Capítulo 12
Isobel miraba la batalla horrorizada. Se había desencadenado muy rápido y había pasado de ser un enjambre de barcos a un conjunto de cuerpos en movimiento y espadas fulgurantes. Por momentos veía la galera donde iba Michael y al siguiente instante esta se había confundido con las otras. Solo podía identificar El cuervo en el centro y el barco de Lachlan, porque sus estandartes diferían de todos los demás. Se dio cuenta de que estaba de pie en su banco y aferrada con tanta fuerza a la borda, que tenía los nudillos blancos, pero no se acordaba de como había llegado hasta allí.
Todas las mujeres estaban de pie, observando con la misma tensión que sentía Isobel. A pesar de la insistencia de Michael al decir que él era un hombre de paz, ella sabía que se hallaría en lo más encarnizado de la lucha. Los hombres parecían saltar unos encima de otros y también de un barco al otro en medio de la pelea. Vio lanzas que volaban y espadas que relucían, oyó alaridos de batalla y los gritos de los heridos, aunque ya el ruido había disminuido. Los barcos del lord de las Islas eran más grandes que los de los atacantes y los superaban en mas de la mitad.
Al mirar hacia las tres galeras que se habían quedado por atrás para cuidar los barcos de las mujeres, comprendió, por la expresión de los hombres a bordo, que se sentían excluidos. Entendió su frustración. Aunque no deseaba pelear, sí quería, con fervor, estar más cerca y poder ver mejor. Así como estaba la situación, el capitán de su barco ordenó a los hombres que retrocedieran, que mantuvieran la galera en su lugar y lista para partir al menor indicio de que la suerte de la batalla cambiara. No obstante, lsobcl no temía eso, solo tenía miedo de que Michael pudiera salir herido o que le pasara algo peor.
Cristina también parecía preocupada, pero Mairi, en cambio, no y, si bien Isobel no podía obligarse a estar tan tranquila como ella parecìa estarlo, la confianza de una mujer mayor calmaba su ansiedad. Al ver que uno de los barcos atacantes había logrado escabullirse y se dirigìa a toda velocidad hacia el sur, ella quiso gritarles a los otros barcos que lo persiguieran. Miró a su capitán, pero, aunque este observó al navìo que partía con aire de derrota, no dio señales de amagar a seguirlo.
Minutos después, la batalla había terminado y, aunque para entoces otro de los barcos enemigos se había escabullido, era evidente que Hector y Lachlan se habían conformado con dejarlo ir. Así, dos de los seis habían escapado, pero cuatro no.
–¿Ves a Hector o a sir Michael? –preguntó Cristina–. Yo no los veo .
–El barco de Hector está acercándose al de Lachlan ahora –– dijo Mairi–. No te preocupes, estoy segura de que están todos a salvo.
Isobel no tenía idea de dónde estaba Michael.
–No sé cómo puedes distinguirlos –le dijo a Mairi–. Yo los veo a todos iguales, salvo al del almirante y El cuervo.
Mairi sonrió apenas, pero no dejó de mirar. Solo entonces Isobel sospechó que ella no estaba tan confiada como había querido hacerles creer.
Habían abordado los cuatro barcos enemigos y tomado el control de ellos con rapidez. Michael estaba seguro, tanto por la rápida retirada de los dos navíos, que habían huido cuando vieron hasta qué punto los superaba la flotilla, como por la rápida rendición de los otros, que Waldron no los había comandado. Tenía fuertes sospechas de que al menos dos de las galeras que habían partido pertenecían al abad Verde de Iona, pero se preguntó dónde habría conseguido Waldron las otras.
Cuando Lachlan lo encontró momentos después y le comunico que a los que se habían rendido les darían la usual elección de jurar lealtad al lord de las Islas, él le dijo:
–Con todo respeto, sir, no lo aconsejo. No se conseguiría mas que introducir espías de Waldron entre nosotros. En rigor de verdad , yo me preguntaba por qué atacó una fuerza tanto mayor que la suya, pero tal vez ese era su propósito: poner a sus hombres entre los nuestros, sabiendo que casi siempre los victoriosos les hacen ese ofrecimiento a los perdedores.
