Capítulo 15
Michael tomó la carta, que estaba doblada en cuatro, y la desplegó con cuidado. Se veía que Henry la había llevado consigo y estaba bastante gastada, dado que su padre había muerto hacía más de veinte años. Pero sir William había escrito con una buena pluma y tinta de agalla sobre un delgado pergamino de ternera bien raído y entizado, por lo cual dedujo, como habría hecho cualquiera, que el padre quería que su hijo mayor conservara la carta.
Michael miró la fecha debajo de la firma y dijo:
–La escribió poco antes de morir.
–Sí –contestó Henry–. Cuando estábamos todos en Dunclathy.
–Esa es la casa de Hugo en Strathearn –le dijo Michael a Isobel.
–Mi madre recibió la carta cuando se enteró de la muerte de nuestro padre – intervino Henry–, pues se la entregó el mensajero debido a las tristes noticias. Ella pensaba dármela enseguida, pero lo olvidó, de modo que yo la leí semanas después.
–¿Lo olvidó? –preguntó Michael, escéptico.
–Sí o, al menos, eso me dijo. Hace mucho que sospecho que ella la leyó y que le pareció mejor no dármela en ese momento, porque él la había escrito después de recibir un informe de sir Edward sobre una travesura que yo había cometido. Por eso, como verás, la primera parte de la carta es un sermón sobre las responsabilidades de un heredero de los St.Clair, apellido que él escribe como se pronuncia y no con la grafía francesa. Esa puede ser otra razón por la cual ella no me la dio al poco tiempo, ya que siempre insiste en la grafía francesa y pudo haber temido que yo la cambiara. Pero diría que más que nada lo que la demoró fue el contenido. No es agradable de leer, por cierto, pero la he conservado para recordar que una buena reputación vale más que el dinero y que debo vivir cada día como si fuera el último de mi vida.
–¿La carta incluye ambas máximas? –preguntó Michael.
–Sí.
–La última es escalofriante, si es que esta fue su última carta.
–Creo que lo fue –respondió con seriedad Henry–. Verás por ti mismo por qué yo pensé que no tenía relación con el secreto de la familia, pero es posible que algunas palabras del último párrafo sean pertinentes. Admito que nunca las comprendí, pero tal vez él ya sabía que habría problemas con Waldron o su familia. Yo pensaba que eran parte del reto que las precede.
Michael la leyó rápidamente y entendió el motivo por el que Henry no había querido compartir semejante carta. Su contenido le provocó curiosidad por saber en qué travesura se había enredado su hermano a los trece años para merecer semejante reprimenda. Pero sus padres los habían educado de acuerdo con el deber y el honor; Michael también había recibido su porción de reprimendas, y con creces, si no de su padre, que había muerto cuando él tenía apenas cinco años, sí de su padre de crianza.
Por fin llegó al párrafo pertinente y resultó una desilusión que fuera tan breve. Entonces –había escrito sir William– si algo llegara a suceder para impedir mi regreso, debes estar preparado para asumir la absoluta responsabilidad sobre ti mismo y sobre nuestra amada familia. Por lo tanto, mantén mis palabras contigo y estudia bien a los filosofos que tus tutores te presenten. Cuando busques respuestas, sigue la dirección de los hombres barbados, que siempre revelarán el camino de la verdad. Que Dios Todopoderoso te guarde en Roslin, hijo mío, y te libre de todo mal. Tu afectuoso padre.
Michael leyó una vez más la firma de sir William y la fecha, y levantó los ojos.
–Entiendo por qué no querías mostrar esta carta, Henry –pronunció–. Lo que no entiendo es por qué piensas que podría sernos de alguna utilidad.
Isobel se esforzaba por contener la impaciencia, por no hablar de su inmensa curiosidad, pero este último comentario de Michael le fue imposible de soportar.
–¿Pero qué dice? –preguntó. Al ver el sobresalto de Henry y el gesto de los labios de Michael se dio cuenta de que su voz había sido algo aguda y elevada, y se apresuró a agregar–: Si no te molesta compartir la información conmigo.
