Capítulo 17

 

–Déjala ir, Hugo –dijo Michael con voz serena cuando este amagó seguirla. Comprendió que su primo todavía no se había despojado de la furia de la batalla y que había reaccionado de esa manera solo porque Adela e Isobel habían estado en peligro. Michael agregó, mientras devolvía la vasija a la pila–: No hicieron nada malo y tú lo sabes. Pensaron que obedecían una orden de la princesa Margaret.

–Lo sé, pero esa muchacha necesita una mano dura –contestó Hugo–. Puedo hablar con Macleod o con la tía. Deben vigilarla más.

–Las mujeres Macleod tienen bríos –agregó Michael sonriendo–. Si no te gusta esa característica, te aconsejo que busques una novia en otra parte.

–Por favor, no estoy interesado en ella –respondió Hugo–. Tengo demasiadas cosas en mi vida. Además, no podemos quedarnos aquí. Van a ir a sus habitaciones y es seguro que se meterán en más problemas si no nos ocupamos de su seguridad.

Al darse cuenta de que no ganaría nada tratando de tranquilizarlo, y como dudaba de que no tuviera razón, Michael le indicó que lo seguiría. El paso rápido de Hugo le sugirió que a este le interesaba la seguridad de lady Adela más de lo que estaba dispuesto a admitir, y sacudió la cabeza mientras se preguntaba si la naturaleza despreocupada de su primo estaba sufriendo un cambio inesperado.

Se acercaban al siguiente descanso cuando apareció Henry. Salía del tranquilo y estrecho corredor que antes habían visto. Se llevó un dedo a los labios y les indicó que lo siguieran.

 

Isobel y Adela fueron de prisa a la habitación que esta última compartía con lady Euphemia y, al hallarla vacía, entraron. No habían hablado, porque Adela seguía enojada e Isobel, que reprimía sus ganas de reír, no había querido inducirla a decir nada ofensivo donde otras personas pudieran oírlas.

Pero al cerrar la puerta, Isobel dijo:

–¡Qué cosa de hacer, Adela!

Adela giró.

–¡Ese hombre! –exclamó–. ¡Tan arrogante, insensible, odioso! Alguien tendría que azotarlo.

–Waldron te daría el gusto, si tiene oportunidad –dijo Isobel con dureza–. Pero, por favor, Adela, dime, ¿qué te ha hecho sir Hugo?

–¿Qué me ha hecho? Por mi fe, que no me ha hecho nada –rezongó Adela, mientras elevaba los brazos al cielo–. Coquetea con cualquiera que vista falda, por supuesto, de modo que su sonrisa no significa nada, como tampoco indican nada sus hermosas palabras. A pesar de su falso encanto, no pudo tomarse ni un cuarto de hora en su momento para ir hasta Chalamine a buscar a tu criada y tus cosas cuando se enteró de que te habías ido con sir Michael. Sin embargo, se arroga el deber de reprenderme a mí cada vez que puede, de decirme que tengo que soltarme los cabellos o pellizcarme las mejillas o que debería haberme dado cuenta de que un gillie no era quien decía ser, cuando yo no tenía ninguna razón para pensar, ni por un instantes, que ese hombre espantoso era falso. Y después...

–Paz –exclamó Isobel–. Me doy cuenta de que sir Hugo te ha ofendido, ¡pero arrojarle agua bendita a la cara! Adela, tú no eres así.

–¿Y cómo soy, Isobel? ¿Tienes idea? Tú, que aprovechaste la primera oportunidad para irte de Chalamine a vivir con Cristina y Hector... no me hables de cómo soy. Tú te pasaste la vida haciendo lo que se te antojaba, mientras que yo he pasado la mía al cuidado de hijos y de una casa ajenos. Así que no te atrevas a venir a decirme cómo soy yo.

–Si eso es lo que piensas de mí –contestó Isobel, más belicosa de lo que habría querido–, me temo que ninguna de las dos sabe demasiado de la otra.

Adela estalló en sollozos.

–Ay, por favor –exclamó Isobel y abrazó a su hermana–. No llores, mi amor. ¿Qué demonios te ha hecho ese hombre espantoso?

Michael y Hugo siguieron a Henry hasta un punto cercano en medio del largo corredor, donde se detuvo y se volvió para mirarlos.

–Mis muchachos se están ocupando de ese par de impíos –susurró–. Este corredor todavía no está muy ocupado, pues aquí dan las habitaciones de algunos de los dependientes del obispo a los que, dado que son de un rango mayor que los otros, les corresponde un cierto grado de comodidad. Pero, por el momento, han partido y dejaron suficiente espacio para albergar a todos los que quieran asistir a mi ceremonia el domingo, de modo que creo que podremos hablar unos minutos sin ser importunados. Me pareció mejor conversar aquí, para que los demás no se enteren.

–¿A qué viene esta conversación, Henry? –preguntó Michael.

