Capítulo 13

 

Isobel estaba tensa; cuando Michael extendió la mano hacia las cintas de su corpiño, los dedos le rozaron el pecho izquierdo, lo que la hizo contener la respiración. No podía creer la rapidez con que su cuerpo se había encendido con un roce tan leve. Cada nervio quedó tenso y ardoroso; todo su cuerpo estaba invadido por ríos de un calor desconocido.

Levantó los ojos para mirarlo, para ver si él sentía lo mismo que ella, pero antes de poder distinguir nada que no fuera la sonrisa de él y sus ojos, que se achicaban en los extremos, él la atrajo con fuerza y sus labios se cerraron sobre los suyos.

Ella respondió enseguida, se apretó contra él, saboreó el calor de sus labios y recibió la lengua de él dentro de su boca, jugando también ella mientras él exploraba con la suya.

Una mano la mantenía apretada contra él, mientras la otra trabajaba de prisa desatando las cintas y liberando los pechos de su encierro. Desató el lazo del frente de la camisa y levantó toda la tela de batista por los hombros y, así, se la quitó.

–Ay, mi amor –murmuró, inclinándose a besarle los pechos–, no te imaginas lo que me provoca estar tan cerca de ti.

–Por favor, cualquier diría que te estoy torturando.

–Eso es lo que haces. –Levantó la cabeza sonriendo.– ¿Podemos sacar toda esta tela del medio y dejarla caer al suelo?

–Sí, claro –dijo ella–, pero si me ensucias la ropa tendrás que mandarme hacer una nueva.

–Te mandaré hacer lo que quieras si puedo elegir el diseño –dijo él.

Rió al imaginarse a cualquier hombre eligiendo el vestido de una mujer o teniendo la menor idea de esos asuntos. Ella abrió la boca para hacer un comentario mordaz, pero antes los labios de él buscaron los suyos. Cuando se dio cuenta, su falda y su camisa estaban en el suelo y la brisa le acariciaba el cuerpo desnudo.

Ella llevó las manos a los lazos superiores del jubón de él.

–Si tengo que estar desnuda bajo la luz de la luna, tú también lo estarás.

Él rió y le dio una suave palmada en el trasero.

–Ve dentro de la tienda, mi amor. No quiero correr el menor riesgo de compartir este momento con nadie más, por improbable que sea que alguien ose observarnos.

Ella entró de buen grado, alegrándose de ocultarse y, al tenderse sobre las pieles vio que eran más suaves de lo que había esperado, y que acuciaban aún más sus ya tensos sentidos. Y allí apareció él, en la abertura de la tienda, mirándola, mientras su cuerpo de espalda, anchas y caderas estrechas se recortaba contra el cielo ya bastantu oscuro, haciéndola desear, por primera vez, que hubiera más luz, para poder verlo mejor.

Él entró y se tendió junto a ella; su piel estaba fresca contra la de ella hasta que la atrajo hacia sí y tomó uno de los "plaids", tapándolos a los dos. Sus labios buscaron los de ella; su mano libre le cubría un pecho y el pulgar le acariciaba el pezón.

Ella lo besó con deseo y sintió una pasión aún mayor por las caricias  de él en sus pechos y su cuerpo entero. Solo se puso tensa cuando la mano de él bajó a la entrepierna y le cubrió con delicadeza su sexo.

–Tranquila, muchachita –murmuró él–. No quiero lastimarte, pero, como te dije, la primera vez puede doler. Haré lo que pueda para que no ocurra.

–Me parece que sabes mucho más que yo sobre esto –dijo ela.

Él rió.

–Te prometo enseñarte todo lo que sé.

La mano que la cubría se movió y ella perdió todo interés en pelear con él; dedicó toda su energía a saborear las deliciosas sensaciones  que  su mano le provocaba.

El cuerpo de él estaba duro contra el de ella, era mucho más musculoso de lo que ella había supuesto, pero sus dedos y sus labios eran tiernos y delicados, su sensual voz mucho más seductora a sus oídos que las canciones del mar que siempre había amado tanto.

