Capítulo 18

Abrumada por la desilusión, Isobel se quedó mirando los grandes bloques de piedra y después se volvió hacia Michael, que se había detenido dos pasos detrás.

–Tal vez podamos mover una de esas piedras –sugirió él.

Ella negó con la cabeza y pensó que su padre y su abuelo habían sido tan excéntricos como Henry o quizá tan locos como Mariota. Era evidente que las inmensas piedras de granito eran pesadas y macizas. La escalera no llevaba a ninguna parte.

–Tiene que llevar a algún lado –aseguró él, como si le hubiera leído los pensamientos–. El espacio debajo de nosotros es una verdadera conejera de celdas y mazmorras, aunque con el correr de los años Henry y yo hemos revisado cada una de ellas en forma exhaustiva. Pero déjame ver si una de las piedras no es hueca.

Pasó junto a ella, acercó la vela a la pared desnuda y la examinó con esmero. Después sacó la daga y comenzó a golpear cada piedra con el mango.

Luego de observarlo durante unos cuantos minutos, Isobel se volvió con un suspiro para subir otra vez la escalera. Al mover la vela, la luz se hizo más viva e iluminó un sector de la pared exterior por encima del extremo más ancho del peldaño inferior. Se arrodilló y miró de cerca, sosteniendo la vela cerca de una figura tallada en la piedra.

–Michael, mira esto –dijo, sin siquiera animarse a tener esperanzas de que de verdad significara algo.

Él fue hacia ella y apoyó una mano en su hombro con afecto.

–Es otra cabeza tallada –observó él–. Ni siquiera tiene barba. Se parece más a la cabeza mohosa que hay cerca de la caída de agua de la que te hablé. La llaman el hombre verde.

–¿Y este es igual al otro?

–Sí, en parte –dijo él, mientras golpeaba la piedra con la empuñadura de la daga y trataba después de moverla–. Esta piedra es maciza. No creo que signifique mucho.

–Pero es lo único que hay aquí –agregó ella–. Tiene que significar algo. Además, es el Hombre Verde.

–Sí, bien, el otro también es verde –contestó él–. Pero solo por el moho. –Como ella no respondió, él movió la vela para mirarle la cara.– ¿Qué pasa, muchacha? ¿En qué piensas?

–Me olvido de que tú no naciste ni en las Tierras Altas ni en las Islas –dijo ella–. El Hombre Verde es el dios celta de las plantas y la vegetación. Como ahora no estamos allí, es extraño encontrarlo aquí, y más aún si aparece dos veces. Si alguien decidió hacerlo y de esta forma, alguna razón ha de haber tenido.

Michael frunció el entrecejo.

–¿Pero significa eso que debemos buscar aquí o en las caídas de agua?

–Como las cabezas barbadas nos trajeron aquí, el mensaje podría significar que se supone que debemos buscar una llave del escondite del tesoro detrás de esa piedra, pero a mí me gustaría ver la otra cabeza antes. ¿Es lejos?

–Ven, te mostraré.

Subieron corriendo y salieron a un empinado sendero que llevaba a un frondoso valle. Un lugar muy apropiado, pensó Isobel, para el dios celta de la vegetación. Pronto se encontraron con que los árboles creaban un toldo verde tan espeso que los rayos del sol se infiltraban en forma ocasional. Helechos, flores y densos arbustos cubrían el suelo del bosque y obstaculizaban la visión. El aire fresco olía a esencias de hierbas y a tierra mojada. El sendero zigzagueó hasta que Isobel comenzó a oír el ruido del agua y enseguida se encontraron con el río turbulento y lleno de espuma.

Michael siguió por el sendero, delante de ella, y cuando llegó a un puente de piedra en forma de arco que cruzaba el río, dijo:

–Cruzaremos por aquí. Llegaríamos más cerca de la caída de agua si siguiéramos el sendero de este lado, pero la talla que buscamos está más allá.

