Capítulo 11
Michael se detuvo en el preciso momento de quitarse las prendas interiores y se irguió para mirar a Isobel, mientras la intuición en la que él tanto confiaba se debatía en su interior. Por un lado, le indicaba que ella le decía lo que para ella era la verdad. Por otro lado también le sugería que podía confiar en Hector Reaganach, el almirante, el lord de las Islas. Era lógico que o los mellizos Maclean y MadDonald no sabían nada de esa locura o Isobel estaba equivocada.
Se preguntó cuánta paciencia tendrían los que los esperaban y miró hacia la puerta, pero la había cerrado bien, y no creía que lo interrumpieran sin otro motivo que su propia impaciencia. Decidió que eso, de todos modos, no importaba cuando era su vida y la de ella lo que estaba en juego, guardó silencio para terminar de desvestirse y meterse en fa cama junto a ella.
Ella se encogió ante él.
–Me equivoqué, mi amor –dijo–. Está claro que debemos hablar de este tema antes de proseguir, pero quiero abrazarte, si puedo, mientras hablamos.
–Entonces me crees –manifestó ella con un alivio que a él le reforzó la certeza de que ella consideraba verdad lo que le había dicho.
–Te creo. Ahora, ven aquí. –Estiró el brazo en silencio hasta que ella se acercó y apoyó la cabeza en su hombro. Él la acercó todavía más y le acarició el brazo desnudo con la yema de los dedos, deleitándose en la sedosa suavidad de su piel y esperando que ella se tranquilizara y se sintiera cómoda con él.– Cuéntame otra vez cómo murió lady Nlariota.
Ella vaciló como si estuviera eligiendo las palabras.
–Hay un acantilado arriba del castillo.
–¿Chalamine?
–No, aquí en Ardtornish. Lo llaman Creag nan Corp.
–Sí, claro, lo oí nombrar –dijo él–. Es la roca del castigo de los MacDonald, pero no creo que tu hermana haya sido una delincuente castigada a morir en las rocas.
–No –dijo Isobel–. Nosotras... estábamos en los acantilados un día, Cristina, Mariota y yo, y... –Esta vez su vacilación duró más, pero él esperó e hizo una mueca cuando ella agregó–: Mariota y yo nos caímos. Nos aferramos a unas ramas, pero Cristina pudo alcanzarme a mí nada más. Mariota... –Volvió a callar, apretó fuerte los labios como si no confiara en su voz.
Él se estremeció al pensar que bien podría no haber conocido la historia. Se puso de costado, la abrazó y la miró a los ojos; deseó haber dejado las cortinas descorridas para ver con mayor claridad su expresión. Le pareció que su cambio de posición la había puesto incómoda, pero no pensó que esa incomodidad se originara en un miedo sexual.
Ella apartó la mirada y él, sabiendo que el tema le era desagradable, agregó:
–Ha de haber sido aterrador.
–Sí, yo no tenía más que doce años.
Él esperó y la dejó que hablara con sus tiempos, sabía que era probable que ella le contara toda la historia si él no la apresuraba.
La miraba con tanta atención que ella apenas podía respirar, pero, aunque había decidido compartir con él su preocupación sobre la locura de Mariota, no podía pronunciar ninguna palabra. Las pocas que habían salido de su boca daban vueltas alrededor de lo que ella quería decir, pero no lograban ser claras. Una voz interior la atormentaba y le recordaba que no estaba diciéndole toda la verdad a su esposo y, a la luz de la anterior advertencia de él, su mirada firme la ponía nerviosa. En otras circunstancias, habría inventado cualquier razón para posponer la conversación. pero hacer eso ahora hubiera derivado en cosas mucho peores. Hizo un esfuerzo para sostenerle la mirada y deseó que él dijera algo.
–No... no sé cómo decírtelo –admitió por fin.
–¿Por qué estaban tan cerca del acantilado? –preguntó él.
Sintió el ardor de las mejillas, lo que la hizo agradecer que estuvieran en penumbras, mientras que la voz interior le decía, burlona, que tendría que haber sabido que él no aceptaría tan fácilmente su tonta descripción de la caída de Mariota. La curiosidad de él era tan activa como la suya y su determinación a encontrar respuestas era incluso más intensa.