El "plaid" se había deslizado, dejándolos a ambos expuestos al aire de la noche, pero Isobel casi no se había dado cuenta. Cada sentido y toda su sensibilidad se concentraban en lo que él le estaba haciendo y cuando un dedo caliente se deslizó dentro de ella, tocando y explorando partes que ni ella misma se había tocado jamás, gimió y se preguntó si no era perverso de su parte concentrarse solo en las maravillas que él provocaba. Era probable que las personas dijeran que una conducta que le provocaba tanto placer era malvada.

Volvió a contener la respiración cuando él se deslizó hacia abajo y tomó con la boca uno de sus pezones, lo chupó y lamió como si tuviera una capa de néctar.

La mano de ella encontró los cabellos de él erizados; los suaves rizos se enrollaban en sus dedos como si hasta estos también quisieran poseerla. El cuerpo de ella comenzó a contorsionarse bajo el de él, a sentir una urgencia que ella no comprendía, hasta que él volvió a moverse, colocándose de manera tal que ahora ella sentía toda la fuerza de la masculinidad de él junto a su activa mano y supo lo que él haría enseguida.

Le pareció que el corazón le dejaba de latir y, aunque él seguía murmurándole por lo bajo, ella no entendía las palabras, pues no tenía pensamiento ni comprensión de nada que no fueran los movimientos del cuerpo de él contra el suyo, en especial esa parte de él que ahora buscaba entrar en ella.

Los labios de él volvieron a buscar los suyos y la lengua se introdujo hondo dentro de su boca mientras que, abajo, él se deslizaba dentro de ella. El dolor que le provocó su entrada la recorrió desde la cabeza a los pies... era una sensación que no había sentido nunca antes, una pasión abrumadora, devoradora, veloz, y se producía al mismo tiempo que el cuerpo de ella se esforzaba por ajustarse al de él.

Los gemidos entrecortados de ella ahora le parecieron diferentes pero al menos volvió a oírlo a él y a entender sus palabras.

–Esta es la única vez que te dolerá, mi amor, y el dolor pasará rápido –dijo él con suavidad–. Eso me han dicho, al menos.

El comentario final la hizo sonreír, pero entonces él comenzó a moverse otra vez, casi saliendo de ella antes de volver a entrar, haciéndola gritar. El dolor fue mayor, pero él no se detuvo. Ella vio que él había cerrado los ojos y que parecía en cierto sentido distante, porque no dijo más, sino que se movió más y más rápido hasta que pareció estar en un frenesí golpeando dentro de ella. Al fin, con un suave quejido de liberación, todo él se aflojó, pesado, sobre ella.

Aunque estaba a punto de aplastarla, él se quedó un momento más todavía. Enseguida se deslizó a su lado y la abrazó, de manera que ella se volvió también de costado.

–No te alejes, mi amor –dijo él cuando ella fue a moverse–. Quiero quedarme dentro tuyo, disfrutar un momento más tu suavidad de terciopelo.

El dolor cesó apenas él dejó de moverse y la sensación que sobrevino fue agradable y confortable. Se sentía segura con él y protegida en un sentido que no recordaba haber experimentado antes, salvo quizá cuando era pequeña, antes de la muerte de su madre, cuando aprendió   que su mundo podía cambiar de la noche a la mañana. Un pensamiento inquietante se le ocurrió, que tal vez esta satisfacción era peligrosa,  que era así que los maridos controlaban a las mujeres; pero lo hizo a un lado, curiosa por ver qué haría él ahora.

En ese instante aprendió algo nuevo sobre su propio cuerpo:  que en muy breve plazo podía pasar del dolor puro al dolor de desear placer. Se movió junto a él y le apoyó una mano en el pecho desnudo,  disfrutando la sensación de los vellos suaves, rizados, contra su palma.

Él la abrazó y le besó el lóbulo de la oreja derecha.

–Di algo, mi amor –murmuró él–. Quiero saber lo que piensas.

Ella sonrió.