–No toda la carta –pidió sir Henry en voz baja.
–No –dijo Michael–. Solo el último párrafo, ya que es la única parte que tú crees que pueda referirse a nuestra situación. Fíjate a ver qué te parece a ti, muchacha.
Él le leyó el pasaje en voz alta y ella le pidió que volviera a hacerlo. Cuando él concluyó, ella le dijo a Henry:
–¿Es porque menciona el camino de la verdad? Debo admitir que, de no ser por eso, no me parece de ninguna utilidad.
Sir Henry se puso de pie.
–No sé por qué se me ocurrió mostrártela justo en este momento –dijo–. Cuando tú y yo leímos otras cartas que encontramos y buscábamos respuestas, he sentido, más de una vez, un dejo de culpa por no haberte enseñado esta. Pero he dudado porque también me he preguntado si él no habrá tenido una premonición sobre su muerte.
–A mí siempre me pareció extraño que no hubiera dejado instrucciones específicas para que siguieras en caso de su muerte. Él sabía que era muy probable que participara en batallas y, si tuvo esa premonición, habrá temido que el secreto, fuera cual fuese, pudiera perderse para siempre si él no lo compartía contigo.
–¡Por favor –intervino Isobel–, viajar ya es bastante peligroso! Creo que si su padre sabía algo importante que no había compartido con nadie más, algo que su propio padre le había confesado a él, y que él esperaba contártelo a ti, Henry, es probable que la primera vez que puso su vida en peligro se haya asegurado de que tú supieras dónde estaba esa información o cómo encontrarla.
Michael hizo una mueca.
–Se podría argumentar que el que no lo haya hecho solo signiti.a que nuestro abuelo no le transmitió ninguna información antes de partir hacia Tierra Santa con el corazón de Robert Bruce.
–Sí, claro –aceptó Henry–, pero nuestro padre ha de haber sabido. Después de todo, acabas de decirme que los documentos de Ian Dubh sugieren con claridad que nuestro abuelo organizó todo para que los templarios encontraran refugio aquí, en Escocia. Si aceptó la responsabilidad de algo tan valioso como el tesoro de los templarios, se habrá asegurado de que nuestro padre lo supiera. Después de todo, para entonces, ya era un adulto, y sabemos que para él la familia tenía una importante responsabilidad, porque, con frecuencia, hablaba de eso, en forma directa e indirecta.
–Es muy cierto. Más aún, Isobel tiene razón. Habría encontrado el modo de pasar la información, en especial si esa responsabilidad había sido confiada a nuestro abuelo por otros templarios. Tal vez esperaba que te enteraras por alguien en quien él confiaba, tal vez alguien que ayudó a ocultarla.
–Pero entonces yo ya me habría enterado– señaló Henry con frialdad–. Tengo treinta y cuatro años y hace veinte que soy el jefe de nuestro clan.
–¿Pero y si esa persona de confianza murió en forma inesperada? –preguntó Isobel.
–Entonces nos encontramos de vuelta con la carta de Henry – dijo Michael–. Yo no recuerdo haber visto ningún otro documento que te haya escrito a ti, Henry. ¿Había otras cartas?
–No –contestó su hermano, conmocionado por la pregunta – Incluyó otros mensajes para mí en cartas a nuestra madre. A decir verdad, por lo general, cuando él estaba lejos de casa, los monjes mendicantes transmitían en forma oral sus mensajes menos personales. Aparte de esas cartas a nuestra madre, no sé de otros encargos personales a nadie entre los documentos que he visto.
–Bien, dudo de que hubiera dado semejante información a los frailes o a nuestra madre –dijo Michael–. No recuerdo mucho de la relación entre ellos, pero tú me has contado lo difícil que era.
