo contigo después de estos dos días como si te conociera de toda la vida.
Aunque resultara extraño, a ella le sucedía lo mismo, pero era una estupidez sentir esto por un hombre al que apenas conocía y que, además, hasta ese momento, había necesitado ayuda constante. Allí, entonces, la manera como la sostenía la obligó a mirarlo, y desperto en ella sensaciones desconocidas que no podía definir. Pero no hizo nada por apartarse.
–¿Qué puedes saber de mí además de mi nombre? –inquirió ella, mientras se preguntaba por qué hasta sonaba como si estuviera sin aliento y porqué la sonrisa de él – por su fe, incluso su voz– la estremecìa tanto.
– Sé que eres una hermosa mujer con un espíritu aventurero, que te enfrentas a la vida con valentía y que no dejas que la adversidad te venza. Quiero que seamos amigos, muchacha. No tengo muchos y me vendrìa bien uno más.
–Supongo que podemos ser amigos –dijo ella más tranquila, mientras se preguntaba cómo una persona podía sentir alivio y desilusión al mismo tiempo.
Él la acercó hacia sí, y dijo:
– He querido hacer esto desde que me desperté esta mañana y ahora, ya que hemos decidido ser amigos...
Aunque una voz en su interior le gritó que se resistiera, no lo hizo. Tampoco hizo nada por alentarlo, solo lo miró a los ojos mientras su cara se acercaba más y más hasta que él la besó.
Con un gemido, ella se derritió contra él, lo dejó abrazarla y que los labios de él exploraran los suyos, los probaran con suavidad, hasta que no pudo pensar nada más. Cuando la abrazó con fuerza, su preocupacìon por los demás desapareció mientras saboreaba las sensaciones que se despertaban en todo su cuerpo.
Nunca antes se había sentido tan desprovista de autoridad. Esa emoción única era vertiginosa y la impulsaba a apretarse contra él, a abrazarlo.
La punta de la lengua de él le tocó el labio superior, luego el inferior. Una de sus manos se deslizó por dentro de la capa y comenzó a acariciarle la espalda, con suavidad. Cuando los labios se separaron, la lengua de él se metió en su boca, y el gemido que se le escapó le pareció tan estruendoso que se tensó, segura de que al menos algunos de los remeros la habían oído.
–Despacio, mi amor –murmuró él, junto a sus labios–. No te sobresaltes, que pensarán que te estoy forzando, y no sería bueno.
Ella quiso decir que sí la estaba forzando, que, de alguna manera, la había dejado sin sentido e incapaz de defenderse. No era, por cierto, el primer beso robado que había disfrutado, pero ninguno habia estimulado sus sentidos como éste.
Sin apartar la mirada, él la soltó con suavidad y le acomodó la capucha. Volvió a atar las cintas del cuello de la capa, como si esa fuera la única razón por la cual la había vuelto hacia él, y como si ese movimiento pudiera engañar por un instante a cualquiera de los hombres que, en apariencia, no los observaba. Tratando de mirarlo con severidad, para que él y también los hombres supieran que ella no aprobaba sus métodos, Isobel descubrió, al ver el brillo en los ojos de él, que en realidad lo que tenía eran ganas de reírse.
–No me mires así, mi amor, a menos que quieras que vuelva a hacerlo – murmuró él, con ojos danzarines.
Ella se enderezó y luchó por recuperar su dignidad, diciendo, con firmeza... o lo que quiso que fuera firmeza:
–Te has tomado una gran libertad. Quiero advertirte que debes tener cuidado. Y por ninguna razón debes seguir llamándome "mi amor “.
–Tienes razón en advertírmelo, muchacha, pero tú incitas a esas libertades.
Ella abrió la boca para decirle que era un tonto si creía semejante cosa, pero, cuando él entrecerró los ojos como alegrándose de discutir con ella, la cerró sin pronunciar una palabra. Él tenía razón y ella lo sabía.
Era consciente también de lo que dirían Hector y su hermana sobre el riesgo que había corrido al intervenir en la escena de la cueva, en especial habiendo estado sola. A pesar de que su hermana también tenía la costumbre de dar paseos solitarios a caballo antes de casarse con Hector, tanto ella como su formidable esposo estarían de acuerdo en que Isobel jamás debería haber hecho eso. La libertad que buscaba, y que a menudo exigía, no era común entre las doncellas de su posición. En rigor, en Lochbuie jamás cabalgaba sola. Lo hacía en Chalamine solo por que podía ignorar sin inconvenientes las órdenes de su padre. No osaba ignorar las de Hector Reaganach.
