Capítulo 19

 

A Michael le dolía toda la mandíbula y, durante la breve exploración que había logrado realizar cuando recuperó la conciencia, descubrió al menos un diente flojo. Al recuperar el conocimiento –o parte de éste, al menos– había oído a Isobel informarle a su primo de que él y Henry eran hombres honestos y que no sabían nada de ningún tesoro.

Se le ocurrió que su fascinante, hermosa esposa mentía con la facilidad de alguien con mucha práctica en la tarea. Tendría el buen tino de recordar esa habilidad en el futuro.

Los hombres de Waldron habían sido rudos con él y le costó mucho seguir simulando que estaba inconsciente, en especial cuando estuvieron a punto de dejarlo caer al cruzar el sendero estrecho y traicionero delante de la entrada al castillo. Sabía que necesitaba todo el tiempo posible para recuperarse del golpe. Para estar preparado, a fin de aprovechar cualquier oportunidad que se le presentara, había abierto los ojos lo suficiente como para mirar por entre las pestañas, manteniendo la mandíbula dolorida laxa y el cuerpo, flojo.

La muchacha lo sorprendió. Se la oía tranquila, aunque él sabía que debía de estar aterrada. Ella y Waldron habían seguido a los hombres que lo llevaban, y cuando este la tomó del brazo y la empujó, pues ella no avanzaba con la velocidad que él quería, Michael sintió que se le tensaba un músculo en la mejilla. Se dio cuenta de que los que lo llevaban podrían detectar tales movimientos, entonces gimió con suavidad y luego volvió a aflojar el cuerpo, esperando no haber llamado su atención.

Frente a la entrada al castillo, rogó para que sus hombres no causaran problemas; los dos guardias de la puerta no podrían contra tantos e Isobel saldría lastimada de una escaramuza. Pero ella también los trató con habilidad y momentos después estuvieron todos dentro.

Oyó la tranca y entonces supo que no podría entrar nadie. Fue cuando Waldron se llevó a Isobel a los baluartes bajo la amenaza de utilizar los métodos de la Iglesia para los herejes. Su certeza de cuál era la intención de su primo le hacía desear tener el poder para convertirlo incluso en piedra, pero dado que los poderes mágicos no existían, no podía hacer más que cualquier otro mortal. De todos modos, con Waldron en las torres, dos de sus hombres apostados en la entrada principal y otros revisando el castillo, Michael sabía que tendría que enfrentarse solo a cuatro. Cada uno de ellos estaba bien armado, pero eso solo significaba que él volvería a hacerse de armas, lo que era bueno, dado que su primo le había quitado la suya.

Dom se demoró en la entrada lo suficiente para asegurarse de que Fin Wylie supiera que sus hombres debían revisar el castillo con velocidad y sin provocar alboroto entre los criados. Después ordenó a su grupo que llevara la carga abajo.

La preocupación de Michael por la suerte de Isobel aumentaba a cada paso, y deseó con toda su alma que los que lo llevaban fueran más de prisa.

Las pisadas de los hombres, que gruñían y se quejaban del peso, resonaban en la escalera durante el descenso. Michael deseó que Dom los detuviera en el nivel de la cocina, donde alguien podría verlos y dar la alarma. Pero siguieron hasta el piso inferior, donde la única luz provenía de unos altos ventanucos con barrotes, si bien todavía estaban a tres metros por encima del lecho del río.

Se armó de paciencia mientras los hombres lo llevaban a la celda más grande; era evidente que Waldron no les había explicado dónde se hallaban estas. Tampoco les había advertido que llevaran antorchas, así que la falta de luz le dificultó a Dom encontrar los grillos en la pared que su señor le había dicho que usara.

En forma repentina, les ordenó a sus tres subordinados que dejaran la carga en el suelo y lo ayudaran a encontrarlos.

