Capítulo 14
Michael rogó que su esposa, tan propensa a decir lo que pensaba, guardara silencio, por lo que siguió apretándole la mano mientras le hacía una breve inclinación de cabeza a Waldron.
Y luego, cuando su primo se encaminó hacia él, agregó, con frialdad:
–Admito que se me había ocurrido la posibilidad de encontrarte aquí. ¿Me equivoco o el compañero que ofrece sus bendiciones es el legendario abad Verde de lona?
Aunque sus ojos azules se veían muy risueños, Waldron no le tendió la mano.
–Por mi fe, muchacho –dijo–, ¿sigues enojado conmigo? Yo creía que tales desavenencias habían quedado en el pasado. –Dirigió una mirada torcida a su público y agregó–: Sigue resentido conmigo porque cuando éramos jóvenes yo lo vencía con toda facilidad con las armas.
La única respuesta fue un ligero ruido de pies y, como Michael no apartaba los ojos de Waldron, ignoraba si estas palabras habían despertado alguna reacción entre sus compañeros de viaje.
El silencio se prolongó, pero Waldron seguía con aire divertido y dispuesto a esperar una respuesta, de modo que Michael intervino:
–No soy yo sino tú quien aviva los rescoldos del pasado, primo. Y es más, no has respondido a mi pregunta. ¿Es este hombre el abad Mackinnon de la Isla Sagrada?
–Lo es –dijo Waldron–. Y, como es un buen amigo mío, lo he traído para bendecir la proclamación de nuestro intrépido príncipe y ahora también tu boda. Tú y Henry le otorgan un gran honor a los St. Clair y tales actos han de ser santificados. Solo resta que sir Hugo haga algo relevante, pero Macleod tiene muchas hijas, ¿no?
La mano de Isobel se tensó dentro de la de Michael y él se dio cuen ta de que él también se había tensionado. Pero no necesitaba de la advertencia de ella para saber que debía andar con cuidado. A juzgar por el brillo de sus ojos, Waldron también había reparado en su reacciòn. "Dejemos que se sonría", pensó Michael, y dijo:
–Creo que conoces al menos a dos de las hijas de Macleod, primo.... tal vez las cortejaste y ellas no se dieron cuenta.
El brillo de Waldrdon desapareció, pero Michael no tuvo tiempo de celebrar el golpe, porque su madre intervino, cortante:
–¿Qué quieres decir con eso, Michael? No te comprendo. ¿Por què no te inclinas ante nuestro honrado huésped, el abad Mackinnon y le agradeces la bondad de ofrecerse para bendecir tu matrimonio? Tal vez pueda hacerlo mañana durante la misa solemne.
–En rigor, condesa, para mí será un placer –dijo Fingon Mackinnon, inclinándose apenas en su dirección–. Admiro la sensatez de lady Isobel.
Los dedos de Isobel se apretaron contra su mano y Michael pensò que ella se iba a cortar la circulación, si no se la cortaba primero a èl, pero ella no mordió el anzuelo.
Como sabía que solo sería cuestión de tiempo el que cualquiera de los dos hombres la hiciera decir algo que sería mejor no pronunciar, èl agregó despacio:
––Nos honra, sir, pero espero que todos nos disculpen y nos permitan retirarnos ahora a nuestros aposentos para refrescarnos. El viaje, como bien sabrán, ha sido largo.
Se volvió a Henry, que se hallaba, inclinado, mirándolo. A pesar de que a su hermano le encantaba hacerse el tonto y parlotear horas y horas sobre aventuras míticas, era dueño de una formidable inteligencia, de modo que, aunque no dio ninguna señal de què algùn mensaje se hubiera intercambiado entre ambos, Michael sabìa que sì había ocurrido.
Con su agradable sonrisa, Henry dijo:
–No me cabe duda de que todos ustedes, los que acaban de llegar a Kirkwall, se alegrarán durante su estadía. Y como sé que tanto mi gente como la del obispo de Orkney han preparado las habitaciones, ya sea n el palacio o en una cómoda casa cercana, les ruego que vayan ahora con ellos. Comeremos aquí apenas anochezca.