–Es interesante lo que dices –dijo Lachlan–. Solemos confiar en la palabra incluso de un enemigo si jura lealtad a su merced, pero al parecer los hombres de tu primo practican costumbres diferentes.
–Así es, sir –dijo Michael–. No dan su lealtad a nadie que no sea Waldron.
Lachlan asintió.
–Entonces informaremos lo que corresponda a su merced.
Se dirigió en voz baja a uno de sus hombres, le indicó entre gritos al capitán de otro barco que se adelantara a Glenelg para avisar a Macleod de su llegada y luego le ordenó al timonel que abriera paso. Cuando los barcos estuvieron todos separados, se volvieron hacia la costa de Ardnamurchan, donde desembarcaron a los tripulantes de los barcos capturados, que habían jurado fe y lealtad absolutas a MacDonald de las Islas, con instrucciones de que, si se dirigían a Ardtornish, podrían jurar fidelidad a su merced en persona y unirse a su servicio.
– Entretanto – les dijo Lachlan–, les retiraremos las galeras y las armas, para que no tengan que preocuparse de cargarlas. Es un leve castigo por haber atacado barcos de MacDonald de las Islas.
Entonces, asignaron nuevas tripulaciones a los barcos capturados con hombres de todos los otros navíos y volvieron a ponerse en marcha. Ahora eran una flotilla de diecinueve embarcaciones. Cuando dejaron Ardnamurchan, Michael se preguntó si Lachlan había recordado que debía a advertir a MacDonald sobre los hombres de Waldron. Al acordarse de la cantidad de señales que había visto temprano dirigidas el barco del almirante desde la costa norte del canal y también al hombre con el que Lachlan había hablado, sonrió, seguro de que ya debían tener todo bajo control.
Isobel estaba asombrada de que, a pesar de haber peleado en una batalla, los hombres pareciesen descansados y pudieran continuar el viaje casi al mismo ritmo que lo habían hecho para cruzar el canal de Mull. Había visto a Michael, incluso lo había saludado, pero, de manera extraña, el saber que estaba a salvo la había irritado en lugar la de aliviarla. Él no tenía la expresión de haber estado en peligro de muerte. Era evidente que la batalla había sido fácil.
Se detuvieron para almorzar, pero no llevaron los barcos a la costa, sino que los unieron otra vez para que los remeros pudieran descansar mientras los demás vigilaban. Comieron carne fría con pan y cerveza.
A ella le habría gustado hacer lo mismo que muchos de los hombres y saltar de un barco al otro, aunque más no fuera para preguntarla a Michael, ahora que la batalla había terminado, si podía ir un rato con él, con quien todo sería más interesante.
Pero cuando se levantó y quiso subirse otra vez sobre el banco, Cristina le dijo cortante:
–Ni se te ocurra, Isobel. Te quedarás aquí con nosotras como la señora que eres; no vas a andar de barco en barco como un muchacho.
Isobel levantó el mentón.
–Ahora soy una mujer casada, Cristina. Te agradeceré que lo recuerdes y dejes de darme órdenes como si fuera una criatura.
–No, muchacha, tiene razón –dijo Michael a sus espaldas.
Ella había creído que él se había ido con sir Hugo y que ya estaba a bordo de El cuervo, cuyo estandarte era visible sobre la derecha de ella, de manera que su súbita aparición por su izquierda la sorprendìo. Se volvió y dijo, irritada:
–Estoy muy bien, sir, y quiero que me cuentes toda la batall. Desde donde aguardábamos, apenas alcanzamos a ver lo que ocurria.
–Será un placer para mí describírtela en detalle, mi amor, una vez que estemos solos. Por ahora, te quedarás aquí con la princesa Margaret, lady Mairi y tu hermana.
La clara convicción de Michael de que le bastaba dar una orden para que ella la obedeciera, la irritó aún más, y abrió la boca para contradecirlo, pero, en el momento en que iba a hablar, se dio cuenta de que t la princesa Margaret la oiría, de modo que se limitó a decir:
–Entonces te ruego que esta vez no olvides que me has prometido una conversación.
–No, muchacha, no lo olvidaré –dijo él.