Michael esperó a que se dieran vuelta antes de ponerse de pie, en forma rápida y silenciosa; se apoderó entonces del primero de los hombres y lo tomó del cuello. Cumplió con su cometido antes de que los otros se dieran cuenta de que algo andaba mal. Cuando su víctima se desplomó inerme, Michael sacó la espada de la vaina que el hombre tenía en la espalda. El pequeño sonido sorprendió a los demás y los tres se volvieron. Dom fue el primero en desenvainar.

Michael levantó la hoja y de una estocada le atravesó el corazón. Los otros dos cayeron también enseguida, luego de lo cual los dejó y subió corriendo.

El ruido de voces proveniente de arriba lo hizo detenerse a medio camino entre el nivel de la cocina y la entrada principal. Mantuvo la espada con la hoja hacia abajo, junto a la pierna, se apretó contra la pared y prestó atención.

Isobel miró por el parapeto, pero no vio a Waldron abajo. Un camino de tierra dibujaba una cinta oscura al fondo del acantilado, pero el cuerpo no estaba tendido allí. El río corría del otro lado del sendero, que no parecía de más de metro y medio de ancho, pero, si hubiera caído a las aguas, rápidas y correntosas como eran, se habría ahogado. Incluso aunque siguiera vivo, iría a los tumbos en el agua unos rninutos más y le llevaría mucho tiempo arrastrarse hasta la orilla y encontrar la manera de volver a entrar en el castillo.

Más tranquila con este razonamiento, Isobel corrió hacia la puerta de la escalera con la daga en la mano y allí encontró al joven centinela que trataba, todavía medio atontado, de incorporarse.

–¿Cuál es tu nombre? –le preguntó, mientras lo ayudaba.

–Jeb Elliot, milady. –Sacudió la cabeza.– ¿Qué pasó?

–¿Tienes espada, Jeb?

–No, señora, ¿de qué me serviría una espada aquí arriba? –respondió, mirándola con asombro.

–¡Pero has de tener armas!

–Sí, arco y flechas que tengo en aquella cerca, algunas picas en cada torre y mi propia daga. ¿Dónde está lord Waldron?

–Se fue –contestó ella en forma escueta–. Cállate ahora, Jeb, y ponte de pie si puedes. Si no, sal de la puerta, que quiero abrirla.

–¿Pero por qué...?

–Haz lo que te ordeno –exclamó ella, cortante, mientras guardaba la daga en su lugar para tener ambas manos libres, a fin de sacar la pesada barra que trancaba la puerta.

Recordó que los hombres a los que Waldron había ordenado subir podrían estar esperando del otro lado. Por eso, la levantó con cuidado, mientras pensaba qué les diría. Decidió que les explicaría que él estaba al final del parapeto, peleando solo con dos hábiles espadachines y se sintió casi desilusionada al encontrar la escalera vacía.

–Sígueme –le dijo a Jeb Elliot–. Lleva la daga a mano, pero no la muestres a menos que no puedas evitarlo.

–La llevo en la bota, ¿pero no debería quedarme aquí, en la muralla, en mi puesto?

–Hay que ayudar a sir Michael. Unos hombres malvados lo han llevado a la mazmorra. Al menos diez entraron en el castillo, así que no podemos arriesgarnos a mostrar nuestras armas. Tendremos más oportunidad si creen que estamos desarmados.

Él no dijo más y se limitó a seguirla en silencio.

Isobel sostuvo la falda con una mano y rozó la pared con la otra. Bajó con rapidez la escalera, y fue más despacio al acercarse a la sala.

Solo oyó el murmullo intermitente de voces masculinas en el piso inferior y, como no vio a nadie en la sala, aspiró hondo y enderezó la espalda. Entonces, miró hacia atrás, al muchacho, lo suficiente como para ordenarle que la siguiera, pero que no abriera la boca, pasara lo que pasase y terminó de bajar la escalera con cuidadoso recato.

Llegó al rellano de la entrada y avanzó con pomposidad hacia allí, haciendo ruido con sus pisadas. Como supuso, uno de los hombres que Waldron había dejado allí asomó la cabeza, curioso.

–Tu señor necesita ayuda arriba –dijo–. Ve enseguida.