Mientras los criados del palacio se movían, Isabella solicitó:
–Consideraría un inmenso favor, abad Mackinnon, que pudieramos conversar un momento más. Pocas veces vemos a alguien de tanta importancia para la Iglesia.
–Por mi fe, señora, disfrutamos de la hospitalidad de su eminencia, el obispo de Orkney, y tenemos además a nuestro propio capellán –dijo Henry–. No podemos decir que carecemos de guía espiritual.
–No es lo mismo –dijo Isabella.
El abad Verde hizo otra inclinación y dijo:
–Será para mí un placer pasar una hora con usted, condesa, pero o podré hacerlo ahora. No obstante, volveré pronto; prometí encontrarme con su eminencia antes del atardecer y debo cumplir esa obligación primero.
Ignorando a su madre, al abad y a Waldron, Michael se volvió con Isobel para bajar del estrado. Lo primero que notó al hacerlo fue la seriedad de muchos de sus acompañantes.
Cuando Michael la bajó del estrado, Isobel hizo lo imposible para no mirar hacia atrás, a Waldron. No quería darle la satisfacción de que supiera cuánto la perturbaba su presencia, pero la curiosidad pudo más que la sabiduría, lo que hizo imposible que no mirara qué hacía él. Ese hombre parecía creer que era tan bienvenido como Michael en Kirkwall y, a decir verdad, a juzgar por la actitud de la condesa, era mejor bienvenido que ella, la esposa de Michael.
Un segundo antes de que su esposo se diera vuelta para acompañarla, Waldron la miró a la cara y su semblante cambió: se convirtió en uno que ella ya había visto con frecuencia en la corte, donde los hombres jóvenes que habían bebido bastante brogac, el potente whisky de las Islas, a veces se ponían demasiado cariñosos. La expresiòn de Waldron se asemejaba a esas miradas lujuriosas, pero parecìa más peligrosa. Como si estuviera hambriento, pero, también con expectativas de saciar su hambre.
Cuando ella y Michael quedaron de frente a los demás, Isobel comprobó que Hector se veía feroz y Lachlan, con una tensa calma. Mairi había apoyado una mano en el brazo de la princesa Margaret y lady Euphemia parecía apenada. Las dos criadas de la princesa Margaret, unas hermanas de mediana edad a las que Mairi se refería siempre como el yuyo y la rosa, revolotearon alrededor de su ama y se pararon muy erguidas cuando el abad pasó junto a Michael e Isobel, e inclinó su cabeza a la princesa Margaret.
–Señora, esperamos verla bien –dijo.
Margaret le hizo una inclinación de cabeza, pero no dijo nada. El abad siguió su camino y salió a sus anchas del palacio del obispo por una puerta cercana al final de la sala.
Isobel, que esperaba que Waldron lo siguiera, miró hacia al estrado. Al no verlo, le preguntó a Michael, sorprendida:
–¿Adónde se fue?
–Con mi señora madre, supongo –dijo él, siguiendo su mirada –. Es probable que se hayan retirado a los aposentos de ella, que supongo que serán del otro lado de esa puerta, atrás del estrado. – A Hector, le preguntó–: ¿Piensas que mi primo o el abad puedan causar algún problema aquí? Yo creo que no. Él valora la buena opinión de mi madrc, y no hará nada para perderla.
–Estoy de acuerdo contigo, se comportarán bien –dijo Hector –. Tal vez quisieron molestar a tu hermano, porque, por lo que dices, Waldron de Edgelaw codicia lo que poseen los St. Clair. Si hubiera tenido el camino despejado para reclamar el principado para sí, no habrìa vacilado en hacerlo.
–Me preocupa más que intente hacerle daño a Henry– respondiò Michael.
–Demasiados factores se unen para atentar contra esa posibilidad – dijo Lachlan.