–Estoy pensando que hay muchas cosas sobre mí misma que  no conocía y me pregunto cuántas más habra que descubrirè  contigo.

La respuesta que dio él fue a medias una risa  y un  murmullo  sonoliento, pero pudo decir apenas:

–Esperaré ese viaje con ansia.

Un minuto después, ella se dio cuenta de que él se habia qu dormido.

Isobel se quedó quieta durante lo que le pareció un largo rato, pues  no quería despertarlo, pero tampoco sabía qué hacer. Sentia algo pegajoso entre las piernas, que empezaba a picarle, y la incomodaba, y recordó una conversación que había oído una vez entre Cristina y una recién casada. Esta última había hecho mención a la sangre de la primera cópula y a que se había asustado muchísimo, pensando que se iba a morir. Cristina se había reído y le había contado que ella se alegraba de que su esposo le hubiera explicado las cosas, pues, de lo contrario, ella también habría temido lo mismo.

Sin duda, eran las madres quienes explicaban esas cosas, pensó Isobel, mientras se alegraba de haber escuchado aquella conversación entre las dos mujeres –si bien se había arriesgado a ser castigada por hacerlo: Hector Reaganach tenía como Michael en muy poca estima a los que escuchaban detrás de las puertas–.

Seguro que Michael, que parecía conocer todo lo necesario sobre hacer el amor, había sabido de esto, ya que en Ardtornish se le había ocurrido dejar sangre en las sábanas. ¿Esperaba que ella se quedara acostada allí toda la noche, sufriendo esa pegajosa incomodidad?

Él roncaba muy suavemente. Ella sintió algo maternal, casi travieso, que hizo que su siguiente decisión le pareciese natural. No tenía por qué quedarse allí, después de todo. Era una mujer casada que nunca antes había tenido problemas para tomar decisiones por su cuenta. Muchas veces los demás las habían censurado, y no cabía duda de que a Michael también le desagradarían muchas otras, pero, para ser justa, debía admitir que él ya había demostrado un respeto hacia su pensamiento que era mayor incluso que el de Hector.

Mientras pensaba en esto, se apartó despacio de él y salió de la tienda;  afuera recogió su camisa y su enagua del suelo. Se puso ambas prendas, encontró los zapatos y también se los calzó, haciendo un gesto por lo duros que le resultaban sin las medias, pero estaba decidida a ocuparse del problema más urgente.

La noche estaba más oscura y las estrellas salpicaban el cielo. La luna se asomaba en el horizonte, así que pudo ver lo suficiente para dirigirse al arroyo que bajaba por la colina; solo se detuvo para recoger varios de los paños que habían cubierto los copones y los platos de pan durante la cena. Se armó de coraje porque el agua estaba helada. empapó un paño y comenzó a limpiarse con cuidado.

A lo lejos, se oyó el grito de un pájaro y abajo la marea estaba cambiando: las olas golpeaban la orilla y hacían más ruido que el agua arroyo. Si no hubiera decidido girar la cabeza en ese preciso momento para mirar el cielo, y si los centinelas abajo no hubieran escogido ese preciso momento para cambiar su posición al otro lado de la corriente, ella no los habría visto.

********

 

–¡Michael, despierta!

Él oyó la voz de Isobel como si proviniese de muy lejos y el esfuerzo por despertarse se pareció a tener que cavar desde el centro de la tierra para llegar a la superficie. Pero entonces volvió a oír la voz de ella, con más urgencia.

El apremio lo ayudó a despertarse al sacudir todas sus intuiciones  de peligro.

–¿Qué pasa, muchacha? –preguntó, sentándose.

–Hay unos hombres colina abajo, en el lecho del arroyo. Estaban mirando a los demás, por lo que dudo que me hayan visto, pero se están dirigiendo colina abajo y no vi a ninguno de nuestros guardias. No supe si gritar para dar la alarma o qué hacer, así que vine a avisarte.