–Tranquila, muchacha –dijo Michael–. Sería mejor que volvieras a dormirte. Pronto entraremos en el canal de Mull y el viento está tan fuerte que, según el timonel, llegaremos a la bahía de Lochbuie al anochecer.
Ella negó con la cabeza.
–Ya descansé. Además, estos hombres querrán comer antes de salir de Lochbuie y pasarán allí la noche, y...
–Gowrie dijo que llevan sus propias raciones y que sólo necesitan dormir algunas horas en la playa antes de partir hacia Ardtornish – dijo el–. Su misión es asegurarse de que llegues a salvo, nada más.
Ella asintió, pero insistió en que él volviera a su asiento de antes. Tampoco durmió, pues quería asegurarse de que ambas galeras pasaran sin detenerse el castillo Ardtornish, lugar de residencia del lord de las Islas, y el castillo Duart, el sitio de Lachlan Lubanach.
Nunca había sido tan sincera como cuando le había dicho a Gowrie que no quería explicar la situación más de una vez, de modo que sólo cuando dejaron atrás el canal de Mull se permitió dormitar por el resto del viaje.
A pesar de que era tarde cuando los remeros entraron en la bahía de Lochbuie, el sol acababa de esconderse detrás del horizonte occidental, tinendo las olas de la bahía con los últimos rayos de luz dorada. En esa estacion, el crepúsculo duraría hasta pasada la medianoche.
Como siempre, había muchas galeras y chalupas ancladas en el puerto, pero los barcos atracaron en el largo muelle de piedra y madera y, mientras lo hacían, Isobel reparó en la intensa actividad que había en los muros del castillo en la cima del promontorio.
Pronto, unos hombres bajaron de la colina, pues los guardias habían reconoocido sin dificultad el estandarte del pequeño barco negro de MacDonald.
En breve , Isobel les agradecía a los hombres de Gowrie y saludaba, feliz, a la comitiva de recepción de Lochbuie, formada, en su mayoría, por viejos amigos a los que hacía años consideraba como de la familia. Presentó a Michael como un primo del norte que deseaba presentar sus respetos al laird de Lochbuie, dándole así excelentes razones para regresar a casa antes.
Si hubo algunas miradas escépticas ante esta explicación, ella no les hizo caso; sabía que nadie la cuestionaría, al menos, no en público.
Los hombres de Gowrie se ocuparon de las galeras, bajaron las velas y sacaron los remos, que pusieron, por la noche, en una especie de estantes en el centro del muelle, mientras Isobel se dirigía al castillo en el que había pasado los años más felices de su vida, y Michael la seguía. Si bien estaba segura de que Hector y Cristina entenderían lo forzoso de traer a Michael a Mull, de todos modos estaba un tanto nerviosa por la explicación que debería darles.
Michael hacía rato que estaba callado, y ella se preguntó si se le había ocurrido que Hector se impacientaría con sus secretos y le exigiria una explicación exhaustiva e inmediata del incidente de la cueva.
–Muchacha –dijo él tan bajo, cuando se acercaban a la entrada al castillo, que la palabra llegó solo a oídos de ella –, sobre esa historia que le contaste a Donald Mòr Gowrie... –vaciló.
–Sí, ¿qué hay con ella?
–No podemos utilizar esa estrategia con Hector Reaganach.
No era la primera vez que este hombre la impacientaba. Era tan buen mozo como nunca antes había visto, más que lo que podía ser ningún mortal. Más aún, era como ella siempre había dicho que tenia que ser un hombre: la escuchaba cuando hablaba, nunca hacía a un lado sus opiniones ni mostraba la típica tendencia masculina a tratarla de una manera condescendiente o corregirla. En realidad, al parecer, no tenía ni un signo de ser dominante. Entonces, se preguntó, ¿por qué con tanta frecuencia le provocaba ganas de tirarle de las orejas, de sacudirlo, de gritarle que pensara un poco?
Con más paciencia de la que sentía, le respondió:
–¡No soy tan imbécil!
–No era mi intención sugerir que lo fueras – dijo él, en voz baja y calma –. Se me ocurrió que, ya que inventaste esa historia, y que como es probable que Hector se encuentre con Gowrie en algún momento, tal vez pronto...