–Es cierto, pero estoy de acuerdo en que él habría hecho todo los esfuerzos posibles para hacerme llegar la información que yo debía tener –acotó Henry, como si pensara en voz alta–. Puede haber otros que conozcan el secreto, o parte de él, en especial si el tesoro que describió Ian Dubh forma parte de un enigma mayor. Sin embargo, la responsabilidad personal de nuestro padre ha de haber sido muy grande. Sabemos que no le contó nada a sir Edward, aunque confiaba tanto en él que le delegó casi toda nuestra educación.
–Pero también sabemos que no se habría arriesgado a confiar toda la historia a un muchacho tan joven como eras tú entonces, ni en una carta ni por otro medio –dijo Michael.
–Ni aunque yo hubiera sido de los que se dedican en forma aplicada a los estudios y al entrenamiento militar –confesó Henry con una sonrisa pesarosa–. Por consiguiente, esa carta que tienes en la mano contiene las únicas instrucciones de cualquier tipo dirigidas solo a mí que hemos encontrado, y no entiendo por qué no me he dado cuenta antes de eso.
–Porque buscábamos instrucciones formales. Dimos por sentado que tenía que haber dejado algo, pero comienzo a creer que él no pensaba morirse antes de poder decírtelo en persona, como supongo que hizo su padre con él.
–Un error que yo no cometeré. Pero creo que debemos escudriñar mejor esta carta, ahora. Como dijo tu esposa, habla del camino de la verdad, y es la única referencia a un camino que tú o yo hayamos visto.
–¿Podemos copiar el último párrafo? –preguntó Isobel.
–No es necesario, muchacha –dijo Michael–. Lo memoricé y tú también, si quieres, deberías aprenderlo de memoria. No está mal que Henry siga llevando la carta consigo, ya que lo ha hecho durante años y no ha habido ningún incidente, pero yo preferiría que no hiciéramos copias que pudieran correr peligro.
Ella asintió, sabía que él tenía razón, pero Henry levantó la mirada.
Isobel se dio cuenta enseguida de que a él le disgustaba la idea de compartir con ella el embarazoso contenido de la carta, por lo cual le dijo:
–Te prometo que leeré solo el último párrafo.
Él miró a Michael.
–Puedes confiar en ella, Henry –dijo Michael–. Es más, si yo no confiara en ella, no habría tocado este tema en su presencia.
Isobel se conmovió, pero contuvo su alegría y siguió mirando, muy seria, a sir Henry.
–Está bien –– dijo este–. Admito que me siento muy incómodo con este asunto, pero ya que al parecer Waldron sabe más de esto que nosotros mismos, y que ya los ha involucrado, ustedes son ahora parte de él, lo quieran o no. Confiaré en ti, milady. Entrégale la carta, Michael.
Michael se la dio e Isobel le prestó muy poca atención a la conversación entre los dos hombres después de eso, pues se abocó a memorizar el contenido del último párrafo de la carta. Mientras lo hacía, se le ocurrió algo:
–¿Tu padre tenía un filósofo preferido, Henry? –preguntó.
Él se encogió de hombros.
–Si lo tenía, no sé quién pudo haber sido.
–A Hector y a la tía Euphemia les gusta Publio Siro – dijo ella –. Creo que las dos máximas de este párrafo son suyas, pero he oído a mi tía hablar de otros filósofos romanos. Roma produjo los mejores.
Los hermanos intercambiaron una mirada.
–¿Qué? –preguntó ella–. Me gustaría que no siguieran hablando entre ustedes sin palabras. También lo haces con sir Hugo, Michael, y es muy molesto.
A sir Henry le brillaron los ojos.
–Mi madre se queja de eso cada vez que estamos todos juntos en el mismo lugar, de modo que te pido mis más sinceras disculpas. Es que hemos estudiado demasiados filósofos, y muchos de ellos no eran romanos. Y creo que mi padre también lo ha hecho.
–Caramba, ¿entonces hubo tantos?
