Capítulo 7
Isobel había dormido mal y se había despertado demasiado temprano. Se levantó y se vistió sin pedir ayuda. Se le ocurrió preguntarse cómo haría su criada para volver de Chalamine a Lochbuie y deseó que Adela lograra convencer a Macleod de que la enviara a ella también; de todas formas, sabía que, por un tiempo, sería mejor conseguir a otra persona para atender sus necesidades.
Esos y otros pensamientos la pusieron de muy mal humor, por lo que no deseaba imponer su voluntad sobre nadie, especialmente sobre los que en esos momentos estaban desilusionados con ella. De modo que, después de ponerse la camisa y un viejo vestido que se ajustaba por delante, se calzó unas botas bien resistentes, como para una larga caminata, descolgó la capa de donde estaba y salió en busca del silencio y del sol de la mañana.
Como esperaba encontrarse con Hector o Cristina, en especial con su hermana, dado que con frecuencia se levantaba temprano cuando había visitas en Lochbuie, agradeció el haber podido escapar a los contines del castillo sin ser vista por nadie, salvo un gillie o dos, un guardia en el muro del castillo y un centinela solitario en la puerta trasera. A este último, le explicó que iba a caminar por la costa cercana al puerto. Como lo hacía a menudo, y como los guardias de los baluartes dominaban una amplia vista de la zona, no obtuvo objeciones.
Se deleitó con la libertad que sentía extramuros y corrió por el camino de la bahía. Las galeras de MacDonald se habían ido y había bajamar, de modo que la playa barrosa y pedregosa se extendía dentro de la bahía hasta la mitad del largo muelle que comenzaba al pie del camino. Galeras, chalupas y embarcaciones más pequeñas se mecían suavemente con las olas.
En esa época del año, el crepúsculo de la mañana, que comenzaba no mucho después de la medianoche, duraba horas, al igual que el atardecer. Así, la tierra y el mar eran visibles como en cualquier día nublado, aunque los primeros rayos del sol ya asomaban por encima de las colinas orientales. Unas nubes de aspecto esponjoso, rosadas y doradas, avanzaban por el cielo, lo que prometía convertirse pronto en una brillante bóveda azul.
Un muchacho enrollaba un cabo en el muelle. Otro pescaba desde un peñasco en la punta oriental en el extremo de la bahía, pero Isobel no vio a nadie más.
Se recogió la falda y corrió por la costa hacia las lomas al oeste de la bahía, mientras espantaba en su carrera a las aves de la costa. Un zarapito de rayas castañas, que había estado picoteando el barro con su largo pico curvo en busca de su desayuno, gritó "kvi, kvi, kvi" y levantó vuelo en protesta por la intromisión y como advertencia a sus compañeros barrenderos.
Isobel sonrió por la actitud ofendida del pájaro, se animó y recordó que le gustaba tanto el mar por su humor siempre cambiante. Aspiró hondo el aire salado y sintió un estremecimiento de placer al ver los pimpollos rosados, casi ocultos, de armeria marítima y lechetrezna que se asomaban entre el follaje al ras del suelo de la loma. En esa época del año, hasta la costa más cercana de arena y casi yerma explotaba de color.
Evitando un grupo de cardos corredores, espinosos y verdes grisàceos, subió a la loma y se detuvo en la cima para observar una foca gris que nadaba junto a la orilla. Un momento después, una colonia de frailecillos aparecieron flotando con sus triangulares picos anaranjados tan largos como las cabezas. Avanzó despacio, para no asustarlos y que se fueran, encontró una roca plana y se sentó a mirarlos.
Probablemente Michael se vaya hoy.
El pensamiento se le cruzó en forma repentina y sin su permiso, y con él vino el recuerdo de su cálida sonrisa, del brillo de sus ojos cuando ella decía algo que le hacía gracia, de su calma aceptación de todo lo que había ocurrido y de la manera en la que su voz sensual, suave como la miel, despertaba sensaciones, en lo más profundo de su cuerpo, que no había sentido nunca antes de conocerlo. Si él se iba, no volverìa a verlo ni sabría sus secretos, pues sin duda no era solo por su relación con el futuro príncipe de Orkney que los hombres querían sacarle información a latigazos. Había otros misterios que resolver, además, de los cuales no era menor el efecto que él había tenido sobre ella después de una relación tan breve.
Se preguntó qué tenía ese hombre que hacía que los pensamientos sobre él se adueñaran de su mente en forma tan frecuente. Al menos una vez durante su agitada noche había soñado que dormía junto a él, tan cerca que su cuerpo la envolvía con un calor intenso que casi la consumía, lo que provocaba que deseara tocarlo, acariciarlo e, incluso, rogarle que le hiciera lo mismo.
Aunque ella no iba a rogarle nunca nada a ningún hombre.
En todo caso, cuando ella había tendido la mano para tocarlo, lady Euphemia se había plantado ante ella y le había preguntado – en una voz igual al chillido áspero de un indignado ostrero que vigila su cena – si había perdido la cabeza. En lugar de responder la pregunta, Isobel se despertó.
Después de eso, se quedó en la cama y fijó sus pensamientos en el paseo que daría apenas el día aclarara lo suficiente como para poder salir sin llamar la atención de nadie. Había evitado con sumo cuidado considerar la sugerencia de su tía, por más que estuviera inspirada en el sueño, de que se había vuelto loca. En ese momento, no quería pensar en la locura.
Tampoco había cambiado de idea sobre Michael ni sobre el matrimonio.
Un gemido profundo, casi un rugido, la arrancó de sus ensoñaciones.
Parpadeó y miró al frailecillo regordete que se había acercado para investigarla seguido de dos compañeros. Se maravilló, como muchas veces antes le había ocurrido, de lo poco parecida que era la voz de estos anünalitos gorditos a las de las aves. También de cuánto, en cambio, se parecían a los humanos, con las calzas y la prenda negras y las medias rojas o amarillas. Sus párpados se abrían y cerraban como los de los humanos, lo que les deba una expresión muy cómica.
Hacia el oeste se estaban reuniendo más nubes, lo que prometía ráfagas de lluvia para la tarde, y vio que otros frailecillos de la colonia habían llegado a la playa. Andaban por allí alrededor, muy derechitos sobre sus fuertes patas, parecidos a un grupo de cortesanos regordetes y dignos que estuvieran disfrutando de una conversación social.
Cuando el que estaba más cerca inclinó la cabeza a un lado como para preguntarle en qué pensaba, ella dijo:
–Me parece que quieres ofrecerme tu consejo, como todo el mundo. Pero al menos tú no me dirás que me case con sir Michael.
El pájaro inclinó la cabeza hacia el otro lado, como para oír mejor.
–¿Y, después de todo, quiénes son los St. Clair? –le preguntó ella ––. Seguro que tú sabes más que yo. Entiendo que el hermano será un príncipe, pero, ¿qué escocés aceptaría ser un príncipe noruego? Y aunquc es claro que sir Michael no es dominante, he descubierto que su incapacidad para pensar por sí mismo es casi tan enloquecedora como la tendencia de otros hombres a tomar todas las decisiones sin contemplar los deseos de una. Bien, no es enloquecedor –murmuró–. Irritante, si, aunque, ¿quién hubiera pensado que podía serlo?
Su público ya no la escuchaba, si es que lo había hecho en algún mo mento. El frailecillo principal se arregló las brillantes plumas y se fue con sus amigos a reunirse con los otros, y, desde atrás, su andar cansino y sin prisa lo hacía ver no menos humano.
Al volverse, un movimiento distante hacia el este le llamó la atención y una galera grande y de porte grácil, dorada por la luz del sol, apareció por detrás del extremo más oriental de la bahía. La espuma levantada por los remos danzó a la luz del sol como si fueran pequeñas joyas. Una bandera flameaba en el mástil.
