Capítulo 9
Isobel se asombró por la celeridad con la que todos estuvieron listos para partir. Ella acababa de empezar a buscar la ropa adecuada para llevar, cuando Cristina entró a decirle que su criada, Brona, ya había empacado mucho de lo que necesitaría.
–Sabía que regresarías apenas a tiempo para partir y como ignoraba si habías pensado en encargarte nuevos vestidos en Chalamine, te mandé hacer varios aquí – dijo–. Seguro que querrás probártelos, pero Brona o Meg, la criada de Mairi, pueden realizar cualquier ajuste necesario en Duart o en Kirkwall.
–Gracias –dijo Isobel–. Adela me hizo pedir tres trajes nuevos en Chalamine, pero los dejé con mi criada.
–Ah, claro. Bien, yo estuve todo el verano preparando este viaje – contestó Cristina–. Así que al menos tendrás un vestido nuevo para tu boda, como toda novia debe tener.
–Para asegurarse buena suerte en el matrimonio –dijo Isobel, con una risita–. Estás casi tan supersticiosa como nuestro padre.
–Casi todo el mundo es supersticioso con algo y más aún cuando se trata de una boda –se defendió Cristina–. En la nuestra, la tía Euphemia, que no considera demasiado esas cosas, le dio a Hector una moneda de plata para que se pusiera en el zapato.
Isobel rió.
–Por lo que le sirvió la moneda.
Cristina sonrió.
–Eso pudo haber considerado él en ese entonces, señorita irreverente, pero no creo que siga pensándolo. Ahora bien – dijo–, hice que Brona se ocupara de tu equipaje, pero es probable que quieras ver tu, cosas para asegurarte de que no hayamos dejado nada que vayas a necesitar. –Sonrió y abrazó a Isobel–: Después de todo, yo no esperaba que te casaras antes del viaje a Kirkwall.
Con otro abrazo, dejó a Isobel con su tarea y fue a apresurar a los demás. En poco más de una hora, y gracias a la costumbre de Hector de estar siempre preparado para responder a los problemas, doce barcos y sus pasajeros estaban prontos a partir y, en las rápidas galeras, el viaje duró alrededor de tres horas. Cuando se acercaban al pequeño puerto bajo el castillo Duart, oyeron las campanas que llamaban al último rezo nocturno.
Una hora antes, el viento casi había cesado y las nubes se habían disipado, lo que dejó al descubierto una luna ovalada. El castillo, sobre su alto promontorio, donde el canal de Mull convergía con el lago Linnhe y el Firth de Lorn, parecía de plata ante el gris oscuro de la luz de la luna.
A pesar de lo tarde que era, el puerto y la ladera de la colina hervían de hombres armados y las galeras patrullaban las aguas del canal y del Firth.
Encontraron a sus anfitriones todavía levantados, y, después de que Hector hubo explicado que las nuevas circunstancias exigían una conversación, Lachlan asintió y dijo:
–Mairi puede llevar a las mujeres arriba e instalarlas, mientras tu, sir Michael y yo nos instalamos en mi recámara, donde nadie nos molestará. Confio en que hayan comido.
–Sí, hace horas –dijo Hector. Sus ojos se encontraron con los de Michael–. Isobel se quedará con nosotros.
Lachlan miró a uno y al otro, y luego asintió, sin hacer ningún comentario.
–Tal vez debamos quedarnos todos –sugirió Mairi.
Esta vez Lachlan intercambió una mirada con su mellizo antes de hablar.
–No, muchacha. Será más útil que te ocupes de que nuestras huepedes y sus criadas se instalen con comodidad. Me parece que al menos algunos de nosotros viajaremos hacia el norte por la mañana.
–Sí –dijo Hector–. Yo estoy pensando en que necesitaremos una flotilla lo más grande posible.
Lachlan volvió a asentir y luego se dirigió a su esposa.
–Diles a los muchachos que comiencen a aprontarse y encuentra a alguien para enviar un mensaje a Ardtornish. Si tu madre no desea partir con la flotilla, que lo diga, y haré arreglos especiales para ella. ¿Qué? –preguntó, volviéndose hacia Hector como si este hubiera hablado.