–Bien, muchacha –dijo él, mientras se levantaba y ponia las calzas–. Busca mi coleto, ¿quieres? –Cuando ella se volvió para obedecer, él tomó la espada y la daga que había dejado cerca, debajo de las pieles. Se puso el coleto de cuero apenas ella se lo alcanzó  y,  sin molestarse por buscar la camisa o el jubón, metió los pies en las botas, se pasó la tira de la espada por encima de la cabeza y guardó el arma en su lugar, sobre la cadera.

–No me sigas, muchacha, y no me esperes aquí. Trepa más arriba, que no te vea nadie, y busca un escondite seguro. En ninguna circunstancia te dejes ver hasta que yo te llame.

Se aseguró de que su tono no dejara lugar a discusiones y ella tuvo la prudencia de decir, apenas:

–Lo haré, pero, ¿qué vas a hacer tú?

–Determinar cuál es la amenaza y después decidiré –respondió él–. Pero estaré más tranquilo si no tengo que preocuparme por ti.

–Lo sé –dijo ella–. ¡Ve ahora y date prisa!

Pero él ya se había ido, como un fantasma, moviéndose como siempre, tan en silencio que pareció desvanecerse en la oscuridad. Era extraño, pero ella alcanzó a divisar a uno de los centinelas, saltando de un arbusto a otro; sin embargo, ya no pudo ver a Michael.

Cuando este pensamiento cobró forma en su mente, Isobel se dio cuenta de que si el centinela se había tomado un momento para mirar hacia arriba, sin duda la habría visto con tanta nitidez como ella a él. Como no quería llamar la atención, tomó rápido un "plaid" para cubrirse y caminar paralelo a la corriente, colina arriba, con cuidado de hacerlo solo sobre pasto o lodo, y manteniéndose lo bastante alejada del agua par evitar resbalar en las piedras sueltas o las rocas mojadas.

A pesar de que se felicitaba a sí misma por ser una esposa tan obediente, la curiosidad amenazaba con traicionarla porque no oía ningún ruido desde abajo y no soportaba sentir intriga.

Si seguía la corriente no tenía más remedio que pasar por un declive de los que los escoceses de la costa llamaban "combe". Para ver más, tendría que trepar el terraplén de un lado u otro del arroyo. Vio unos arbustos espesos del otro lado, pero prefirió quedarse donde estaba y trepar la colina, avanzando agachada y escondiéndose detrás de una gran roca en la cima.

Para su alivio, comprobó que tenía una buena vista del paisaje de abajo y que era posible apreciar hasta el reflejo de la luna sobre las olas del canal, pero no oía ni veía nada que se moviera. Sintió miedo de que los que subían agazapados en busca de los hombres dormidos hubieran visto a Michael y lo hubieran dominado antes de que él pudiera dar la alarma. Este temor le provocó un escalofrío que la impulsó a correr colina abajo o al menos a gritar para advertir a los demás.

Lo que la obligó a guardar silencio fue que no tenía idea de cuántos eran los invasores ni cuán armados estaban, ni siquiera dónde se encontraban, eso... y una intuición fuerte, aunque inexplicable, de que podía confiar en Michael. Si gritaba, podía precipitar los acontecimientos y empeorar las cosas para todos.

Contaría despacio hasta cien, pensó. Si no sucedía nada, bajaría la colina y buscaría a Hector o a Lachlan.

Había llegado a ochenta y siete cuando la colina se llenó de ruido y actividad. Buscó desesperada a Michael, pero vio primero a Hector, a quien reconoció por la gran hacha de batalla que él llevaba en el rist re,  cuya hoja relucía plateada a la luz de la luna. Lady Hacha era famosa pues hacía más de cien años que estaba con el clan Gillean; la había utilizado un ancestro en la batalla de Largs. Allí se ganó su apelativo y fue donde, con la ayuda de Dios y cuatro días de tormenta, los islenos pudieron expulsar para siempre a los noruegos invasores.

Con cuidado, Isobel se acercó y se preguntó dónde estaban la mujeres. Mairi, aunque todas las otras hubieran conseguido resguardarse  en uno de los barcos, se hallaría donde pudiera ver lo que sucedia.