La distancia era demasiada para permitirle distinguir la divisa del estandarte, pero supuso que los hombres de Michael habían llegada. De ser así, no habían perdido un momento, porque el día anterior Ian MacCaig no podía haber llegado a Eilean Donan a entregar su mensaje antes de la caída del sol, y con seguridad incluso más tarde.
Ella miró hacia los baluartes del castillo y vio mucha actividad; supo entonces que, si ya no estaba levantado, Hector Reaganach lo estaría pronto, al igual que los demás. Con un suspiro, se puso de pie y se sacudió la falda para limpiar la arena que podía habérsele pegado. Sintió el impulso de correr lo más rápido y lejos que pudiera, pero le ganó la curiosidad de ver cómo era el criado de Michael. Además, se dijo a sí misma, la cortesía exigía que al menos se despidiera de él.
Bajó la loma, llegó otra vez a la playa barrosa y, mientras buscaba el camino, vio una figura que bajaba por el sendero hacia el muelle. Reconoció a Michael y se detuvo donde estaba, pensando que él no la había visto.
Si él tenía tanta prisa por encontrarse con sus hombres era porque quería marcharse, entonces a ella no le importó que él no la hubiera visto. La galera se acercó al muelle a gran velocidad y con gran estilo. Todos los timoneles y los remeros se enorgullecían de sus habilidades y adoraban alardear de ellas; pero, esta vez, no se podía negar que daban una linda imagen.
Oyó que el timonel les gritaba a sus hombres que redujeran la velocidad y que levantaran los remos. Luego, los hundieron en el agua y aminoraron la velocidad de la galera. Luego, mientras que los remos de un lado no se movieron – cinglando con fuerza, ella lo sabía– la del lado del muelle tocó los postes de madera y unos muchachos se apresuraron a atrapar los cabos y ajustarlos.
Esperando ver a Michael corriendo por el muelle, lo buscó.
Unas pisadas que hicieron crujir los guijarros le advirtieron que él había bajado a la playa en lugar de ir al muelle y que ya estaba a su lado.
–Buenos días, muchacha –dijo él.
–Buenos días.
–Te levantaste temprano.
–Sí. –Ella lo miró con cautela y se preguntó si él diría, como harían tantos hombres, que no tendría que bajar sola a la costa.
–Es una mañana hermosa, ¿no es verdad?
Ella asintió y experimentó una extraña timidez. Se pasó la lengua por los labios, que se le habían resecado, luego dijo:
–Pensé que era tu barco, pero supongo que es demasiado temprano para que ya haya llegado.
–Sí, ese es El cuervo –dijo él–. Pero te vi caminando por aquí y quería hablar contigo antes de ir a encontrarme con Hugo.
–¿Hugo es tu criado, el que estaba contigo en Eilean Donan?
–Sí, por decirlo de alguna manera –dijo él con una sonrisa cálida–. Pero allí viene, casi corriendo, así que mejor vamos a su encuentro.
El hombre que avanzaba hacia ellos por el muelle no le pareció a Isobel un criado. Era tan alto como Michael y se parecía mucho a él. Con el sol a sus espaldas, los cabellos castaños claros despedían reflejos de un oro rojizo y, cuando se acercó más, ella vio que sus ojos eran del mismo azul cielo que los de Michael.
Miró a este último, y vio que se le tensaba un músculo cerca de la comisura derecha, como si algo hubiera perturbado su usual calma. Aunque no la miró, Isobel sintió que él sabía que ella lo observaba.
–¡Michael, muchacho! –gritó el otro–. ¡Qué suerte que te encuentro sano y salvo! ¿Qué hiciste para desaparecer así?
No era un criado, entonces. Pues estos no les hablan así a sus amos. Era evidente entonces que ella había sido muy inteligente al rechazar casarse con un hombre como Michael que no decía la verdad.
–Qué gusto verte, Hugo –dijo él, aproximándose para estrechar la mano extendida del otro y palmearlo en el hombro–. Lamento haberte asustado, pero ya veo que nuestro mensajero llegó con rapidez a Eilean Donan.
–¿Qué mensajero? Si te refieres a ese bribonzuelo de Ian MacCaig, lo encontramos en Glen Mòr con una muchacha encantadora que discutía con él sobre qué rumbo tomar. Ian la habría hecho salir del camino cuando vio que nos acercábamos, pero la joven se plantó como si fuera la dueña de la tierra.
Isobel apretó los labios al oír esa irrespetuosa descripción de su hermana mayor. Pero no dijo nada, interesada por ver hasta dónde llegaría el sentido del humor de ese hombre.
Michael dijo, con calma:
–Ten cuidado cómo hablas, Hugo. Milady, espero que disculpes los malos modales de mi primo y me permitas que te lo presente. –Sin esperar un sí ni un no, prosiguió–: Aunque no se ha presentado de manera educada, este es mi primo, sir Hugo Robison de Strathearn.
–Es un gusto conocerlo –dijo Isobel–. No sabía que sir Michael tuviera parientes cerca. Me dijo solo que había dejado a un criado en Eilean Donan.
Sir Hugo levantó las cejas y dijo, con una mirada burlona hacia Michael:
–¿Conque criado? Te pasas de la raya, primo. Ya te daré... lo que te mereces por tu impertinencia.
Para sorpresa de Isobel, Michael rió.
–Puedes intentarlo, por supuesto. Pero te pido sinceras disculpas, milady, por el engaño.
–Sin duda no tiene importancia –dijo Isobel con la misma cortesía que había mostrado al primo–. No tenías ninguna razón para confiar en mí. De hecho –agregó, armándose de dignidad para no revelar sus verdaderos sentimientos–, estoy segura de que tienen asuntos privados de que hablar. Me despido de ambos.
–Espera, muchacha –dijo Michael, poniéndole la mano con delicadeza en el brazo cuando ella se volvía–. Primero dime que sigues pensando lo mismo que anoche.
–Así es –dijo–. Y acabas de darme más razones para afianzar mi convencimiento de que he tomado la decisión correcta.
–Muy bien –dijo él–. Entonces partiremos apenas cambie la marea, pues ya no hay ninguna razón para demorar la salida a Kirkwall. Sin embargo –agregó cuando ella hizo el ademán de retirarse–, no es necesario que te des prisa. Te acompañaremos, como corresponde.
–Por favor, lady Isobel –dijo sir Hugo al verla vacilar–, no se vaya tan rápido, que lady Adela me ha dado muchos mensajes para usted. Tendría que haberme dado cuenta, por el notable parecido, de que eran hermanas. –Sus ojos bailaron.– Espero que me perdone. Juro que no era mi intención faltarle el respeto.
Sonriéndole con coquetería e ignorando a Michael, Isobel dijo:
–Si te encontraste con Ian y Adela en Glen Mor, supongo que estabas allí buscando a tu primo. Eso también explica que hayas llegado tan rápido. Solo lamento que no hayas podido traerme a mi criada.
–Lady Adela lo sugirió –dijo sir Hugo con un brillo de reminiscencia en los ojos–. Y estuvo a punto de amenazarme de muerte cuando le dije que no podía demorar ni siquiera el poco tiempo que, según ella, me llevaría ir a buscar a la muchacha. Sabía que Michael esperaría que yo llegara lo antes posible. De haber estado al tanto de que él lo estaba pasando bien y no en una tensa espera, para evitar que sus perseguidores lo encontraran antes que yo, podría haberme tomado ese tiempo.
–Elegiste lo más prudente –dijo Michael con sequedad–. Vamos, subamos ahora. Sin duda los hombres de los baluartes ya anunciaron nuestra llegada y que bajé a buscarte. No querría enojar a Hector Reaganach otra vez.
Hugo levantó las cejas.