–Sí, y por esa misma razón le contaré lo mismo que le dije a Gowrie. Es más, pienso explicarle todo lo que sucedió. Él entenderá por què le conté a Gowrie lo menos posible, te lo aseguro.
–Eso espero, pero me temo que no comprenda por qué me has hecho el honor de preocuparte así por mis asuntos.
–Por supuesto que lo comprenderá –dijo ella–. Sólo tengo que contarle lo que nos sucedió. Los hombres de Gowrie no dirán nada de lo ocurrido...
–Sí, muchacha, pero ¿te escuchará? –Él habló más alto y ella les dirigió una mirada llena de culpa a los hombres que estaban más cerca; se dio cuenta de que había estado a punto de decir más de lo que debìa. Pero los hombres estaban hablando entre ellos y les prestaban poca atención, por lo cual agregó–: En las últimas horas me he convencido cada vez más de que entraré en la sala de Lochbuie a tu lado y escucharé a Hector ordenando que me encierren en una prisión o que me lleven al árbol más cercano para colgarme.
–Por estos parajes –dijo Isobel con suavidad–, los delincuentes que merecen castigo son arrojados desde el acantilado más alto a una muerte certera en el mar.
–Es justo –dijo él–. Pero debo confesar que esa información no me tranquiliza. –Hablaba en serio, pero ella le vio un rictus de risa en los labios.
Entonces, cuando las miradas de ambos se encontraron, él sonrió y, como siempre, ella se estremeció hasta los huesos. Su impaciencia desapareció, pero negó con la cabeza, mientras decía:
–Desearía que te animaras más. En realidad, no sé cómo haces para vivir si estás siempre convencido de que te sucederá lo peor. Es más, me haces acordar a Adela cuando hablas así.
–;Sí? ¿Eso es algo tan espantoso?
–Por supuesto que no. Sólo me gustaría que fueras más decidido.
–¿Quieres que yo explique nuestra llegada?
–No, no, lo haré yo –dijo ella–. Yo sé cómo manejar a Hector. Espero, eso sí, que él y Cristina estén solos esta noche, porque será más fácil si puedo explicarle todo con claridad enseguida. Rory –dijo, levantando la voz para llamar la atención de uno de los guardias más cercanos–, el laird está en casa, ¿no?
–Sí, milady, y me dijo que fuera directo a la sala. Es decir, nos dijo que lleváramos a quien fuera que había llegado a la bahía con el estandarte de su merced ante su presencia de inmediato. Creo que se alegrará de ver de quién se trata.
Por esas palabras supuso que Hector y Cristina estaban solos, por lo que no vio razón alguna para despertar la curiosidad de los hombres preguntando si así era. El hecho de no oír trovadores ni conversación mientras ascendía de prisa por el camino estrecho y serpenteante que llevaba a la gran sala intensificó esa suposición, de modo que entró en el aposento cavernoso con Michael detrás de ella y se paró en seco, desolada.
A excepción de un gillie, un criado que cuidaba el inmenso fuego en la gran chimenea que estaba en el extremo de la pared del este y cerca del estrado, la sala menor se encontraba oscura y vacía, pero la tarima, no.
A pesar de la hora, Hector y Cristina seguían sentados a la gran mesa, aunque se habían cambiado de sus lugares usuales, hasta el extremo mas cercano, cerca del fuego, y no estaban solos. Había otras cuatro personas con ellos. Lachlan Lubanach y su esposa, Mairi de las Islas, se hallaban de espaldas a Isobel, pero ella los reconoció al instante. Frente a ella estaban su tía, lady Euphemia Macleod, y la madre de lady Mairi, la princesa Margaret Stewart, hija de Robert, supremo rey de los escoceses.
–Por Dios, Isobel, ¿eres tú? –exclamó Cristina, levantándose de un salto y mirando hacia ella a través de la penumbra de la sala menor–. Qué placer verte, querida, pero ¿qué haces aquí días antes de lo previsto? ¿Pasa algo malo en Chalamine?
Michael estuvo a punto de chocarse con la muchacha cuando ella se detuvo en forma muy abrupta. La miró y vio que había empalidecido, aunque pronto recuperó la compostura, avanzó y dijo:
–No, Cristina, todo está bien y nuestro padre se está preparando para viajar al norte con las muchachas, y con Adela también, espero. Lamento si nuestra inesperada llegada te sobresaltó. No fue mi intención asustarte.