“Para empezar, todas esas galeras en el puerto”, pensó Isobel, aunque no se atrevió a decirlo en voz alta, pues sabía que la princesa Margaret no aprobaría que ella interviniera en la conversación.
Pero, para su sorpresa, Lachlan dijo:
–Un factor fundamental son las mil piezas de oro que le pagará tu hermano al rey noruego en la fiesta de San Martín. No creo que tu primo pudiera hacerlo. Y aun cuando, de alguna manera, le fuera posible, tú seguirías siendo el heredero. Por lo tanto, ni siquiera puede intentar obtener el principado, a menos que esté dispuesto a asesinar a tres personas: a Henry, a ti y a la esposa de Henry, que al estar embarazada, resultaría una iniquidad que lo condenaría para siempre ante los ojos del rey. Waldron ha de haberlo considerado posible en un momento, pero es probable que ya se haya dado cuenta de su error. No solo porque Henry tiene demasiados protectores y, si Waldron ignora todavía los términos del acuerdo de Henry con el rey de Noruega, ya los conocerá.
–Como él cree que tiene a Dios de su parte, quizá no lo perturben las atrocidades replicó Michael–. Además, cualquier contratiempo lo frustrará y enfurecerá y, cuando está enojado, se vuelve aún más peligroso.
– Pero no hará gala de sus reveses aquí –dijo Lachlan, mientras le ofrecía un brazo a la princesa Margaret y el otro a su esposa –. Ahora bien, sugiero que aprovechemos la excelente hospitalidad de sir Henry para descansar antes de la comida.
Michael asintió, posó su mano en el brazo de Isobel, y se fueron con los otros detrás de los dos criados del palacio que los guiaron, escaleras arriba, hacia sus habitaciones. Cuando Isobel vio que sir Hugo le ofrecía su brazo a Adela, miró a Michael, preguntándose cómo reaccionaría él. Pero él no les prestó atención, y a ella no le sorprendiò que su hermana aceptara la compañía de sir Hugo con una sonrisa.
Después de dejar a Adela segura dentro de la habitación que compartiría con lady Euphemia, Hugo siguió con Michael, Isobel y los demás. Isobel esperaba que Michael lo despidiera, pero no fue así, y ella se dio cuenta de que los dos hombres se habrían sugerido conversar en algùn momento.
Dentro de la habitación, pequeña y bastante despojada, Hugo cerró la puerta con firmeza y, pasando por la cama con baldaquino, se dirigió a la estrecha ventana.
–¿Es seguro hablar aquí? –le preguntó a Michael.
–Por ahora, sí –contestó el otro–. Pero pienso que cuanto antes veamos alejarse a ese hermoso par, más seguros estaremos.
–Pero eso no será hasta después de la ceremonia de Henry–dijo Hugo–. Y aún faltan dos días, ¿no?
–Sí, es el domingo.
–Te cuidarás hasta entonces –expresó Hugo, mientras miraba de manera significativa a Michael y a Isobel.
–Sí –dijo Michael, posando también la mirada en ella y agregó–: Isobel, debes andar con mucho cuidado y, en especial, nunca tienes que quedarte a solas con Waldron. Con esto quiero decir que no debes salir sola a ningún lado. Pídenos compañía, a mí, a Hugo, a Hector Reaganach o al almirante. Si ninguno de nosotros está disponible, manda llamar a un gillie o a alguno de los criados de Henry. Los conocerás por las libreas. Son grises y llevan la cruz negra de los St. Clair.
Ella habría deseado decirle en ese mismo momento que le disgustaba que él le impartiera tantas órdenes frente a sir Hugo, pero se contuvo hasta que dicho caballero partió. Apenas se cerró la puerta tras él, dijo, con dureza:
–¿Me crees imbécil, Michael?
Era evidente que la mente de él ya estaba en otra cosa, porque la miró en blanco un momento antes de reaccionar.
–Ni se me ocurre. ¿Por qué dices eso?