–Por mi fe, ¿ya lo enojaste? Ansío conocerlo, pues, aunque he estado en su presencia muchas veces, siempre ha sido en algún acontecimiento en la corte u otra ocasión por el estilo, y nunca fuimos presentados.
–Bien, pronto tendrás ese honor –le dijo Michael–. También te presentará a su señora esposa, que es otra de las hermanas de lady Isobel, y a la princesa Margaret Stewart, la hija de esta, Mairi de las Islas, y Lachlan Lubanachy Maclean, lord supremo almirante de las Islas.
–Te encuentras en la compañía más encumbrada, ¿no?–Exclamó sir Hugo. Le sonrió a Isobel y agregó burlón–: Milady, ¿sabes lo que has hecho al presentar a este sinvergüenza a tu familia? Tendrían que haberlo enviado a su eterna condena.
–Bien, no solo no lo hicieron –replicó ella–, sino que quieren que me case con él.
No sabía qué demonio la había hecho decir eso, pero Hugo no se sorprendió para nada.
La miró con atención, y dijo:
–¿Me estás diciendo que has sido tan inteligente como para escapar de semejante destino? Te ruego que me digas que la razón por la cual él quiere irse enseguida de Lochbuie es porque lo rechazaste.
–Bien, sí, así fue –dijo ella–. Pero, en verdad, sir, no sé si el sentido común tuvo mucho que ver. Yo no quiero casarme con ningún hombre, y mis parientes quieren que me case con él sólo porque piensan que, de alguna manera, ha comprometido mi reputación.
–Ah, dudo de que sea la única razón, milady. Si lo pienso un momento, podré encontrar al menos uno o dos motivos más para explicar su posición. Pero, dado que has tenido la sabiduría de rechazarlo, me callaré.
Era difícil ignorar el brillo de sus ojos. Consciente del silencio de Michael, súbito y opresivo, a su lado, Isobel le sonrió a sir Hugo y, cuando este le ofreció el brazo, ella lo aceptó y le permitió acompañarla arriba, hasta la sala.
Michael no hizo ningún comentario sobre el sentido del humor de :u indomable primo y dejó que los dos fueran delante de él, mientras se preguntaba por qué no se enojaba más al ver que Hugo cortejaba a lady Isobel. Desde la más tierna edad, su primo y él habían competido en todo, en especial en lo que hacía a cortejos. Eran unidos como hermanos y, en algunos sentidos hasta fusionados, pues a veces pare–lan leerse la mente el uno al otro.
Con anterioridad casi habían llegado a las manos por mujeres, pero ahora no sentía nada más que gratitud hacia Hugo por hacer que ¡so bel volviera a sonreír. Si estaba irritado con alguien, era con ella, por coquetear con su primo, pero no tenía derecho a irritarse por eso.
Ella era un misterio para él. Nunca había conocido a una mujer cuyos pensamientos no fueran, día y noche, sobre el matrimonio, la casa, las funciones sociales o los niños. En general, se consideraba que las mujeres que no se casaban eran personas tristes, pero estaba claro que Isobel no lo era, y que ya había pasado hacía rato la edad en la que la mayoría de los padres les buscan marido a sus hijas. Lady Adela incluso era mayor.
Si mal no recordaba, Isobel había dicho que eran ocho y que ella y otras tres estaban todavía sin casarse, y él había dado por sentado que Macleod había logrado encontrarles marido a la mitad de sus hijas, tal vez porque le faltaba riqueza para dotarlas bien a todas. Pero si eran todas tan hermosas como Isobel y Adela, el padre tenía que ser un tonto para suponer que requerirían dotes importantes.
Al entrar en la sala tras Hugo e Isobel, vio que el resto se había reunido allí para desayunar. Él se estaba vistiendo cuando vio a Isobel afuera, por lo que terminó rápidamente de hacerlo. Luego bajó de prisa la escalera en espiral de piedra que llevaba desde su pequeño dormitorio a la cocina en el primer nivel, bajo la sala, sin entrar allí. Apenas salió fuera de las murallas vio El cuervo doblando la punta y entrando en la bahía. Al darse cuenta de que le quedaba poco tiempo para explicarle a Isobel quién era Hugo antes de ir a su encuentro, corrió a interceptarla, pero la galera había llegado demasiado pronto para permitirle una explicación detallada.
Hector Reaganach estaba de pie.
–¿Más invitados, Isobel?
–Este caballero es el primo de sir Michael, que ha venido a buscarlo –dijo ella, soltando el brazo de sir Hugo y dando un paso atrás.
Cuando Hector miró a Michael, este comprendió la indirecta, se acercó y dijo:
–Él es mi primo, milord, sir Hugo Robison de Strathearn.
–Eres bienvenido a Lochbuie, Robison –dijo Hector–. Creo que eres pariente de Isabella, la condesa de Strathearn y Caithness, ¿no es así?
–Tengo ese honor, milord –dijo Hugo, haciendo una reverencia.
Antes de invitar a los dos hombres a unirse a la mesa familiar, sir Hugo fue presentado por Hector a la princesa Margaret.
Ellos aceptaron la invitación y Hector dijo:
–Espero que sus hombres nos acompañen, nuestra gente ya les ha dicho que son bienvenidos.
–Sí, milord, lo harán con gusto –respondió sir Hugo–. Aunque no podrán descansar mucho, ya que Michael nos ha dicho que desea partir con la marea de la tarde. No me cabe duda de que ellos habían esperado...
–Dios misericordioso –exclamó lady Euphemia–, sus hombres deben descansar, sir, después de un viaje tan largo. Sir Michael, ¡no puedo creer que quiera irse tan pronto!
–Le agradezco mucho su preocupación, milady –dijo él–. Pero no debo demorarme. De haber sido otras las circunstancias... – Guardó silencio, y buscó a Isobel para asegurarse de que ella había entendido.
Pero Isobel ya no estaba allí. Él alcanzó a ver apenas su falda desapareciendo en la escalera.
Isobel se dio cuenta de que sería inconveniente sentarse a la mesa con su hermana y su tía, para no mencionar a la princesa Margaret, con el vestido viejo y bastante gastado que se había puesto para caminar por la playa y optó por desayunar más tarde. Aprovechó así la oportunidad que le ofrecía la conversación de Hector con sir Hugo y desapareció.
Como nadie había objetado su partida, dudaba de que se hubieran dado cuenta o que notaran su ausencia si no regresaba. Y era cierto que Cristina le había dirigido una mirada severa, advirtiéndole que debía al menos cambiarse de ropa antes de volver.
Encontró a una criada que bajaba la escalera y le pidió que le llevara pan y cerveza a su dormitorio.
–Sí, milady, enseguida.
–Y necesitaré también que me ayudes a cambiar de ropa, Ada. Con este vestido, no puedo desayunar con la princesa Margaret.
–Ah, no, claro, milady –dijo la muchacha, riendo–.Y tiene arena en las botas. Y el cabello hecho un revoltijo, parece que los demonios se le pusieron a bailar en la cabeza.
Isobel no había pensado ni un minuto en su cabello. Si estaba enredado, era en parte porque no se había tomado la molestia de hacer más que alisarse las gruesas trenzas con los dedos antes de salir. Estas se habían soltado con la brisa; por otra parte, Isobel no dudó de la evaluación de Ada. Con razón Cristina la había mirado de esa manera.
Pronto Ada estuvo en el dormitorio con jamón en fetas además del pan y la cerveza, y enseguida, mientras Isobel comía, la dejó presentable.
–La sala estará llena de hombres ahora –dijo Ada–. Pero dicen que no se quedan –agregó con un suspiro de decepción.
Isobel se dio cuenta de que compartía la pena de Ada y trató de convencerse de que era solo porque sir Hugo le resultaba divertido y quería conocerlo mejor. Pero ese pensamiento únicamente la llevó a recordar que tendría pocas ocasiones de socializar con jóvenes en el futuro: su honor estaría arruinado y, por lo tanto, ella se vería imposibilitada de participar en todos los acontecimientos sociales de los que había disfrutado antes.