–Cientos, pienso –dijo Michael–. No podemos darte muchos detalles de nuestra educación, muchacha, pero, ya que puedes oir cosas que te confundirán, en especial dado que el abad Verde se ha involucrado en nuestros asuntos, debes saber que la Iglesia de Roma considera gran parte de lo que nosotros hemos estudiado, incluidos determinados filósofos judaicos, musulmanes y gnósticos, como herejes.
Isobel sonrió.
–No sé bien qué significan esas palabras, pero mi padre se queja de que el Papa no entiende las cosas sencillas de la vida celta y que condena cualquier cuestión que no esté de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia, que le dé placer a uno, o que también aduce que un sabio respeto por la superstición no es más que una herejía.
–Tengo entendido que Macleod de Glenelg es un hombre muy supersticioso –acotó sir Henry con un brillo en los ojos.
–Sí, se besa el pulgar para sellar una promesa. Evita viajar los viernes y, más todavía, si cae el decimotercer día del mes. También insistió en que mi hermana Cristina se casara antes que cualquiera de sus otras hijas, porque decía que, de no ser así, cosas tenebrosas sobrevendrían sobre el clan Macleod. Así fue que ella se casó con Hector –dijo Isobel y, al ver que los dos hombres intercambiaban otra mirada, se apresuró a agregar: –Pero lo que quiero decir es que yo no condeno tan rápido todo lo que la Iglesia considera que está mal. Es más, ¡cómo me gustaría aprender más sobre todo eso!
–La santa Iglesia enseña que los hombres que estudian las filosofías de los judíos, los musulmanes y los gnósticos son herejes, milady –dijo Henry–. Me estremezco al pensar qué diría el Papa si fuéramos a presentar tales ideas a nuestras señoras esposas. Pero mi padre y hombres de su talla llamaban a eso "educación'. Creían que si los hombres buscaran la unidad creativa entre las razas y las religiones del mundo, si hubiera un intento de fusionar las filosofías subyacentes en el pensamiento romano, griego, islámico, cristiano y judío, se descubriría que tienen muchas más cosas en común de lo que se cree.
–¿Todos eran los filósofos barbados? –preguntó Isobel.
Sir Henry y Michael la observaron sorprendidos y luego se miraron entre sí.
–¿Por qué preguntas? –inquirió su esposo.
–Porque él subrayó las dos palabras –dijo ella y les mostró.
Él miró y sonrió.
–No, muchacha, no todos los filósofos tenían barba. Era tan solo una cuestión de moda, como ahora. Yo diría que mi padre quiso enfatizar algunas frases de la carta. Recuerda que estaba enojado cuando comenzó a escribirla. También apoyó la pluma en varias partes, como se puede ver por los puntos de tinta aquí y por allí.
–Algunas son manchas –confirmó ella–. Solo subrayó algunas frases.
–Muchos hombres lo hacen –le dijo sir Henry.
Ella asintió y siguió estudiando el último párrafo. Deseaba que ambos hombres creyeran que ella necesitaba mucho tiempo para memorizar el contenido. Trató de no ser obvia, pasó los ojos por el resto de la carta, cuidando de no leer más, pero buscando otras palabras subrayadas o señaladas. No vio ninguna, salvo las del último párrafo.
–Escuchen – e interrumpió a Michael–. Estas son las palabras que marcó o bajo las cuales puso puntos en el último párrafo: Mantén mis palabras contigo. Estudia bien. Sigue los hombres barbados. Camino de la verdad en Roslin. Libre de todo mal.
–Déjame ver eso otra vez –pidió Michael y extendió la mano.
Su hermano se acercó para leer junto con él, que terminó antes.
–Cielo santo – dijo–. Creo que mi esposa ha encontrado tu mensaje.
–Sí ––concluyó Henry, rascándose la cabeza–. Ahora parece obvio. ¿Cómo no nos dimos cuenta antes? –Entrecerró los ojos y se volvió a ella.
Isobel rió.