–¿Hay un camino del otro lado también? –preguntó lsobel.

–Sí –respondió él–. Creo que los pescadores han trazado huellas en las orillas de todos los ríos y arroyos de Escocia. –Con una sonrisa, agregó–: ¿Tienes miedo de que nos perdamos, mi amor?

–Claro que no, pero no llevo zapatos apropiados, y no me complace la idea de trepar por rocas mojadas cerca de una caída de agua –observó ella.

–No llegaremos tan cerca de la caída –dijo él, apartando una rama para que ella pasara–. La talla que quiero mostrarte está en la pared del acantilado a unos metros del agua.

El sendero seguía siendo estrecho y, mientras Michael guiaba otra vez la marcha, llegaron sin hablar a la garganta del río. Salvo por el suave ruido de las pisadas de los dos y el del agua, el bosque estaba silencioso.

Isobel se dio cuenta de que el lugar estaba demasiado silencioso. Cuando oyó un relincho más adelante, exclamó con urgencia:

–¡Michael, espera!

Él también había oído el relincho y ya se había detenido, pero ella no había terminado de hablar cuando una gran red cayó sobre ellos desde el árbol que los cubría, atrapándolos. Unos hombres aparecieron de entre los arbustos y los dominaron en unos instantes.

Isobel dio dos o tres rápidos pasos hacia ellos, pero se detuvo en seco cuando una mano de hierro la tomó desde atrás del antebrazo, en forma tan repentina que estuvo a punto de hacerla trastabillar. Un brazo musculoso le rodeó la cintura y la gran mano enguantada que la había tomado la soltó para darle una terrible bofetada, que le hizo golpear la cabeza contra un pecho fuerte, al tiempo que una voz ronca le murmuraba al oído:

–Qué considerada... traerme a mi primo. Yo creía que iba a tener que esperar y devanarme los sesos para hacerlo salir, pero tú has hecho que eso sea innecesario. No, no me muerdas –le advirtió–. Mis guantes son gruesos y me protegerán, y además morder no es señal de buenos modales. Si vuelves a intentarlo, te pegaré hasta que chilles.

Isobel ignoró la amenaza y forcejeó con todas sus fuerzas, mientras pateaba y mordía, hasta que él le tapó la boca. Incluso así, ella siguió pegando y luchando, pero él la sostuvo con más fuerza por la cintura hasta que la joven no pudo ni respirar.

–Ah, te estás cansando –dijo él–. Creo que necesitas una lección, así que veremos si aprendes con rapidez. Quiero saber cuántas personas hay en el castillo.

–Waldron, maldito seas, suéltala –intervino Michael mientras luchaba contra sus captores, pero muy en desventaja por la red–. ¿Qué tipo de villano hace la guerra contra una mujer?

–No tu tipo, por cierto –respondió Waldron–. Denme su espada y cualquier otra arma que pueda tener, muchachos. Después envuélvanlo en la red, que lo llevaremos al castillo para averiguar qué sabe. Ahora dime, muchacha, ¿cuántos?

Isobel apretó fuerte los labios.

–Muy bien. Haré que mis hombres empiecen cortándole los dedos de las manos y de los pies.

La sacudió la conmoción.

–¡No te atreverías!

–Je parece que no? Dom, saca la daga –ordenó–. Si ella no responde a mis preguntas, comienza con el meñique de la mano izquierda de él.

–¡Por Dios, estás loco! –exclamó Isobel al ver al hombre de cara roja y vientre abultado, a quien él había llamado Dom, sacar una larga daga.

–¿Cuántos? –volvió a preguntar Waldron.

Michael no había hablado, pero Isobel creía que el villano llevaría a cabo su amenaza.

–No sé con certeza –respondió ella, pero, al mirar hacia el hombre de Waldron, se apresuró a agregar–: trajimos sesenta hombres desde Kirkwall, pero algunos se quedaron en Edimburgo para cuidar el barco y Michael les dio licencia a otros para que fueran a visitar a sus familias. Creo que con nosotros llegaron doce al castillo. Además, están los criados, algunos guardias, un cocinero, el panadero y sus ayudantes. No se me ocurre nadie más.