–A que necesitamos un plan –respondió Henry–. Parece que tú y Hugo han alborotado el avispero más de lo que creímos para que ese par de tesoritos estuviera dispuesto a molestar a dos nobles damas a fin de averiguar lo que buscan. Todos sabemos que Waldron no es en particular amable cuando se enoja, así que debemos decidir qué hacer.

–Yo tengo que ir a Roslin lo antes posible–observó Michael–. Tal vez deba salir de inmediato.

–No –repondió Henry–. No hay que advertir a todo el mundo, no nos conviene despertar más interés del necesario. Además creo que Hugo debe ir contigo y, si ambos se van antes de la ceremonia, darán mucho que hablar. Nuestra madre, por dar un ejemplo, se molestará.

–Sí, es cierto –admitió Michael–. Pero si mantienes a Waldron y al abad encerrados...

Henry sonrió con pesar.

–Sabes que no puedo hacer eso –dijo–. Parte de mi acuerdo con el rey de Noruega es no provocar problemas con el rey de los escoceses ni con el lord de las Islas, y por más que sus mercedes no quieren al abad Verde, estoy seguro de que no verán con buenos ojos que yo arreste hombres que no son súbditos míos y que los mantenga encerrados sin siquiera darles una oportunidad de ser oídos. ¿Te gustaría enredarte en una batalla de palabras con esos dos sobre quién está en falta y por qué?

Michael se dio cuenta de que, en semejante contienda, Waldron invocaría a Dios, al Papa y que tal vez no dudaría, incluso, de acusarlos a Henry y a él mismo de robarle a la santa Iglesia. Por lo tanto, negó con la cabeza.

–No –dijo–, no me gustaría.

–A mí tampoco –respondió Hugo–. ¿Y estás seguro de que no puedes aunque sea demorarlos un tiempo en algún lado?

–Aquí no hay mazmorra –aclaró Henry–. Tampoco puedo cargarlos en una galera y llevarlos conmigo a Caithness cuando me vaya. Mis hombres me son leales, pero ya hay otros aquí, y mañana llegarán más. Muchos conocerán al abad Verde, aunque no a Waldron, y, como ustedes bien saben, temerán su poder. Creo que sería mejor permitirles que asistan a la ceremonia y que se vayan después como si no hubiera sucedido nada.

Michael asintió.

–Entonces, tal vez sería bueno que nos vieran partir mañana, pero hacia Caithness y no hacia Roslin.

–¿Por qué hacia Caithness y cómo se enterarían? –preguntó Hugo.

–Porque se los informaríamos, por supuesto –dijo Michael. Le consultó a Henry–: Tú has invitado a algunos de tus huéspedes a visitarte en el castillo de St. Clair, ¿no?

–Sí, claro –dijo Henry––. El obispo quiere que se le devuelva su palacio, y desde aquí hasta la bahía St. Clair no es lejos. A propósito –    agregó, con un dejo de soberbia–, he decidido que no quiero tener nada más que ver con la rama francesa de la familia. Ahora tengo muy claro que la educación temprana de Waldron es lo que nos ha conducido hasta este punto, de manera que voy a volver a la grafia que prefería nuestro abuelo. De ahora en más, St. Clair se escribirá como lo hacen los escoceses.

–Yo creía que no querías enojar a nuestra madre–observó Michael.

–Bien, pero no será de un día para el otro, ni pienso pregonarlo a los cuatro vientos. Espero que tenga tiempo de acostumbrarse antes de que se dé cuenta de lo que he hecho. ¿Pero qué tenías en mente para mis huéspedes en el castillo, Michael?

–Estoy pensando que, si invitaras a la princesa Margaret y a otros de la Isla de Mull y Ardtornich a visitarte allí, todos supondrían que Isobel y yo iríamos con ellos. Y nosotros podríamos partir antes.

–Deben asistir a mi ceremonia. La gente se daría cuenta si ustedes no estuvieran.

–Sí, pero podríamos irnos enseguida ya que oscurece más temprano. Tú podrías explicar la partida de una sola galera diciendo que la has enviado para avisar a St. Clair que esperen más huéspedes. Y, temprano por la mañana, sacas al abad Verde y a Waldron de la isla para que puedan ver, pero de lejos, que algunos huéspedes tuyos se van. Hugo y lady Adela pueden ocupar nuestro lugar con el grupo de Mull. Tú sabes con qué frecuencia la gente nos confunde a Hugo y a mí; y es fácil que piensen que lady Adela es Isobel.

–Sí, eso podría funcionar –agregó Hugo–. Claro que tendrás que convencer a esa muchacha temperamental de dejarse ver otra vez en mi compañía.

Henry hizo una mueca.

–¿Has ofendido a lady Adela, Hugo? Si es así, debes congraciarte con ella. Waldron no debe sospechar que Michael va a Roslin. Si hay algo que encontrar allí, debe ser él quien lo encuentre y lo ponga a buen recaudo. No sabemos qué tenemos, pero sí que nuestro deber primordial es guardarlo bien.

Hugo gruñó, pero Michael asintió mientras disimulaba una sonrisa. Se dio cuenta, a diferencia de su primo, de que Henry estaba tan divertido como él.