A pesar del tono de voz, que daba a entender que Michael no solo tranquilizaba, sino que más bien le estaba advirtiendo, ella volvió a sentarse. Si él pensaba hacerse el tirano con ella después de prometerle que jamás se comportaría así, debería aprender que semejante comportamiento tendría sus consecuencias.
–Isobel, me haces ruborizar con tus modales –– le siseò Cristina–. No puedes hablarle así, ¿y qué era eso de "esta vez"?
Cuidando de que las otras no la oyeran, dijo:
–Estoy segura de que es una falta de decoro inmiscuirse en los asuntos privados de un hombre y su esposa, Cristina. ¿Debo responder a tu pregunta?
–No, claro que no –respondió su hermana con tono de disculpa–. Perdóname, querida.
Su rápida disculpa la hizo sentir culpable, pero no tanto como para dar explicaciones. No obstante, dijo, contrita:
–No hay nada que perdonar. Yo tampoco tendría que haberte hablado de esa manera.
Asì recompuestas las cordiales relaciones entre ambas, el resto del día pasò despacio, pues, por más que a Isobel le gustaba mucho estar en el mar, el paisaje era igual al de los días anteriores. Hasta el banco mullido se volvió duro mucho antes de que llegaran al canal de Sleat, que separaba las Tierras Altas occidentales de la costa oriental de la Isla de Skye.
Al reconocer el lugar, Isobel dijo, sorprendida:
–¿No vamos a atracar en el lago Eishort? Es un puerto mucho más protegido que cualquier otro del canal.
–No – dijo Mairi–, porque la ruta más corta al norte desde aquí es por los estrechos y el canal interior.–
–¿ Entonces ya viajaste a las Islas Orkney?
Mairi rió.
–No, pero lo importuné a Lachlan hasta que me mostró unos planos y me indicó por dónde iríamos y por qué.
Apenas habían tenido tiempo de atracar los barcos de las mujeres y echar anclas para los otros cuando un grupo de bienvenida de Chalamine apareció en lo alto del sendero que iba del monte a la bahìa. Michael y los otros hombres se unieron a ellas antes de que la procesión llegara.
–Ahí está nuestro padre y Adela viene con él, pero no veo a Sidony y Sorcha –dijo Cristina–. Espero que él sepa que no nos quedaremos más de una noche.
–Lachlan avisó de la batalla –dijo Lachlan– y, sin duda, el capitán le ha dicho que necesitamos remeros para los barcos extra que tenemos como resultado de la victoria. También, que queremos seguir viaje al amanecer; nos espera un largo trayecto.
Macleod, corpulento y entrecano, saludó a su merced y a lady Mairi con formal cortesía, y a sus hijas, con tosco afecto. Luego se dirigiò a Hector y a Lachlan y les dijo que había enviado centinelas a avisar de su llegada.
–Los mensajeros explicaron que van a querer salir mañana temprano –dijo –. He venido a decirles que uniré mis barcos a los de ustedes, si no es inconveniente para sir Henry.
–No lo es, sir –dijo Michael.
Macleod lo miró, curioso; Hector rió y dijo:
–Permíteme que te presente a un nuevo hijo, Macleod, y un nuevo hermano para ti, lady Adela –agregó, dirigiéndose a la joven, que se acercó a ellos–. Sir Michael St. Clair, esposo de Isobel y hermano del mismo sir Henry que será nuestro anfitrión en Kirkwall.
–Ah, claro –dijo Macleod, tendiéndole la mano a Michael y estrechando la suya con obvio entusiasmo, aunque siguió hablándole a Hector–. El mensajero dijo que había habido una boda y Adela me contò de sir Michael. Es un placer para mí recibirte en la familia, muchacho. Entonces, ¿no crees que unos pocos más que lleguen temprano junto a ustedes resulten una molestia para sir Henry? ¿Estás seguro? Voy con Adela. Las hermanas y la tía la cuidarán, pero, como ella dice que quieir, decidí dejar a las dos menores en casa... a ver si le conseguimos
esposo a la joven. Y tres son demasiadas para andar cuidándolas.
Michael sonrió y le aseguró que sir Henry estaría encantado.