Resistió la fuerte tentación de eludir su mirada que la atravesaba y dijo:
–Mariota ya estaba en la cima con Cristina cuando yo fui a su encuentro.
Él frunció el entrecejo.
–¿No habían salido las tres juntas?
–No, yo las seguí.
–Quiere decir que ya a los doce años andabas sola.
–Sí, a veces. –Ella hizo una mueca y agregó, más tajante.– Por favor, no me interrogues. Ya es bastante difícil contarte esto.
–Muy bien –dijo él. Su tono era amable, como siempre, pero ella detectó la urgencia que le indicaba que él quería que fuera al grano.
Cerró los ojos para no tener que mirar cómo esa expresión de amabilidad se convertía en una de horror; luego confesó:
–Mariota había amenazado con arrojarse del acantilado y, cuando Cristina trató de razonar con ella, intentó empujar a Cristina.
–¿Y tú cómo apareciste en escena?
Su tono era tan gentil que ella abrió los ojos y se preguntó si él había entendido mal, y volvió a cerrarlos y tragó saliva antes de continuar:
–Mariota me había dicho lo que iba a hacer y yo se lo conté a Cristina. Por eso Cristina fue tras ella.
–Es la mayor, es fácil de entender, aunque tendrían que habérselo contado a Hector, ella o tú. Pero si las seguiste solo por curiosidad...
Sabiendo que los hombres creen que las mujeres no pueden manejar las crisis sin ayuda de ellos, Isobel se apresuró a decir:
–Me asusté, y con razón, porque, cuando llegué, Mariota desafiaba a Cristina a pararse en el borde. Me di cuenta de que la situación era muy peligrosa y le grité a Cristina que no lo hiciera, pero ella siempre piensa bien de la gente, en especial de Mariota, porque la quería mucho, entonces me dijo que me callara la boca e hizo lo que mi hermana le pedía. Pero yo me bajé del caballo de un salto y corrí hacia ellas. Ninguna de las dos me prestaba atención, porque Mariota estaba empeñada en convencer a Cristina de que hiciera lo que ella quería y Cristina, en cambio, trataba de convencerla de volver al castillo. Entonces, Mariota la agarró y trató de empujarla, y yo corrí y tomé a Cristina y traté de traerla, pero Mariota no la soltaba, entonces intenté empujarla mientras tiraba de Cristina...
–... y tú y Mariota cayeron por el borde –continuó él cuando unas lágrimas que él no había visto la sofocaron y la hicieron quebrarse en llanto. Su voz se había vuelto ronca cuando agregó–: No te detengas, mi amor. Cuéntame lo que pasó después.
A pesar del tono, la calma de él la tranquilizó y dijo:
–Cristina trataba de alcanzarnos, pero no podía y cuando Mariota se dio cuenta de que aunque lograra rescatarme a mí no podría alcanzarla a ella, me... –Tragó saliva, casi sin poder creerlo, ni siquiera ahora, pero se obligó a continuar.– Michael, me agarró del pie y trató de trepar por encima de mí, pero yo... yo pateé y... y ella cayó.
Entonces, en torrente, los sollozos la sacudieron, pero Michael la atrajo hacia sí y la sostuvo con fuerza. No habló hasta que no pasó lo peor de la tormenta, y entonces murmuró:
–Llora, mi amor, hasta que ya no puedas hacerlo más. Te sentirás mejor.
Pero, con ese permiso, el manantial de lágrimas pronto se secó, e Isobel pudo recuperar el control de sí en un par de minutos.
Él le acarició los cabellos con suavidad, y la sensación de su cálida mano contra su cabeza fue reconfortante. Suspiró hondo y se relajo contra él.
–¿Mejor? –preguntó él.
–Sí –murmuró ella–. Pero no entiendo por qué perdí el control de esta manera... no creo que haya llorado tanto ni siquiera cuando ella murió.
–¿Piensas que, por haberla empujado, eres responsable de su muerte?
A ella se le hizo un nudo en la garganta y en el estómago ante esa expresión tan descarnada del pensamiento que le había rondado por la cabeza mientras describía lo sucedido, la idea de que ella era responsable, pero el sentido común entró en acción.
–Nunca antes se lo conté a nadie con esas palabras –dijo–. Apareció Hector, que fue quien me rescató, porque Cristina apenas podía sujetarme , y nosotros –Hector y yo– estábamos más preocupados por ella que por ninguna otra cuestión. Pero, ¿te das cuenta? Mariota tiene que haber estado loca para hacer lo que hizo.