 

Adela seguía llorando.

–Seguro que sir Hugo es tan horrendo como dices, y Cristina y yo fuimos unas insensibles al dejarte con toda la responsabilidad de Chalamine –dijo Isobel, con suavidad–. Pero si no me cuentas lo que te hizo, ¿no puedes al menos decirme algo?

Isobel supuso que, si culpaba a Hugo y a sí misma, conseguiría calmar a Adela. Por eso se alegró cuando, al fin, su hermana dejó de llorar.

–No es culpa tuya, Isobel –reconoció Adela–. No sé por qué dije eso. Yo no habría querido ni tu consejo ni comportarme como tú hacías en esa época. Yo era la mayor en casa después de que se fueron Cristina y Mariota, de manera que era mi deber asumir la responsabilidad. Recuerda que Maura y Kate todavía estaban allí, y las tres somos mayores que tú. Además, no te ofendas, para nosotras era mucho más fácil cuidar a Sidony y Sorcha sin ti cerca tentándolas a que cometieran cualquier tropelía. Aunque –agregó, con un dejo de nostalgia–, Sorcha nunca necesitó aliento para eso.

–Es de naturaleza traviesa –dijo Isobel.

–¡Traviesa! Esa muchacha sacaría de sus casillas al mismísimo Hacedor. ¿Te conté que su comportamiento es la razón por la cual nuestro padre no quiso dejarla venir?

–No, no me contaste, pero no me sorprende –respondió Isobel–. Y me imagino que Sidony no vino porque Sorcha se quedó.

–Sí, pero... –Adela se interrumpió al oír pasos que se acercaban a la puerta.– Ni se te ocurra contarle a la tía Euphemia lo del agua bendita. ¡Te lo ruego!

–No lo haré –aseguró Isabel, pero dedujo enseguida que la persona del otro lado de la puerta no era la tía, porque un puño golpeó, con fuerza.

Ella levantó una mano para silenciar a Adela, se levantó la falda, sacó la daga de su vaina y se acercó a la puerta sin hacer ruido. Sin embargo, antes de llegar, volvieron a golpear.

–Isobel, ¿estás ahí?

–Es Michael –le dijo a Adela; volvió a guardar la daga y llevó la mano al pasador.

–Si Hugo está con él, no lo dejes pasar.

Por fortuna, dado que Isobel no estaba segura de poder impedirle a Hugo que entrara si este quería hacerlo o de que Michael interviniera para impedírselo, Michael estaba solo.

–Me imaginé que te encontraría aquí –respondió Michael, sin amagar a entrar–. Has estado muy bien esta noche, mi amor, pero ahora ven a la cama. Tenemos mucho de que hablar.

–No quiero dejar a Adela aquí sola –dijo Isobel.

–He enviado a un muchacho a buscar a lady Euphemia –explicó Michael–. Estará aquí en cualquier momento. Mientras tanto, Henry esperará fuera para que Adela esté segura.

–¿Sir Henry?

–Sí, señora –dijo Henry, dejándose ver–. De haber sabido que ustedes dos iban a retirarse como me dijo Michael que lo hicieron, habría dejado a dos de mis criados para acompañarlas. No las culpo por el incidente, pero voy a asegurarme de que mientras sean mis huéspedes, nadie más las importune. Para que no pienses que soy incapaz de cuidar a lady Adela hasta la llegada de tu tía...

–No, yo no creo eso –se apresuró a asegurarle Isobel–. Ah, he tenido curiosidad por algo y me gustaría hacerle una pregunta, si puedo.

–Adelante. ¿De qué se trata?

–Me dijiste que una vez habías visto un mapa que permitiría navegar hasta los confines de la tierra. ¿Dónde?

–Mi padre me lo mostró cuando yo era pequeño –respondió Henry.

–¿En serio? ¿Puedo verlo alguna vez?

–Ah, sí, seguro, si podemos encontrarlo –dijo–. Aunque desde aquel día no lo vi más. Pero espero que reaparezca algún vez  y, cuando suceda, serás de las primeras personas en verlo.

–Gracias. Mientras tanto, no me cabe duda de que Adela no podría estar en manos más competentes que las tuyas.

Para su asombro, Henry se puso colorado y le hizo una profunda inclinación, al tiempo que decía:

–Ah, muchas gracias, señora. ¿Te dije cuánto me alegro de que te  hayas incorporado a nuestra familia? Estoy seguro de que tu presencia nos mejorará en mucho.

Ella rió, le dio las buenas noches a Adela y se dejó llevar por Michael a su dormitorio. En el camino se encontraron con lady Euphemia, pero, aunque ella trató de interrogarlos sobre lo que había sucedido, Isobel y Michael se las ingeniaron para liberarse y siguieron su camino.

–Y pensar –murmuró Isabel cuando ya se acercaban a la puerta de su dormitorio– que Adela cree que me pasé los últimos siete años haciendo lo que se me venía en gana, mientras que ella ha vivido atrapada cuidando de mis hermanas y la casa en Chalamine.