–Entonces comeremos con ustedes aquí –dijo Macleod–. Mis muchachos trajeron costillas de cordero, hogazas de pan de trigo candeal y una buena carne de las Tierras Altas que podemos poner sobre el fuego, si tienen algún utensilio para usar como pinchos y muchachos para darla vuelta mientras hablamos.
Acordado esto, se reunieron con los demás para pasar la noche.
Encantada de ver a Adela y de enterarse de que viajarían juntas, Isobel la invitó a dormir con ella en una de las tiendas de las mujeres.
Había oscurecido y los hombres todavía no habían terminado de encender las fogatas para cocinar y de levantar las tiendas a lo largo de las colinas cerca de la bahía, bien por encima de la marca de la marea. Se levantaron dos grandes tiendas para las seis señoras y sus criadas y otras de tamaño similar para los remeros, pero muchos de ellos prefirieron dormir al aire libre con las grandes mantas de lana que ellos llamaban "plaid", para protegerse del frío.
Isobel le describió la boda a Adela, que parecía impresionada de la prisa con que se había decidido, pero que aceptó la explicación de que había sido necesaria por las mismas razones que ella le había mencionado en la choza del pastor. Isobel no dijo nada de sus pocas ganas de
casarse e invitó a su hermana a acompañarla a buscar la capa y un peine que tenía en un talego con sus pertenencias en el barco.
Se enterò de que Adela había traído lo que ella se había dejado en la casa, aunque no había conseguido convencer a Macleod de incluir a su criada en el grupo, e Isobel dijo:
–No la extrañaré. Ya me acostumbré a compartir a Brona y a Meg Raith.
Volvìan a la tienda de las mujeres para acomodar los lugares para dormir cuando una mano fuerte tomò a Isobel del brazo y una voz conocida que la llamaba hicieron que se detuvieran.
–Esta noche dormirás conmigo –dijo Michael.
–Me gustaría que no te acercaras de manera tan silenciosa – contestó ella, irritada–. Siempre apareces como de la nada.
–Ven conmigo ahora, que te mostraré dónde dormiremos.
–Si debo viajar con las mujeres, también dormiré con ellas –replicó ella.
–No, muchacha, pues tendremos apenas dos o tres noches en este viaje que podremos pasar juntos. Aprovecharemos la oportunidad cuando se nos presente.
–Pensé que habías dicho que hablaríamos de las cosas – dijo ella––. Acabas de darme órdenes, como cualquier hombre.
–Isobel, caramba –dijo Adela–. ¡Vaya manera de hablarle a tu marido!
–Dije que hablaríamos y hablaremos esta noche en mi tienda –agregó Michael–. Lady Adela, creo que lady Cristina te busca.
–Iré enseguida –dijo Adela, dirigiéndole una mirada de reproche a Isobel antes de irse.
Isobel la observó marcharse y dijo:
–¿Es cierto que la busca Cristina?
–No lo sé –contestó él.
Ella lo miró.
Con el mismo tono parejo que comenzaba a alterarla, él dijo:
–Ya que tú te tomas el trabajo de recordar lo que te digo, milady esposa, sin duda recordarás que también aseguré que no tolero con facilidad los ataques de nervio femeninos.
–Entonces sería mejor que dejaras de atosigarme con órdenes, señor esposo. No me gusta.
Las palabras se le escaparon antes de que tomara conciencia de que iba a pronunciarlas y al instante se dio cuenta de que tendría que haberse callado la boca. Suponía que sobrevendría un discurso dada su impertinencia, por lo que Isobel cerró los ojos y esperó que la inundación de palabras la envolviera.
Pero Michael volvió a sorprenderla. Le pasó un brazo por los hombros, le puso un dedo en el mentón y la obligó a mirarlo.
Sobresaltada, ella abrió los ojos.
Con una sonrisa, él la besó. Lo hizo con dedicación y cuando ella comenzaba a responder, él levantó la cabeza y murmuró:
–No me gusta esta esgrima contigo, mi amor. ¿No podemos declarar una tregua suficiente para poder conversar y tal vez hasta dormir juntos?
–Sí –aceptó ella, con una sonrisa–. Estuve muy aburrida todo el día, excepto durante la batalla y cuando hablé con Adela. La esgrima al menos hace correr la sangre por las venas.