–Mi amor, de lo que me doy cuenta es de que a los doce años eras tan valiente como ahora, y que si nuestros hijos tienen suerte, heredarán tu coraje y yo me enorgulleceré de ellos.
Su corazón comenzó a latir con fuerza, pero lo miró para saber si decía la verdad o si solo se sentía obligado a expresar algo semejante porque su orgullo se negaba a permitirse rechazarla tan pronto de haberla desposado.
Él le sostuvo la mirada y luego inclinó la cabeza para envolverle los labios con un cálido beso. Cuando ella se dio cuenta de que el beso se volvía más urgente, se apartó.
–Pero estaba loca –dijo–. ¡Tenía que estar loca!
–Yo pienso que lo más probable es que fuera una malcriada y que, si era tan hermosa, estuviese acostumbrada a salirse con la suya. Es probable que tratara de hacer eso, pero le salió mal –murmuró él–. Aunque estuviera loca, tienes otras seis hermanas y un montón de parientes, mi amor. ¿Cuántos de ellos están locos?
–Ninguno, que yo sepa –admitió ella–. Pero tendrías que preocuparte porque, casándote conmigo, podrías estar introduciendo la locura en la familia St. Clair.
Él rió.
–Lo que deba ser, será. Además, todavía no conociste a Henry.
Cuando lo hagas, puede que cambies de idea sobre quién está introduciendo la locura en la familia de quién y, además, dudarás de tu buen juicio al casarte conmigo.
–¡Por mi fe, que Henry será príncipe! Pero nuestros hijos... ¿qué pasaría si...?
–Nuestros hijos heredarán el coraje y la fortaleza de espíritu de su madre –dijo él, con firmeza–. Esas dos cualidades sobrepasarán cualquier tendencia a la locura.
–¿Estás seguro?
–Estoy seguro –aseguró él, con la misma firmeza–. Y ahora, muchacha...
Tres golpes secos a la puerta los hicieron saltar a ambos, y la voz de Hector tronó a través de la madera.
–Cambió la marea y el tiempo vuela. Si quieren correr con la ventaja de estar con nosotros cuando nos encontremos con sus enemigos, será mejor que se levanten de esa cama enseguida.
–No demoramos en estar con ustedes –dijo Michael.
–Por mi fe, ¿cómo podríamos? –dijo Isobel–. Es culpa mía, lo sé, pero...
Michael la hizo callar con solo ponerle un dedo sobre los labios.
–No vamos a consumar nuestro matrimonio con una unión apresurada, mi amor. Sería muy fácil que te hiciera daño, por un lado, y, por el otro, quiero disfrutar de mi esposa con más tiempo del que tenemos.
–¿Pero qué les diremos? Se van a dar cuenta de que estuve llorando.
–Sí, y si se dan cuenta, me culparán a mí –dijo él–. Si me haces el favor, no cuentes nada sobre esta conversación. Tu hermana te preguntará si todo ha salido bien, solo dile que sí y no hurgará más nada. Eso es algo bueno que descubrirás sobre ser una mujer casada. Por lo general, la gente se calla ante la menor insinuación de que están rayando lo indecoroso.
A ella se le hizo difícil creerle porque ninguna de sus hermanas había vacilado jamás en preguntarle cualquier cosa que quisiera saber, pero él ya estaba levantándose y tomando la ropa. Como la vio dudar, la miró de reojo, le sonrió y le arrojó la camisa.
–Ponte eso, muchacha. Te ayudaré a vestirte cuando me haya puesto las calzas. A menos que prefieras que mande buscar a la criada de tu hermana.
–No, gracias –dijo ella. Sabía que se estaba ruborizando al imaginarlo ayudándola a vestirse. Pero sería peor tener a Brona alrededor.
Se vistió lo más rápido que pudo y Michael le abotonó el vestido y ató las cintas sobre su espalda. Cuando ella hizo ademán de ir a abrir la puerta, él la detuvo con un gesto y luego, para gran asombro de Isobel, sacó su daga de la bota y se hizo un corte superficial en el brazo.
–¿Qué haces? –preguntó ella.
Él sonrió.