–¿Habrías querido ocupar su lugar? –preguntó él, mientras le abría la puerta.

Ella hizo un gesto.

–¡Cómo sabes dar en el clavo! No, no habría querido ocupar su lugar, aunque tampoco habría tenido opción, como me lo recordó ella. A propósito de ello, pensaba en la manera que las familias propician situaciones sin que nadie las advierta.

–Bien puedes acusarme de crear ahora una para ti–respondió él, cerrando la puerta–. Sí, y también para Adela, porque tenemos un plan.

–Siempre que parte de ese plan no incluya enviarme a la seguridad de la casa de Hector y Cristina o con mi padre, quiero oírlo –dijo ella, mientras se dirigía a atizar los rescoldos que ardían en el hogar–. Alcánzame un par de leños, ¿quieres?

–Sí, señora, enseguida –contestó él, sumiso. Ella lo miró y se sintió culpable; él le sonrió.

–Qué hombre atrevido –manifestó ella–. ¿Habrías preferido que mandara a llamar a un guardia o tendría que haberte pedido que te ocuparas tú mismo del fuego?

–Yo tengo un fuego para que cuides, mi amor –dijo él, sin dejar de sonreír–. Pero primero creo que tenemos que hablar de nuestro plan de acción. Henry ha encerrado a Waldron, al abad y a los dos secuaces que trataron de ayudarlos. Los mantendrá controlados hasta despuès de la ceremonia, cuando los despida en un barco y les ordene que regresen a la Isla Sagrada.

–Pero Waldron no querrá ir a la Isla Sagrada –dijo ella.

–No, no querrá –dijo él, alcanzándole los leños que ella había pedido.

–Tampoco sabemos dónde está el resto de sus hombres –le recordó ella mientras movía los leños con delicadeza para hacerlos levantar llama otra vez–. Solo vimos a esos dos y, con toda la gente que hay aquí para la ceremonia, jamás sabremos cuáles son sus hombres.

–Exacto. Por eso vamos a despistarlos por otros medios. Tú y yo nos iremos a Roslin, pero Hugo y Adela –si ella acepta– harán que parezca que vamos al castillo de St. Clair.

Ella entendió enseguida lo que él quería decir.

–Esperas que Waldron, el abad o cualquiera que esté observando los confunda con nosotros. Pero, ¿por qué razón iríamos a Caithness?

–Porque Henry está invitando a varios de los invitados de aquí a viajar con él el lunes. Incluirá a tantos de tu familia como acepten la invitación; todos creerán que nosotros estamos entre ellos. ¿Todavía no terminaste con ese fuego? –preguntó, mientras le tendía la mano con autoridad.

Ella permitió que él la ayudara a ponerse de pie y dijo:

–¿Pero no esperarán que también Hugo y Adela vayan con nosotros?

–Sí, puede ser, pero aquellos que más nos interesan estarán buscándome a mí. Hugo irá vestido con mi ropa y su barco llevará a Adela y exhibirá mi estandarte. Creo que la imagen servirá, siempre que nadie nos vea partir antes.

–¿Pero cómo haremos para escabullirnos sin que nadie se dé cuenta?

–Creo que nos pondremos ropa de criados, llevaremos nosotros nuestras pertenencias y partiremos a última hora del domingo. Si alguien nos ve, Henry puede decir que está enviando un barco anticipado con criados para preparar a los que están en St. Clair para recibir más visitantes. Lo cual sería innecesario, por supuesto. Los criados de St. Clair son siempre capaces de atender a una horda de invitados.

Ella pensó un momento y asintió.

–Supongo que va a funcionar –respondió–. Pero tú conoces a Waldron mejor que yo. ¿Creerá que vamos a visitar a Henry?

Él había comenzado a interesarse en la pequeña corona que ella llevaba en el cabello y el velo que le enmarcaba el rostro con suaves pliegues. Encontró las horquillas que la sostenían y comenzó a quitarlas, mientras decía:

–No sé qué pensará Waldron, pero creo que la treta alcanzará para que podamos llegar a Roslin aunque más no sea unos días antes que él.

–Entonces crees que irá, independientemente de lo que hagamos.

–Sí. Él está seguro de que tenemos un secreto, pero como lo máximo que todos parecen saber es que el tesoro tuvo que haber llegado a las Islas en esos barcos, creo que hasta ahora ha estado convencido de que se encuentra en algún lado en las Islas y que nosotros sabemos dónde. No obstante, tiene que habérsele ocurrido, a pesar de sus protestas, que yo pude haber dicho la verdad y que no sabía nada al respecto hasta que él mismo me lo mencionó. Si llega a creer eso, sabrá que, al haberme confrontado, ha despertado mi curiosidad y, por lo tanto, querrá vigilarme de cerca. Cuando sepa que yo regresé a Roslin, deducirá que la respuesta puede estar allí.

–Me pregunto por qué no ha buscado allí antes, si es que no lo ha hecho.