–Así es –dijo él, volviendo a besarla y acercando su cuerpo al de ella. Luego, con un brillo en los ojos al ver que ella se apretaba contra él, le preguntó–: ¿Estás segura de que tienes hambre?
–Estoy hambrienta –dijo ella, con firmeza–. Pero antes vamos a hablar.
–Ya veremos –dijo él–. Creo que debemos comer antes de hacer otra cosa.
Aunque no dijo nada, Isobel apretó los dientes y se dirigieron hacia el círculo de fogatas y de las largas maderas puestas sobre caballetes, que funcionaban como mesa.
Cuando Michael se apartó para hablar con sir Hugo, Cristina se acercó a ella y dijo en voz baja:
–Debes sonreír, querida, para no dar lugar al chisme que luego desembocaría en un escándalo. Pareces una nube de tormenta a punto de estallar y no creo que lo que te haya molestado sea para tanto. Solo piensa en lo afortunadas que somos de que ninguno de nuestros hombres hoy sufrió daño. Apenas algunos rasguños de flecha y un chichón en la cabeza por una piedra muy bien arrojada. Nuestros esposos no sufrieron el menor daño, de modo que tendrías que dar las gracias y no estar con la mirada ceñuda.
–Sí, claro, pero yo nunca pedí un marido. Además, el mío se está eoniportando como yo esperaba que lo hiciera un marido, y el matrimonio es para toda la vida, Cristina. –Suspiró. –Y para toda la vida es mucho tiempo.
Cristina miró a su alrededor y dijo:
–Habla en voz baja, Isobel. Hagas lo que hagas, que tus sentimientos no los perciba todo el mundo. ¿Qué quieres decir con eso de que se comporta como tú esperabas que se comportara un marido? Los maridos son maridos y el matrimonio es más o menos lo mismo para todos.
–Pero yo pensaba que él era diferente de los demás hombres –– di jo Isobel con otro suspiro–. Me parecía tanto más razonable, mas dispuesto a escuchar lo que yo quisiera decir, incluso a aceptar mi consejo en lugar de despreciarlo como una simple perorata de mujer. Es más – agregó y recordó–, por momentos me he impacientado con èl porque creí que ni se tomaba la molestia de pensar por sí mismo. Pero ahora me da órdenes como hacen los otros hombres.
Cristina rió.
–Los hombres son así, Isobel. No sé por qué sir Michael se comportaba diferente antes, pero quiero recordarte que proviene de una familia poderosa y, por lo tanto, sin duda ha de estar acostumbrado a mandar. Por cierto que no ha dado señales de permitir que ni Hector ni Lachlan lo sometan, y ambos son, como bien sabes, muy intimidatorios.
–Sí, pero tú no lo conociste antes. Incluso cuando llegamos a Lochbuie me permitía expresar mi pensamiento.
Cristina apretó los labios por un largo rato mientras sus ojos iban de un lado a otro, lo cual le decía a Isobel que su hermana aún temìa que las oyeran. Luego expresó, en voz baja:
–No tendrías que estar hablando de esto conmigo, querida. Si no entiendes a sir Michael, debes hablarlo con él. Ahora él es tu esposo y, como dices, seguirá siéndolo hasta que la muerte los separe.
–Bien, pero no creo que yo lo quiera, después de todo – dijo Isobel–. ¿Y si te digo que todavía no consumó nuestro matrimonio?
Cristina se ahogó y se cubrió la boca.
–¡Isobel, no digas esas cosas, que pueden oìrte! Además, aunque quisieras convencerme de semejante cosa, no te creería, porque Brona vio pruebas de que no fue así, con sus propios ojos. ¿Pensaste que no me lo contaría? Buenas noches, padre –agregó mientras pasaba rápido junto a Isobel para saludar a Macleod.
Y fue una suerte que lo hiciera porque un fuego le había arrebolado las mejillas a Isobel al pensar que Brona le había contado a Cristina que los recién casados habían estado juntos. Sabiendo que Macleod pediría explicaciones si no se apresuraba a reunirse con ellos, respiró larga y profundamente y fue hacia ellos.