–Antes de enviar un mensaje a Ardtornish, todos deben saber que nuestra Isobel ha aceptado el ofrecimiento de casamiento de sir Michael. En vista del estado de salud de su merced, y del hecho de que sería mejor que la muchacha viajara al norte convertida ya en esposa, cuanto antes se celebre el matrimonio, mejor.
–Sí, es cierto, pues acallará a los chismosos –aseguró Mairi, yendo a abrazar a Isobel–. Me alegro de que hayas tomado esa decisión, querida mía.
–Si se van a casar antes de emprender el viaje al norte, tienen que hacerlo en Ardtornish o aquí, en Duart –dijo Hector–. Pensé que el capellán de su merced podía hacernos ese favor.
–Excelente idea –afirmó Lachlan y agregó, dirigiéndose a su esposa–: ve ahora, querida. Envía a Ian a Ardtornish con esos mensajes y dile a alguno de los muchachos de la sala que esté atento a que no nos interrumpan. –Volvió a mirar a Hector–: ¿Y Macleod? ¿Sabe de la boda?
–No –dijo Elector–. Estoy pensando en que sería bueno detenernos en Glenelg durante el camino.
Lachlan asintió, y antes de que Isobel tuviera tiempo de digerir la naturalidad con que habían recibido la noticia, ya estaba sentada entre Elector y Michael ante la gran mesa en la recámara que Lachlan usaba, en general, para recibir a sus muchos informantes y para hablar con los amigos y aliados de MacDonald de las Islas.
Lachlan se sentó a la cabecera y expresó:
–Supongo que han oído que hay forasteros en las inmediaciones, al menos unas cuantas galeras, justo a la salida del extremo occidental del canal, cerca de Mingary.
–Sí –dijo Hector–. Sir Michael iba a dirigirse al oeste porque temía que sus enemigos pudieran estar emboscados, pero a mí no me pareció prudente que pasara tan cerca de la Isla Sagrada, por eso vinimos todos aquí.
Isobel vio otro intercambio de miradas entre los mellizos. Sabia por experiencia que Lachlan sospechaba que Hector omitía algunos detalles y, por el calor que sentía en sus propias mejillas, se dio cuenta de que tenían que ver con ella y, por ende, con su súbita decisión de casarse. Pero él no hizo ningún comentario, solo agregó:
–Fue muy prudente traerlos aquí.
–Sí, por cierto –dijo Hector.
Lachlan se volvió a Michael.
–Yo había pensado enfrentar a los forasteros, pero como le dijiste antes a Hector que tus enemigos creen que posees algo que la Iglesia insiste en que debe devolverse a Roma, consideré que sería mejor aguardar a saber más. Espero que puedas complacerme.
–Sí, sir, haré lo posible –dijo Michael–. Es cierto que sospechan que mi familia posee algo semejante.
–Y tú dijiste que no sabes cuál es ese objeto.
–Eso es cierto, milord. Pero sí sé que lo que sea que falta tiene relación con el pasado, porque mi padre decía que teníamos el deber solemne de mantener los asuntos St. Clair dentro de la familia, de guardar bien nuestros secretos. Afirmaba que mi abuelo, de heroica memoria, nos había legado ese deber, y les aseguro que no creo que mi padre aprobara el que yo confíe incluso esta poca información con usted y con Hector Reaganach.
–Nos honra tu confianza y te damos nuestra palabra de que nada de lo que nos digas saldrá de aquí, a menos que nos des tu permiso expreso. ¿Debo entender que de lo que hablas data de apenas dos generacione?
–Eso creo, pero solo sé que esos secretos existen. No sé qué son y tampoco mi hermano lo sabe.
–¿Estás seguro? Después de todo, Henry es el mayor y el heredero de tu padre.
–Sí, sir, pero yo me daría cuenta si él me mintiera. Él tiene un fuerte sentido del honor. Es más, una vez me dijo que mi padre aseguró que, cuando él cumpliera la mayoría de edad, tendría que asumir la responsabilidad de guardar esos secretos y que se los explicaría entonces. Pero él murió antes, y cualquier otra persona que pueda saber o sospechar cuáles son esos secretos, no los ha compartido con nosotros.
–Entiendo –dijo Lachlan frunciendo el entrecejo.