–No soy ninguna bruja, te lo juro. Michael dijo que tu padre tenía que haberte dejado instrucciones y ambos estuvieron de acuerdo en que esta es la única carta que te dirigió a ti. Solo tomé ambas afirmaciones como un hecho y traté de imaginarme cómo podía haber incluido un mensaje sin que nadie que la leyera pudiera reconocerlo como tal. Las líneas y los puntos no están tan fuertes como las palabras que marcan, y tal vez lo están más ahora, por los años transcurridos, que cuando él los escribió. Por eso, una persona que busca un mensaje puede reparar en ellos. Estoy segura de que ustedes también los habrían visto pronto.
–Eres muy buena, milady, y generosa, pero sigo sintiéndome un tonto por haber llevado esto conmigo todos estos años y no haber descifrado su verdadero significado.
–Pero será mejor que sigas descifrando, Henry –pidió Michael–. Porque puede que tú sepas el significado de esas palabras, pero yo no. Admito que me llamó la atención que hubiera pedido que Dios te guardara "en Roslin", en lugar de pedir por tu seguridad en general.
Henry sonrió de pronto.
–Recuerdo haber sospechado de que él no confiaba en sir Edward –dijo–. De hecho, me aconsejaba que buscara las respuestas en otra parte y no con su primo. Por fortuna para mí, nunca se lo di a entender a sir Edward.
–Sé que fue tu padre de crianza, ¿pero quién es él? –preguntó Isobel.
–Sir Edward Robison de Strathearn es el padre de Hugo – explicó Michael.
–Pero yo creía que tu primo era pariente por parte de tu madre –dijo ella–. Estoy segura de que eso es lo que él le informó a Hector.
–Y también es cierto ––dijo sir Henry–, porque es primo por partida doble. Su madre era una St.Clair, la hermana menor de nuestro padre.
–Si la madre de sir Hugo tuvo el mismo padre que tu padre, ¿eso significa que también Hugo es un caballero templario? –preguntó ella.
Sir Henry miró a Michael, pero esta vez Isobel no se quejó. Ella también lo observó y esperó.
Michael revoleó los ojos, pero él también sonrió.
–El padre de Hugo, sí, muchacha, y todos tuvimos la misma educación. Pero, hazme un gran favor, no le menciones los templarios a cualquiera, aunque te parezca seguro hacerlo, como en esta circunstancia, porque hay oídos en todas partes.
–Sí que los hay –dijo ella y recordó las numerosas ocasiones en que, de niña, había escuchado detrás de las puertas.
–Sabes, Michael –agregó Henry–, muchas de las esculturas de Roslin representan hombres barbados.
–A mí también se me ocurrió eso –respondió Michael–. Cada dintel, frontón o pilar contiene diferentes esculturas, como casi todos los paneles de las puertas, pero nunca presté demasiada atención a los detalles.
–Al parecer, el mensaje se refiere a Roslin –dijo Isobel.
–Sí, y estoy pensando que cuanto antes podamos buscar un patrón entre esas esculturas, será mejor –sostuvo Michael.
–No puedes irte de aquí antes de la ceremonia –exclamó Henry con un suspiro–. A mí no me importaría en lo más mínimo, en especial si puedes encontrar la clave de este acertijo, pero nuestra madre...
–No digas más –se apresuró a interponer su hermano–. No tengo el menor deseo de enfurecerla aún más en estos momentos. Me di cuenta de que le desagradó mi matrimonio.
–No entiendo por qué –replicó Henry mientras le sonreía a Isobel–. Por favor, no te sientas ofendida por sus caprichos, milady. Por más que quiera creer que es ella la que manda, no es así, ni en Kirkwall ni en Roslin.
–No me molestará, sir –respondió Isobel confiada.
Michael la abrazó.
–Ha de ser casi la hora de la comida, Henry. ¿No sería mejor que fueras a prepararte para recibir a los invitados?