–Pero él nos ordenó que nos quedáramos aquí –rezongó un segundo hombre, que apareció por detrás del primero–. ¿Por qué va a querer ahora que dejemos nuestro puesto?

–¡Por favor! ¿Piensas que me iba a dar explicaciones a mí? –respondió Isobel–. Yo obedezco. Tal vez ustedes, que lo conocen mejor que yo, consideren que pueden desobedecerlo con impunidad. Yo no me animé a preguntarle y solo transmito lo que él me dijo.

–Iremos, milady –dijo el primer hombre, pálido–. Lo que pasa es que no es común que nuestro amo nos mande llamar después de ordenarnos que nos quedemos en un lugar.

Ella se encogió de hombros.

–Supongo que es posible que yo le haya entendido mal, porque juro que ese hombre me hace temblar de miedo. Si creen que me equivoco, vayan a preguntarle qué quiere. Se quedó arriba para atar a los dos centinelas que dominó, y amenazó con matarlos si aquel centinela que está ahí, en la escalera, no me vigila bien. No quiero enfrentarme otra vez a él hasta que no tenga más remedio.

Mientras los dos se miraban, ella contuvo el aliento y rezó por que Jeb Elliot no hablara ni permitiera que su expresión delatara su asombro ante sus mentiras.

Después de un momento que pareció un siglo, el mayor de los dos le dijo al menor:

–No creo que nuestro amo se enoje si uno de nosotros va a asegurarse de su orden mientras el otro se queda en su puesto. Pero, si la señora se equivocó, se enojará con los dos si es que no quería que fuéramos. Iré a preguntarle.

El guardia más joven hizo un gesto y casi no esperó a que el otro desapareciera por la escalera, que murmuró:

–Sí, y mientras tú tienes el crédito de la duda, si el señor nos quería a los dos, me dejas a mí como un desafiante.

–Entonces ve con él –respondió Isobel, como si la decisión no tuviera nada que ver con ella. Había conseguido darse vuelta con disimulo y observar al otro que subía la escalera y también, para su inmenso alivio, vio que Jeb seguía allí. Miró al hombre que quedaba dudando sobre qué hacer.

El otro observó a Jeb con recelo.

–Eh, tú –dijo, ceñudo–. ¿Estás armado?

–No –respondió Jeb con la cabeza–. Solo tengo mi arco y mis flechas arriba. Yo no soy espadachín.

–Ah, sí, pareces demasiado joven para confiarte una espada, pero ven aquí, para que te revise, no sea que tengas una daga en esas botas inmensas.

Jeb miró a Isobel y ella asintió, así que obedeció, pero con una mueca.

–Párate de cara a la pared –ordenó el otro–. No quiero mirarte, solo revisarte las botas.

Isobel vio que a Jeb le temblaba el labio inferior, pero el muchacho obedeció, aunque aterrado de darle la espalda al enemigo. Como oyó un ruido arriba y tenía miedo de que el guardia mayor regresara, ella volvió a sacar su daga y observó a este meter la mano en las botas de Jeb y encontrar su arma en la bota izquierda.

Cuando el hombre la tomó, ella le apoyó la punta de su daga en la nuca, haciendo la presión suficiente para que él sintiera el filo.

–Suelta esa daga ya mismo y no te muevas, si no quieres que te rebane la cabeza –dijo.

El hombre se congeló y muy despacio alejó la mano de la daga de Jeb.

–Aparta los brazos del cuerpo –le dijo ella.

Él obedeció y se movió despacio.

–Aléjate de él –le dijo a Jeb–. No te agaches para tomar tu daga –agregó con rapidez, cuando vio que el muchacho iba a hacer eso–. Apártate bien antes.