–Querrán ver sangre en las sábanas. Si la encuentran, nadie preguntará nada. ¿Tienes algo con lo que pueda vendarme el brazo después? –le preguntó.
–Solo un hombre se acuerda de vendarse después de manchar de sangre toda la alfombra –dijo ella de manera rotunda, mientras tomaba la daga de manos de él y la usaba para cortar una tira de su enagua de franela roja. Tienes que arreglarte con esto. Espero que la manga te lo tape.
Él rió, fue hacia la cama y, con cuidado, manchó la sábana con sangre.
–Por mi fe, es un lino tan bueno, y pertenece a su merced y a la princesa Margaret –exclamó ella horrorizada al pensar que los demás iban a creer que era su sangre.
–Así es –dijo él sonriendo–. ¿Vas a ocuparte de mi herida?
Entre los dos vendaron el brazo y bajaron la manga sobre la venda. Entonces, después de mirar a su alrededor para asegurarse de haber recogido todas sus pertenencias, él le puso la capa sobre los hombros y le ató los cordones bajo el mentón. Ella volvió a dirigirse a la puerta, pero él la atrajo hacia sí y la besó.
–Gracias por contarme, mi amor –dijo–. Hacía falta coraje, lo sé, pero espero que siempre encuentres el valor necesario para decirme aquello que consideres que debo saber.
Ella lo miró a los ojos y se preguntó si algún día conseguiría entender a ese hombre con el que se había casado. Pero no tuvo tiempo para seguir pensando, porque Hector volvió a golpear a la puerta.
Esta vez, Michael abrió, le pasó a ella el brazo por los hombros, y dijo:
–Estamos listos, señor. Los seguimos.
Hector miró a Isobel y, por la culpa que le daba a ella el engaño que habían pergeñado, le subió el calor a las mejillas y tuvo que esforzarse por sonreír.
Pero, como había predicho Michael, Hector no preguntó nada. Se volvió a Brona, que estaba a sus espaldas con un bulto de sábanas limpias, y le dijo:
–Ocúpate de la cama, muchacha, y de prisa. El barco de las mujeres te esperará a ti y a las criadas de su merced. Camino a la escalera, agregó–: Se me ocurrió que preferirías que se ocupara Brona de la cama y no la gente de su merced.
Michael le dio un apretoncito en el brazo y ella disimuló una sonrisa, mientras seguían a Hector por el empinado acantilado hacia las galeras que esperaban. Ella había aprendido hacía ya tiempo que a los hombres les encanta señalarles a las mujeres cuán inteligentes son.
En el muelle, Hector le dijo a Michael:
–Ahora tenemos quince barcos, de modo que hemos decidido poner a las señoras y las criadas en dos, cerca del final de la flotilla, con otra nave que cierre la retaguardia. Tenemos suficientes hombres armados con arcos, flechas y dagas, y otras armas a mano por si se necesitan. Pero queremos mantener a las mujeres lo más seguras posible y lejos de la acción, si la hay.
–Sí, es una buena idea –dijo Michael–. Y, con todo respeto, sir, sugiero que nosotros, incluido Hugo y el almirante, viajemos por separado.
–Pero puede que de vez en cuando tengamos necesidad de consultarnos algo –adujo Hector.
–Sí, sir, pero yo conozco los métodos de mi primo Waldron. Cree que es conveniente cortarle la cabeza a cualquier animal que lo ataque, por eso considero que, si nos ve a todos juntos en una galera, puede que ignore los otros barcos y envíe todas sus tropas a destruir solo esa.
Hector asintió.
–No es lo usual en la batalla, porque resulta suicida para los atacantes. Pero es cierto que si un comandante está dispuesto a sacrificar otros barcos llenos de hombres para derrotar a un navío de una flotilla, bien puede tener éxito.
–Sí, porque un animal sin cabeza muere rápidamente –dijo Michael–. Al menos, eso dice Waldron. No se preocupes de que Hugo o yo podamos ponernos al frente o contradecir órdenes que usted o el almirante hayan impartido –agregó con modestia–. Aunque Hugo es un excelente soldado y entiende a Waldron tan bien como yo, también sabemos seguir órdenes. Es más, ambos estamos al tanto de lo sobresalientes que son ustedes dos como comandantes.