Isobel siguió con facilidad esa cadena de pensamiento y preguntó:
–Estás pensando en tu padre, ¿no? Michael, es probable que te haya hablado del interés de Ian Dubh en la historia. Él debe saber más de esas cosas que todos nosotros juntos y tal vez tenga idea de qué es lo que buscas.
–Mi padre está aquí en Duart –dijo Lachlan, poniéndose de pie–. Él es el jefe del clan Gillean y les diré que esta mañana me tomé la libertad de describirle de manera muy sucinta tus problemas para que pudiera pensar en ellos, pero puedes confiar en él como confías en nosotros. Ahora, con tu permiso, lo invitaré a unirse a nuestra conversación.
Michael miró esos rostros severos y sintió que las cosas se le escapaban muy rápido de su control, y que no estaba seguro de que le gustara mucho el curso que habían tomado los acontecimientos. Sin embargo, ni la curiosidad de Isobel podía igualar a la suya cuando se trataba del secreto de su familia. Suponía que era algo oculto, algún objeto que tenía que ver con los St. Clair y también con otros, pero en qué consistía y dónde podía estar escondido eran puntos que estaban más allá de su conocimiento. Más aún, a pesar de la cortesía de Lachlan Lubanach, el caballero daba por sentado que Michael aceptaría.
–Recibiré con gusto el consejo de lan Dubh, sir –dijo–. Por favor, pídale que nos acompañe.
Isobel caminó junto a él, lo que despertó en la mente y en el cuerpo de Michael sentimientos que no tenían nada que ver con el misterio de su familia.
Mientras Lachlan iba a la puerta a pedirle al guardia que se encontraba afuera que buscara a Ian Dubh, Michael, como sin querer, acercó su mano a la falda de Isobel y luego a su muslo, lo que lá sobresaltó. Le hizo gracia notar que, a pesar de que la pierna de ella se movió con brusquedad, su expresión no delató nada. Pero dejó de hacerle gracia cuando pensó que era probable que ella también hubiese seducido a otros hombres de la misma manera indecorosa. Recordó también la facilidad con la que ella había coqueteado con Hugo e, incluso, con el villano de Fin Wylie en la caverna.
Consideró que al menos el coqueteo con Fin Wylie había sido un asunto de defensa propia, y se dijo que ella era demasiado inocente como para haber ido más allá del juego de seducción con Hugo o con cualquier otro hombre. También comprendió que ella apreciaba demasiado su libertad y que, por lo tanto, hubiera debido desalentar a otros a pensar que habría aceptado de buen grado sus insinuaciones.
Entonces la mano de él rozó la suya, pero un momento después entró un anciano y Michael se puso de pie con los demás para saludarlo. El paso rápido y la postura erguida de Ian Dubh desmentían sus cabellos grises y su aparente edad. Era delgado y ni tan alto ni tan ancho como sus hijos, pero Michael vio enseguida que no era nada débil.
–Sir Michael St. Clair, padre, el caballero del que te hablé esta mañana – dijo Lachlan–. Ha pedido la mano de nuestra Isobel, que lo ha aceptado. Esperábamos que pudieras ayudarlo a resolver un acertijo.
El apretón de manos de Ian Dubh era firme y su sonrisa, cálida.
–Es una buena pareja –respondió–. Tú eres el señor de Roslin. ¿no? ¿Nieto de sir William St. Clair, que acompañó a sir James Douglas y a Robert Logan en su aciago intento por llevar el corazón de Bruce a Jerusalén?
–Tengo ese honor, sir –dijo Michael.
–Pero yo había oído que era el padre de sir Henry el que llevó el corazón de Bruce, sir, y peleó a su lado en Bannockburn –dijo Isobel.
–No, muchacha –dijo Michael–. Henry nació quince años depues de la muerte de Bruce y de la de mi abuelo. Nuestro padre murio trece años después.
–Muchos cometen ese error, Isobel –dijo Ian Dubh–. Cuando un hombre es famoso, es natural que los que hablan de él lo pinten con mayores glorias todavía, como si el alardear sobre tales conocimientos los acercara, de alguna manera, a ellos. El padre de sir Michael era también sir William St. Clair. Murió de una caída de un caballo.
–Aunque también fue soldado –agregó Michael.
–Sí que lo fue, como su padre y como su abuelo –dijo Ian Dubh. Pareció que iba a decir más, pero miró a Lachlan y a Hector y luego otra vez a Michael, entonces agregó–: Tal vez quieras hablar más de esto a solas, muchacho.