Ella seguía con la daga en la nuca del hombre, con tanta presión que una gota de sangre brotó alrededor de la punta. Sin embargo, ignoraba qué hacer ahora. Sabía que Jeb estaba demasiado nervioso para confiar y temía que, apenas ella diera un paso atrás, su cautivo se volviera y la enfrentara. Podría desarmarla, incluso. Era consciente de que lo más prudente era matarlo, pero una cosa era asesinar a un hombre que la estuviera atacando o que la hubiera amenazado, y otra muy diferente era matar a un hombre que no había hecho más que obedecer a su señor.

–Mantén los brazos derechos –le advirtió–. No tengo demasiado control sobre mí en este momento, así que será más prudente de tu parte hacer lo que yo te diga.

–Sí, milady, yo sé que no se debe asustar a una mujer que tiene una daga en la mano –dijo, y la voz le tembló, lo que la convenció de que creía lo que decía.

Con alivio, ella dio un paso atrás y, en ese momento, algo parecido a un espectro pasó a su lado como una exhalación, se oyó un ruido sordo y el hombre cayó al suelo de piedra.

–Eso lo va a dejar fuera de circulación –dijo Isabella con satisfacción–. Nunca dejes a un villano de pie, querida, si puedes desmayarlo.

Isobel se quedó boquiabierta mirando a la condesa, se dio cuenta de que el ruido sordo había sido el resultado del violento choque de un atizador de hierro, que la mujer tenía en la mano, y la cabeza del pobre hombre.

–Cierra la boca, querida, no vayas a tragarte una mosca.

Isobel, obediente, se calló y solo entonces reaccionó.

–Hay otro guardia arriba, señora. Deberíamos sacar a este antes de que regrese el otro.

–No volverá –dijo Isabella.

–Por mi fe, ¿al otro también le pegó en la cabeza?

Con una suave sonrisa, la condesa contestó:

–No, yo estaba más abajo que él en la escalera y no tenía manera de escabullirme tras él sin que me oyera. Pero como mi esposo creía que siempre había que estar preparado para cualquier eventualidad, equipó la puerta superior con fuertes cerrojos de hierro. Cerré ambos, así que, a menos que ese hombre salte desde la muralla al suelo y entre por la puerta principal, no nos molestará. ¿Qué hiciste con Waldron?

–¿Cómo sabía que estaba aquí?

–Nuestra gente está bien entrenada para avisarnos cuando tenemos  visitas, como ya verás. Pero ahora ten la gentileza de decirme dónde se encuentra.

Con temor, pues recordaba el cariño con que Isabella lo había recibido en Kirkwall, Isobel contestó:

–Me temo que lo empujé por el parapeto hacia el río

–Excelente, así que ese tampoco nos causará problemas. ¿Y Michael?

–Abajo –respondió Isobel con estremecimiento al pensar lo que le estarían haciendo–. Cuatro de los hombres de Waldron están con él, señora.

Isabella frunció el entrecejo.

–¿Solo cuatro?

–Otros revisan el castillo.

–Ya veo, ¿pero dices que hay solo cuatro con Michael? –Isobel asintió y la condesa siguió hablando.– Entonces o Waldron entrenó a esos cuatro mucho mejor de lo que yo creía o es un tonto. Ven rápido, querida. Ah, un momento –agregó, volviéndose a Jeb, que la miraba con los ojos muy abiertos.

Y con razón, pensó Isobel. Estaba segura de que ella la observaba igual.

–A ver tú, Jeb Elliot –dijo Isabella–. Vi jinetes en el valle y, por lo que alcancé a divisar, desde una ventana del vestíbulo que no permite un buena vista, nuestros hombres siguen apostados en la puerta y el camino superior. Sal ahora y diles que cierren la puerta y la tranquen. Y luego que enarbolen El cuervo.

–Sí, milady, enseguida –dijo el muchacho.

–El Cuervo es nuestra bandera de batalla, querida –dijo Isabella después de que Jeb se hubo ido a abrir la puerta–. Si esos hombres son de Waldron, puede ahuyentarlos. Si no lo son, ya se habrán ido. Ahora bien, ¿voy yo adelante?

–Yo iré, señora. –No podía soportar pensar que Michael estuviese malherido o incluso muerto y que su madre llegara antes que ella.