Aunque se dijo que no le importaría en lo más mínimo, que esos acontecimientos carecían de interés y que disfrutaría de la soledad, estos argumentos eran menos convincentes ahora que el destino se había elevado amenazador.
–¿Sir Michael es un príncipe de verdad, entonces? –preguntó Ada.
–No, no lo es –dijo Isobel.
–Pero yo oí que el hermano sí va a ser y, si un hermano es príncipe, ¿no son todos príncipes?
–No tendrías que andar haciendo preguntas sobre los invitados del señor –dijo Isobel, severa–. En todo caso, ni siquiera el hermano e, príncipe todavía.
–Ah, claro, pero cuando sea... ¿el otro no...?
–Ya es suficiente, Ada. Basta.
No quería hablar de Michael ni del hombre que se convertiría en príncipe de Orkney; pero deseaba haber prestado más atención cuando Hector y Lachlan, e incluso el padre de ellos, Ian Dubh Maclean, habían hablado de las ceremonias que pronto tendrían lugar en el lejano norte. Solo había registrado el hecho de que verían a un escocés que se había convertido en príncipe noruego, y no los detalles más triviales. Y ahora deseaba, más lo que hubiera creído, ver esa ceremonia.
Como ya había decidido quedarse en su habitación, no se alegró demasiado al ver a su hermana entrar minutos después de que Ada se hubo ido. Se le ocurrió que tal vez habría sido más conveniente buscar soledad en otra parte.
–Buenos tardes, mi amor –dijo Cristina y se acercó a abrazarla–. Habría venido a verte anoche, pero me dijo Hector que era probable que quisieras tiempo para pensar.
–Que es su manera de decir que él quería que yo tuviera tiempo para pensar –dijo Isobel.
–Sí, pero yo quería hablar contigo y estaba segura, por como te escabulliste hace un ratito, de que no volverías. No me equivoqué, ¿no?
–No –admitió Isobel–. Me di cuenta de que tendría un aspecto terrible y después, como ya me había ido... –Hizo un gesto con las manos.– Espero que no quieras convencerme de casarme con él.
–No, por supuesto que no –dijo Cristina y fue a mirar por la ventana que daba al patio.
–Bien –dijo Isobel–. Porque no cambié de idea.
–¿Ah, no, querida? ¿Estás segura de que no serías feliz casada con él? Dicen que la familia St. Clair es muy rica, ¿lo sabías?
–¿Ah, sí? Entonces, sin duda, esa es una de las razones por las que su primo cree que Hector quiere casarme con Michael – dedujo Isobel con un suspiro–. Sir Hugo dijo que se le ocurrían otras razones además de impedir mi ruina.
–¿Ah, sí? –dijo Cristina suspirando–. Pero el hecho de que sir Michael podría darte más comodidades que la mayoría de los hombres no es un mal motivo.
–Bien, yo no creo que Michael tenga tanto –aseguró Isobel–. No parece un hombre rico, ni actúa como tal. Es más, yo diría que todo el dinero pertenece al hermano. Después de todo, será príncipe, y se supone que los príncipes tienen dinero.
–Dice Mairi que toda la familia vive con más realeza que la familia de su propia madre –dijo Cristina–. Los St. Clair tienen al menos tres castillos. Una relación así no te beneficiaría a ti sola, Isobel. Podrías pensar en Adela, Sorcha y Sidony. Imagínate lo que significaría para ellas semejante conexión.
–Entonces que una de ellas se case con Michael –contestó la joven mordaz. Cristina la miró e Isobel agregó mientras suspiraba–: Sí, ya se que no tendría que haber dicho eso, pero no me voy a sacrificar, pues no soy tan noble, Cristina, ni quiero serlo. Me temía esto, aunque no sabía que la riqueza tenía algo que ver.
–¿A qué te refieres?
–Entiendo que todos, no sólo Hector, tú y la tía Euphemia, sino también Mairi, Lachlan, su merced la princesa Margaret y, sin la menor duda, Ian Dubh, tratarán de convencerme de que me case con ese hombre. Para no mencionar a nuestro padre – dijo, al darse cuenta de cuál sería la reacción más probable de Macleod si se enteraba de que un hombre acaudalado estaba dispuesto a casarse con ella–. Por mi fe, tendré que entrar en un convento para encontrar la paz.
–Con mucho gusto yo te dejaré en paz – afirmó Cristina dirigiéndose a la puerta. Pero al llegar a ella se volvió y dijo–: aunque quiero que sepas que todos nosotros te queremos, Isobel. Nos preocupamos por tu futuro, porque debes ser consciente de las consecuencias que te esperan si continúas en tu necia negativa y en la vida que te estás trazando.
Cuando su hermana se hubo ido y cerrado la puerta con fuerza, Isobel se quedó inmóvil. Lo que menos quería era pasar el día recibiendo a una seguidilla de consejeros bienintencionados. Solo con Cristina podía ser franca. Con los otros tendría que ser más respetuosa, y sabía que no podría soportar muchas más conversaciones como esta sin explotar al final.
En consecuencia, con intención de retomar su paseo interrumpido, evitó la gran sala y fue por la escalera de servicio que llevaba a las cocinas, pero se detuvo en el descanso cuando oyó voces abajo y se dio cuenta de que Michael hablaba con su primo.
Aunque no podía verlos, las voces subían con toda claridad por la estrecha escalera de caracol.
Se volvió con rapidez, pues pensó que ellos estaban subiendo, pero las siguientes palabras de sir Hugo la hicieron detener, tenía el pie derecho en un escalón y el izquierdo en el de abajo.
–¿Así que no le dijiste nada a la muchacha sobre nuestra búsqueda, no?
Isobel no habría dado un paso en ese momento aunque le fuera la vida en ello. Una cosa eran los buenos modales y otra la curiosidad abrumadora.
Capitolo 8
–Aquì no, Hugo –dijo Michael, con firmeza.
–Nadie de la cocina nos escucha, Michael –dijo Hugo–, y aquí tenemos una privacidad que no tendríamos si quisiéramos hablar en tu habitación. Por eso quisiste tomar esta escalera, ¿no? Pensaste que Hector Reaganach o alguno de los demás podría seguirnos a otra parte para hacernos más preguntas. Pero ahora solo a mí debes responderme. No sé si quieres hablar de la muchacha ahora, pero sí quiero saber por qué te escabulliste para ir a esa cueva.
Michael suspiró, y deseó, no por primera vez, que Hugo recordara que, aunque era un año mayor que él, no era ni su padre ni su hermano. Su primo había jurado fidelidad tanto a él como a Henry y hacía gala de su lealtad actuando como un fiel compañero e, incluso, si era necesario, hasta como guardaespaldas. Pero eso era todo. No tenia autoridad sobre Michael.
–Hugo –dijo –, sé que estás enojado porque fui a la cueva sin ti, pero en ese momento ni tú ni yo creímos que fuera peligroso. Además, nunca diste muestras de interés en mi idea de que hay en nuestros secretos familiares algo vinculado a una cueva , de modo que decidí dejarte durmiendo en lugar de discutir contigo otra vez.
–Sí, claro, siempre tan considerado –dijo Hugo, mordaz–. ¿Tambien olvidaste avisarme que Waldron andaba cerca?
–¿Aquí en Lochbuie?
–No me apures, primo.
–¿Qué te hace pensar que Waldron tiene algo que ver?
–¿Quién más se pondría al frente de un grupo de hombres para perseguirte? Lady Adela me dijo que un grupo te perseguía. Que dos dijeron que eras un delincuente y te acusaron de haber raptado a Isobel. Y también me comentó que te azotaron. ¿Es cierto?
–Todo –dijo Michael–. No obstante...