Michael miró a Hector y a Lachlan, mientras pensaba si aceptar el ofrecimiento no sería una descortecía hacia ellos.
Isobel había estado observando a Michael con atención y entendió su incomodidad ante la creciente audiencia. Sin embargo, necesitó de toda la fortaleza que poseía para hablar. En voz baja, dijo, sin dirigirse a nadie en particular:
–Después de todo, es el secreto de Michael. Tal vez él deba saber de qué se trata, si Ian Dubh puede decírselo, antes de compartirlo con nosotros.
Hector se había puesto tenso ante la sugerencia de su padre y las palabras de ella no hicieron más que aumentar su nerviosismo. Lachlan también pareció estar a punto de protestar.
Antes de que ninguno de los dos pudiera decir una palabra, Ian Dubh replicó, en un tono de voz que Isobel pocas veces le había oído:
–Hablaré a solas con sir Michael.
–Isobel debe quedarse, señor –dijo Michael, firme.
Con aire molesto, Ian Dubh dijo:
–Dado que será tu esposa, es tu decisión, muchacho, pero yo quisiera advertirte algo. Tales secretos no son de la competencia de las mujeres. No solo porque ella podría traicionarte en forma inadvertida, sino que, si tus enemigos sospecharan de que ella goza de tu confianza, su vida podría correr peligro.
–Yo creo que estará más segura si lo sabe, sir. Además, le he dado mi palabra.
–Entonces no se habla más. Ustedes dos pueden dejarnos –les dijo a sus hijos.
Sin otra palabra, ambos salieron de la habitación.
Isobel miró, asombrada, hasta que la puerta se cerró tras ellos. Ian Dubh le preguntó:
–¿Te sorprende que se hayan ido, muchacha?
Ella asintió y enseguida, recuperándose, se volvió hacia él y contestó:
–Sí, sir. No pensé que se fueran, ni que permitieran que yo me quedara, si ellos se iban.
–Yo aún soy el jefe del clan Gillean, Isobel, por más que Lachlan haya asumido casi todos mis deberes en los últimos años. Te permito quedarte sólo porque sir Michael pide tu presencia y, según yo lo entiendo, tiene todo el derecho a hacerlo.
–¿Cree saber qué buscan mis enemigos, sir? –preguntó Michael.
–Antes de responder a eso, creo que Isobel debe saber que tu padre y el padre de tu padre no fueron solo soldados, sino caballeros templarios y, por ende, excelentes soldados. Es de suponer que tú y sir Henry también son templarios, ¿no?
A pesar de su larga experiencia, la desolación que experimento Michael fue tal que estuvo a punto de perder el control de sí mismo. Permaneció boquiabierto. Con cautela, luego dijo:
–La orden de los caballeros templarios ya no existe, sir. Desapareciò mucho antes de mi nacimiento. Además, yo soy un hombre de paz.
Los ojos azules del anciano brillaron.
–Por favor, muchacho, no tienes que disimular conmigo, a menos que lo hagas por la muchacha, en cuyo caso, te pido disculpas, pero tu dijiste que ella debía oír todo.
Michael miró a Isobel, vio que ella entrecerraba los ojos y se apresuró a decir:
–No deseo ocultarle nada. Pero tampoco voy a decir que soy un templario. Mi abuelo tuvo ese honor, como lo atestigua su tumba en el castillo Roslin, y mi padre fue un buen soldado, gracias a un entrenamiento similar. Pero yo tenía apenas cinco años cuando él murió, demasiado pocos para poder beneficiarme de sus habilidades.
Ian Dubh lo miró con curiosidad, pero Michael había recuperado el control de sí y le sostuvo la mirada con facilidad. No había dicho nada que no fuera cierto y la conversación no afectó su promesa a Isobel.
Isobel observó a Michael y a Ian Dubh. Era evidente que el anciano no le creía a Michael, pero el joven parecía sincero. Ella había oído hablar de los caballeros templarios, porque tanto lady Euphemia como Ian Dubh habían hablado más de una vez sobre ellos al describir acontecimientos históricos, pero sabía poco.
Ian Dubh se sentó del otro lado de la mesa y miró pensativo a Michael antes de hablar.