–No, no lo ha hecho –respondió Michael, confiado, mientras hacía a un lado la corona y el velo de ella, y llevaba las manos a la red de encaje de oro que le aprisionaba los cabellos–. Ya te dije lo empeñado que estaba nuestro padre en que los asuntos privados continuaran manejándose así. Incluso antes de saber del tesoro, yo había tomado precauciones para proteger nuestra intimidad, igual que, aunque no hacemos gala de proteger Roslin. En estos momentos, el lugar tiene una guardia mínima, pero Waldron nunca ha estado a solas allí. Hay visitas si yo o Henry estamos en la casa y, aunque nuestros criados son discretos, los huéspedes nunca pueden vagar a su antojo sin que haya guardias vigilándolos. Así actuaron mi padre y mi abuelo, y así lo hacemos Henry y yo.

Sus palabras le dieron un escalofrío a Isobel, pero comprendió la necesidad de tales precauciones, por incómoda que la hicieran sentir.

–¿A mí también me vigilarán? –preguntó antes de tomar conciencia de la pregunta que la había asaltado. ¿

–No, muchacha –dijo él, mientras arrojaba la red de encaje de oro junto con la corona y el velo–. Tú eres mi esposa, lo que te convierte en parte de mí y a mí en parte de ti. Además, y con rapidez, estoy llegando a confiar en ti como confiaría en mí mismo. No digo –agregó, despacio, mientras estiraba la mano para desatar los lazos del frente de su túnica– que nada podría hacer cambiar eso, pero en este momento, no se me ocurre qué.

La restricción la enojó, pero decidió que era injusto enfurecerse. Recordó que se había sorprendido por la actitud de él al no reprenderla como Hugo lo había hecho con Adela después del incidente. Se dijo a sí misma que si hubiera confiado en él como quería que él lo hiciera con ella, habría supuesto que él aceptaría que ella había tenido buenas razones para dejarse llevar por el gillie que las había conducido. Tal razonamiento le hizo un remolino en la cabeza, pero también le recordó lo compleja que podía ser la confianza.

El frente de la túnica se abrió y la mano caliente de Michael se introdujo dentro, lo que la distrajo de inmediato de sus rebuscados pensamientos.

–¿Qué haces?

Él sonrió.

–¿Qué te parece que hago? Me preparo para la cama. Ella lo miró.

–Por mi fe, señor, creo que ya estás listo.

Él no necesitó más aliento, de manera que en un instante le quitó la túnica y la camisa, la levantó sin el menor esfuerzo y la llevó a la cama.

 

El día siguiente transcurrió con rapidez y sin incidentes. Si bien Isobel pasó gran parte del tiempo tratando de discernir quiénes de entre la creciente compañía podrían ser aliados de Waldron o quiénes podrìan preguntarse dónde estaba el abad Verde, tuvo cuidado, por única vez en su vida, de no dejar ver su curiosidad. Pasó mucho tiempo al lado de Michael, charlando con viejos amigos y haciendo nuevas amistades. Pero se cuidó bien de no abandonar a Adela ni al resto de su familia, incluso se tomó su tiempo para conversar con Macleod.

–Eres una linda señora, muchacha –le dijo él, satisfecho–. Estoy orgulloso de ti. Ahora bien, si le encuentras un hombre a nuestra Adela, te lo agradeceré mucho.

–¿Y quién se ocupará de cuidar a Sorcha y Sidony en ese caso?

–Que Dios me bendiga, también puedes buscarles maridos a ellas –replicó él. Después se acercó y murmuró–: En confianza te digo, Isobel, estoy pensando en conseguirme otra esposa, pero no creo que ninguna mujer quiera ocuparse de esas muchachas, así que, cuanto antes las mande vivir con maridos propios, más contento estaré.

Se asombró al enterarse de que, después de tantos años, él estuviera considerando la idea de tener a otra mujer en el lugar de su madre. Isobel le prometió, de todos modos, ver qué podía hacer por sus hermanas y se disculpó con él para ir a reunirse con Michael.

La ceremonia del día siguiente resultó tan lujosa como había prometido sir Henry, aunque fue también algo más aburrida de lo que había esperado Isobel.

La catedral de Kirkwall estaba atiborrada de la nobleza de Escocia del norte y las Islas, y se hallaban los jefes de los clanes de lugares lejanos como Dumfries, Galloway, Knapdale y Kintail. La gran iglesia no era ni muy hermosa ni muy grande, pero la multitud de espectadores, desde mucho antes de que comenzara la ceremonia, se desparramó incluso por afuera, en los jardines. Como Henry sabía que sería así, comenzó la procesión a medio kilómetro de distancia.

El sol brillaba en un claro cielo azul, la brisa era suave y no demasiado fría, y los gaiteros y los otros músicos tocaban con alegría mientras Henry y su comitiva se acercaban.

Él se había vestido de manera espléndida: con ropajes de seda color plata, azul y gris, una piel de armiño sobre un jubón de terciopelo azul intenso  y un pantalón ajustado al tono. Llevaba una sencilla corona de plata en la cabeza. Era todo un príncipe, tanto que Isobel miró a Michael, que iba justo detrás de él, para ver si su esposo también estaba cambiado de alguna manera. Por fortuna, era el mismo hombre sereno de siempre.