Michael notó que más de una vez Isobel había mirado al hombre grandote que se había puesto de pie junto a Cristina y no le costó reconocer en él a Hector Reaganach. Solo cuando los otros se volvieron hacia ellos reconoció al hermano mellizo de Hector, Lachlan Lubanach, lord supremo almirante de las Islas, y a la esposa de Lachlan, Mairi de las Islas.
Entonces, para su sorpresa, vio que la mujer sentada frente a Mairi era su madre. No tenía idea de quién era la señora delgada, de edad mediana, sentada junto a la princesa Margaret, pero ya veía con claridad que las cosas iban a complicarse más de lo que él o lady Isobel habìan predicho.
Hector quizo comenzar a hablar, pero la señora que estaba al lado de la princesa Margaret le ganó de mano.
–En verdad, Isobel, te estás volviendo tan desconsiderada como lo era Mariota. Tendrías que haberte dado cuenta de que Cristina se asustarìa al verte en forma tan inesperada y a semejante hora. ¿Qué íbamosa pensar todos nosotros sino que traías malas noticias de Chalamine? ¿Y quien es el hombre que está contigo? No habrás viajado desde tan lejos con un solo criado para cuidarte. ¡Qué inapropiado! ¿Dónde està tu doncella?
La mirada firme de Hector se posó en Michael, lo que le provocó un escalofrío de culpa e incomodidad que no sentía desde la muerte de su padre. Enderezó la espalda como antes hacía, preparándose para sostener esa mirada y, por primera vez desde la salida de Glenelg, pensò en su ropa, y deseó tener puesto algo mejor que la camisa y la prenda de un pastor con sus calzas.
Isobel hizo a un lado el hecho de que no tenía a su criada consigo con un gesto impaciente.
–Michael no es un criado, tía Euphemia –dijo.
–¿Entonces quién es, muchacha? –preguntó Hector, en una tensa calma.
–Es... es Michael, sir –dijo ella, y se dio cuenta de que cualquier otra cosa que pudiera decir del hombre al que ella llamaba solo Michael sería insuficiente para satisfacerlos–. Si me permites explicar, puedo aclararlo todo.
–¿Cuándo comiste por última vez? –preguntó Cristina.
La muchacha otra vez ignoró la pregunta con un gesto.
–Al mediodía, más o menos, pero eso no importa, porque tengo que contarles...
–Ven a sentarte, Isobel –dijo Hector en un tono de voz que no admitía réplica–. Siéntate junto a Mairi. En cuanto a tu compañero, preferiría hablar con él sin tus explicaciones. No te molestará mantener una pequeña conversación conmigo, ¿verdad, muchacho? ¿En privado y de inmediato?
–Me complace la oportunidad, milord –dijo Michael, recordando en forma tardía sus modales y haciendo una reverencia a toda la mesa.
Estuvo a punto de hacerle una reverencia especial a la princesa Margaret, pero desistió, dado que nadie se la había presentado. Había visto a Hector y a Lachlan más de una vez, pero nadie lo había presentado con formalidad a ninguno de los dos, y dudaba de que ellos recordasen su presencia en ninguna de las multitudinarias reuniones a las que habían concurrido en diferentes momentos.
Hector atravesó el estrado.
–Creo que mejor iremos a otra habitación –dijo.
–¿Me necesitas? –preguntó Lachlan, levantando una ceja.
–Prefiero que te quedes aquí –dijo Hector–. Isobel, tu transporte consistió en dos de las galeras de su merced, ¿no es así?
–Sí, sir, pero los hombres descansarán y se irán por la mañana. Puedo explicar... –agregó.
–No me cabe la menor duda y tus remeros serán bienvenidos si quieren acampar abajo, pero insisto en mantener a solas unas palabras con tu compañero antes de que me expliques nada. Puedes pedir comida mientras hablo con él, pero primero dime quién te prestó esos barcos.
–Donald Mòr Gowrie de Kyle Rhea –respondió ella.
Él asintìo.
Muy bien. Bienvenida a casa, muchachita. Omití decir que me alegro de verte, de eso no debes dudar. Ahora siéntate. No demoraré mucho.
Michael esperó paciente a que Hector bajara del estrado y se acercara a èl. Siempre se había considerado un hombre alto, pero Hector el Feroz lo era aun más y también de mayor corpulencia que él. Con un dejo de alivio, Michael reparó en que el otro no llevaba el hacha de batalla del Clan Gillean que se decía que lo acompañaba a todas partes.