–Puedes negar tu conexión, muchacho, pero yo creo que la información que buscas está en la historia de la orden.
–Pero el Papa la declaró herética, ordenó su arresto y desarticuló la orden hace más de setenta años –dijo Michael.
–Esos arrestos tuvieron lugar en Francia en general y por orden del rey Felipe el Hermoso –explicó Ian Dubh–. Él ya había eliminado a dos papas y controlaba al tercero, pero no dominaba a los caballeros templarios. Les debía una inmensa cantidad de dinero que no quería pagar y, por eso, quiso someter el papado.
–Con todo respeto, sir... –comenzó a decir Michael. Pero Ian Dubh continuó, firme.
–La orden no fue disuelta nunca en Escocia, porque las bulas papales que la disolvían aquí jamás se proclamaron. Aunque hubieran sido aprobadas, zcuánta fuerza piensas que tenía aquí el obispo de Roma, considerando en especial que el año anterior había excomulgado a Robert Bruce?
–Es probable que ninguna –aceptó Michael–, pero tenemos poco tiempo para lecciones de historia si lady Isobel y yo queremos casarnos antes de emprender el viaje rumbo al norte, sir, y mis enemigos están esperándonos, en este mismo momento. Con respeto, sir, ¿qué piensa que buscan?
–El tesoro, por supuesto –dijo Ian Dubh. Isobel contuvo el aliento.
–¿Qué tesoro?
–Además de ser los mejores soldados, los templarios proveyeron también la organización bancaria más grande del mundo –explico Ian Dubh–. Los hombres podían depositar fondos en Escocia o en Inglaterra y, sin más que una carta, podían retirar sumas equivalentes en países tan distantes como la Tierra Santa. Así, la gente no tenía que llevar sus riquezas consigo. Los templarios podían dar ese servicio porque los templos y las preceptorías salvaguardaban gran parte del tesoro del mundo, además del propio de la orden, que fue reunido a lo largo de toda su historia.
–Pero si eran herejes... –dijo Isobel. Miró insegura a Michael, sabiendo que no hablaba solo de los templarios en general, sino también de su abuelo.
Ian Dubh aclaró:
–No fue su herejía lo que los destruyó, muchacha, si es que esa conversión existió. Fueron los inmensos préstamos que hicieron a los gobernantes del mundo, a hombres como Felipe de Francia, que no quería pagarles. En el momento de la caída de los templarios, Felipe controlaba al papa Clemente como si Su Santidad fuera un títere y no un hombre. Apenas supo que Clemente cooperaría, el rey ordenó el arresto de todos los caballeros templarios en Francia y envió a sus hombres a apoderarse del tesoro que ellos tenían en París. Pero este, junto con casi todos los templarios franceses, había desaparecido. Su gran flota atracada en La Rochelle también se había esfumado.
–¿Adónde fueron?
Él sonrió.
–Hay muchos que dicen que no se sabe.
–Pero tú no asegurarías eso –dijo ella, confiada.
–No puedo decir que sé más que esto –dijo él–. Pero sí contarles que, cuando yo era muy joven, mi padre era gobernador en el castillo de Tarbert y una noche oscura y neblinosa, tarde, cuando se suponía que yo debía estar acostado, vi una serie de extraños barcos que se movían en sumo silencio en el lago y que parecían fantasmas porque los llevaban unos remolcadores. Me enteré de que mi padre sabía de su presencia y pensé entonces que me contaría, pero cuando salió el sol al día siguiente, los barcos habían desaparecido y mi padre no solo negó todo, sino que me castigó por haberme escabullido durante la noche sin su permiso.
–¿Pero dónde pudieron haber ido?
–Por favor, podrían haber ido a cualquier parte, pero tal vez recuerdes que, durante años, he estudiado documentos pertenecientes a asuntos ocurridos durante la época de Robert Bruce.
–Sí, por supuesto –contestó ella.