¡Allá! Había visto a más de un hombre vestido apenas con un chaleco de cuero sin mangas y calzas, pero solo uno parecía Michael.  Al principio, estuvo segura de que era él, pero, cuanto más miraba,  menos  segura estaba de que no fuera sir Hugo. El hombre que ella seguia parecía estar aquí, allá y en todas partes, atacando, moviéndose en  forma constante, venciendo a todo el que osara atacarlo. Era Hugo... seguro.

Y, de pronto, todo terminó; oyó la voz de Hector resonar en el lugar al grito de guerra de los MacDonald. Siguieron otros, incluido, los de los clanes Gillean y Macleod. Habían vencido al enemigo. Encantada por la victoria, Isobel corrió colina abajo lo más rápido que pudo y, mientras descendía, vio barcos que cruzaban desde Kyle Rhea. Para cuando se reunió con los demás, Donald Mòr Gowrie estaba también allí, con una veintena de hombres.

Buscó a Michael en la multitud, oyó a Hector que lo llamaba y vio a su esposo yendo a encontrarlo. Se recogió la falda con una mano, ya que llevaba el "plaid" en la otra y corrió lo más rápido que pudo con esos zapatos flojos e incómodos sin las medias.

Mientras ella se acercaba, Hector palmeaba a Michael en el hombro y le decía:

–¡Excelente, muchacho! Si no los hubieras visto después de que sorprendieron a nuestros guardias y no hubieras dado el alerta al resto de nosotros, nos habrían asesinado en nuestros lechos.

Isobel se detuvo en seco, con ganas de gritar que había sido ella la que los había visto, pero sabía que era mejor callarse la boca.

Entonces oyó a Michael decir, con su acostumbrada calma:

–Me haces más honor del que merezco. No fui yo sino mi esposa la que dio la alarma. Fue... –Isobel sintió que le subía un fuego de vergüenza a las mejillas de que él contara lo que ella había estado haciendo cuando vio a los invasores...– despertada por ellos y me despertó a mí.

Entonces Hector la vio y sonrió.

–Te debemos un gran agradecimiento, muchacha, aunque me pregunto cómo pudiste oírlos cuando nuestros centinelas no lo hicieron. Has de tener oídos de una agudeza que nunca imaginé.

A ella no se le ocurría nada que decir porque no podía mentirle, pero Michael dijo, divertido:

–No había pensado en lo improbable que es que pudiera oírlos desde nuestra tienda. Sin duda, se levantó para obedecer a un llamado de la naturaleza y le da vergüenza admitirlo, o tal vez tenga miedo de contarnos que se levantó sin despertarme. No debes salir sola de noche, muchacha–agregó, con amabilidad–. El peligro en que estamos mientras Waldron nos busca es demasiado para que corras semejante riesgo.

Ella miró a Hector, a la espera de que dijera algo más, pero él no lo hizo. Era evidente que Michael tenía razón e incluso las personas acostumbradas a reprenderla omitían hacerlo ahora ya que tenía marido, de modo que tal vez estos resultaran criaturas útiles, después de todo.

–No creo que nos necesites –dijo Michael–, así que te dejaremos, a ti y a los otros, para que se ocupen de nuestros cautivos y busquen sus barcos.

–Sí, ya han hecho bastante, los dos –dijo Hector–. Duerman un  rato, que mañana será otro largo día.

Michael le pasó un brazo por los hombros a Isobel y la llevó colirs,i arriba, a la tienda.

Cuando ya nadie podía oírlos, murmuró:

–Pensé que te había dicho que no te movieras de tu escondite has ta que te llamara.

Su tono era el que siempre la ponía tensa, pero también recordó al espadachín endemoniado al que había observado, el hombre que primero creyó que era Michael, luego Hugo, y que había derribado a cada enemigo que se interponía en su camino.

Segura ahora de quién era, dijo:

–Pensé que eras un hombre de paz.

–¿Habrías preferido que los dejara atacar el campamento?