Isobel, ¿no te parece que deberías cambiarte devestido? –preguntò lady Euphemia–. Has estado viajando todo el día, niña, y se te nota.
Michael miró a Hector.
–No tiene necesidad de cambiarse, tía Euphemia –dijo lady Cristina, riendo–. Quiero enterarme de todas las noticias de casa. Ivor – dijo, hablándole al criado que estaba cuidando el fuego–, por favor, avisa en la cocina que lady Isobel ha vuelto a casa con un invitado. Pídeles que traigan enseguida comida para los dos.
–Si, milady
La mirada de Hector no se había apartado de Michael y este vio que tampoco Lachlan le quitaba los ojos de encima, como Isobel y sin duda los otros.
Hecor señaló una puerta en la pared occidental.
–Hablaremos allí, muchacho.
Michael asintió, dándose cuenta de que debía preceder al otro, lo que indicaba que Hector no confiaba en él. Aunque, dadas las circunstancias, era comprensible; de todos modos, saberlo lo hizo vacilar. Sin importar dónde tuviera lugar la conversación, los minutos siguientes serìan incómodos.
Como la muchacha se había quedado con su daga, él no tenía arma para protegerse, aunque no atacaría a ningún hombre en su propio castillo ni podía creer que pudiera vencer a Hector el Feroz. Era verdad que Hector tenía casi cincuenta años y, sin duda, ya no sería tan hábil como cuando se había hecho merecedor de su apodo, pero detentaba suficiente poder como para ser un adversario formidable, y Michael ya se había hecho de más enemigos que los que cualquier hombre puede querer. No deseba ninguno más.
Hector lo siguió a un pequeño aposento en el que no había mucho más que una pesada mesa, dos bancos unidos y una silla de respaldo recto, lo que indicaba que en esa habitación recibía a personas sin rango. Cerró la puerta, fue al extremo de la mesa, cruzó los poderosos brazos sobre el pecho y dijo:
–Ahora bien, muchacho, ¿qué tal si me cuentas a qué juegas al viajar con lady Isobel como lo has hecho?
Del modo más humilde, Michael dijo:
–Le doy mi palabra, milord, de que no le he hecho el menor daño. Me encontraba en un gran peligro, y lady Isobel arriesgó su propia seguridad para intervenir. Por fortuna, pudimos escapar y, con la ayuda de Gowrie, vinimos aquí. Eso es todo.
–¿Lo es?
Hector pronunció las dos palabras despacio, pero Michael sintio un sudor helado en la nuca. Se aclaró la garganta.
–¿Tal vez quiera hacerme preguntas, milord ?
–Sí, quiero –dijo Hector–. ¿Sabe la muchacha quién eres?
El tono de advertencia le indicó a Michael que había llegado el momento de hablar claro.
–No, milord. Como no sabía a quién podía contárselo ella, juzgue más seguro, dadas las circunstancias, no decírselo. Me doy cuenta, si, de que usted me conoce.
–Desde luego.
–¿Lachlan Lubanach también?
–Creo que sí. De los dos, yo soy quien debe estar al tanto de esas copara que él no tenga de qué preocuparse, pero la intuición me dice que el también te reconoció.
–Nunca conocí de manera formal a ninguno de los dos –dijo Michael.
–Entonces supusiste que podías continuar tu juego aquí, ¿no?
Ante la necesidad súbita y urgente de impedir que Hector continuara creyendo eso por un minuto más, Michael dijo:
–Me malinterpreta, sir. Mi intención era, dado que nadie nos ha presentado y de que hemos asistido a tres o cuatro grandes reuniones en común, tener tiempo para sopesar con qué opciones contaba, antes de confiar lo poco que sé sobre este asunto a cualquiera de los aquí presentes.
Se dio cuenta de que otra vez se había expuesto a la censura o a algo peor, y trató de tranquilizarse, pero Hector no lo reprendió. Permanenecìo en silencio un largo rato, mirándolo, pensativo, hasta que Michael, acostumbrado a hombres más explosivos, comenzó a desear que hablara.
Al fin, con una leve sonrisa que no era tranquilizadora, Hector dijo:
–Creo que tú mismo con tus acciones les has puesto un límite a las opciones que podrías haber tenido.
–¿Es eso así?
–Sí, porque ahora no tienes opción. Tendrás que casarte con la muchacha.