–Te mostraré algunos de esos papeles –dijo, volviéndose a Michael–. Tienen solo referencias vagas al tesoro de París, pero dan a entender que tu abuelo asumió su guardia y dispuso que fuera trasladado a Escocia con el permiso del padre de su merced, Angus Og. Este, para ese entonces, había obtenido el vasallaje de muchos clanes de las islas, en especial al sur de la de Skye. De pocas cosas que ocurrieran en esas aguas él no se enteraba tan rápido como la red de informantes de Lachlan Lubanach, que ahora recoge información para su merced. Él habría sabido de cualquier barco extraño, en especial dado que la ruta más probable para el lago Tarbert los habría llevado primero por el canal de la isla, cerca de la morada primera de Angus Og, en Finlaggan. Si esos barcos no hubieran sido bienvenidos, él los habría detenido mucho antes de que llegaran al lago Tarbert.
–Y semejante incidente sería muy conocido ahora en las historias de los bardos, por ejemplo, de modo que es probable que los haya recibido y que haya guardado silencio –agregó Michael, pensativo.
–Sí, y Robert Bruce aceptó de buen grado ayuda militar de los templarios escoceses, incluidos los miembros de tu familia. Ninguno fue ejecutado ni encarcelado porque Bruce, que estaba excomulgado, no tenía razón alguna para cumplir órdenes de Roma, si es que allí se expedían órdenes a los excomulgados.
Isobel había estado pensando en el tesoro de los templarios.
–¿Eran gran parte de las riquezas del mundo? ¿Podría incluso una flota entera de naves llevar tanto?
–Se dice que la flota era enorme, muchacha. Los documentos muestran que había al menos dieciocho naves en La Rochelle, mientras que muchas otras que navegaban por los mares no volvieron.
–¿Pero adónde podrían haber ido? –preguntó ella.
–Los barcos templarios transportaban muchos productos que exporta la gente de las islas, en especial nuestro petróleo, que durante años se usaba como óleo sagrado en las iglesias de toda Bretaña, Europa y de otras partes del mundo. Los barcos que ahora proveen el transporte son a menudo los de los St. Clair –agregó con una significativa rnirada a Michael.
–¿Pero por qué los templarios iban a traer semejante tesoro a las ilas? –le preguntó ella a Michael–. ¿Tu abuelo era de allí?
–No, vivía en el castillo Roslin, en Lothian, quince kilómetros al sur de Edimburgo.
–Cierto –dijo Ian Dubh–. Pero recuerda que en esa época los ingleses controlaban Escocia desde Edimburgo hacia el sur. Bruce todavía no los había vencido, de modo que habría sido más seguro esconder el tesoro aquí, en las islas, y después llevarlo a tierra firme.
Michael suspiró.
–Pero, por lo que ha dicho, supongo que sus documentos no dicen nada de dónde lo escondieron ni de dónde puede estar ahora.
–No, pero, ¿y los de ustedes? Toda familia noble posee títulos, documentos de posesión de tierras, papeles por el estilo. ¿Ustedes estudiaron los suyos?
Michael asintió.
–Henry y yo leímos todo lo que encontramos en Roslin. En realidad, no hay mucho, salvo la documentación del castillo, otros pertenecientes a la baronía, las disposiciones financieras para el matrimonio de mi madre y algunas decisiones de la corte del barón. Henry es también barón de Roslin –explicó a Isobel–. Mi título, amo de Roslin, es apenas un título que volverá al hijo de Henry cuando lo tenga.
–Hablando de eso –dijo Ian Dubh con una sonrisa–, tu título cambiará cuando Henry se convierta oficialmente en el conde de Orkney, como se lo conocerá aquí. Según tengo entendido, eso fue parte del arreglo que hizo Henry con el rey de los escoceses.
Michael asintió.
–¿Qué arreglo? –preguntó Isobel.
Michael permaneció callado, pero Ian Dub explicó:
–Sir Henry retendrá muchos de los privilegios que conlleva un principado, muchacha. Por ejemplo, podrá emitir moneda y ejercer autoridad judicial dentro de su territorio. Sir Michael, como su hermano y potencial heredero, será conocido como lord Michael St. Clair de Roslin.
–Eso no es importante, porque pronto Henry tendrá un heredero y yo no deseo ser príncipe ni conde de Orkney –dijo Michael.
–Eres sabio, muchacho, porque los títulos traen más responsabilidades consigo de las que uno supone –dijo Ian Dubh–. Además, había otros pretendientes al principado y el rey noruego exigió una promesa de lealtad hacia él, para no mencionar el pago de una suma mucho más grande de la que poseen la mayoría de los hombres.