–Sí, que mi Jean ha de estar temblando de miedo de que nuestra madre la culpe a ella por mi tardanza. Debo apresurarme, entonces, pero pon tu inteligencia a trabajar, Michael. Será mejor que no digas que irás a Roslin. Si sospechara que hemos averiguado algo nuevo, Waldron te seguiría, pisándote los talones, si es que no se te adelanta.
Michael asintió e Isobel hizo una reverencia, pero Henry la tomó de las manos, la hizo incorporarse y le plantó un soberano beso fraternal en la mejilla.
–Bienvenida al clan St. Clair, milady –dijo con calidez.
–Yo no lo encontré para nada excéntrico –comentó ella cuando él se hubo ido–. Me pareció muy agradable y amable.
–Sí, es un buen hombre –agregó Michael–. Aunque cree que puede llevar un barco hasta el borde de la tierra y más allá.
–Dice que vio un mapa –le recordó ella.
–Sí. Pero yo creo que lo soñó porque yo jamás he visto semejante cosa, ni creo que la haya visto nadie. Y ahora mismo –agregó en un tono más íntimo–, recuerdo que Henry nos interrumpió en un momento muy inoportuno. ¿Quiere la señora que le desate los lazos?
Sintió el calor que ese tono en especial siempre le provocaba, pero sonrió, pícara, y dijo:
–Puede desatarlos, sir, pero, si no quiere enojar a su madre, le sugiero que por el momento no haga nada más.
Él levantó las cejas.
–Creo que estás convencida de que encontraste la última arma que ganará por sobre todas las mías, muchacha, pero estás equivocada. Mi madre no me atemoriza, aunque admito que lo intenta. Yo soy dueño de mis actos.
Llevó, entonces, las manos a los lazos y ella no hizo ningún movimiento para disuadirlo, ni siquiera cuando los dedos de él se movieron por el cuerpo de ella con mayor libertad que lo que habría sido necesario para un cambio de vestido para la comida, ni cuando le quitó la ropa y la llevó a la cama.
Mientras él se desvestía con rapidez, ella murmuró:
–Llegaremos tarde.
–Sí, puede ser.
Ella rió por lo bajo y él se metió en la cama. Un momento después, ella gemía. Había olvidado la velocidad con la que la boca y los dedos de él podían despertar respuestas en su cuerpo. Se acordó del intenso dolor que había sentido en la bahía de Glenelg y le dio miedo.
Cuando los dedos de él la tocaron en la entrepierna, ella se tensó.
–Tranquilízate, mi amor –dijo él–. Tócame.
Ella había estado besándolo y moviéndose contra su cuerpo, excitada por sus caricias, pero había mantenido las manos a los costados o en su espalda, sin saber qué hacer con ellas. Al recordar ciertas cosas que él había hecho que a ella le habían resultado muy agradables, comenzó a experimentar: se inclinó para besarle las tetillas y para lamerlas y chuparlas como había hecho él con ella. Cuando vio que él contenía la respiración, sonrió y, a medida que las manos de él continuaban su exploración, el cuerpo de ella respondió con más y más fervor.
No sentía dolor, solo deseo y, cuando él movió su cuerpo para poseerla, Isobel lo recibió, y le fue fácil adaptar el ritmo de sus respuestas a los enviones de él. A medida que crecía la pasión, ella dejó de pensar en nada más que no fuera las sensaciones que él despertaba y en cómo hacer para estimular sentimientos similares en él.
Con apenas un cambio en la respiración como advertencia, el ritmo de él se alteró y se hizo más urgente, pero el cuerpo de ella respondió con idéntico frenesí. Las sensaciones que experimentó entonces la abrumaron, dándole la sensación de elevarse más y más alto, hasta que su mente pareció entrar en un lugar lleno de sol, donde sintió un calor y una felicidad como no había conocido jamás.
Con un gemido, Michael se desmoronó sobre ella, escondiendo la cara entre el hombro y el cuello de su esposa. La besó con dulzura debajo de la oreja y murmuró:
–Ah, mi amor, estuvo maravilloso.