–¿Dónde está Hugo?

–Fue con Hector Reaganach y los otros a St. Clair.

–¿Entonces era él quien se hacía pasar por Michael? ¿Quién se hizo pasar por ti?

Ella guardó silencio, aterrada de que él la obligara a nombrar a Adela. –Me imagino –intervino él–. Los dos tendrán que pagar por eso. ¿Y en los establos, cuántos peones?

–Ah, sí, varios. Me había olvidado.

–Me pregunto de quién más te olvidaste –dijo él–. No va a hacer mucha diferencia, pero desamárrenlo, muchachos. No podemos llevarlo atado en esa red si hay guardias en las murallas que puedan vernos. El sendero ya es bastante peligroso como para agregar la amenaza de una lluvia de flechas. No lo suelten –agregó cortante, al tiempo que empujaba a Isobel hacia otro de sus hombres, el conocido Fin Wylie–. Y que esta vez no se te escape –le advirtió Waldron–. Si valoras en algo tu vida.

–No, sir, en esta oportunidad no irá a ningún lado –prometió el hombre y tomó a Isobel de la cintura con tanta fuerza como NYaldron.

Isobel recordó que Michael ya no estaba armado y observó a los otros hombres que le sacaban la red. Deseó que él pudiera, de alguna manera, recuperar la libertad; decidió hacer lo que estuviera a su alcance para ayudarlo... como siempre, ella tenía su daga.

Pero Michael se quedó quieto y dijo:

–No honras a tu familia, primo. En un tiempo admiré tus habilidades, tu energía y tu mente brillante. Pero ahora veo que solo tienes los instintos de un animal. Tu inteligencia no te sirve para mejorar tu carácter, como no le serviría a un tejón o a un lobo.

–Párenlo –gritó Waldron–. Pero manténganlo ahí, y atención a sus piernas y sus pies. No es un gran guerrero. La última vez lo hubiera derrotado con facilidad si Hugo no lo hubiera ayudado, pero hasta un conejo pelea si lo arrincona un zorro.

Michael no ofreció resistencia y se quedó allí, de pie frente a Waldron. Incluso le dio las gracias a un hombre que recogió su sombrero, que se había caído al suelo. Después le dijo a Waldron, con suavidad:

–¿Es solo la avaricia lo que te impulsa?

–Te lo repetiré cada vez que me lo preguntes, mi palabra de honor me obliga a reparar un daño que tu familia cometió hace años.

–Por mi fe, no entiendo por qué sigues con ese cuento estúpido.

–Y yo no entiendo cómo osas hablar de fe cuando tú y tu familia le han robado a la Santa Iglesia lo que le pertenece.

Mientras pronunciaba estas palabras, Waldron lanzó una patada y, aunque Michael vio venir el golpe, el otro también había observado cómo trataba de esquivarlo. El golpe le dio de lleno en la mandíbula. Michael se desmoronó contra su captor.

–¡Qué hombre tal vil, tan salvaje! –exclamó Isobel, furiosa–. No te hemos hecho nada. No puedes tener motivo alguno para hacernos daño.

Él volvió a tomarla del brazo con su mano de hierro y Fin Wylie la soltó. Waldron la miró fijo a los ojos y le dijo:

–Si ignorase que mi primo no es tan tonto como para contarle sus secretos a una mujer, te interrogaría con sumo rigor, muchacha. De todas formas, cometió un error al casarse contigo y al permitir que yo viera que le importa lo que pueda sucederte. El coraje de un hombre no es mayor que su disposición a sacrificar todo lo que tiene. Solo aquel que no quiere nada y no tiene nada que perder puede permitirse no tener miedo.

–Michael no es tan insensible.