–El principado es tema de Henry –dijo Michael–. El mío parece ser este supuesto tesoro. ¿Puede decirme más sobre él, sir? ¿En qué consiste?
–No lo sé –admitió Ian Dubh–. Solo puedo decirte que muchos isleños, si no se enteraron del tesoro en sí, han de haber sabido de los barcos que lo trajeron aquí. El hecho de que nadie hable ahora de él prueba la influencia que tanto Angus Og como Bruce tenían y de la lealtad que ahora los isleños mantienen hacia su merced. Si quieres, puedes venir a mi recámara a mirar esos documentos. He hecho copias de varios de ellos que te daré, pero creo que tu mayor esperanza de averiguar toda la verdad se halla en Roslin. Dudo de que encuentres nada en Caithness, ya que esa propiedad llegó a tu familia a través de tu madre.
Michael se volvió hacia Isobel.
–¿Quieres ver los documentos, muchacha?
Ella negó con la cabeza, abrumada por todo lo que había oído. La explicación de Ian Dubh sobre la posición de Michael revelaba que ella no la había entendido bien antes. El hecho de que él fuera hermano de uri hombre que se convertiría en un príncipe noruego había significado poco para ella. Enterarse incluso del tesoro de su hermano no la había impresionado, porque la riqueza de un hombre no significaba que su familia fuera adinerada. Más aún, como nunca había sentido su falta, tenía poco interés en el dinero. Pero enterarse de que Michael era un potencial heredero del principado y que sus hijos podrían igualmente heredarlo, por remota que fuera la posibilidad, era otro asunto, y una cuestión sobre la que ella tenía que pensar con sumo cuidado.
Sabía que debía contarle enseguida su preocupación, pero él y Ian Dubh hablaban de los documentos y ella no quería interrumpir para tratar el tema que ahora la preocupaba.
–Si me disculpan –dijo, poniéndose de pie, apenas consciente de que había interrumpido a Ian Dubh en la mitad de una frase–. Quiero desearles muy buenas noches a ambos, porque parece que mañana será un día largo y tal vez difícil.
Ambos hombres se pusieron de pie con ella y Michael dijo:
–Te acompañaré a tu habitación antes de encontrarme con Ian Dubh para ver los documentos.
–Por favor, no quiero que te molestes –contestó–. Cuando venimos de visita a Duart comparto una habitación con mi tía y sé el camino.
–De todos modos, te acompañaré –respondió él, firme. Se volvió a Ian Dubh y dijo–: Me será fácil encontrar a alguien que me acompañe a su aposento, así que no lo haré esperar mucho.
–Soy un hombre paciente–dijo Ian Dubh. Y, con una mirada apreciativa a Isobel, dijo–: Que duermas bien, muchachita. Si Lachlan se ocupará de los arreglos para tu boda, seguro que se celebrará apenas te despiertes mañana por la mañana.
–Sí, sir ––expresó ella, mientras hacía una breve reverencia, temiendo de pronto que, si trataba de decir algo más, se echara a llorar.
Cuando Michael le tomó la mano y se la puso con firmeza en el hueco de su brazo, se preguntó cuándo había sido el momento en que él había pasado de ser el hombre que con tanta bonhomía hacía lo que ella decía, al que parecía determinado a ignorarla. Pero guardó silencio mientras se dirigían a las escaleras principales.
Después del primer tramo, la escalera en espiral se angostaba y ella siguió subiendo. Pero cuando llegaron a la habitación que ella compartía con lady Euphemia y ella estiró la mano para tomar el picaporte, él le detuvo la mano y se la retiró.
–Espera, muchacha –dijo, en voz baja–. Quiero saber qué fue lo que te perturbó tanto.
–Ian Dubh te espera y no debemos quedarnos aquí hablando, pues mi tía puede oírnos.
–Ian Dubh puede esperar y se oye roncar a lady Euphemia. ¿Qué pasa?
–Nada importante –dijo ella sintiéndose culpable, aunque también incapaz de explicarse sin traicionar a su familia.
Él la miró a los ojos un largo rato de esa manera que la hacía sentir tan incómoda. Después, mientras ella sentía el calor que le ardía en las mejillas, agregó:
–Puedes pensar en otra respuesta, mi amor, alguna que pueda creer con facilidad.