–No, claro que no, pero tampoco sabía que pudieras pelear así.

–Cuando hay que hacer algo, hay que hacerlo bien, pero estás tratando de cambiar de tema, muchacha. Tengo que poder confiar en ti.

Las lágrimas inesperadas la tomaron por sorpresa y, cuando ella sofocó el sollozo, él la tomó y la hizo girar para que lo mirara.

–Espero que no pretendas conmoverme con tu llanto. No te servirán de nada.

–Tampoco lo intentaría–dijo ella, indignada, al tiempo que varias lágrimas le corrían por las mejillas–. No sé por qué lloro, pero  no  tiene nada  que ver con lo que me dijiste. Al menos agregó con honesti dad–, creo que no.

–¿Entonces?

–No estoy segura, pero estaba tan preocupada por ti, pensando primero que te podrían atrapar y matar o herir seriamente. Y después, cuando te veía en el fragor de la lucha y... y no estaba segura. Tenía que saber, Michael, no podía esperar.

La tomó con fuerza de los hombros.

–No es suficiente lo que me dices, Isobel. Entiendo que todavía no me conozcas, pero quiero decirte que puedes confiar en mí con un arma en la mano. No alardeo de mi habilidad, muchacha, pero soy un luchador capaz casi con cualquier arma.

–Eres muy capaz al menos con la espada –aceptó ella.

–Sí, bien, mi abuelo y mi padre querían que sus hijos varones aprendieran las habilidades que ellos poseían. Henry también tiene esta destreza, pero él también la oculta. Es algo extraño entre los hombres, pero muchos, cuando saben que el otro es diestro con las armas, ansían probarse contra ellos y son capaces de desafiar sin ninguna causa. Por lo tanto, me enseñaron y lo mismo a Henry, a mantener nuestras habilidades en secreto, mientras las perfeccionamos en forma permanente.

–¿Waldron fue educado igual?

–Sí, aunque no por las mismas personas y con al menos otra diferencia importante. Tú oíste a Hector Reaganach hablar de los caballeros templarios.

–Sí –dijo ella.

–Eran conocidos en toda la cristiandad como la mayor fuerza militar de Occidente. De mi padre de crianza aprendí una destreza similar a la de ellos.

–¿Quién fue tu padre de crianza?

–Quizás algún día te lleve con él –dijo él–. En cuanto a Waldron, aunque su entrenamiento en armas fue más o menos como el de Henry y el mío, creo que él eligió la que le convenía de las muchas filosofías que aprendimos, e ignoró el resto. Siempre fue avaro, y, aunque mi padre insistió en que fuera bien educado y entrenado, esta característica ha sellado todo lo que ha hecho.

–¿Por què?

–La combinación entre sus habilidades y su creencia de que todo le está permitido le hace pensar que puede hacer lo que le plazca y tomar lo que quiera.

–¿Pero cómo puede alguien pensar semejante cosa? –pregunto Isobel–. Nadie puede hacer todo lo que quiera.

–No, bien, pues ahora que se ha aliado con la Iglesia de Roma, Waldron cree que cualquier batalla que libre lo asocia a Dios. Y no es el único en sostener esa creencia. Muchos consideran, como él, que Dios protege a todos los soldados de Cristo, incluso a los templarios, y que los absolverá de cualquier pecado que cometan. Por eso Waldron piensa que puede hacer lo que le plazca.

–Pero, si tú te entrenaste como él, ¿no crees lo mismo?

–No –respondió él–. Esa instrucción produce excelentes solda dos y, a menudo, como los combatientes se necesitan con rapidez, no cuentan con el tiempo suficiente para entrenarse. Por eso mi padre decidió que nos entrenáramos como lo hicimos. Él creía que, dado que Escocia no estaría a salvo hasta que los ingleses aceptasen que èramos una nación independiente, era probable que volviésemos a necesitar buenos soldados. Pero sigues cambiando de tema, muchacha. Quiero tu palabra de que, de ahora en adelante, si yo te doy una orden en el medio de una crisis, la obedecerás.