–Por mi fe, ¿en qué estabas pensando para involucrar a dos muchachas inocentes en este asunto?
Michael rió.
–No sabes nada, primo, ni sobre el asunto ni sobre lady Isobel, que se involucró solita y es la única que tiene que ver con este tema. Ahora bien, si pudieras dejar de reprenderme como si fueras mi padre, te contaría toda la aventura. Pero antes ven arriba conmigo. No me gusta hablar en las escaleras y creo que puedo protegerte de Hector y sus secuaces.
Hugo intentó avanzar, pero se detuvo a mitad de camino y ladeò la cabeza para escuchar.
Michael también había oído una pisada suave más arriba. Se llevò un dedo a los labios y escuchó con atención, pero no oyó nada más.
–Es probable que sea un criado– murmuró–. Hay pequeñas habitaciones a lo largo de la escalera hasta arriba; por eso prefiero hablar en mi cuarto.
Se adelantó y Hugo lo siguió sin protestar.
Isobel se dirigió con rapidez, pero en silencio, escaleras arriba hasta llegar a su dormitorio. Segura como estaba de que ninguno de los dos hombres la seguiría hasta el piso de los aposentos de la familia, antes de volver a bajar y salir, esperó hasta estar segura de que se habían ido a otra parte.
Evitó con cuidado a los miembros de la familia y se deslizó otra vez por la puerta trasera, luego de decirle al guardián que salía a dar otro paseo.
–El que di esta mañana terminó antes de tiempo por la llegada de nuestro visitante.
–Ah, claro, milady, pero se irán con la marea de la tarde, dicen. Y va a llover en cualquier momento, además – le advirtió–. Mire aquellas nubes, allá.
Ella vio las nubes que se oscurecían hacia el oeste, asintió y dijo, con una sonrisa:
–Aunque llueva no me voy a derretir. –Tomó el sendero a paso rápido, pues no deseaba demorarse si esto significaba que la vieran y la llamaran para que se despidiera, con el respeto que correspondía, de los invitados que partían. Mairi, Lachlan y la princesa Margaret sin duda también se irían con la marea de la tarde.
Aunque no era necesario esperar a que esto ocurriera: los remeros podían llevar una galera a pesar de la marea –a menudo así lo hacían–, pero la mayoría de los capitanes prefería no comenzar un viaje largo agotando primero la fuerza de sus hombres. Hector no lo haría y, al parecer, tampoco Michael ni sir Hugo.
Con una curiosidad que le horadaba el alma, Isobel no perdió tiempo en conversar con los habitantes de la costa, muy disminuida desde su visita anterior. El agua del mar había cubierto el lodo y dejaba apenas una franja de guijarros entre las olas que rompían y la marca de pleamar. Por esa franja caminó, alerta por la posibilidad de la llegada de olas más poderosas, mientras intentaba poner orden en el remolino de sus pensamientos.
La marea comenzaría a bajar antes de que en el castillo se sentaran a disfrutar del almuerzo, y los hombres querrían salir apenas terminaran de comer. Como ella no podría compartir esa comida con Michael y sir Hugo sin intentar sonsacarles respuestas, que sabía que no le darían, decidió que era mejor caminar.
Sin embargo, no podía ir a cualquier lado en la isla. Había normas y ella necesitaba pensar, lo que podía hacer con mayor facilidad si se despreocupaba por traspasar, sin darse cuenta, la línea de la muralla.
Subió a la loma donde había visto al frailecillo regordete y sus amigos y siguió hacia el bajo promontorio al oeste de la bahía. Los frailecillos se habían ido, pero había dos nutrias jugando junto al agua y unas gaviotas la sobrevolaban y emitían graznidos. Una brisa áspera comenzó a soplar contra su espalda, lo que hizo que la capa y la falda le golpearan las piernas. Aunque sabía que se acercaban las nubes de lluvia, disfrutaba de la sensación que le proporcionaba el viento.
Se dijo que no tenía por qué pensar en lo que estaba sucediendo en el castillo, que todos se alegrarían de no tener que preocuparse por ella o por los problemas que había provocado. Solo al oír la campana que anunciaba la hora se detuvo y se volvió. Al no ver nada que indicara que la buscaban, iba a volver a darle la espalda al castillo cuando se dio cuenta de que, excepto por un muchacho que corría hacia el castillo, sin duda temeroso de perderse la cena, el muelle estaba vacío.
Cerca del final, la galera dorada esperaba a su dueño, mecida por las olas, y una embarcación más pequeña, que ella reconocía como la de Lachlan, se movía cerca del extremo más hacia tierra.
No había nadie vigilando ninguna de las dos embarcaciones.
Al parecer, todos los hombres habían ido a comer, confiando en que los que vigilaban desde los baluartes los cuidaran. Pero hasta las murallas parecían desiertas, aunque sabía que no lo estaban. Lochbuie se hallaba siempre rigurosamente vigilado.
Comenzó a caminar de regreso al castillo sin saber por qué. Recién cuando levantó la mirada, mientras caminaba por la playa, y vio al centinela solitario yendo y viniendo en su puesto detrás del parapeto del castillo, se dio cuenta de que quería ver más de cerca el barco de Michael.
Miró una vez, no vio a nadie y se dijo que no necesitaba mirar nuevamente, que no estaba haciendo nada que pudieran criticar. A nadie le importaría en lo más mínimo que ella quisiera ver más de cerca un barco atracado en el muelle de Lochbuie. Tampoco podían sorprenderse de que quisiera examinar un barco que osaba ser más grande que el de su merced, el lord supremo almirante de las Islas.
En consecuencia, pasó junto a docenas de remos colocados en el centro del muelle y fue directamente a la galera dorada cuya bandera flameaba al viento. Recordó que Michael la había llamado El cuervo, y vio la divisa, que no era un pájaro, sino una cruz negra sobre un paño color plata. Pensó que, aunque la cruz era negra y no blanca, la divisa era similar a la que Matthias había descrito del estandarte del forastero.
Contó quince bancos de remeros muy lustrados y se dio cuenta de que, con el mínimo usual de cuatro hombres por cada uno –dos para remar con cada remo por vez –, sir Hugo había venido con, al menos, sesenta remeros, y bien podría tener otros treinta, dado que cada banco parecía apto para seis o incluso ocho hombres. Las galeras de las Hébridas por lo general llevaban solo trece bancos y veintiséis remos. Hector rara vez requería más de cincuenta y dos remeros, incluso para viajes largos, pero ella sabía que su galera insignia podía llevar ochenta.
El reconocible graznido de una gaviota sonó justo sobre su cabeza, lo que la sobresaltó, y ella volvió a mirar hacia el castillo. El solitario guardia caminaba por el parapeto, pero, aunque era probable que la hubiera visto, no le pareció que su presencia en el muelle le llamaría la atención como para informar sobre ella. Cuando él desapareció en la esquina, Isobel pasó por encima de la borda a un banco. Fue de uno a otro y vio que la galera estaba tan prolija como cualquiera de los barcos de Hector. Se notaba que los hombres de Michael conocían bien su trabajo.
La alta proa obstruía la brisa, que seguía soplando del Nordeste, y los rayos del sol estaban tibios. Se apartó la capa de los hombros para disfrutar del calor y se sentó en el banco más próximo a la proa, que servía, como uno de los dos cajones de depósito delanteros, para guardar velas extra, ropa engrasada para la lluvia y otro equipamiento. Se recostó contra el entarimado de roble de la alta proa y cerró los ojos, disfrutando del movimiento del barco, mecido por las olas, y del calor en las mejillas y los párpados.