Isobel, que hacía tiempo que se especializaba en adivinar a Hector Reaganach, vio la mirada de astucia que este le dirigió a Michael.
–No me preocupan las insubordinaciones, muchacho. Es más, te diría que, si alguno de los dos ve una oportunidad de afectar el resultado final de una confrontación, si se presenta, espero que tengan el buen tino de seguir sus intuiciones.
–Gracias, milord.
Isobel lo miró mientras se preguntaba cuántas personalidades coexistían en su esposo. Al hablarle a Hector, Michael no se parecía en nada al hombre que la había obedecido en la caverna. En todo caso, parecía que había accedido a seguir a Hector solo porque ya conocía y respetaba su reputación como soldado.
–Muchacha, te llevaré con las otras mujeres –indicó Michael.
–No quiero viajar con ellas –dijo ella. Estaba segura de que, aunque Brona y Meg Raith, la criada de Mairi, podrían llegar a respetar su nuevo estado civil como para olvidar la confianza que tenían con ella v abstenerse, por lo tanto, de preguntarle sobre el lecho matrimonial, Cristina y Mairi no lo harían.
–Eso está fuera de toda discusión –replicó Michael–. Podemos encontrarnos en medio de una batalla apenas lleguemos a la entrada del canal. En esa eventualidad, la galera insignia no es lugar para una mujer.
–¿Con honestidad, crees que un primo tuyo atacaría un barco en el que viajara una mujer? –preguntó ella.
–Sí, lo creo –contestó él–. Oíste lo que le dije a Hector Reaganach y tú misma conociste a Waldron, por lo tanto tendrías que entender que él no ve más que su objetivo. No habría vacilado en hacerte daño en la cueva si con eso hubiera logrado que yo le revelase todo lo que sabía.
–Pero tú dijiste que no sabes nada de lo que él te preguntaba.
Él la miró.
–Así es–dijo él–. Hasta puede que algún día lo convenza de eso.
Ella se volvió y miró hacia el agua mientras pensaba en sus palabras. Lo que había entendido no era ni agradable ni la convencía.
–Tenemos quince barcos, muchos de ellos equipados con arietes –explicó Isobel–. Ellos no pueden tener tantos. Ni creo, a pesar de lo que dices, que los remeros de tu primo carezcan de un mínimo de consideración hacia las mujeres, aunque él no la tenga.
–No te equivoques con Waldron –dijo Michael, con más dureza de la que ella jamás le había oído. No hay nadie que trabaje para él en cuya lealtad él no confíe y todos sus hombres saben cuál es el castigo por la desobediencia. Morirán por él, muchacha, sin cuestionamientos ni demoras, o él mismo los matará.
–Por mi fe, ¿qué clase de hombre es?
–Un asesino de alma... un desalmado homicida. Recuérdalo.
–No conozco esa palabra, "asesino" –dijo ella frunciendo el entrecejo.
–Es una palabra en otro idioma –contestó él–, una palabra que conocí por mi padre, que la aprendió a su vez del suyo. Esperemo, que nunca sea tan común para aquí que todos la conozcan, pero tú debes saberla para entender a Waldron.
–¿Pero de qué idioma viene? Yo pensaba que tu primo era un hombre de tu mismo clan.
–Lo es, pero del lado francés –dijo Michael–. Los miembros de nuestro clan vinieron a Bretaña desde Normandía con Guillermo el Conquistador. Waldron habla inglés y gaélico con fluidez porque aprendió ambos idiomas y es francés de nacimiento. También domina otras lenguas que fueron parte de su educación como soldado. Pero no tenemos más tiempo para esto ahora –agregó mientras miraba a lo lejos.
–Pero esa palabra "asesino" no es ni gaélica, ni inglesa ni francesa –protestó ella.
–Por favor, muchacho –tronó Hector a espaldas de ella–, terminen con esas tonterías y haz subir a esa muchacha a bordo. Tenemos que subir a las otras también y no hay mucho tiempo.
–Sí, sir –contestó Michael con una sonrisa culpable–. Me disculpo, aunque seguro que sabes la causa de mi retraso. Pórtate bien, muchacha –agregó. Le dio un sonoro beso y la subió al barco de las mujeres antes de que a ella se le ocurriera una réplica que hiciera que Hector se preguntara cosas que ella no quería que él se cuestionase.