–Iré atrás con mi atizador y tú lleva tu arma en la mano –agregó Isabella–. Entre las dos podremos tomar a esos villanos y dejarlos inconscientes,  pero no dudes en emplear cualquier medio a tu alcance para castrarlos.

Isobel no respondió; estaba concentrada en lo que se avecinaba y prestaba atención a cualquier ruido que proviniera de abajo. No oyó nada y estuvo a punto de morirse del susto cuando una mano se cerró sobre su boca ni bien ella dobló en un recodo de la pared. Llevó hacia arriba la daga, pero otra mano se lo impidió.

–Suéltala, Michael –dijo Isabella, calma–. He descubierto que me estoy encariñando con esta intrépida esposa tuya.

–¡Madre! –exclamó Michael. Sacó la mano de la boca de Isobel, la rodeó con el brazo y la abrazó. –¿Qué están haciendo las dos aquí abajo? Si supieran...

–Por favor, baja la voz –interpuso Isabella–. Quienquiera que esté abajo puede ser un problema.

–Están todos muertos –respondió él–. ¿Dónde está Waldron?

–Al parecer, tu señora esposa lo tiró desde los baluartes –contestó su madre–. ¿Vamos a la sala, donde estaremos más cómodos?

–¿Y los otros hombres? –preguntó Michael, dirigiéndole a Isobel una mirada divertida–.

Había más revisando el castillo.

–Sí, pero mandé avisar a las cocinas –dijo Isabella–. Es probable que a alguien se le haya ocurrido usar la puerta trasera para que algunos de nuestros muchachos entraran y se encargaran, porque no he visto a nadie más. ¿Mandamos pedir cerveza o vino y le preguntamos a alguien?

Isobel estaba atónita y Michael entendía por qué. La actitud de su madre hacia ella había cambiado en forma radical.

La condesa se volvió y comenzó a subir la escalera, con el atizador en la mano; Michael se apresuró a darle un beso a Isobel y a apretarle la mano antes de seguirla.

–Ah, Michael, también encerró a un hombre afuera, en los baluartes, uno de los dos que ataron al portero. Dice que allá arriba hay cerrojos de este lado de la puerta.

–Sí, así es –dijo él mientras reía–. ¿Cómo está nuestro portero?

Con culpa, Isobel respondió:

–¡Por mi fe, sigue atado! Vinimos directamente a buscarte a ti. El otro hombre que vigilaba está en el suelo cerca de él, porque tu madre lo desmayó con ese atizador que lleva en la mano.

–Con tanto trastorno, ¿se acordó de izar El cuervo? –preguntó él.

–Sí, porque pensó que podría ahuyentar a los hombres de Waldron que pudieran estar todavía en el valle. Aunque yo no creo que haya ninguno –agregó ella.

–Yo tampoco –dijo él, pero si Hugo no ha llegado todavía con hombres suficientes como para controlarlos, yo tendré que decirle algo que no querrá escuchar.

–¿Hugo?

–Sí, claro. Te habrás dado cuenta de que rara vez voy a algún lado sin él. Hugo hace años que sabe cómo es Waldron. Mucho me sorprendería que no hubiera salido pisándole los talones cuando este salió del norte.

–Está aquí –dijo la condesa desde la entrada. La puerta principal estaba abierta y el portero se hallaba de pie a su lado, mientras Hugo, en el portón, le entregaba las riendas de su caballo a un gillie. Dos de sus hombres desmontaban cerca.

Hugo avanzó a su encuentro con una sonrisa.

–Así que están todos sanos y salvos. Yo tenía confianza, pero debo admitir que es un alivio. ¿Dónde está el villano de Waldron?

–Cómo me gustaría que dejaran de hablar de él –dijo la condesa–. ¿Nadie más quiere una copa de clarete?

–Yo –respondió Hugo y la abrazó.

–Yo pensaba que todos temían a la condesa –observó, con su estilo franco, Isobel.

Michael rió.