Recién cuando escuchó las voces que se acercaban y un firme tronar de pisadas en el muelle, se sobresaltó y se dio cuenta de que la mala noche pasada, después de un día tan agotador, la había cansado tanto que, con ese tiempo tan agradable, se había adormilado. Reconoció la voz de Mairi y la de Lachlan, y sintió pánico al recordar la insistencia de Mairi cuando llamaba a Michael "su" Michael. Lo último que quería era tener que explicarles a Mairi o a Lachlan qué hacía en ese barco.
Las pisadas y el murmullo de voces masculinas le indicaron que los remeros de Lachlan lo acompañaban. Se iban a su casa, al castillo Duart.
Mairi y Lachlan no tenían por qué seguir caminando una vez que llegaran a la galera, en especial si la princesa Margaret iba con ellos, lo cual era casi seguro. Pero, si el almuerzo había terminado, eso significaba que pronto llegarían los demás, a no ser que los hombres de Michael viniesen detrás de Lachlan.
Esperó que no fuera el caso, pero se decidió a evitar preguntas intencionadas o algo peor si Lachlan decidía reprenderla por tomarse libertades con el barco de otro hombre. Por eso, Isobel buscó un lugar donde ocultarse. Los únicos espacios prometedores eran el cajón de depósito sobre el que estaba sentada y su contraparte de la otra borda.
Abrió con rapidez el primero y se dio cuenta de que no le serviría, pues estaba lleno de garrotes de bronce y artículos pesados. Pero el otro tenía mucho espacio libre. Sin pensarlo dos veces, se metió, se hizo un ovillo y bajó la tapa.
Michael, que venía caminando detrás del lord supremo almirante y su esposa, miró la costa distante con la esperanza de ver a la muchacha. Como ella no había aparecido para la comida, Hector Reaganach envio un criado a buscarla. Pero, al enterarse de que había salido otra vez fuera de las murallas para caminar por la costa, se había limitado a asentir al guardia que le había traído la noticia y continuó comiendo.
Michael admiraba el control de ese hombre. La muchacha lo habla puesto a prueba desde su inesperada llegada a Lochbuie y él no conocía a ningún poderoso que pudiera tolerar durante mucho tiempo una oposición tan evidente a sus deseos.
Despedirse de los invitados cuando se iban no era solo un deber. sino una estricta obligación de cortesía. Sin duda, Isobel sería reprendida, y tal vez con severidad, por sus malos modales. Ese pensamiento le despertó emociones encontradas.
Por un lado, esperaba que Hector le diera su merecido. Por el otro, que no fuera demasiado severo. Pero, hiciera Hector lo que hiciese, Michael esperaba que cambiara de idea sobre no permitirle a Isobel asistir a la ceremonia de Henry.
Se detuvo para despedirse de la princesa Margaret, de Lachlan Lubanach y de su esposa, y para verlos abordar su barco. Michael dejó que sus anfitriones terminaran con las despedidas y volvió a sus reflexiones mientras abordaba El cuervo. Sabía que abrigaba falsas esperanzas al pensar que Hector pudiera cambiar de idea. Si la muchacha iba se enfrentaría no solo al escándalo, sino a la condesa de Strathearn, y Michael no le deseaba a nadie ser el destinatario del desagrado de su madre.
Entonces se le ocurrió que él también se vería afectado si el rumor de haber pasado una noche a solas con Isobel llegaba a Orkney o Caithness, y se preguntaba si la muchacha se había dado cuenta de ello; si se desataba un escándalo, él tendría el papel del villano. Pero dudó de que ni siquiera esto la hiciera cambiar de idea sobre casarse con él y se preguntó, mientras Hugo se hacía cargo de los hombres, si había algo que pudiera lograrlo.
Aunque se había dicho a que no importaba, que el deber de él había sido protegerla, pero que la decisión de casarse o no era de ella, no se había dado cuenta de cuánto lo decepcionaría su negativa. De todos modos, la decisión había sido para bien, dado que si se casaba con él, ambos serían más vulnerables a las interminables intrigas de Waldron. Y él no quería que, en ese juego, ella se convirtiera en un peón de ajedrez.
Sus remeros subieron a bordo con rapidez y tomaron los remos. Bien alimentados, aunque sin descanso suficiente, estarían en condiciones hasta que se detuvieran a pasar la noche en algún lugar donde pudieran cazar y pescar. No tenía razones para navegar de noche, ni lo deseaba. No habría problema en llegar a Skye al atardecer y tal vez podría pedirle hospitalidad a Gowrie de Kyle Rhea.
Se lo dijo a Hugo, que asintió y fue a popa a comunicárselo a Caird, el timonel. Todavía pensando en Isobel, miró hacia la costa más alejada y deseó verla caminando por allí. De pronto, Michael vio, de reojo, que los dos hombres en popa hablaban más de lo que requería la sencilla transmisión de una orden.
Hugo se explicó cuando regresó:
–Se me ocurrió que si Waldron pudo hacerse de un bote en Glenelg, también podría haber conseguido una galera o una chalupa. En ese caso, ya sabrá tu rumbo.
Michael asintió; era inútil mencionar que Gowrie había prometido la discreción de sus hombres. Si Waldron quería información, y sabìa dónde conseguirla, la obtendría. El hecho de que sus hombres los hubieran visto cruzar a Skye le habría dado los suficientes indicios para averiguar el resto.
–¿Qué sugieren tú y Caird? –preguntó.
–Que tomemos rumbo Oeste en lugar de regresar por donde vinimos, por el canal de Mull. Podemos bordear la costa de Irlanda y evitar, así, a cualquiera que esté emboscado esperándonos en el extremo occidental del canal.
Michael asintió otra vez y le indicó su aprobación al timonel antes de sentarse en el cajón de depósito de babor.
–¿Pudiste dormir anoche? –preguntó Hugo.
–No mucho –admitió Michael. Había pasado casi toda la noched imaginando a Isobel tendida junto a él, como la noche anterior, o besándolo, como en el barco. Además, todavía le dolía mucho la espalda.
–Eso supuse –dijo Hugo. A un remero que se acercaba con dos bolsos con la ropa extra, le indicó–: Deja eso. Puede que sir Michael quiera usar uno como almohada y tal vez yo utilice el otro.
–Sí, señor –dijo el hombre, mientras volvía a ocupar su lugar.
Michael esperó a que sus anfitriones se hubieran despedido de los otros huéspedes y a que la galera de Lachlan Lubanach saliera del muelle y entonces se subió al cajón más cercano al muelle para estrecharle otra vez la mano a Hector. Luego se hizo a un lado para que Hugo hiciera lo propio. Terminadas las despedidas, cuando el laird y su señora volvieron al castillo, se sentó de nuevo en el cajón.
El cuervo tomó rumbo al mar abierto, más allá de la desembocadura de la bahía.
Isobel casi no osaba respirar. Odiaba la oscuridad y la estrechez, pero ahora le daba más miedo revelar su presencia. Pensaba que podría manejar con facilidad a Michael, dado que él parecía dispuesto a aceptar su carácter. Y tal vez pudiera hacerlo también con sir Hugo, que aceptaba la autoridad de Michael, hasta cierto punto al menos, y era, después de todo, solo otro seductor como los que ella encontraba siempre en la corte y en otras partes. Pero manejar a Hector era otro asunto porque, si él se enteraba de que ella había salido de Lochbuie escondida en el cajón de depósito de El cuervo... Solo pensarlo la hizo estremecerse.
Estaban en mar abierto, porque el barco se mecía más y ella alcanzaba a oír el viento en la vela. Los había escuchado decir que tomarían rumbo Oeste, que pensaban que Waldron podría estar tras de ellos. Ella no se imaginaba cómo, dado que ni Gowrie ni Mackenzie le habrían prestado una galera y Michael no había dado a entender que Waldron conociera a nadie más en Kintail o en Glenelg. Por cierto que Macleod no le daría transporte.