Sin aliento, casi en un sollozo, ella trató de respirar, pero él era demasiado pesado. Sofocando una carcajada, dijo:
–Estuvo espléndido, sir, pero si no te mueves te quedarás sin esposa y, por ende, sin posibilidades de repetirlo.
–Triste destino –acotó él, riendo, y bajándose de ella–. Me da la impresión de que esta experiencia te ha resultado más placentera que la anterior.
–Sí –dijo ella–. Fue maravilloso, pero no entiendo cómo un cuerpo puede pasar de tener tanta energía a poseer ahora tan poca. –Se sentía lánguida y satisfecha con quedarse donde estaba. Mientras así reflexionaba se le apareció otro pensamiento, que le recordó la hora. – Por favor –exclamó y se incorporó en forma repentina–, ¡llegaremos tarde para comer!
–Es muy probable –dijo él; su tono de voz reflejaba los pensamientos que ella había tenido antes de que recordara la urgencia de la situación.
–Bien, no te quedes ahí –dijo ella, mientras le tironeaba del hombro–. Levántate y vístete, ¡y muévete rápido!
–Despacio, muchacha –dijo él–. No vamos a pasar hambre, aunque lleguemos tarde.
–Ahora escúchame, Michael St. Clair. Tu madre ya me mira como si yo fuera algo que acaba de limpiarse del zapato. No quiero irritarla más antes de que siquiera tenga oportunidad de conocerme. Arriba, hombre, o no tendrás necesidad de sofocarme para quedarte sin esposa en la cama.
–Que el cielo no lo permita ––dijo él, riendo, pero levantándose de la cama.
Los otros ya estaban en sus lugares cuando Michael e Isobel entraron en la gran sala, pero ella vio enseguida que el capellán de sir Henry todavía no había bendecido la mesa. Había un lugar vacío en el lado que correspondía a las mujeres, entre Cristina y Adela, y otro del lado de los hombres, entre Lachlan y sir Hugo. La princesa Margaret ocupaba el lugar de honor de las damas, junto a Jean, con Mairi a su lado. Macleod de Glenelg estaba sentado al final de la mesa, también del lado de los hombres. Waldron se hallaba en una mesa central bajo el estrado, con un grupo de hombres a los que ella no conocía. Vio que Michael los escudriñaba, pero no distinguió al abad Verde, de modo que tal vez él también se había retrasado.
La comida transcurrió en forma rápida y sin incidentes. Si bien era excelente, también resultaba más sencilla que la comida a la que Isobel estaba acostumbrada en Lochbuie; el clarete fluía a discreción a ambos extremos de la mesa. Unos juglares tocaron durante toda la velada y cuando los criados presentaron el banquete de dulces, un grupo de actores se ubicó en el medio de la sala más baja. Les habían despejado un espacio y pronto apareció un bufón para dirigir la actuación. Los primeros en desplegar sus habilidades fueron los malabaristas y acróbatas.
Muchos de los viajeros del grupo de Isobel disimulaban bostezos antes de que hubieran terminado los malabaristas. La joven había bebido apenas un copón de vino, pero, aunque todavía sentía las secuelas de su interludio con Michael, no estaba cansada. Cristina sí, era evidente, y lady Euphemia también. No pasó mucho rato antes de que la princesa Margaret se puso de pie y anunció su intención de retirarse.
Todos se pusieron de pie hasta que ella y sus mujeres hubieron partido de la sala, pero entonces otros más se prepararon para irse, incluida lady Euphemia, que se detuvo junto a Adela e Isobel.
–Entiendo que no me corresponde decirte cuándo debes irte a la cama, Isobel. Ahora que eres una mujer casada, estás a entera disposición de tu esposo, pero tú, mi querida Adela, vendrás conmigo.
–Ay, por favor, no me lleves tan pronto, tía. Te juro que no tengo nada de sueño y quiero ver a los actores. Mira, si están preparándose.