Isobel fue recibida con entusiasmo cuando se sentó en el mullido banco entre su hermana y lady Mairi. Vio que las criadas se sentaban en una segunda nave, que también tenía veintiséis remos y que ostentaba el estandarte con el barco negro del lord de las Islas sobre el del Clan Gillean.
También reparó en que Michael fue de inmediato a El cuervo a hablar con sir Hugo, que lo recibió con una inmensa sonrisa y una palmada en el hombro. Conversaron un momento nada más y enseguida Michael fue hacia Hector y Lachlan, que hablaban en el extremo del muelle, cerca de las escaleras que se dirigían hacia el acantilado.
Para alivio de Isobel, Mairi y Cristina no le preguntaron nada sobre la consumación de su matrimonio, sino que se pusieron a conversar de otros asuntos triviales y la dejaron sola pensando. Poco después, vio que la princesa Margaret y sus dos criadas descendían por las escaleras del acantilado. Casi sin perder tiempo, Lachlan la acompañó a la galera de las mujeres y se ocupó de instalarla cerca del codaste con sus criadas. Las tres ocupaban los asientos más protegidos del viento y de la espuma.
–Pido disculpas si causé alguna demora –dijo Margaret–. Su merced me mandó buscar porque quería saber si la vela bordada que enviaba de presente a sir Henry para su galera insignia estaba a bordo. Y está, claro. –Sonriéndole a Isobel, agregó–: Esta te ha de parecer una manera muy extraña de comenzar la vida de casada, mi querida.
–Ah, no, su merced –la tranquilizó Isobel–. Adoro la aventura y viajar al norte en tan buena compañía y para un acontecimiento semejante es apasionante.
–Ya veo. Bien, me ha explicado Lachlan Lubanach que, si esos barcos cerca de Mingary no nos demoran demasiado, tendríamos que estar llegando a Skye esta noche. Enviará un navío adelante apenas estemos libres de peligro, me dijo, para avisarles a Macleod de Glenelg y a Gowrie de Kyle Rhea que nos esperen y para invitarlos a unirse a nuestra flotilla.
Isobel se mordió el labio inferior.
–¿Qué te pasa? –le preguntó Cristina en voz baja–. ¿Estás bien?
–Ah, sí –se apresuró a decir Isobel–. Pero estaba pensando que nuestro padre pronto sabrá que me casé. No quiero ni imaginarme lo que va a decir.
–Por favor, ¿temes que se disguste?
–Sí, claro –dijo Isobel–. Cualquier plan que no se le haya ocurrido a él lo disgusta.
–Pero un matrimonio que te introduce en la familia St. Clair no le disgustará –contestó Cristina–. Dice Hector que poseen riquezas incalculables. Semejante relación no hará más que aumentar el poder de nuestra familia, Isobel. No solo nuestro padre lo aprobará, sino los Macleod de todas las islas.
La joven frunció el entrecejo.
–Yo también oí decir eso y supongo que sí, que sir Henry es rico, pero no veo cómo puede serlo Michael. Cierto que, al parecer, tiene su propia galera o, al menos, usa una de las galeras de su hermano, y es amo del castillo de Roslin, pero eso no es más que un título. El dueño del castillo es Henry.
–Me dijo Hector que sir Michael fue muy generoso con su aporte matrimonial y que sir Henry no tendrá nada que decir al respecto, a menos que desee aumentarlo –dijo Cristina–. Nadie, y menos nuestro padre, condenará tu matrimonio.
Había levantado la voz y llamó la atención de Mairi, que había estado conversando en voz baja con su madre pero que se volvió y le sonrió a Isobel.
–Cristina tiene razón–dijo–. Pase lo que pase hoy, Isobel, no debes preocuparte por la reacción de tu padre. A decir verdad, su merced ha tenido muchas objeciones respecto de tu padre, pero siempre ha reconocido que Macleod es casi tan práctico como él. Incluso que pocos hombres son más hábiles que él. ¿No es así, señora? –le preguntó a Margaret.
–Así lo creen, sin duda, tú y Lachlan Lubanach –dijo Margaret, con sequedad.
–Sí –afirmó Mairi con otra risita–. Y así encontrarás tú a Macleod, Isobel.