Los miembros de la comitiva de Henry ocuparon los asientos que se les habían reservado en la primera fila; Michael se sentó junto a Isobel en la segunda fila mientras el príncipe caminó hacia el altar solo y se volvió para ponerse de frente a la concurrencia.

Desde ambos lados del recinto sonaron las trompetas; después se hizo un silencio sepulcral.

Henry abrió los brazos, miró hacia arriba como para buscar la guía o dar las gracias, luego observó a la concurrencia y dijo, con una voz firme y modulada que llegaba al final de la sala:

–Caballeros, damas, pueblo de Orkney. Yo, Henry de St. Clair, conde de Orkney, señor de Roslin, os saludo en el nombre de nuestro Señor. El segundo día de este mes, en Maestrand, Noruega, presté el juramento en presencia del rey Haakon, que ahora repetiré ante vosotros para que sepáis lo que he jurado. Por cuanto su alteza serenísima en Cristo, mi amado señor Haakon, por la gracia de Dios, rey de Noruega y Suecia, nos designó para que gobernemos sobre sus tierras e Islas de Orkney y nos elevó al rango de jarl, conde. Hacemos saber a todos los hombres presentes y por venir que hemos jurado lealtad a dicho señor nuestro rey besándole la mano y la boca, y hemos presentado un juramento formal de fidelidad a ser observado para dar asistencia y ayuda a nuestro señor y rey y sus herederos y sucesores y a su reino de Noruega. En primer lugar, por lo tanto, nos obligamos a servir a nuestro señor y rey con las tierras e islas de Orkney con cien o más hombres, todos equipados con armas, para su conveniencia y cuando quiera que se nos requiera...

La atención de Isobel fue atraída por una dama con un tocado tan alto que las personas sentadas detrás de ella estiraban el cuello para poder ver a sir Henry.

–"...prometemos defender con los hombres que podamos reunir para  tal propósito no solo de dichas tierras e islas sino con toda la fuerza de nuestra familia, amigos y criados. Del mismo modo, de llegar a suceder...

Isobel miró a Michael. ¿Así que Henry pensaba ayudar a defender las Orkney para el rey de Noruega? Con razón el rey de los escoceses no miraba el principado con buenos ojos. Esto le recordó otra cosa y se inclinó hacia Michael.

–¿Por qué no se llamó príncipe de Orkney? –susurró–. Se llamó conde o algo parecido.

Jarl–dijo él–. Jarl o conde de Orkney es el título más alto en Noruega después del de rey. En Escocia, en cambio, es el de príncipe. La diferencia es que en Noruega es parte de ambos títulos.

Ella asintió, pero encontró que observar a la audiencia era más interesante que el discurso de Henry, que continuó hasta que ella se aburrió. Las personas que estaban del otro lado del camino central, sentadas detrás de la señora del tocado alto, cabeceaban. Pero cuando Henry dejó de hablar, el silencio duró unos minutos e Isobel pensó si no sería que todo el mundo se había quedado dormido.

Entonces, estallaron los aplausos y las aclamaciones, las trompetas y las gaitas sonaron, exultantes, y Henry y su séquito se formaron y salieron con mayor rapidez de lo que habían entrado. Michael se unió a ellos y tomó del brazo a Isobel, de modo que ella se sintió parte de la comitiva del príncipe. La contagió el entusiasmo general y, para cuando se unieron a Henry afuera y emprendieron el camino hacia el palacio del Obispo, ella iba muy contenta.

El resto del día fue más entretenido, con la presencia de músicos, actores, malabaristas, saltimbanquis y otros. La fiesta y el baile duró hasta bien entrada la noche, pero justo cuando ella estaba pensando en lo agotada que se encontraba, Michael volvió a tomarla del brazo y se inclinó para decir:

–Llegó la hora, mi amor.

–¿De ir a la cama? –preguntó ella, mientras se tapaba la boca para ahogar un bostezo–. Me estoy quedando dormida de pie.

Él rió.

–Todavía no te duermas, muchacha. Nuestro barco nos espera en el puerto y aún tenemos que cambiarnos de ropa.

Isobel se sorprendió y lo miró un momento antes de terminar de entender.

–Ah, por merced –murmuró y observó a su alrededor para ver si alguien podría haberlos oído, aunque se dio cuenta de que era imposible dado el bullicio generalizado.

–No pongas esa expresión como de que estamos tramando algo –le advirtió él–. Y no vayas hacia allí. No vamos a nuestra habitación sino a la cocina de su eminencia. Hugo tiene nuestra ropa afuera y ya habrá encontrado un lugar donde podremos cambiarnos. Pon cara de que vas a estar unos minutos a solas a tu esposo –agregó él, dándole un sonoro beso en los labios.

Ella respondió al instante, lo abrazó y le devolvió el beso.