Él la saludó con una amplia sonrisa y los brazos abiertos, y, aunque ella no recordaba la última vez que él la había abrazado, lo recibió de buen grado.
–Tenía miedo de que te disgustaras –dijo–. Tenías derecho a esperar una invitación a mi boda.
–Sí, claro, pero Hector Reaganach me explicó la necesidad de la prisa y una conexión con un príncipe real no es cosa que un hombre desdeñe – dijo mientras la soltaba–. ¿Quién hubiera pensado que fueras tú la que hiciera algo tan grande?
–Sir Henry no es "real" –señaló ella–. El rey de los escoceses ha declarado que solo los miembros de la familia real escocesa pueden aspirar a ese honor, de modo que, aquí en Escocia, sir Henry sólo será conde de Orkney.
––Sí, sí... y está bien que así sea –dijo Macleod–. Pero, igual, el hombre será heredero de un principado real, aunque sea noruego, y poderoso, para colmo. Esa relación no nos vendrá nada mal. Aunque no negarè que me desagradó que ese villano de Waldron de Edgelaw invadiera Chalamine buscándote.
–¿ Invadió? Había oído que pasó una noche y que se fue al día siguiente
–Sí, eso hizo, pero mientras estuvo aquí acusó a tu sir Michael de actos criminales. Dijo, además, que te había raptado o que tú te habías fugado con él.
–Michael no hizo semejante cosa – declarò Isobel– . Ni yo. 'I'uvimos que huir porque Waldron quiere algo de Michael que él no posee y, por ende, no puede darle. Seguro que ese sinvergüenza no te dijo eso.
–Sí, bien, ahí está la cosa, entonces –dijo Macleod–. Nos dijo que la familia de sir Michael se había quedado con algo durante las cruza das y que el Santo Padre en Roma ahora quiere que se lo devuelvan a la Iglesia. Si es así...
–Por favor, aunque lo fuera, hace más de un siglo que las cruzadas terminaron. ¿Cómo podría Michael tener algo?
Macleod se encogió de hombros.
–Sería interesante preguntarle.
–¿Preguntarme qué, sir? –dijo Michael, mientras se acercaba y pasaba un brazo por los hombros de Isobel.
–Hablábamos de Waldron –dijo ella, que se preguntaba si no podría ponerle a su esposo una campanita en el sombrero para que le advirtiera de su llegada–. Le dijo a mi padre que durante las cruzadas tu familia se había quedado con algo que él quiere devolver a la Iglesia –agregó, esperando que su expresión no revelara nada ni a su padre ni a Cristina de lo que sabía sobre el tema.
–¿Eso dijo? –dijo Michael, volviéndose a Macleod con una sonrisa–. Imagino, sir, que siendo un hombre inteligente, habrá visto de inmediato que mi primo solo busca enriquecerse. Por alguna razón, ha llegado a creer esa historia y se la repite a quien quiera escucharlo, pero le doy mi palabra de que está mal informado. Para creerle, habría que pensar que mi abuelo, de quien se sabe que murió en su intento por cumplir una promesa hecha a Bruce, era un hombre de mala índole.
–Sí –dijo Macleod y frunció el entrecejo–. Es cierto que habria que creer una cosa para admitir la otra. No dudes de que yo no lo consideré ni por un segundo, muchacho, y te lo digo de frente. Eres bienvenido en Chalamine cuando quieras visitarnos.
–Gracias, es un honor –dijo Michael–. Pero si nos disculpa, ha sido un día agotador y quisiera ver que mi esposa come bien y descansa. Solo vine a decirle que he arreglado para que ella y yo tengamos una cena privada en nuestra tienda.
Michael le ofreció el brazo a Isobel frente a su padre que los observaba con una inmensa sonrisa y a Cristina que estaba en silencio. Ella suspiró y se dejó llevar.
Mientras caminaban por el estrecho camino de ripio, ella vio que, con la marea baja, el Kyle estaba tan calmo como si nunca empujara a los barcos hacia el lago Alsh.
–Tendremos que esperar a que vuelva a estar así de calmo para hacer pasar todos estos barcos por los estrechos –dijo ella.