Por más que deseaba evitar su penetrante mirada, no lo lograba; pero tampoco era capaz de decirle la verdad... por cierto, no toda la verdad.
Él pareció contentarse con sostener su mirada, para hacerla retorcerse en su sentimiento de culpa como había hecho antes. Al final, ella dijo:
–Este matrimonio es demasiado rápido, eso es todo. Pienso que tendríamos que esperar un tiempo y no casarnos tan pronto. No vamos a viajar juntos otra vez, porque, si Hector y Lachlan se salen con la suya, nos rodearán de guardias de todo tipo y seremos una vasta flotilla de galeras llenas de remeros y familia. Además, tú ni siquiera quieres casarte conmigo. Sabes que es así. Te sientes tan obligado a casarte como yo.
Los dedos de él en los hombros de ella encontraron las marcas anteriores, haciéndola encogerse. De inmediato aflojó la presión, pero no apartó las manos.
–Esa respuesta no es mejor que la primera, muchacha. Vamos a casarnos apenas aparezca un sacerdote para decir lo que tiene que decir. De modo que, a menos que puedas darme un buen motivo, no lo cancelaré, ni te ayudaré a hacerlo. Tenemos que apresurarnos, Isobel. Henry mismo puede correr peligro.
–¿Cómo puede ser? Seguro que se ha rodeado de quienes lo proteian.
–Sí, pero eso no será diferente para Waldron.
–Waldron espera del otro lado del canal –le recordó ella–. No es amenaza para nadie mientras se quede allí, al menos, si ignora que Lachlan está allí.
–Solo sabemos que sus galeras están ocultas allí, no quién está a bordo. Waldron siempre es bienvenido en Caithness y en Roslin tambien.
–Dios santo, ¿por qué?
–Porque es mi primo, a pesar de las circunstancias de su nacimirr. –––contestó Michael, mientras bajaba la voz y hablaba en un susurro–. Es, además, un gran favorito de mi madre porque siempre ha sido muy encantador con ella. No había pensado antes en todo esto, ya que èl no me había dicho nada sobre Henry y las ceremonias, y yo no sabìa de ningún tesoro. Waldron insistía en que le contara dónde estaba eso y, dado que era un misterio para mí, sólo pensaba en su necia negativa a aceptar que lo que le decía era cierto. Un tesoro, de cualquier tamaño que sea, complica las cosas. Más aún, Ian Dubh dice que hay otros pretendientes al principado.
–¿Estás diciendo que Waldron podría ser uno de ellos?
–No puede ser pretendiente porque es hijo ilegítimo y viene de la rama francesa de nuestra familia. El derecho de Henry no proviene solo de nuestra madre, que es prima del rey de Noruega, sino también de la primera esposa de Henry.
–¿Él estuvo casado antes?
–Sí, su primera esposa era la hija del rey de Noruega. Eran muy jóvenes y ella murió enseguida. El padre ayudó al nuestro a arreglar el segundo matrimonio de Henry.
–Pero nada de esto importará una vez que sir Henry se convierta en el príncipe de Orkney.
–Es cierto y creo, de todos modos, que ya es demasiado tarde para disputarlo. Pero ya que Waldron cree que es la voluntad de Dios que él tenga cualquier cosa que desee, puede, de todas maneras, tratar de exigir el principado con astucia o por la fuerza.
A Isobel le daba vueltas la cabeza, pero trató de volver a sus pensamientos.
–Incluso así, creo que tu hermano puede cuidar de sí mismo y nosotros...
–Basta ya, muchacha. Tienes que dormir y yo no debo perder esta oportunidad de enterarme de lo que pueda de boca de Ian Dubh. Seguiremos hablando por la mañana.
Ella intentó protestar, pero él tenía la mano en la puerta y, antes de que a ella se le ocurriera algo para contestar que pudiera hacerle cambiar de idea, se encontró dentro de la habitación y con la puerta terminando de cerrarse tras él.
Mientras se quitaba el vestido y, en camisa y sin hacer ruido, se metía en la cama junto a lady Euphemia, se prometió a sí misma que, antes de que sucediera nada, al día siguiente, le dejaría, de alguna manera, todo en claro a él. No podía permitir el casamiento si ella podía contagiar a sus hijos con el mismo demonio que padecía.