A la muchacha se le ocurrió que, incluso aunque Macleod aprobara, ella no estaba en absoluto segura de que había sido prudente casarse con Michael St. Clair. Sabría si eso era cierto solo después de conocerlo mejor, suponiendo, por supuesto, que él sobreviviera al encuentro que los esperaba un poco más adelante.
Michael dormitaba por momentos en la galera a la que lo había enviado Hector. El timonel conocía sus órdenes y el capitán estaba al mando, lo cual le daba al joven esperanzas de no tener que participar en lo más mínimo en lo que ocurriera cuando llegaran al extremo occidental del canal de Mull.
El golpeteo del gong del timonel lo importunaba, pero el ritmo, a su vez, lo serenaba. Aunque estaba tan tranquilo como puede hallarse cualquier hombre en un barco en movimiento sobre aguas protegidas – si bien también rápidas–, sus párpados rara vez se cerraron del todo, lo que le permitía divisar lo suficiente como para sorprender alguna que otra sonrisa de los remeros que descansaban y lo miraban; no tenía duda de que los otros que no veía también sonreían. Nada de eso le molestaba.
También observaba a los hijos mellizos de Gillean en los dos barcos insignia. Vio que el buque de Hector iba a cierta distancia delante del de Lachlan, como era de esperar, ya que era su deber proteger al lord supremo almirante. Michael también reparó en que Lachlan estaba cerca de su timonel y parecía escudriñar, en lugar del agua frente al barco, la costa norte del canal. Más de una vez Michael detectó señales entre las cimas de los montes, que podían ser antorchas que se movían de un lado a otro o algún material que reflejaba los rayos del sol.
En un momento, los remeros del almirante aminoraron la marcha para que El cuervo pudiera alcanzarlos y Michael oyó que Lachlan le gritaba a Hugo:
–¡Seis barcos, no cuatro! Están emboscados a corta distancia al oeste de Mingary.
Hugo hizo un ademán con la mano y Michael lo imitó para que Lachlan Lubanach supiera que lo habían oído. El barco del almirante continuó despacio a la espera de que él también lo alcanzara. Él estuvo tentado de hacerlo, aunque más no fuera para asegurarse de que Lachlan comprendiera que seis barcos eran un gran peligro, incluso contra una docena de los suyos, si quien los comandaba era Waldron de Edgelaw. Pero él ya sabía cómo eran los mellizos Maclean y, seguro de que ninguno de los dos dejaba tales detalles librados al azar, le indicó a Lachlan que siguiera. Ahora alcanzaba a ver el castillo de Mingary, donde el canal hacía una curva cerrada hacia el oeste.
Miró hacia atrás para asegurarse de que los barcos de las mujeres estaban alejados y vio que solo los seguía uno y que los otros dos habían reducido la marcha, de modo que ahora había tres galeras bien armadas protegiéndolas y supo que no debía preocuparse. Sus propios capitanes tenían órdenes de dar vuelta en redondo y regresar a Ardtornish al menor indicio de que los que iban al frente corrieran peligro de no controlar el conflicto.
Tampoco debía preocuparse de que Isobel pudiera tomar los asuntos en sus manos. Ni siquiera ella podía ser tan valiente como para desafiar a la princesa Margaret; mucho menos convencer a los remeros, timoneles y cinco capitanes de su merced de no cumplir con el deber que le habían jurado.
El hecho de que el grupo de batalla quedara así reducido a diez barcos lo hacía meditar, pero, a medida que las naves delanteras se acercaban a la entrada del canal, encontraban que todo parecía estar sereno más adelante. Ahora sonaban solo cuatro gongs, pero Michael vigilaba el barco de Lachlan. De repente, un estandarte de un rojo brillante trepó al tope del mástil para unirse a los otros dos. Y él buscó los tres barcos equipados con arietes.
Aunque el ritmo de los cuatro gongs continuaba sin ningún cambio, los remeros de los tres barcos con arietes aumentaron el ritmo al doble, por lo cual pasaron a los barcos insignia que, a su vez, aumentaron la velocidad para mantenerse junto a los de los arietes. Los hombres, que recibían sus instrucciones mediante las señales manuales de los capitanes, se pusieron en formación. Michael se dio cuenta de que quien oyera, pero no pudiera ver las diez galeras, solo percibiría los gongs de cuatro.