–Si no me crees estúpida, ¿entonces por qué te sientes obligado a hacerte el esposo protector frente a sir Hugo?
–Porque quería que supieras que él sabe que puedes pedir su protección sila necesitas. No quiero que pienses, ni por un momento, que por pedirla puedes estar abusando de su buena naturalera.
–En otras palabras, no yurrías dejarme ninguna oportunidad de que yo pudiera tomar eso como excusa para irme por mi cuenta, como dijiste una vez, ya que era mi tendencia a confiar en mi propio criterio y a tomar mis propias decisiones.
–Sí, claro –contestó él con una sonrisa, complacido de que ella lo comprendiera tan bien–. Y ahora que hemos llegado a un acuerdo al respecto, te propongo que nos ocupemos en algo más agradable hasta que haya que vestirse para la comida.
–Se supone que debemos descansar –le recordó ella–. O cambiarnos de ropa u ocuparnos de otras necesidades antes de la comida.
–Sí, a eso me refiero –dijo él, mientras tendía la mano hacia las cintas del corpiño de ella.
Ella dio un paso atrás.
–No quiero.
La mano de él se detuvo en el aire.
–¿Qué?
–Ya me oíste.
–Sí, te oí, pero soy tu esposo, muchacha.
–Dijiste que no te acostarías con una esposa reacia.
Él suspiró.
–Y no lo haré, mi amor. Sé que nuestro primer encuentro te dolió, y que lo que sucedió después pudo haberte quitado el deseo por un tiempo, en especial porque no tuvimos ninguna otra oportunidad hasta ahora. Entiendo también que puede haberte quedado un remanente de
dudas, pero...
–No es asunto de dolor ni de remanente, sino de confianza –interrumpió, cortante.
–¿Confianza?
–Sí, tu confianza en mí. Me has pedido una y otra vez que confiara en ti, desde el día que nos conocimos, cuando queríamos salir de la cueva y no nos veíamos ni las manos frente a la cara. Incluso me pediste que confiara en que no podías decirme más sobre lo que Waldron buscaba de ti.
–Y no podía.
––Eso no interesa. Mi punto es que todas esas veces me pediste que confiara en ti. Estoy rnunirrando todas las ocasiones.
Entonces él miró el suelo y a ella le pareció que se mordía el labio. Si era para contenerse y no echarse a tronar o a reírse de ella, ella no lo sabía, pero eso tampoco interesaba. Isobel iba a decir lo que pensaba.
–Toda la vida me han dicho que use mi propio criterio y después me reprenden cuando lo hago o ignoran el hecho de que yo, al fin y al cabo, también poseo un criterio –dijo ella–. La principal razón por la que hasta ahora había evitado tener un esposo es que no quería otra persona en mi vida que me dijera lo que tenía que hacer y cómo debìa portarme. Tú me dijiste que no lo harías, pero lo haces. Esperas que confíe en ti, pero tú eliges cuándo confiar en mí, y yo intento decirte que, para que yo pueda tenerte la confianza absoluta que pides, debo saber
que tú también crees en mí.
Él respiró hondo y la miró a los ojos.
–Isobel, aunque siento que te conozco de toda la vida, no es asì, y todavía tenemos mucho que aprender el uno del otro. Yo confío en ti. Es más, tú sabes que es así. Y yo también puedo enumerar la lista de ve, ces en que lo hice. Confié en ti en la cueva cuando te estabas liberando y sugeriste qué podíamos hacer con Fin Wylie, el secuaz de Waldron que vino a buscarnos. Confié en Matthias y en Ian MacCaig solo por tu palabra. Confié en tu decisión de que cruzáramos el Kyle y nos dirigièramos a la Isla de Mull a refugiarnos en casa de un hombre a quien yo apenas conocía, y cuya reputación es temible. Y cuando me dijiste que podía confiar en Donald Mòr Gowrie, también lo hice. Incluso confiè en tus considerables conocimientos de embarcaciones y del mar.