–Es verdad y, por lo tanto, pronto me dirá todo lo que sabe. Recordarás cómo reaccionaste cuando lo amenacé. Imagínate cómo reaccionará él cuando amenace con cortarte tus dedos.

Ella contuvo la respiración.

Riéndose de ella, él dijo:

–Sí, claro, y  me asombra que un tonto como Henry y un debilucho como Michael hayan mantenido sus secretos tanto tiempo.

–Tal vez sería bueno que les creyeras cuando te dicen que no tienen ningún secreto –respondió ella–. Yo he descubierto que ambos son hombres honestos.

–¿No me digas? –La arrojó hacia delante, mientras decía–: Trátenlo con cuidado, muchachos. Dejaremos los caballos aquí. No quiero que sus hombres sospechen y salgan a nuestro encuentro en ese maldito sendero. En cuanto a ti, milady, te portarás con decoro, o les cortaré el cuello a ti y a él antes de irnos. ¿Me entiendes?

–Sí –murmuró ella y pensó cómo poner algún obstáculo en su camino,  aunque más no fuera para distraerse de la aparente fascinación de Waldron de cortarle los dedos.

Pero no se le ocurría cómo hacer para advertir al castillo y mantener a salvo a Michael al mismo tiempo. Podía agradecer el hecho de que Waldron creyera que ella no podría decirle nada de importancia. Trató de recordar si Michael o ella habían dicho algo revelador que alguno de esos hombres pudiera haber oído, recordó el intenso silencio del bosque y se dio cuenta de que ellos hacía tiempo que no hablaban cuando se produjo el ataque.

El viaje de regreso al castillo le pareció muy corto. Cuando cruzaron el angosto sendero, Waldron se inclinó sobre ella: le había pasado un brazo por los hombros y con la otra mano la llevaba de la muñeca, lo que le hacía doler. Isobel sabía que, para los hombres que estaban en la puerta del castillo y para cualquiera que los observara desde el parapeto, daría la impresión de que él estaba tranquilizándola o consolándola.

Cuando Waldron vio que uno de los guardianes se cuadró ante el portón, murmuró:

–Si tratan de detenernos, los matamos, así que será mejor que entiendan que somos bienvenidos. Y ni pienses que pueden dominar a mis hombres, porque estarías cometiendo un error fatal.

Isobel le creyó, se esforzó por sonreír para que el guardia la viera y dijo:

–Sir Michael me estaba mostrando el valle cuando resbaló en una roca mojada y cayó. Por gracia del cielo los hombres de su primo nos encontraron y nos ayudaron. Pero debemos llevarlo adentro para que pueda descansar y recuperarse.

–Entonces no está... –dijo el hombre, vacilante–. Cuando vi que lo traían así, todos nos asustamos, milady.

–Lo llevaremos–dijo Waldron.

A un grito del guardia, el portero abrió la puerta principal. El hombre frunció el entrecejo al ver a su amo en tal estado y dijo:

–¿Mando buscar a la mujer de las hierbas, milady?

–No es necesario –respondió Waldron–. Sir Michael se pegó en la cabeza. ¿Mi tía nos espera en la sala grande?

–No, señor, la señora está descansando. ¿Mando avisarle que han llegado?

–No, no la molesten por el momento. Primero nos ocuparemos de sir Michael.

Cuando pasaron por la entrada con los hombres de Waldron a sus espaldas, Isobel oyó que se cerraba la puerta y enseguida distinguió el ruido de una refriega. Miró hacia atrás y vio que Fin Wylie y otro hombre habían dominado al portero. Lo ataron y amordazaron, y luego lo colocaron en su asiento, que no era más que un ensanchamiento de la entrada. No había más hombres armados apostados cerca.

La joven tuvo ganas de rogarles a los hombres de Waldron que trataran bien al pobre hombre, pero se contuvo. Así como estaban las cosas, se limitaron a cerrar y a trancar con la barra de hierro la puerta. Nadie podría entrar ahora en el castillo.