Los hombres seguían hablando, pero, para su decepción, no volvieron a mencionar la búsqueda de Michael ni otros secretos. Sus comentarios se hicieron más breves, hasta que solo los sonidos rítmicos del gong del timonel y el chapoteo de los remos contra el agua le llenaban los oídos.
Un poco más tarde la despertaron un ruido sordo y una maldición de Hugo.
–¡Lluvia, Michael! En un minuto se largará un chaparrón. Saquemos las lonas.
Antes de que Isobel pudiera entender el significado de esas palabras, se abrió la tapa de su cajón y unas gruesas gotas de lluvia le golpearon la mejilla. Cerró los ojos.
Ignorando la fuerte lluvia, Michael se quedó observándola, conmocionado, y luego miró a Hugo en un intento por sofocar la furia que amenazaba con apoderarse de él.
El brillo pícaro en los ojos de Hugo no ayudó y, dándose cuenta de ello, Hugo apartó la mirada, pero Michael vio que los remeros bogaban con fuerza, a sus espaldas, sin darse cuenta de que sucedía algo extraño. La lluvia no los molestaba ni los enfriaba. Sus mentes y sus cuerpos se concentraban en remar, y así sería hasta que el timonel diera nuevas órdenes.
–Dile a Caird que atraque –exclamó Michael, mientras deseaba que Hugo dejara de mirarlo burlonamente por un segundo.
Pero Hugo tenía criterio. Dio un paso hacia adelante, sin importarle el creciente chaparrón, y le gritó la orden al timonel.
Sin más, Michael estiró la mano, tomó a Isobel de un brazo y la saco del cajón.
Ella se enderezó y lo miró a la cara.
–Puedo explicarlo –dijo con una calma que él estaba seguro de que era fingida.
–Ni una palabra –exclamó él. Acercó el rostro al de ella y agrego, sombrío–: Tengo mucho que decirte, muchacha, pero me escucharàs en privado.
Isobel miró a Michael desolada, mientras se levantaba la capucha para protegerse de la lluvia y se cubría con la capa. Deseaba que le fuera igual de fácil recuperar la dignidad, pero eso era imposible, porque cuando un hombre saca, de manera nada elegante, a una mujer de su cajón de depósito, mal puede levantar el mentón e insistir en que el suyo era un lugar digno.
Por lo menos, Michael había dejado de fulminarla con la mirada, lo que le hacía latir fuerte el corazón; pero no cabían dudas de que estaba furioso y ella no había esperado algo así. Tal vez fuera sorpresa, o incluso desconcierto y preocupación por que Hector Reaganach pudiera culparlo por lo que ella había hecho.
Después de todo, Michael parecía tener la costumbre de esperar lo peor.
Hasta ese momento, ella había pensado argumentar que Hector la culparía a ella por el incidente, como correspondía, y había pensado que la naturaleza bondadosa de Michael le permitiría aceptar su palabra. Pero ahora su enojo la abrumaba y la asustaba. No se atrevía a moverse ni a hablar por miedo a que el resultado fuera todavía peor.
–Ahí –dijo Michael, señalando–. Esa playa servirá.
Sin mirar a Hugo, Isobel supo que este había hecho algún gesto de protesta, porque la expresión de Michael se endureció, lo que la estremeció de miedo y le recordó la mirada que le había dirigido el primer día en la cueva. No le gustaba la idea de que la galera atracara, pero sabía que, si no se adentraban demasiado en la arena, después los remeros podrían sacar la embarcación con facilidad.
Hugo dio la orden y varios de los hombres miraron hacia atrás, percibiendo que algo andaba mal. Aunque más de uno quedó boquiabierto, ninguno permitió que su mirada se detuviera en ella.
–Querrás que bajemos el remolcador –dijo Hugo.
–No, pon una planchada –dijo Michael.
–Aquí es demasiado llano para acercarse lo suficiente. Se van a mojar los pies.
Michael no respondió. La lluvia se había convertido en una garúa gris y persistente.
–¿Quieres que vaya a la playa contigo? –preguntó Hugo.
–No, iré con la muchacha.
–Por favor –exclamó Isobel, sin poder guardar silencio un minuto más–, ¿vas a bajarme y a hacerme caminar de regreso a Lochbuie?
–Te merecerías que lo hiciera–dijo él, cortante–. Eso y mucho más, pero no he perdido la noción de mis responsabilidades en este asunto, créeme. No obstante, cuando haya terminado contigo, tal vez prefieras que te haya tirado por la borda y te haya dejado regresar nadando.
Dijo esto último con tanta calma que otro escalofrío le recorrió la espalda, y se dio cuenta de que lo había juzgado mal, que no lo conocía en absoluto.
La embarcación atracó sobre arena y guijarros y, sin decir una palabra e ignorando la protesta de Isobel, que aseguraba que podía caminar, Michael la levantó y esperó, con paciencia, a que los hombres pusieran la planchada.
Mientras él bajaba por la planchada, se sintió pequeña e indefensa en sus brazos, aunque también segura, lo cual, considerando que él estaba dispuesto a matarla, parecía muy extraño. Como la planchada terminó en el agua, que le llegaba a Michael a la rodilla, él comenzó a vadear rumbo a la costa. Cuando ella intentó hablar, él la cortó en seco:
–Me has colmado la paciencia, muchacha. Hace dos noches que no duermo; estas botas eran nuevas hace quince días y tengo muchas ganas de estrangularte. Así que mantén tu maldita lengua quieta o, por los cielos, permitiré que el impulso guíe mis acciones.
Isobel apretó los labios, pero la tentación de decirle lo que pensaba estuvo a punto de dominarla. Desde hacía mucho se enorgullecía de su habilidad para mantenerse en sus cabales ante cualquiera, incluso ante Hector el Feroz, pero, para su sorpresa, no tenía deseos de poner a prueba a Michael St. Clair, al menos, no en ese momento.
Él la llevó con suma facilidad y rapidez hasta la playa, pero no la bajó hasta que no estuvieron a cierta distancia dentro del bosque de hayas que había más allá de la línea de pleamar. Cuando la dejó en el suelo, ella no sintió alivio, solo un profundo resquemor.
El hecho de que los hombres de la galera ya no pudieran verlos le pareció al mismo tiempo una bendición y una fuerte razón para aumentar su temor por lo que pudiera hacer Michael. Al menos, la espesa bóveda de hojas los protegía de la lluvia.
Las manos de él se cerraron sobre los hombros de Isobel.
–¿Estás loca? –le preguntó–. Ya no quieres tener nada que ver conmigo, ¿qué bicho te picó, entonces, para que te escondieras en mi barco?
–¡No me escondí en tu barco!
Él la sacudió.
–De todas las inútiles mentiras que has dicho, esta es la más flagrante. ¿Cómo puedes decir que no cuando te encontré escondida en ese cajón?
–Por favor, Michael, déjame explicar.
–Te escucho –dijo él, sombrío, clavando los dedos con tanta fuerza en sus hombros que ella pensó que le dejarían marcas.
Isobel tragó saliva y sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.
–No fue así. Tenía curiosidad. No estaba tratando de esconderme de ti, ni siquiera de esconderme en tu barco. Quería verlo porque me encantan los barcos y El cuervo es tuyo, y porque es más grande que el de Lachlan.
Él no dijo nada y ella se preguntó si a él le había gustado, aunque más no fuera un poquito, que ella se hubiera dado cuenta del tamaño de su barco. Los hombres siempre se enorgullecían de sus barcos.
Cuando los ojos de él se entrecerraron, amenazadores, ella se apresurò a agregar:
– No quería que Mairi me encontrara, porque...
–¿Por qué no? –preguntó él, al ver que vacilaba–. Si no estabas haciendo nada malo, ¿por qué tenerle miedo a lady Mairi?
Ella se mordió el labio, recordó que Hector diría que no tenía nada que hacer en el barco de Michael, y que si su cuñado lo decía, lo diría Lachlan y, por su aspecto, Michael también lo creía.