–Puede ser, pero no confiaste en mí cuando te expliqué cómo me había subido a tu barco –replicó ella–. Y no confiaste en que yo tuviera el sentido suficiente de no arrojarme en el medio de una batalla para buscarte –agregó cuando recordó lo que él le había dicho en el barco y lo enojado que había estado en ese momento–. Y tampoco confiaste ahora en mi sensatez, y simplemente me dices que es porque quieres que le pida a Hugo si necesito un acompañante.
Él guardó silencio, pero ella sabía que estaba controlando su rabia y no su sentido del humor. Bien, que le gritara si querìa, pensò ella. No le importaba en lo más mínimo. Quería hacerle entender que esto era importante, ¿pero entonces por qué, se preguntó, tenía tantas ganas de llorar?
Michael se esforzó por controlarse. Quería sacudirla, pero sobre todo quería terminar esa discusión para poder hacer el amor con ella. No había pensado en otra cosa desde el barco, antes de desembarcar. Hasta se le había cruzado por la cabeza en la sala, antes de encontrarse con Waldron y el abad Verde. A decir verdad, la idea de que pronto podría llevarse a su esposa otra vez a la cama lo había estado persiguiendo también durante su duelo verbal con Waldron y la proximidad de ella después, en el dormitorio, le había hecho desear con toda el alma poder echar a Hugo y cerrar la puerta con pasador para que nadie más interrumpiera.
Pero, aunque podía responder a casi todos los argumentos que ella había esgrimido, sabía, por la intensidad y la expresión de ella, que el tema le era de gran importancia, y que estropearía el día si no lo solucionaba en ese momento.
En consecuencia, respiró hondo otra vez, apeló a habilidades que había aprendido en su entrenamiento, mantuvo los brazos a los costados del cuerpo y argumentó con calma:
Mi amor, yo confío en ti. Es más, tú sabes que algunos de los puntos de tu lista son espurios. No te repetiré lo que te dije en el barco porque sé que lo recuerdas tan bien como yo. Sé que crees que no acepté tu explicación, pero ya te aclaré por qué y diría que, si es que olvidaste todo lo que expresé, lo has recordado ahora.
Hizo una pausa, por si ella quería decir algo, pero Isobel calló.
—Del mismo modo – continuó él–, hablamos de mi necesidad de saber que me obedecerías en una crisis y estuviste de acuerdo – o me pareció que así era– en hacerlo de allí en más. Como no tengo idea de qué maldad ha traído a Waldron y al abad aquí, para mí, su presencia es una especie de conflicto. Tienes razón en que tendría que hablar del tema de tu seguridad contigo, antes de immiscuir a Hugo. Él nos siguìo porque sabía que tendría órdenes para él, y aproveché que estabamos los tres juntos para asegurarme de que tú supieras que yo esparaba que lo llamaras en caso de necesidad.
Una lágrima le corrió a Isobel por la mejilla; él estiró la mano y se la secó con el pulgar, pero no hizo otro intento de tocarla.
–Y tienes razón en otra cosa –agregó él con tanta dulzura como pudo–. La confianza absoluta es algo que una persona le da a otra, pero también es algo que se gana. Nadie debe dar ni esperar una confianza ciega, porque, como cualquier cosa que uno construye para que dure, la confianza necesita una base. Y una buena base necesita tiempo para fortalecerse. Por lo tanto, habrá incidentes parciales, para ponerla a prueba, antes de que podamos disfrutarla con libertad. En cuanto a que yo tal vez haya elegido en qué momentos confiar en ti de manera implícita y en cuáles dudar, recordarás cosas que dijiste o hiciste por las cuales se me hace difícil reconocer que te has ganado mi confianza. Pero voy a ser justo, muchacha, yo también me he equivocado.
Otra lágrima y un sollozo sofocado fueron la única respuesta de Isobel.
–Mírame, mi amor. – Ella levantó la mirada; tenía los ojos llenos de lágrimas.– ¿Me entiendes?