Los tres hombres que llevaban a Michael, dos de la cabeza y uno de los pies, se detuvieron a observar a los otros y ella vio que su esposo parpadeaba y volvía a cerrar los ojos. Su expresión distendida no cambió, por lo cual ella no pudo dilucidar si él estaba consciente o seguía desmayado, pero se alivió mucho al verlo moverse.

Waldron la miró y dijo:

–Todavía no está muerto, muchacha, pero ruega para que hable rápido. Me queda poca paciencia.

Ella suspiró, frustrada.

–No sé por qué insistes en creer que él puede decirte algo. Me ha explicado que no sabe qué es lo que buscas, y mucho menos dónde está. No tiene sentido que creas que él o el príncipe Henry conocen el paradero de un gran tesoro.

–¿Por qué no?

–Porque, si tuvieran un tesoro, serían muy ric... –Se interrumpió, dándose cuenta demasiado tarde de su error.

–Eso es –dijo él–. Muy ricos. ¿No sabes nada de tu nuevo esposo, muchacha? Seguro que no exhibe su riqueza, pero Henry sí. Has visto con tus propios ojos con qué lujo celebró su nuevo principado.

–Pero tú has de saber tan bien como yo que la riqueza del príncipe Henry ha sido una herencia de la familia de su madre.

–Quieren que todo el mundo crea que es dinero de ella, pero, fíjate qué raro, mi tío nunca vivió tan bien como Henry, ni siquiera tan bien como Michael.

–Sir William creía en las bondades de la vida sencilla –recordó Isobel–. Pero el príncipe Henry se halla en otra posición. Se espera que se comporte a lo grande.

–Pamplinas, ese cuento apenas sirve para disimular el hecho de que se apropió de un tesoro que sus secuaces esperaban que él guardara y que el Papa desea que devuelva a la santa Iglesia.

–No entiendo cómo puede tener algo que pertenezca a la Iglesia –replicó Isobel, mientras deseaba seguir entreteniéndolo el tiempo suficiente para que Michael se recuperara y pudiera defenderse. Cuando pensó esto, se preguntó por qué lo hacía, dado que ahora Waldron tenía al menos diez hombres dentro del castillo y solo Dios sabía cuántos afuera. Que ellos dos solos pudieran defender el castillo, o a sí mismos, incluso aunque Michael recuperara todas sus facultades, parecía imposible.

Waldron no le respondió. En cambio, la miró como si tratase de meterse en su mente para juzgar la veracidad de sus palabras.

Ella le dirigió una mirada clara y le dijo:

–Por favor, explícame cómo algo que tiene Henry puede pertenecer a la Iglesia.

Él se encogió de hombros.

–Yo no trato de explicarles esas cosas a las mujeres. Es difícil que puedan comprender la más elemental intriga política.

–¿Entonces ese tesoro tuyo es una intriga política?

–Basta. Me estoy cansando de tu charla. Solo buscas demorar la lección que te daré, ¿o pensabas que me iba a olvidar? –Con tales palabras, se volvió al hombre al que había llamado Dom y le dijo–: Conduce a sir Michael abajo. Usaremos las mazmorras de Roslin, pero deja dos hombres en esta puerta y llévate a los otros contigo. Y ten mucho cuidado de que no se te escape. Voy a llevar a la muchacha arriba a ver cuántos hombres protegen los baluartes. Envíame un par de ayudantes más cuando lo hayas encadenado y estés seguro de que tenemos el castillo. Pero diles que esperen mis órdenes antes de dejarse ver en la muralla.

–Sí, señor –respondió Dom–. ¿Desea que le adelantemos a sir Michael todo lo que le espera, antes de que usted vuelva para ocuparse de él?