Diez minutos después, ambos iban con Hugo en dirección a un pequeño bosque que, les había asegurado él, era seguro para el propósito. Y luego de quince minutos, Hugo volvió al castillo. Michael y ella caminaron con otros tres hombres hasta el puerto. Cuando llegaron a la barca que esperaba en la arena, Isobel comprobó que ya había a bordo dos mujeres que llevaban capas con capucha.

Michael la vio vacilar, rió y dijo:

–Algún día el sentido del humor de Hugo será su perdición. Son hombres con faldas, muchacha, disfrazados para aumentar el engaño. Diles que yo ordené que tengan las manos bien quietitas.

Uno de los dos, vestido con un traje de criada casi idéntico al que llevaba Isobel, se levantó para ayudarla a subir a bordo. Cuando ella tomó la mano que le ofrecía, pensó que era demasiado suave para ser la de un hombre, pero no hizo ningún comentario, segura de que al muchacho no le haría ninguna gracia que se lo dijera.

Michael trepó a bordo tras ella y dijo:

–Ahora yo remaré, así que siéntate ahí, quieta, con tu amiga. –Y a los otros dos de faldas les dijo–: Supongo que alguien les habrá dicho que esta señora es mi esposa.

–Sí, milord. Sir Hugo nos dijo que mantuviéramos las manos quietas –respondió uno con dureza y agregó, como si acabara de ocurrírsele–: aunque nunca hubiéramos hecho otra cosa, sir.

–Que así sea –dijo Michael.

Vaya con la confianza de él en la habilidad de ella para cuidarse, pensó Isobel, mientras escondía una sonrisa. O la confianza de Hugo. ¿Y por qué a ella no le habían dado ropa de hombre, como lo habían hecho antes? De esa forma, Hugo no tendría que haber ordenado que los dos hombres se vistieran de mujer.

Cuando estuvieron a varios kilómetros del puerto, Michael dejó el remo y volvió para asegurarse de que ella estuviera cómoda. Isobel se estaba durmiendo, pero despertó cuando él les habló con severidad a los dos que estaba al lado.

–Pueden ocuparse de un remo. No piensen que van a holgazanear todo el viaje.

–¿De verdad quieres que rememos, Michael? –La voz era, en realidad, de mujer y bastante fría.– Creo que preferiríamos dormir. Nos dijo Hugo que había puesto mantas en ese cajón. Por favor, tráenos alguna. Es posible que tu esposa también quiera una.

–Señora –exclamó Michael–. ¿Qué haces aquí? Tienes que regresar. Todo el mundo esperará verte mañana... y como anfitriona en St. Clair.

Su madre repondió en el mismo tono frío de antes:

–No te quedes ahí parloteando y haz lo que te digo. Jean es la anfitriona en St. Clair y yo no puedo quedarme cuando tú sometes a tu flamante esposa a este viaje secreto sin una sola mujer para acompañarla. ¿Y quién supones tú más apropiada para la tarea que yo?

Como la pregunta no tenía respuesta, Michael tuvo el buen tino de callarse.

El viaje desde Orkney – en dirección hacia el este primero y luego hacia el sur, al Firth de Forth– resultó tedioso y largo pero sin incidentes, a pesar de la presencia de la condesa y de Fiona, su criada. La mujer estuvo distante, pero amable y, aunque Isobel no se encariñó con ella, también pudo ser cortés. Como Michael tenía caballos en la ciudad de Edimburgo, continuaron el viaje a toda prisa, si bien el día ya estaba promediando cuando entraron en el puerto.

La ciudad fascinó a Isabel y fue una suerte que montara un caballo bien entrenado, porque quedó tan encantada con todo lo que veía que apenas prestaba atención al rumbo y al camino. Llevaban nada más que doce hombres consigo y los últimos quince kilómetros pasaron con rapidez. La condesa y Fiona iban un poco atrás con los hombres, por lo que Isobel pasó el tiempo haciéndole preguntas a Michael sobre Lothian y Roslin. Él describía una famosa batalla librada en el valle de Roslin cuando llegaron a la huella que allí los llevaba.

–El castillo queda a cinco kilómetros de aquí –dijo él–. Seguiremos el río Esk por un rato y luego tomaremos un camino que sube y deja el valle.

–Te había entendido que el río pasa junto al castillo –recordó ella. –Así es y lo rodea por tres lados, pero el castillo, como verás, está en lo alto.

El valle era de un verde intenso y se veía misterioso, como si estuviera encantado, pensó Isobel. Cuando Michael recordó la batalla que se había peleado allí, ella le pidió que le contara más. Él así lo hizo y cuando relataba la victoria escocesa por sobre el ejército inglés invasor, habían comenzado el ascenso desde el valle y los otros seguían muy atrás.

Las grandes y redondas torres y el edificio cuadrado del castillo de Roslin se levantaban ante ellos, a un kilómetro de distancia, dorados por la luz del sol.

–¿Por qué se llama Roslin? –preguntó ella en forma abrupta, después de unos minutos de silencio.