–Sí, tú crees que porque te dije que a veces no digo toda la verdad, no puedes confiar en mí, pero yo no miento, Michael, o al menos no les miento a los que... quiero y, además, creo que tú te das cuenta cuando yo finjo o no te digo toda la verdad. Pones una cara...
–Sí, creo que me doy cuenta, ¿pero no piensas que es difícil que yo siempre me dé cuenta? Te prometí confesarte toda la verdad y decirte si, por alguna buena razón, no puedo hacerlo. Creo que no he roto esa promesa. ¿No puedes tú prometerme lo mismo?
Ella se mordió el labio inferior y dijo:
–No lo sé. Por lo general digo lo que pienso, y a veces no me parece sensato decir toda la verdad. Si alguien me pregunta qué me parece un sombrero o un vestido, por ejemplo, y a mí me parecen espantosos…
–Tú sabes que no me refiero a eso.
–Pero a mí muchas cosas me parecen iguales a eso, Michael. Más aún, las palabras no importan tanto como las acciones, como cuando Hugo y tú se comunicaron en silencio y antes de que me dijeras que recurriera a él si necesitaba un acompañante.
Él rió entonces, sorprendiéndola.
–Mi amor, Hugo me preguntaba si yo quería que él interviniera. Has de saber que los dos siempre hemos sido muy competitivos, y en el pasado hemos tenido algunos desacuerdos por mujeres. Si lo recuerdas, tú coqueteaste con él cuando llegamos a Lochbuie.
–¡No es cierto!
–Isobel...
Ella hizo una mueca.
–Bien, como coqueteo con cualquiera. Es algo que se hace, tú lo sabes, y no significa nada, es una sonrisa o una mirada.
–Las señoras casadas no deben tener tal comportamiento –dijo él.
–Por favor, en la corte, las señoras casadas son las peores –replicó ella.
–Que lo sean o no me es indiferente. Te haré la cortesía de confiar en que te comportes con más discreción.
Ella pensó un momento en las palabras de él antes de responder.
–Sin duda te crees muy inteligente por haber usado el tema de esta discusión para manipular mi comportamiento en lugar de ordenarme que no coquetee, pero el que lo hagas me hace preguntarme si de verdad creías lo que dijiste antes.
Él sintió como si ella le hubiera dado una bofetada, y como si él se la hubiera merecido.
Sí, creo lo que dije –agregó con pesar–. Pero tienes razón en llamarme la atención, Isobel. Temo ser un marido celoso y ese era, en parte, el punto que quise comprobar con Hugo. Él no quería aparecer como dàndole órdenes o consejos a mi esposa. Pero, al mismo tiempo, pensò que era necesario asegurarse de que yo no fuera ingenuo respecto de Waldron. Por eso me recordó que era importante que tú compredieras el peligro en el que nos encontramos.
–Lo entiendo –dijo ella–. ¿Es cierto que sientes como si me co nocieras de toda la vida?
Él sonrió con un inmenso alivio, creyendo que sabía qué curso habían tomado los pensamientos de ella para haber dado semejante salto.
–Sí –respondió–. Te lo dije antes. ¿Tú no sientes lo mismo?
Isobel consideró la pregunta. Michael no sabía qué ventaja le dabra sobre ella cualquier discusión como ésa, en especial cuando él la hacìa sentir que de verdad la escuchaba. Cada vez que empezaba a pensar que era como cualquier otro hombre, él parecía tener una extraña habilidad para revertir esa sensación. Ella querìa creer que él siempre la escucharìa, aunque la experiencia le decìa que era improbable. Se la ocurriò entonces que era eso, que cuando él habìa aludido a que a veces tendrìan que confiar ed uno en el otro – para ver què sucedìa y esperando que la base se fortaleciera –, ella debìa confiar en que él siempre la escucharìa.