–Le tememos, mi amor. Espera a despertar su ira y verás.

–No le hagas caso –replicó Isabella–. Seguro que todos están más interesados en lo que trajo a Waldron a Roslin, así que ocúpense de eso. Me contarán todo más tarde, a la hora de la comida, si es que se trata de algo que se pueda contar.

Sin tomarse la molestia de negar el interés que sentían, prometieron regresar lo antes posible para disfrutar de una copa de vino con ella. Cuando Isabella preguntó si había algo que pudiera hacer para que Isobel estuviera más cómoda, Michael llevó a Hugo a un costado para contarle lo sucedido.

–¿Estás seguro de que no hay enemigos en el valle ahora? –preguntó cuando terminó el relato.

–No por ahora –dijo Hugo–. No vimos señales de Waldron en ninguna parte. ¿Es cierto que Isobel lo arrojó de los baluartes?

–Eso me contó mi madre –respondió Michael–. Lo que quiero averiguar es qué hizo ese villano para obligarla a llegar a tal extremo, aunque me lo imagino.

–Yo también –aseguró Hugo.

Como la conversación de Isabella con Isobel había terminado, esta última se acercó a ellos y dijo:

–Me gané el derecho de participar en esta conversación, ¿no?

–Sí, mi amor, te lo ganaste –observó Michael–. Vamos a volver al valle. Trae sogas, velas y yescas, Hugo. Ahora estoy más seguro que nunca de que ha de haber una cueva o un túnel y, si es así, no quiero perderme adentro.

 

Isobel había esperado que Michael le ordenara que permaneciera a salvo en el castillo con la condesa, en especial ahora que Hugo había llegado, por lo que quedó encantada cuando no dijo nada por el estilo. Cuando Hugo volvió con una larga soga enrrollada sobre el hombro, fueron de prisa al valle, cruzaron el río y siguieron el camino que habían tomado Michael y ella cuando los atacaron los hombres de Waldron. De repente, ella volvió a pensar en el villano.

–Michael, ¿y si no se ahogó? ¿Y si nos está esperando?

Michael miró a Hugo, que dijo:

–Tengo hombres apostados en todo el valle. Ni siquiera Waldron es tan hábil como para eludirlos a todos. Michael podría, pero es el único hombre que yo conozco que lo lograría, aunque incluso no estoy seguro de que tuviera éxito. Más aún, la medida del coraje de Waldron depende de cuántos hombres tenga consigo, y si hay alguno todavía en los alrededores, mis muchachos los dominarán. Ya que aún no hemos visto ni oído a Waldron, creo que ha de estar muerto o aún intentando salir del río Esk.

Michael asintió y Isobel se tranquilizó. Pronto llegaron a la caída de agua que él le había descrito y Michael señaló el hombre verde tallado en un acantilado cercano. A ella le pareció idéntico al escondido en la escalera de la cocina.

–Los dos han de tener un significado, ¿pero cuál? –murmuró.

Los hombres miraban ceñudos la imagen.

–¿Y las caídas de agua? –dijo ella–. ¿Alguna vez miraron a ver si hay un escondite detrás de ellas?

–Hay un espacio muy pequeño –contestó Michael–. Hugo y yo, cuando éramos pequeños, nos deslizábamos por una estrecha saliente y nos metíamos detrás de las cataratas, hasta que su padre nos lo impidió. Casi no había espacio para nosotros dos y éramos muchachitos.

–Entonces tal vez la respuesta esté del otro lado –observó ella, mientras le daba la espalda al río y se internaba en el bosque para seguir la base del acantilado.

Había mucha vegetación contra la roca, lo que le hacía dificil avanzar pero, cinco minutos después, vio lo que ansiaba.

–¡Michael, aquí hay un hombre barbado!

Los dos hombres se acercaron corriendo y pronto descubrieron un dibujo extraño sobre una roca grande y chata que parecía otro hombre barbado. Pero aunque buscaron en círculos concéntricos alrededor de la roca, no encontraron más.