Ella vaciló, sin saber qué decir y viendo que, a su manera, él tambicn buscaba cambiar de tema, pero él esperó con paciencia. Al fin, ella dijo:

–Entendí que querías que me pusiera fuera de peligro y te obedeci sin cuestionarte. Pero no creo que sea justo insistir en que tendría que haber esperado a que me fueras a buscar después de la batalla. ¿Y si te hubieran matado?

–En algún momento Hector o alguno de los otros te habría llamado –contestó él.

–Ah, sí, cuando por fin alguien se diera cuenta de mi ausencia –dijo ella.

Él no respondió enseguida.

–Si hubiéramos perdido la batalla, habrías estado más segura aquí arriba, en la ladera de la colina.

–Si hubiéramos perdido la batalla, yo no habría salido corriendo colina abajo a buscarte –dijo ella, no muy segura, incluso mientras pronunciaba las palabras, de que fueran la verdad. Sabía que en ese caso ella habría querido conocer si él estaba muerto o herido y, si hubiera estado herido, habría querido estar con él. Para que él no se percatara de la contradicción en su expresión, agregó–: Antes me dijiste que, en la caverna, confiaste en mi criterio, Michael. Creo que podrías al menos intentar confiar en que yo no haría algo tan estúpido como meterme en el medio de una batalla para ir a buscarte.

–Sí, muchacha, tienes razón –dijo él–. Trataré de recordar tus palabras. Pero tú debes comprender, también, que se me ha enseñado que proteger a las mujeres es mi solemne deber, porque son más débiles y no están capacitadas para manejar armas.

–Pero yo no soy ni débil ni indefensa –señaló ella.

Él sonrió.

–Tu cuchillito te da demasiada confianza, eso no es prudente. Y aunque confio en que no te expondrás sin sentido a un peligro que puedas ver y comprender, también sé que eres impulsiva y que puedes arriesgarte.

Ella abrió la boca para insistir en que no era tan tonta pero recordó cómo se habían conocido, y volvió a cerrarla.

Él sonrió.

–Sí –dijo–. Yo he sido testigo de tu impulsividad y, aunque ahora no puedo decir que lo lamento, saber que existe me intranquiliza. Trataré de no juzgar tu comportamiento sin más motivos de los que me has dado esta noche, y de tratarte en cambio como a un muchacho con conocimientos y entrenamiento similares.

–Gracias –dijo ella con sinceridad.

–Sí, bien, pero pobre de ti que hagas gala de mal criterio y te arriesgues. Si un hombre bajo mi mando pusiera en peligro sin pensar su vida y la de otros, yo lo castigaría con severidad, y tú estás bajo mi mando.

No lo dudes, porque cuando aceptaste casarte conmigo me diste esa autoridad, y no quiero oírte decir que no era tu intención, porque eso no interesa. A los ojos del mundo –sí, y por mi intuición y mi entrenamiento– yo soy responsable de ti, y tengo la autoridad que me da esa responsabilidad. Así que no me pidas que la eluda ni la rinda ante ti ni ante nadie, pues no lo haré.

Por una vez, a ella no se le ocurrió qué decir y el tono de él,  por no mencionar su reacción tan razonable a su protesta anterior,  le hizo im posible contradecirlo. Incluso así, la advertencia de él le molestó porque odiaba las restricciones y sabía que tendía a resistirse a ellas  con toda el alma. Pensó explicárselo, pero decidió que sería más prudente no intentarlo en ese momento.

Habían llegado a la tienda y Michael se adelantó para estirar las pieles y el "plaid". Cuando ella entró, él la acercó hacia sí de una manera que la hizo pensar que iba a hacer el amor con ella otra vez, pero solo la besó, la abrazó y, cuando ella quiso reaccionar, él ya se había quedado dormido.