–Si es obediente, solo quítenle la ropa y cuélguenlo con las piernas y los brazos bien separados de los grillos del muro –dijo Waldron–. Que piense, mientras espera, en el azote que recibirá. Si causa problemas, pueden castigarlo como quieran, por supuesto. Solo tengan cuidado de no dejarlo incapacitado para hablar conmigo.

La sonrisa de Dom le dio a entender a Isobel que el hombre estaba ansioso por impartir castigo, fuera Michael obediente o no, y la sola idea le dio un escalofrío. Pero Waldron no le dejó tiempo para pensar.

–Puedes precederme, señora –dijo, cortés, como si fuera un visitante común y corriente.

Ella lo miró a los ojos con una expresión que esperó que pasara por desvalida inocencia, y dijo:

–¿Qué vas a hacerme?

–Eso dependerá de ti –respondió él–. Si cooperas y te esfuerzas por complacerme, seguro que disfrutarás de mi interrogatorio. Si no cooperas, te enseñaré algunos métodos que emplea la santa Iglesia. Seguro que has oído hablar de cómo tratan a los herejes.

Ella no intentó de disimular el estremecimiento que la recorrió y vio que él disfrutaba de su temor. Con esa certeza, que amenazaba con socavar su confianza, se esforzó por calmarse y dijo:

–¿Me consideras una hereje?

–Solo quiero respuestas –contestó él–. Y las tendré de cualquier manera.

El tono de él, como si estuvieran intercambiando ideas, la asustó más que cualquiera de sus amenazas. El miedo la fue tomando y los peldaños de la escalera caracol comenzaron a parecerle más difíciles de subir, como si cada uno fuera más alto que el anterior. Concentró sus pensamientos en Michael y lo que a él le esperaba.

Como ella vaciló en el siguiente rellano, Waldron la tomó del brazo y le apretó los nervios del codo. Ella gritó ante el dolor inesperado y agudo.

–Apenas una primera lección –murmuró él.

–¿No se te ha ocurrido que, si me matas o me haces daño, provocarás la ira de los Maclean, de los Macleod y del lord de las Islas?

–No tengo la menor intención de matarte. ¡Sería un desperdicio! Pero, haga yo lo que haga, el enojo de ellos no significa nada para mí. Aparte, ni siquiera los tienes cerca para que te ayuden.

Lo último era muy cierto, pensó ella, apenada. Sin embargo, ella y Michael ya habían escapado de las garras de Waldron, de modo que tal vez pudieran volver a hacerlo.

Él la detuvo cuando llegaron a la tranca de la puerta que llevaba al parapeto.

–Un momento, señora. Dudo de que haya más de dos hombres aquí, pero, si llegara a haber más, ni se te ocurra pensar en ninguna jugarreta. Venceré a todos los que se me enfrenten para conseguir lo que quiero.

Se recordó el papel que había elegido jugar. Así Isobel agitó las pestañas y esperó que eso la hiciera parecer nerviosa o al menos débil y complaciente, mientras dijo:

–No se me ocurriría burlarme de ti, sir, cuando tienes a mi esposo en tu poder. Eres demasiado fuerte y poderoso.

–Creo que a ti te gustan los hombres poderosos –acotó él–. Les pasa a todas las mujeres.

Ella bajó la mirada. Esperaba que él no hubiera detectado la ira que le había despertado el comentario y la creyera, en cambio, abrumada e incluso tímida.

–Me alegra ver que puedes dar muestras de buen juicio –dijo él–. Ahora abre esa puerta, pero, cuidado, no olvides a quién tienes a tus espaldas.

Ella asintió, obedeció y se dirigió al parapeto. Cuando salió, uno de los muchachos que había visto el día anterior apareció desde el sector norte y sonrió al verla.

–Milady, ¿está todo bien? Vi que traían a milord colina arriba. –Se cayó y se golpeó en la cabeza –dijo ella–. Pero no temas, que ya está casi recuperado.

–Qué alegría –dijo el muchacho–. Yo estoy solo acá arriba y no me animé a bajar por miedo de que estuviera muerto.