Él aguardaba, paciente, de modo que ella intervino:
–Sé que tú querrías que te dijera que yo siento lo mismo. Entiendo lo que quieres decir porque al parecer puedo hablar contigo con la misma comodidad conque hablo con las personas que conozco desde siempre, pero cada vez que creo que estoy empezando a comprenderte, a saber quién eres y qué piensas, descubro que note conozco en absoluto. Desde que nos encontramos has sido al menos dos hombres diferentes, y no sé en cuál de ellos debo confiar.
Él le tocó el brazo y ella sintió el calor de sus dedos a travès de la delgada tela de la manga.
–Con el tiempo aprenderás que puedes confiar en los dos – le susurró, haciéndole levantar la cabeza mientras le daba un beso.
–Puede ser –dijo ella observándolo–, pero quiero comprobarlo.
La mano sobre su brazo se movió y desató las cintas de la pechera del corpiño.
–Yo también quiero comprobar algunas cositas – agregò èl –. Reparé en uno o dos puntos muy sensibles de tu hermoso cuerpo. Quiero comprobar si puede aumentarse esa sensibilidad.
Un calor le corrió por el cuerpo; Isobel levantó la mano, la apoyó en la nuca de él y enroscó los dedos en sus cabellos, y luego atrajo la cabeza de él hacia abajo, para besarlo.
Con un gemido, él deslizó ambos brazos a su alrededor y la acercó hacia sí, mientras acomodaba su cuerpo al cuerpo de ella y le acariciaba la espalda, para luego apoyar las manos en sus nalgas y acercarla Aún más.
Ella sintió el cuerpo de él que buscaba el suyo, que latía contra el suyo.
Los dedos de él buscaron otra vez las cintas del corpiño, uno sencillo de seda rosado claro, hecho como el coleto de un hombre, ajustado a la cintura con cintas y terminado al frente en dos puntas bajo el lazo. En un abrir y cerrar de ojos, él se lo quitó y lo dejó caer al suelo. Los dedos de él escudriñaron entonces las cintas rosadas de la camisa de batista de escote bajo. Cuando hizo deslizar las mangas por los brazos, desnudandole los hombros y parte de los senos, ella sintió que la camisa la contenía y que eso solo aumentaba la pasión, y esperó a ver qué harìa él ahora.
Él se detuvo, la miró, extendió el índice de la mano derecha y lo puso en el espacio entre los pechos de ella y de a poco comenzó a bajar más y màs la tela.
Un ligero golpe a la puerta los sobresaltó como si hubiera sido un trueno.
–Ese es Henry –advirtió Michael.
Desolada, ella dijo:
–– ¿ Lo esperabas?
–Si, aunque no tan pronto. Le diré que se vaya al diablo.
–¡Por favor, no puedes hacer eso! Ayúdame a ponerme el corpiño.
. No, mi amor, tengo que hablar a solas con él.
–Si èl hubiera querido hablar contigo en otra parte, te habría manndado llamar;no? – pregunto ella.
–Si, tal vez sì – admitiò èl, pero su ceño le hizo saber a Isobel que acababa de darse cuenta de que ella tenía razón–. Me olvido de que este palacio es del obispo y no de Henry.
–Mentiría sí te dijese que no quiero oír la conversación, ya que sè que hablarán de Waldron y todo lo que ha sucedido, pero, si tengo que irme, dímelo ahora. No me eches delante de él.
–Veamos primero qué tiene que informarme–dijo Michael ––. Si debes irte, mi amor, será por orden suya, no mía. Yo cumplo mis promesas. –Y agregó, en voz baja pero sonora–: Un momento, Henry.~
No hubo respuesta, pero Michael recogió el corpiño de Isobel y la ayudó a ponérselo; ajustó las cintas, y dejó que ella hiciera el lazo mientras él iba a abrirle a su hermano.