Lady Euphemia pareció a punto de insistir, de modo que Isobel dijo:
–Puede quedarse conmigo, tía. Cristina también está todavía aquí, de modo que nosotras nos ocuparemos de que regrese sana y salva. Es más, no se me ocurre qué podría sucederle en el palacio de un obispo.
–A mí tampoco, querida mía, pero aquí hay muchos jóvenes y, por su misma naturaleza, no se puede confiar en que se comporten. No salgas sola a ninguna parte esta noche. No deberías hacerlo nunca sin un caballero fuerte y de confianza que te acompañe. Pero supongo que sir Michael las cuidará a ambas, de modo que ahora las dejo y les deseo muy buenas noches.
Cuando lady Euphemia ya no podía oírla, Adela rió.
–Por mi fe, que no pensé que cedería tan fácilmente. ¿Es como esto la corte de su merced, Isobel? Nunca me interesaron estas cosas, tú lo sabes, pero espero que esta noche haya baile. Creo que me he puesto bastante más liberal en los últimos tiempos. Sir Hugo todavía no se fue, ¿verdad?
Isobel la miró.
–¿Te gusta?
Adela se encogió de hombros.
–Es muy divertido, ¿no? Pero creo que tendría que ser más serio en algunas cosas. Me parece que se ríe de todo.
–Tiene buen talante –dijo Isobel–. Pero yo creo que se toma sus deberes con seriedad.
–Ah, sí, claro –contestó Adela mientras fruncía el entrecejo–. Lo había olvidado. ¿Sabes que se negó a cabalgar conmigo hasta Chalamine para pasar a buscar a tu criada? Y en ese momento no tenía cómo saber que volveríamos a verte tan pronto. Ni yo lo imaginaba. Pero podría habérsela llevado sin complicaciones.
–Al final, todo salió bien –la tranquilizó Isobel–. ¿Sí? –agregó, cuando un guardia con la librea gris con la cruz negra de los St. Clair se acercó a ella e hizo una inclinación.
–Perdón, señora, pero la princesa Margaret ha pedido que usted y lady Adela vayan de inmediato a su habitación. Yo debo acompañarlas.
–¿Solo lady Adela y yo? –preguntó Isobel.
–Sí, señora.
Adela empalideció.
–¿Qué habremos hecho? –preguntó.
–No se me ocurre nada –contestó Isobel–. Pero será mejor no demorarse.
Se pusieron de pie enseguida y, cuando Cristina las miró, interrogándolas, Isobel respondió:
–La princesa Margaret nos mandó buscar a Adela y a mí. No sé para qué, pero supongo que volveremos enseguida. Si Michael pregunta, dile que un guardia de St. Clair nos acompaña.
Cristina asintió y se volvió para transmitirle la información a Mairi.
Siguieron al gillie fuera de la sala, tomaron por un corredor hacia la escalera principal y subieron dos pisos hasta otro pasillo. A medio camino, el hombre se detuvo a la entrada de una habitación y golpeó. La puerta se abrió, hacia adentro, y dejó ver el resplandor dorado de la luz de las velas; el hombre les indicó que lo precedieran.
Adela entró primero, pero Isobel se chocó con ella, porque su hermana se detuvo apenas traspuesto el umbral y lanzó un grito de sorpresa. Antes de que Isobel viera qué la había asustado, una mano la empujó hacia Adela y la puerta se cerró a sus espaldas. Cuando oyó un pasador que se cerraba, Isobel se volvió y vio al gillie que las había acompañado de pie ante la puerta ahora trancada, con los puños en las caderas, mientras le sonreía con insolencia.
–Por favor, ¿qué piensas que haces? –preguntó ella.
–No lo culpes a él –dijo una voz conocida–. Solo cumple mis órdenes.
Adela se hizo a un lado e Isobel se encontró cara a cara con Waldron de Edgelaw. Detrás de él estaba el abad Verde de lona; la luz vacilante y sus rasgos lo hacían parecer un animal de presa – un zorro–, más aún que su compañero.