–¿Son jinetes esos que se acercan? –preguntó Waldron, como al pasar, señalando a lo lejos mientras se acercaba.

Cuando el muchacho volvió la cabeza, él lo derribó con un golpe de puño.

Isobel contuvo la respiración.

–Por favor, sir, ¿lastimas a las personas por el placer de hacerlo? Podrías haberlo enviado abajo.

–Yo no tengo por qué explicarte mis acciones, pero, si lo hubiera hecho, se habría encontrado con mis hombres y le habría ido peor.

–Ah, entonces fue una bondad de tu parte –dijo Isobel y pensó que parecía demasiado inapropiada para el papel que trataba de desempeñar–. Perdona que no me di cuenta.

Él la miró y agregó:

–Trancaré esta puerta así estoy seguro de que estamos solos aquí arriba para empezarla lección, pero primero quiero saber si ese muchacho dijo la verdad.

Ella lo vio maniobrar con la pesada tranca. Estaba segura de que podría levantarla sola y esperó a que él le dejara el tiempo suficiente para escapar. Pero él le sonrió y ella supo que algo en su expresión la había delatado.

–Tú vendrás conmigo, dulce niña. Hace semanas que no disfruto de una mujer, y será un gran placer para mí gozar de la hermosa recién desposada de mi primo.

Aunque ella había sospechado desde un principio que él quería algo más que solo interrogarla o incluso golpearla –cosas que podría haber hecho con facilidad llevándola a la mazmorra con Michael–, no había esperado que él declarara en forma tan directa sus intenciones; deseó que no lo hubiera hecho. Hasta ese momento, excepto por una o dos breves instancias, ella había logrado dominar el miedo. Ahora, con esta amenaza específica, el terror se le aferró hasta a los huesos.

Sintió que se le aflojaban las rodillas y le temblaban las manos. Apeló a los consejos que le había dado Hector hacía años, se mordió el labio inferior y se obligó a concentrarse en el dolor.

Concéntrate en tu enemigo, le había dicho él. Haz un plan. No admitas siquiera la posibilidad del fracaso porque solo triunfarás si crees en realidad que puedes triunfar.

Era obvio que Waldron esperaba que ella lo siguiera, dado que el parapeto era demasiado estrecho para que dos personas pudieran caminar juntas. Era una defensa baja que en varios lugares daba acceso a una especie de cercas adheridas a la piedra y protegían a los arqueros y a otros centinelas en situaciones de sitio o ataque. Isobel se preguntó dónde pensaba encontrar espacio suficiente para violarla.

Mientras lo seguía, tanteó la daga, en el lugar de siempre, pero él no dejaba de mirar hacia atrás. Ella tuvo la espantosa fantasía de que, incluso aunque encontrara las fuerzas para apuñalearlo por la espalda, él volvería a mirar hacia atrás justo en el momento en que ella desenvainara.

Desde el último enfrentamiento con él, ella nunca se había puesto un vestido que le impidiera el acceso a su daga. Cuando Waldron dobló una esquina, delante de ella, la joven metió la mano entre los pliegues. Sacó el arma y la ocultó en un doblez de la falda.

Sus pensamientos iban en tropel; buscaba un plan, pero él era tan grande, tan hábil en la lucha, que su única esperanza era que no anticipara ninguna resistencia de su parte. En la cueva, por lo que sabía, él no había sospechado en ningún momento que ella hubiera hecho otra cosa más que dejarse rescatar por Michael. Y era evidente que seguía creyéndolo, dado que acababa de describirla como una hembra débil e incapaz.

Ella sabía que ese prejuicio le daba una ventaja. Lo que ignoraba era qué podía hacer con ella.

–No hay nadie más aquí –dijo él, volviéndose hacia ella con intenciones lascivas–. Me temo que nuestra cópula no será cómoda para ti, muchacha, pero no has hecho nada que lo merezca, ¿no? Creo que primero probaré tu obediencia.

