PROLOGO
Lago Tarbert Oeste, Escocia, octubre de 1307
La espesa niebla nocturna trepaba desde el mar, envolviendo los oscuros bosques y valles de Knapdale y Kintyre en capas deshilachadas de gris y acompanando las estrellas y la delgada luna en cuarto credente cuando cuatro barcos, apenas visibles, entraron en el lago Tarbert desde el oeste. Aunque, por la falta de viento, las velas iban arriadas, los barcos avanzaban silenciosos, conducidos por la marea que entraba. Parecían inmensos fantasmas negros.
El pequeno observador ubicado en la colina, que había logrado escapar de los confines de su habitación para respirar el aire húmedo de la libertad, comenzó a temer que, si subía demasiada niebla desde el lago, no podría retornar esa noche. Las consecuencias de semejante circunstancia podrían ser muy severas, pero valía la pena el riesgo y verse libre de la autoridad, aunque fuera por una hora, en especial cuando la diversión consistía en barcos fantasmas.
Curioso por saber cómo era que galeras tan grandes podían avanzar sin viento ni remos que las impulsaran, bajó en silencio por la colina y se acercó a la costa. La visibilidad empeoraba cerca del agua, pero igual pudo distinguir, por entre la niebla, las fantasmales sombras negras.
Ahora se oían a la distancia algunos chapoteos de remo, aunque no era el ruido pesado y rítmico característico de las galeras cuando las grandes hileras de remos entran y salen del agua al golpe del gong del timonel. Tampoco el paso veloz de esos galgos del mar se parecía al avance furtivo de los barcos fantasmas.
Un momento después, la cortina de niebla se abrió lo suficiente para revelar que el barco que estaba justo frente a él seguía a un pequeno remolcador, cuyos remos hacían muy poco ruido al surcar el agua. Y, si no era la niebla la que distorsionaba otros sonidos que oía, podía distinguir que un segundo remolcador avanzaba entre él y la sombra del barco, indicándole que otras naves más pequeñas estaban remolcando las galeras al lago.
El niño frunció el entrecejo. ¿Debería correr a avisarle a alguien? ¿Se habrían quedado dormidos todos los guardias que vigilaban la entrada al lago? No se imaginaba que eso hubiera sucedido, dado que el castigo por un descuido así era la horca y una tumba cavada de prisa. Pero tal vez les habían hecho un encantamiento a los guardias.
Si se lo contaba a alguien, lo castigarían, porque su padre se enteraría de que lo había desobedecido. Pero era la curiosidad, y no el miedo al castigo, lo que lo hizo decidirse a seguir los barcos más hacia arriba del lago. Las galeras requerían al menos veintiséis remeros, a veces incluso cuatro veces esa cifra. También podrían llevar hombres armados. Antes de decirle a nadie, debía obtener toda la información que pudiera.
Un momento después, al detenerse luego de trepar una roca que encontró en el camino, un estruendo de guijarros casi le cortó la respiración. Se quedó inmóvil y trató de tranquilizarse, el corazón quería salírsele del pecho, mientras aguzaba los oídos para escuchar mejor.
Otro ruido, como de alguien resbalando, y un grito sofocado lo hicieron resoplar exasperado, pues había reconocido la voz.
Esperó donde estaba, en las sombras, obstruyendo el camino, hasta que su pequeño perseguidor trepó a la roca. Cuando ámbos se encontraron, dieron un grito ahogado de susto.
–Cállate la boca o te juro por las llagas de Cristo que te haré callar yo ––chistó.
–¡Sí, pero casi me matas del susto!
–Y haré más que eso si no te callas. ¿No ves los barcos?
–Claro que los veo. ¿De quién son?
–No lo sé –murmuró él–. Pero si desde los barcos alguien nos ve o nos oye, nos cortará la cabeza y la arrojará al lago para que no podamos contarle nada a nadie.
–Por mi fe, zpor qué iban a hacer eso si tu padre está con ellos? El muchacho frunció el entrecejo.
–¿Está?
–Sí, porque yo casi me choqué con él cuando corrí por la sala para alcanzarte. Tuve que ocultarme debajo de la gran mesa mientras él despertaba a algunos de sus hombres, que dormían en el piso de la sala baja, para que fueran con él y mi padre a encontrarse con los forasteros.
–Tendremos que regresar rápidamente, entonces –decidió el otro, disirnulando la decepción–. Si no volvemos alguien nos encontrará y nos ganaremos un buen castigo. Seguro que por la mañana sabremos todo sobre esos barcos.
Pero, al día siguiente, cuando el sol volvió a brillar con fuerza sobre el lago, los barcos se habían ido. No quedó ni un remolino en el agua , para dar testimonio de su paso.