Los barcos se pusieron en movimiento apenas la marea entró  lo suficiente como para que fuera seguro pasar por los estrechos. Despuès de eso,  la flotilla siguió al norte por el pasaje Inland atenta al enemigo. No vieron ninguno y, aunque el viaje llevó muchos días más, el tiempo pasó más rápido de lo que Isobel había esperado. Cuando el puerto de Kirkwall apareció por fin en el horizonte, la cantidad de barcos que ella vio allí  la asombró. Siempre había creído que la flota del lord de las Islas era grande,  pero obviamente la de los St. Clair era todavía mayor.

Cuando desembarcaron a botes más pequeños que los llevaron a la costa, se veían la gran catedral amarilla y el amplio palacio del  obispo. Desde el desembarcadero, Michael la llevó por un caminito hasta  dentro del palacio, a la inmensa sala. Esta se encontraba bien amueblada, era de aspecto confortable y ostentaba dos formidables fuegos en sendos hogares para contrarrestar el frío que envolvìa las Islas Orkney,  incluso en pleno verano.

El anfitrión, que los esperaba en el estrado con dos mujeres, parecía una versión mayor de Michael, aunque los cabellos de sir Henry eran mucho más claros. Al observarlo, mientras él saludaba a la princesa Margaret, Isobel pensó que sus modales eran agradables y su bienvenida, sincera.

Presentó a las damas que lo acompañaban como su madre y su esposa y luego indicó a Michael que se acercara. Como él la tenía tomada de la mano con fuerza, Isobel fue con él y, cuando él le estrechó la mano a sir Henry y se la presentó, a él y a su madre, Isobel hizo sus reverencias. Pero la joven vio que, aunque sir Henry y su esposa sonreían con calidez ante la noticia del matrimonio de Michael, su madre no.

Isabella de Strathearn, una mujer delgada como un mimbre y vestida con elegancia y en apariencia mucho más altiva que la princesa Margaret, pareció taladrar con la mirada a Isobel, lo que la hizo estremecer.

Sin reparar en la expresión de su madre, sir Henry dijo contento:

–Tu gusto siempre ha sido excelente, Michael, creo que nuestro padre aprobaría tu elección. Yo lo hago, por cierto. Espero que el viaje no haya sido muy agotador, milady.

–En absoluto, sir –dijo Isobel, devolviéndole la sonrisa–. Me encanta estar en el mar, por largo que sea el viaje.

–A mí también –contestó él–. Algún día quiero navegar hasta el confín de la tierra, si no más allá.

–¿Más allá del confín? –Ella se impresionó–. ¿Cómo se podría?

–Vi un mapa una vez, milady, según el cual la tierra es redonda como una pelota.

Su madre emitió un sonido de impaciencia y, luego de una mirada culpable hacia ella, él agregó, con un brillo en los ojos:

–Pero podemos hablar más tarde sobre eso. Suelo dejarme llevar por el tema y no quiero estropear la sorpresa para Michael.

– ¿La sorpresa? –dijo Michael, frunciendo el entrecejo.

–Por cierto, hijo, y un gran honor además de una sorpresa, estoy segura de que coincidirás conmigo –dijo, sonriendo al fin, Isabella,  condesa de Strathcarn y Caithness.

–Por favor, señora, ni una palabra más –pidió Henry con una risita indulgente–. Prometiste que sería yo quien revelaría esta sorpresa. Michael, sé que compartirás nuestra alegría cuando te diga que alguien  a quien hace mucho que no vemos ha venido a ayudarnos a celebrar mi proclamación. Es más, ha traído consigo a otra persona que, sin duda, dará su bendición a tu matrimonio. Sal ahora, primo, y déjate ver.

Isobel sintió que Michael se ponía tenso a su lado y, entonces, tuvo tiempo para no lanzar una exclamación de sorpresa o para no dejar entrever de alguna u otra forma su impresión cuando Waldron de Edgelaw salió de entre las sombras del rincón del hogar y se acercó al estrado. Pero cuando Fingon Mackinnon, el abad Verde de Iona, lo siguió, Isobel se quedó boquiabierta y se volvió a Michael para advertirle.

Pero él le apretó la mano con fuerza y, entendiendo lo que él le decía, no abrió la boca.