Toda la zona, que incluía la península Ardnamurchan, al norte, la costa septentrional del Mull, al sur y la Isla de Coll, al oeste, era territorio de MacDonald, controlado por el lord de las Islas y sus leales seguidores. Por lo tanto, había escasas posibilidades de que cualquier espía que no fuera del mismo MacDonald estuviera agazapado cerca. Pero Michael había aprendido hacía ya tiempo a no subestimar a Waldron.
En el momento en que ese pensamiento le surgió en la mente, recordó la advertencia de Hector de que era probable que el abad Verde de lona y otros miembros del clan Mackinnon apoyaran a Waldron, aunque más no fuera porque este aducía representar a Dios y al Vaticano.
La Isla de Mull albergaba no solo a la gente de MacDonald y a los miembros del clan Gillean, sino también a muchos Mackinnon. Un buen número de ellos podría estar observándolos desde la costa sur del canal, así como los hombres de Lachlan vigilaban desde el norte. Y esos Mackinnon también podían ser hábiles para pasarse señales e incluso informara los barcos de Waldron, que con facilidad estarían emboscados hacia el sur, fuera de la visión, entre la Isla Sagrada y la costa occidental de Mull.
Michael verificó que tenía la daga a mano en la bota y tambìen u su pequeña espada y su escudo. Era más probable que necesitai este último, sobre todo porque las flechas eran una gran amenaza en una batalla naval, pero a él le gustaba estar preparado para cualquier eventualidad.
Lo irritaba encontrarse tan atrás de la vanguardia, en especial cuando Hugo y El cuervo se habían adelantado, pero había acordado hacerlo, De hecho, su primo le recordó que, por eso, Waldron siempre tendìa a subestimarlo, lo cual terminaría resultando una ventaja en cualquier
futura confrontación.
A medida que viraron hacia el oeste, ocho barcos que precedian al suyo se unieron con rapidez. Y en buen momento, pensó Michael cuando bordearon la punta de la península. Miró el mar, más picado ahora, al abrirse hacia el sur, pero unos gritos lo hicieron divisar dos barcos que avanzaban hacia ellos desde la tierra firme al norte de Ardnamurchan. Apenas los hubo visto, otros dos aparecieron desde el sur y otros dos más desde detrás de él, cerca de Oronsay. Waldron había querido enii cerrarlos en un círculo de guerreros.
Cuando los barcos con los estandartes del lord de las Islas siguieron juntándose, los seis navíos enemigos apuntaron hacia El cuervo, que se había apartado apenas de los otros. Él se dio cuenta entonces de quien feuera que comandaba al enemigo tenía órdenes de tomar su barco y que suponía que él iba a bordo. Vio también que Hugo estaba muy a la vista en el codaste, tomándose del cabo que llevaba al mástil. El sabía que, desde lejos, su primo y él eran muy parecidos.
Hubo gritos y los arqueros de los primeros barcos soltaron una lluvia de flechas a sus agresores, que devolvieron el ataque. El barco de Michael aumentó la velocidad para unirse a los demás y él vio que el ene migo se cerraba sobre ellos. Los remos se elevaron cuando una galera grande –la de Hector, pensó él– se acercó al más grande de los barcos Waldron.
Los ganchos se abordaje volaron por el aire y los hombres unieron has embarcaciones con rapidez. Otros dos de la flotilla se acercaron y comenzaron también a lanzar los ganchos, tarea nada fácil sobre las olas del mar abierto que sacudían los barcos y rompían contra ellos.
Los restantes navíos se unieron de prisa en forma de rueda, con los codastes hacia afuera y la popa hacia adentro, creando una inmensa balsa de defensa con El cuervo en el centro. Más hombres tomaron los arcos y comenzaron a arrojar una lluvia de flechas a los enemigos. Otros abordaron los dos barcos contrarios antes de que la galera de Michael quedara enlazada con el resto y él viera uno de los barcos de Waldron irse a toda prisa.
A las flechas siguieron las piedras y alguien de la flotilla tiró una con tanta fuerza que el hombre al que golpeó cayó al agua. Sus compañeros lograron asirlo y subirlo a bordo, pero estaba muerto o inconsciente porque no se movía.
Las armas de Michael estaban desenvainadas y apenas su barco estuvo lo bastante cerca como para que él saltara al siguiente, se arrojó al centro de la lucha.