–Por la ubicación –respondió él–. Roslin significa roca de las caídas y hay dos caídas de agua que te enseñaré mañana. Cerca de la más grande y tallada en una pared de roca mohosa hay una extraña figura de una cabeza... aunque no barbada, lamento decir.

–¿Tienes idea de qué buscar cuando lleguemos al castillo?

–Creo que sí –contestó él–. He estado pensando en esos hombres barbados de la carta de Henry, además de las palabras subrayadas y las muchas tallas de Roslin. Sospecho que descubriremos que hay un semblante en especial que se repite muchas veces. Si es así, solo tendremos que encontrarlo y seguirlo hasta donde nos lleve.

El acceso al castillo sorprendió a Isobel. Era fácil ver por qué se elevaba sobre el valle: a pocos metros de los muros, el terreno bajaba en pendiente hacia el río Esk, que corría torrentoso formando una cerrada alrededor del alto promontorio sobre el que se levantaba la fortaleza. El camino que habían tomado se estrechaba tanto que se convertía en una suerte de puente sobre un profundo acantilado.

Por lo tanto, los jinetes que se aproximaran al castillo podían avanzar sin peligro solo en fila india. Por unos diez metros, Isobel evitó mirar hacia abajo porque era como si el mundo se hubiera terminado a ambos lados, aunque no hizo ningún comentario para que la condesa no la creyera una cobarde.

Del otro lado de la muralla, los criados se arremolinaron en el patio para darles la bienvenida a su amo y a la condesa, recibir con afecto a su esposa y asegurarles a todos que la comida estaría lista en menos de una hora.

–Ven, mi amor –dijo Michael después de despedir a la comitiva, y la llevó hacia el inmenso torreón que se hallaba en la esquina sudoccidental del patio. Le informó a su madre que la verían a la hora de la comida y se llevó a Isabel, mientras le decía, en voz baja:

–Te mostraré dónde dormiremos y te daré tiempo para refrescarte.

–¿Pero no quieres empezar a buscar ya mismo?

–No hasta que no hayamos comido –respondió él con una sonrisa–. Es demasiado tarde para investigar; además no quiero que mi madre ande alrededor.

–Al menos puedes mostrarme las tallas.

–Sí, te enseñaré algunas. Entenderás nuestro dilema  mejor  cuando veas cuántas hay.

–Tu madre no bajará enseguida –sugirió ella más y más curiosa–. Si nos cambiamos rápidamente, podemos empezar a buscar antes de comer.

Él rió.

–Ya veo que me va ser muy difícil conservar mi posición como amo de este castillo, señora. Te ruego que recuerdes que lo soy.

Ella frunció la nariz, pero, al final, consiguió su objetivo. La cantidad y variedad de las tallas que él le mostró la asombraron, porque, aunque la condesa se retiró después de comer y ellos revisaron solo algunas habitaciones del torreón, las tallas se hallaban por todas partes. Más aún, muchas eran cabezas y exhibían barbas. Encontraron dos o tres que eran parecidas, pero, al tratar de seguirlas, se dieron cuenta de que no llevaban a ninguna parte.

Isobel se fue a acostar pensando que podrían buscar durante un mes entero y no hallar nada, pero al día siguiente encontró los hombres barbados de sir William.

La pareja aprovechó la decisión de la condesa de dormir una pequeña siesta esa tarde y buscaron un rato, pero sin éxito. Mientras caminaba frustrada y deprimida hacia la pequeña sala, Isobel se detuvo cerca del inmenso hogar y se quedó unos instantes mirando un rostro barbado con una nariz que era una línea recta y con unos ojos cavernosos. Luego se dio cuenta de que había visto una cabeza igual un momento antes. Agilizó su ingenio, volvió de prisa al lugar de donde había venido y enseguida encontró la segunda cabeza cerca de una puerta. Pasó por esta y encontró una tercera. Y después, del otro lado del dintel de otra puerta, en medio de un grupo de cabezas similares, halló otra.

Corrió a buscar a Michael, le mostró lo que había encontrado y juntos descubrieron otras tres. Pero la búsqueda terminó en forma abrupta en el final del torreón cerca de una pequeña habitación, al parecer llena de barriles de vino. No había ninguna cabeza barbada que adornara la puerta ni ninguna de las paredes.

Cerca de un rincón de la bodega, un colorido tapiz le llamó la atención a Isobel. Como le pareció que era un lugar muy extraño para que estuviese colgado, se abrió camino entre los barriles para verlo más de cerca. Un momento después, exclamó:

–¡Michael, creo que la cabeza está bordada en este tapiz! Trae una vela y observa por ti mismo.

Él trajo dos velas. Ella las sostuvo mientras él sacaba las clavijas que fijaban el extremo inferior del tapiz a la pared, levantaba la pesada tela y dejaba al descubierto una puerta, que se abrió con facilidad y los llevó a una estrecha escalera circular.

Fascinada, Isobel franqueó la puerta, le dio a Michael una vela y llevó en alto la otra para alumbrar el camino. Pero la alegría le duró poco, ya que la escalera que había parecido tan prometedora terminaba en una sólida pared de piedra.