Henry no dijo nada hasta no estar dentro y con la puerta cerrada. Entonces, con una mirada de pesar hacia Isobel, dijo:
–Pido disculpas por molestarte, milady, pero creo que tu esposo quería hablar conmigo en privado y, con tanta gente alojada aquì, la privacidad es escasa. Mi madre y su dócil abad ocupan en estos momentos la habitación que en general yo uso, así que pensé que podrìa invadirlos a ustedes en lugar de intentar echarlos a ellos de allì.
–Eres bienvenido contestó Isobel y le sonrió y recibió una càlida sonrisa a cambio. Tomó coraje dada esa intimidad y agregó— Espero que no quieras echarme. Michael dice que deberé irme si tú lo ordenas, y lo haré, por supuesto, pero yo participé de casi todo lo que nos sucedìo desde que nos conocimos.Y debo confesar que soy una persona curiosa y lo más probable es que después lo obligue a contármelo todo.
Él se volvió para mirar a Michael y ella contuvo el aliento, y se preguntó si alguno de los dos objetaría su temeridad.
Su esposo no dijo nada y sir Henry la contempló con otra sonrisa.
–Por mi fe, señora, si puedes sonsacarle cosas que él preferirà no contarte, entonces te doy una bienvenida incluso más calurosa a nuestra familia, y espero que me enseñes a hacerlo.
–Tú no tienes las armas de ella –– rió Michacl––––. Busca donde sentarte, Henry, porque tengo mucho que contarte y cosas que preguntarte, y sé que tenemos poco tiempo. El alfèizar de la ventana es bastante ancho –agregó cuando vio que el otro, después de mirar a su alrededor en la despojada habitación, frunció el entrecejo ya que lo único que encontró, además de la cama con badalquino y el lavabo, fue el taburete bajo.
Al ver que podía sentarse en el estrecho alféizar, si bien el espacio no alcanzaba para que recostara su ancha espalda, apoyó los codos en las rodillas y dijo:
–No te noté tan sorprendido como esperaba cuando viste a Waldron.
–Es que no me sorprendí –contestó Michael y pasó a contarle por qué.
Isobel permaneció en silencio, fascinada por los detalles que él incluía, como si recordara cada cosa que había sucedido. Le contó a sir Henry lo que había sucedido en la cueva y después, todo... hasta la llegada a la Isla de Mull. Luego solo le dijo que Hector se había disgustado porque ellos habían viajado juntos y solo con los remeros de acompañantes, pero que había recuperado el buen humor cuando Michael ofreció casarse con Isobel si ella lo aceptaba.
La joven no se había dado cuenta hasta ese momento de que había temido que él revelara todo lo que ella había dicho y hecho, pero, cuando ella suspiró aliviada, sir Henry la observó, y su expresión le recordó a la de Michael cuando miraba dentro de su alma.
Henry hacía ocasionales exclamaciones de asombro o de rabia a medida que la historia se desarrollaba; al final dijo:
–Waldron siempre ha hecho lo que se le ha antojado, pero nunca creì que se volviera contra uno de nosotros de manera tan atroz. ¿Quieres que lo eche?
–No respondió Michael–. Es mejor tenerlo cerca para poder vigilarlo.
–Sì –– dijo Isobel–. Macdonald de las Islas dice que uno debe tratar a los enemigos como huéspedes y vigilarlos con cariño para que no se roben la plata.
Henry rió.
–Dejaremos la bienvenida en manos de mi madre. Pero tu historia me hace pensar, Michael, que tal vez yo mostrarte la carta de tu padre.
–¿Qué carta? Yo creía que tú y yo habíamos visto todo lo que había suyo en Roslin.
–Esto no –dijo Henry con un gesto–. Nunca se la mostré a nadie porque ciertas cosas que escribió no eran cuestiones que yo quena compartir con nadie, ni siquiera contigo. ¡Por mi fe, contigo menos que con nadie! Pero creo que ahora debo hacerlo.
–Sí –respondió Michael–. Creo que debes. ¿Dónde está, en Roslin o en St.Clair?
–. Aquí mismo –dijo Henry, metiendo la mano en su jubón –. Nunca se separa de mí.