Ella suspiró.
–Pensé que no te molestaría que lo mirara, pero creo que me equivoquè. Sé que Hector diría que no tendría que haber subido, y...
–Y tuviste miedo de que Lachlan Lubanach o su esposa aseguraran lo mismo.
Su voz sonaba más cordial y parecía que su acostumbrada calma había regresado, y ella sintió el impulso de decirle que eso era lo que había temido. Pero apenas abrió la boca, las palabras se le congelaron en la garganta y la honestidad ganó la partida.
–No... no pensé en Lachlan –admitió–. Él casi siempre está de acuerdo con Hector, pero te diré que Mairi... anoche... se refirió a ti como "mi" Michael, y yo sabía que iba a seguir burlándose de mí si me veía en tu barco. No voy a negar que también temí que Lachlan no lo aprobara y sabía que Hector tampoco lo haría. Pensé que a ti no te molestaría, pero cuando los oí venir quise ocultarme, y eso hice. Entonces ustedes subieron a bordo y yo no pude...
Se interrumpió, mordiéndose el labio, pensando cómo explicar sus sentimientos.
–No pudiste confiar en mí, ni en esa supuesta bienvenida que dices que yo te habría ofrecido si me decías que estabas allí –dijo Michael en un tono que hizo que ella deseara poder negar su afirmación–. En cambio, permaneciste en absoluto silencio hasta que estuvimos lejos de Lochbuie y yo mismo te descubrí.
–No pensé...
–Eso es cierto, muchacha. No pensaste –dijo, con brusquedad.
–No entiendes.
–Eso también es cierto –afirmó él, pero su tono convirtió la afirmación en otra acusación–. No sé qué juego estás jugando conmigo –prosiguió–. Pero sea el que fuere, te aviso que debes tener cuidado. No sabes en los asuntos en que te metes, ni conoces nada de mí para comprender el peligro, pero pronto lo sabrás si sigues con estos trucos.
–Si solo me escucharas...
–Si hubieras aceptado casarte conmigo, te habría contado todo lo que hubiera podido. Pero tu negativa hizo innecesario ese paso. De todas maneras, ahora no estamos hablando ni de mí ni de mis secretos. Tú ya dejaste en claro que tu deshonra no es una preocupación primordial para ti, de modo que tampoco debemos considerar ese punto. ¿Que esperabas que hiciera cuando te hallara en el cajón?
Ella vaciló y trató de adivinar el humor de él, preguntándose si su calma era real, como para saber si podía hablar con franqueza.
Él la miró, a la espera de su respuesta. Su quietud en un lugar tan solitario parecía más formidable aun que la ira de otros hombres. Ella dudó.
–¿Cuándo pensabas dejarte ver? –le preguntó con ese tono amable.
–No lo sé –dijo ella, más rápido de lo que habría querido–. No tenía idea de qué hacer. Para ti es muy cómodo, pararte allí a decirme que tendría que haberte dicho que estaba y eso, pero a mí no se me ocurrió. Cuando tú, sir Hugo y todos esos remeros subieron a bordo, me quedé congelada donde estaba y solo deseé que me tragara la tierra antes de tener que enfrentar las consecuencias.
–Entonces, permíteme que te formule la pregunta de la siguiente manera –dijo él, aún calmo–. ¿Qué piensas que debo hacer contigo ahora?
Sus manos seguían tomándola de los hombros, pero ya no le hacían daño. Su semblante era respetuoso y calmo. Ella se armó de coraje.
–Sé que no quieres recorrer todo el camino de regreso a Lochbuie, de modo que tal vez te resulte más conveniente llevarme al Norte contigo.
Los dedos hicieron presión sobre sus hombros, pero él siguió mirándola a los ojos, buscando algo en su mirada.
–¿Y exactamente qué esperas que suceda, muchacha, si llegamos juntos a Kirkwall?
–Me imagino que sir Henry me ofrecería su protección.
–Sí, claro, ¿por qué no? Aunque lo que debes pedir es la protección del obispo, no la de Henry, ya que nos alojaremos en el palacio del obispo. Pero, sin duda, siendo un hombre de la iglesia, su eminencia será generoso y, también, sin duda, mi madre con gran placer te ofrecerá su protección.
–Je parece? –preguntó ella, dubitativa.
–No, mi querida, inocente hasta la exasperación, no me parece. Mi madre te comerá cruda. Lo que si creo es que has perdidoel juicio. ¿En verdad me tienes en tan baja opinión como para creer que harè mas de lo que ya hice para ayudarte en tu propia destrucción? No, no me contestes, porque no quiero oír más tonterías, y tengo otras cosas para decirte. Es mi firme convicción –continuó cuando ella se mordió el labio– que alguien tendría que haber sido más estricto contigo hace mucho tiempo para protegerte de ti misma. Que tu padre no lo haya hecho no me asombra, porque tenía ocho hijas y no hay hombre que pueda con tantas. Que tu padre adoptivo no lo haya hecho sí me sorprende, pero es su deber ahora, sin duda, rectificar esa omisión. ¿Cómo piensas que reaccionará él si te encuentra en Kirkwall? Pronto él será huésped de mi hermano, tú lo sabes. ¿Esperas que Henry te proteja de Hector?
Ella no quería pensar en eso, y tampoco creía que esa pregunta mereciera respuesta. No obstante, sus reproches comenzaban a afectarla y deseó que se detuviera.
–Al parecer crees que puedes hacer lo que se te dé la gana–continuó él con el mismo tono informal–. Y ese es otro punto con el que Hector Reaganach debe lidiar; a mí no me corresponde. Si lo hiciera, te encontrarías boca abajo atravesada sobre mis rodillas en este momento, aprendiendo una lección. Así como están las cosas, volverás a Lochbuie.
–¡Pero yo pensé que me ayudarías! Me besaste, entonces yo pensé que...
Él la tomó otra vez con fuerza de los brazos y cuando ella levantó la vista, sorprendida, él aprisionó la boca sobre la suya y la besó con fuerza, deslizando los brazos alrededor de sus hombros y acercándola contra su cuerpo mientras apretaba sus labios contra los suyos y se los entreabría con la lengua.
Ella suspiró, lo abrazó y le devolvió el beso.
Bruscamente, él volvió a tomarla de los hombros y la apartó. Luego, sin soltarla, dijo, muy grave:
–Como ves, te es muy fácil hacer que te bese, muchacha, pero los besos no tienen nada que ver con el asunto que nos ocupa.
–Pero tú...
–¿Creìste que me ibas a hacer cambiar de idea con tus besos? No lo haràs. Quiero ayudarte, he llegado a quererte más en dos días de lo que jamás pensè que podía querer a ninguna mujer en mi vida, aunque juro que no entiendo por qué. Pero el hecho de que así sea me produce ahora una necesidad casi abrumadora de golpearte hasta que me pidas piedad a gritos.
–Pero, entonces...
Él levantó una mano, silenciándola.
––No te haré regresar caminando a Lochbuie, Isobel, pero vas a regresar a enfrentarte a Hector Reaganach. Y como me importa lo que te suceda, mi mayor esperanza es que él haga lo que yo ansío tanto hacerte ahora.
–¿Tú piensas que me escondí en tu barco para poder ir a Kirkwall? ––– preguntó ella, sintiendo todavía el vértigo del beso y de la inesperada declaración –. Te juro que no. Todo sucedió como te dije.
–Cómo sucedió no interesa en lo más mínimo. Lo que importa es que seguiste escondida mucho tiempo después, en lugar de hacer lo que era correcto; es por eso que los dos nos encontramos en esta difícil situación. Y mereces un castigo, muchacha, pero puedes intentar ver còmo funciona tu explicación con Hector Reaganach. Tal vez lo encuentres más comprensivo que a mí.