–Sí, eso aconsejó el almirante –le respondió Michael–. Pero podremos dormir esta noche ya que él está esperando el aviso de unos hombres, que dejó interrogando a los cautivos tomados hoy. Tal vez hayan averiguado algo que ayude a explicar la razón de la batalla de esta mañana.
–¿Viste a Waldron? –preguntó ella–. ¿Estaba en alguno de los dos barcos?
–No, y eso me preocupa, como me inquieta el hecho de que esos dos barcos se hayan ido. Estoy pensando en que esa pequeña batalla no fue más que una distracción para demorar nuestra marcha y me pregunto por qué Waldron hizo eso.
–Los barcos que volvieron pueden haber sido del abad Verde –agregó ella.
–Sí, lo eran, pero, si Waldron pidió su ayuda, tenía sus razones.
–Tal vez no tenía otro modo de conseguir navíos para su propósito. El abad Verde está siempre dispuesto a causarles problemas a MacDonald y al clan Gillean.
Sí, puede ser.
Pero ella se dio cuenta de que él seguía dudando.
Michael la llevó colina arriba a una tienda levantada bien lejos de los Otros. Cerca, habían dado vuelta una roca grande y chata para que hiciera de mesa para comer, con mantel de tela y todo.
Michaele sonrió.
–Es probable que nuestra comida esté ya fría porque les dije a los muchachos que nos serviríamos nosotros, pero era para que pudiéramos hablar.
Ella lo miró con recelo.
–¿Eso significa que de verdad vas a conversar conmigo o que vas a reprenderme por cómo te hablé antes?
–Siéntate, muchacha. Estoy exhausto y no tengo ganas de pelear. Si te digo que hablaremos, eso es lo que quiero decir. Sé que estás enojada porque no conversamos antes de la boda esta mañana, pero, si me dices qué podría haber hecho yo o qué podríamos haber hecho incluso los dos juntos para cambiar el curso de los acontecimientos, te, escucharé con gusto.
Ella hizo una mueca y se sentó en una piedra que alguien, con mucha consideración, había acolchado con suaves paños de fieltro. Unas servilletas de lino cubrían un cuenco con manzanas y los platos de pan, lo que protegía el cordero y la carne trozada de las moscas y otros insectos. Unos copones con vino y una hogaza de pan de trigo candeal tambien tenían cubiertas protectoras.
Michael había pensado en todo.
Isobel extendió la servilleta de lino que cubría su copón sobre su falda para protegerla del jugo de las carnes y dijo:
–Cuando lo explicas de esa manera tengo que estar de acuerdo contigo en que ni tú ni yo podríamos haber hecho mucho por detenerlo, estando los otros tan determinados a hacer su voluntad, pero, igual....l
–Uno de los dos podría haberlo impedido –interpuso é1–– , pero no yo.
Ella hizo la cabeza a un lado.
–¿Eres tan dócil, entonces? Confieso que al principio pensé que lo eras, pero ya he visto lo suficiente como para saber que no sigues a nadie sin pensar.
–En ocasiones, como verás, juego determinados papeles que me han sido útiles en el pasado –dijo–. Puedo parecerte tonto a veces, pero es , cierto que soy un hombre de paz, Isobel; al menos, cuando se me permite serlo. Tampoco soy tan necio como para rechazar seguir a un lider en el que pueda confiar. Consideré que tú conocìas mejor que yo propia tierra, y que sabías la mejor manera de eludir a Waldron y sus hombres.
Ella bebió un sorbo de clarete y dejó el copón. Después, lo miró a los ojos y dijo:
–Yo pensaba que no tenías ideas propias. Incluso me impacienté contigo.
–Sí –dijo él, sonriendo–. Lo sé.
–¿Cómo lo sabes? ¿Por qué tú puedes leerme los pensamientos y yo no?
–Ah, pero podrías si te lo propusieras, mi amor, y con el tiempo te será más fácil. No soy misterioso para los que me conocen bien. Es solo que son pocos los que me conocen, pero confío en que tú serás una de esos pocos.
–¿Cómo puedes saberlo?
–Lo sé.
Ella pensó en lo que él había dicho.
–No te entendí cuando me dijiste que tú no podías impedir la boda, ¿verdad?