–¿Y cómo lo harás? –preguntó ella, asombrada ante su propia aparente calma.

–Ven aquí que te muestro –dijo él.

–Quiero saber lo que vas a hacer.

–Primero, besarte –respondió él, en cierta forma, amable–. Quiero ver cómo sabe la esposa de mi primo antes de castigarla. Pero si me das más razones... –agregó, en el mismo tono–, te pondré boca abajo sobre mis rodillas y te golpearé hasta que grites pidiendo piedad, y entonces te seguiré golpeando.

Ella había estado tratando de adivinar qué tenía puesto él. Vio que el jubón de cuero de Waldron era de los que los habitantes de la frontera llamaban cota de placas, con lo cual no podía traspasarlo con la daga y, si lo intentaba, solo conseguiría enfurecerlo. De modo que sonrió y dijo:

–No tengo objeciones en besarte.

–Eso me imaginé –dijo él con una mueca–. Me pregunto si Michael sabe lo coqueta que eres.

–Lo sabe –dijo ella, mientras suspiraba–. No le gusta.

Él rió y fue a atraerla hacia sí.

Ella se dejó llevar sin ofrecer resistencia. Lo miró, haciéndole incluso una caída de ojos, a fin de desarmarlo todavía más mediante una aparente debilidad e impotencia. Por un momento, temió que él adivinara su impostura, pero acalló el miedo y acentuó la sonrisa.

–Por mi fe, qué bonita eres –dijo él, mientras la tomaba de los hombros para mirarla fijamente, como si quisiera memorizar sus rasgos–. Me dará un gran placer conquistarte y, cuando seas mía, te enseñaré varias maneras de complacerme.

Le tomó el mentón con una mano, le levantó la cara, y la atrajo con fuerza contra su cuerpo. Ella se dejó llevar, notó que él estaba ya listo para tomarla y corroboró que su armadura no le protegía esa parte.

Cuando los labios de él tocaron los suyos, ella tuvo que hacer un inmenso esfuerzo para no tensarse ni resistir. Se obligó, en cambio, a responder, esperando que él creyera que ella lo encontraba irresistible.

Cuando él le metió la lengua en la boca, ella estuvo a punto de hacer arcadas, pero se concentró en la daga que tenía en la mano, y la pasó del pliegue en el que la ocultaba a otro, más cerca del frente de la falda. La tenía con la punta hacia abajo y no veía ninguna manera segura de cambiarla de posición para poder asestar el golpe. Pero la empuñadura era buena, fuerte, de acero envuelto en cuero, y eso usaría.

Él levantó la cabeza y la miró a los ojos.

–Quiero que me muestres sumisión. Desátate el corpiño y muéstrame los pechos.

Ella se pasó la lengua por los labios y dijo con valor:

–Preferiría que me lo desataras tú, sir.

Un destello de lujuria le relampagueó a él en los ojos. Llevó la mano a los lazos, soltó el moño y tomó ambos extremos del corpiño, cada uno con una mano. En el momento en que él lo abría, ella tomó la daga con ambas manos y la llevó con fuerza hacia arriba, clavándole el mango justo en los testículos, segura de que él se doblaría en dos hacia delante para tratar de aliviar el intenso dolor; y lo hizo.

Cuando él se fue hacia delante, ella levantó pronto la cabeza y le pegó en el mentón con tanta fuerza que hasta a ella le temblaron los dientes.

Él trastabilló y, cuando lo vio perdiendo el equilibrio, levantó las manos y lo empujó con toda la fuerza de la que era capaz, con intención de poner entre los dos distancia suficiente para evitar que él la atrapara.

Él se tambaleó, pegó contra el parapeto bajo y cayó, retorciéndose, en un vano y desesperado intento por aferrarse al borde, pero su propio peso y el impulso que llevaba lo arrastró.

Gritó una vez. Después, ella solo oyó el río.