–Exacto –dijo él–. Imagínate cómo habría quedado si insistía en demorar la boda para que pudiéramos hablar. Hector Reaganach sabia de tus pocas ganas de casarte, pero también era consciente de que habías aceptado hacerlo, de modo que cualquier demora que yo pidiera les habría hecho creer que era yo el que no quería. Un caballero no puede posponer su boda sin pasar por un sinvergüenza.
–Supongo que sí –admitió ella.
–Come tu comida, mi amor. Estoy impaciente por tener a mi esposa.
Se le subió el calor a las mejillas y a todas partes, pero había más cosas que ella quería saber.
–¿Puedo preguntarte algo?
–Puedes preguntarme lo que quieras... pero más tarde –dijo él–. Espero que siempre me digas lo que piensas.
Ella se mordió el labio inferior y luego sonrió.
–Dudo de que siempre te guste lo que diga.
–Sin duda eso es cierto, mi amor, pero siempre te escucharé. Ahora, come.
Comieron en silencio, pero Michael lo hizo rápidamente e Isobel sabía que los pensamientos de él no estaban en la comida. A menudo él la miraba y le sonreía. A medida que avanzó la velada, la mirada de él tendía a demorarse en el cuerpo de ella, incluso a acariciarla; el cuerpo de ella comenzó a responder a esas insinuaciones hasta que Isobel tampoco se concentraba en su comida.
Ella había comido los restos de su costilla de cordero y arrancaba con los dientes los últimos pedazos de carne junto al hueso, cuando la mirada de él se encontró con la suya. Con el hueso todavía en la boca, ella vaciló, observándolo, y entonces muy despacio se lo sacó. Sostenièndolo a centímetros de sí, siguió observándolo, mientras se pasaba la lengua por los labios, sucios de la carne.
Convencida de que así parecería una loca, arrancó otro pedazo de carne del hueso y lo masticó, mientras observaba cómo el la miraba. Y se sobresaltó cuando él estiró la mano y le quitó el hueso.
–Ahora iremos –dijo él con un tono de voz más profundo, mas ronco que de costumbre. Dejó el hueso, tomó una servilleta y comenzò a limpiarle los dedos a ella, uno por uno.
–Allá hay un pequeño arroyo –dijo ella, sorprendida porque su propia voz sonaba distinta–. Puedo... puedo ir a lavarme las manos.
–Más tarde –dijo él, haciendo la servilleta a un lado y poniéndose de pie.
–¿Pero y el resto de la comida?
–Déjalo. –Le tendió la mano, que ella tomó sintiendo el calor de él al cerrarse sobre la suya. Ese calor pareció pasar a todo su cuerpo mientras recorrían el breve trayecto hasta la tienda.
La tienda era más bien un refugio bajo, pero Michael lo había pues. to de tal modo que los arbustos de alrededor protegerían su intimidad. Y adentro había extendido pieles donde tenderse y gruesos "plaids” para cubrirse. Pero Isobel no se imaginaba cómo esperaba èl que ella se quitara la ropa en un espacio tan diminuto.
Con los ojos abiertos niuy grandes, Isobel dijo:
–No estoy acostumbrada a desvestirme delante de nadie que no sean mis criadas. ¿Esperas que me desvista al aire libre?
Él sonrió, tranquilizándola.
–Nadie nos molestará, mi amor, y yo quiero ver a mi esposa todo lo que pueda con esta luz tan mortecina. Y con gusto te ayudaré a desvestirte y haré lo que pueda para impedir que alguien te vea.
Ella volvió a pasarse la lengua por los labios, sin tener la menor idea de que cada vez que lo hacía, un relámpago de lujuria sacudía el cuerpo de él y le despertaba instintos básicos y primitivos que le recordaban que en el pasado los hombres eran menos corteses de lo que se esperaba que fueran en el presente, en tiempos más caballerescos. Quería arrancarle la ropa, arrojarla sobre las pieles y poseerla. Pero en el momento en que lo pensaba, sabía que quería mucho más de su briosa novia que una vil conquista. Quería verla responder a él, ver su placer y aprender qué le gustaba. Y quería enseñarle a complacerlo y a gozar al dar placer.
Ejerciendo un férreo control sobre su deseo, se dispuso a despertar el de ella.