Volvieron a la roca donde habían comenzado la búsqueda; Michael se reclinó contra un árbol cercano y se puso a mirar las ramas, pensativo.

Hugo se sentó en un tronco caído y exhaló con desazón.

Isobel volvió a la roca y se puso a mirarla. Era dos tercios de su altura y alrededor del mismo ancho.

–¿Podrían moverla? –preguntó.

Los hombres se miraron de esa forma que ella había visto tantas veces, se pusieron de pie y fueron a luchar con la gran roca. Aunque les llevó tiempo, la movieron con mayor facilidad de lo que habían esperado, y dejaron al descubierto un agujero que parecía un pozo.

–Tiene que haber algo allí –dijo Isobel entusiasmada–. ¿Podemos bajar a ver qué hay en el fondo? Parece lo bastante grande como para que entren incluso ustedes dos.

Ambos estuvieron de acuerdo, pero, como querían asegurar el secreto, pasaron más de dos horas hasta que terminaron de avisarles a los centinelas de Hugo. Con su equipo, estos buscaron a otros dos hombres leales de St. Clair para ayudar y se declararon listos para continuar.

–Yo voy adelante –dijo Michael, firme, mientras miraba a Isobel y no a Hugo–. Cuando vea lo que hay abajo, decidiré quién desciende.

Ambos asintieron e Isobel esperó, paciente, segura de que Michael encontraría lo que buscaban. Hugo lo bajó con la soga y pronto ella vio la luz vacilante de la vela que Michael había encendido con la yesca.

–Hagan que los bajen a los dos –dijo–. Hay un túnel y es grande.

–Tú primero –le indicó Hugo a Isobel con una sonrisa–. A tu esposo no le gustaría que yo esté allí mientras te bajan.

Ansiosa, ella dejó que le pasaran la soga por la cadera y por debajo de los brazos como habían hecho con Michael y, un momento después, empezó a descender con una rapidez y una intrepidez que la asombraron. Michael la recibió en el fondo y la ayudó a liberarse de las sogas.

–Muéstrame –pidió ella.

Él le dio un tirón a la soga, para que los hombres que estaban arriba la recogieran, y sostuvo la vela para que ella viera.

–¡Ah, es enorme!

–Sí, me alegro de que tengamos muchas velas y hombres que saben dónde estamos.

Un momento después, Hugo estaba a su lado y Michael encabezó la procesión dentro del túnel. No habían ido muy lejos cuando se encontraron con cuatro baúles.

Los tres se quedaron mirando.

–Siento olor a agua –dijo Hugo.

–Yo también –dijo Michael–. Sigamos un poco antes de examinar esos baúles.

Diez metros más adelante el túnel doblaba y tres metros más allá salieron a una gran caverna, en cuyo interior había un lago de tamaño mediano. El camino que habían seguido parecía continuar, bordeándolo.

–¿Seguimos? –preguntó Hugo–. Aquí el aire parece bastante fresco.

–Yo recuerdo este lugar –dijo Michael–. Es la cueva con la que sueño hace tanto tiempo. Alguien me ha de haber traído cuando era pequeño.

Del otro lado del lago se encontraron con otro túnel.

–Estos túneles parecen hechos por el hombre –observó Michael–. Al menos, los han ensanchado con herramientas.

–Este parece llevar de regreso al castillo –dijo Isobel–. ¿Podría conectar de alguna manera con aquella escalera escondida, Michael

–No lo sé, Isobel. Termina sobre el nivel del sótano en el castillo. Tal vez haya una conexión, pero nunca la encontramos.

–Quizá nunca la terminaron –dijo Hugo, mientras escudriñaba las sombras al frente.

–Quiero ver qué hay en esos baúles –acotó Michael–. Me llama la atención que estén tan cerca de la entrada y no más adentro, donde serían más difíciles de encontrar.

Ninguno de sus compañeros tenía una respuesta, pero, cuando abrieron el primero, encontraron una carta arriba de todo.

–Cuidado con esa vela, Isobel –dijo Michael cuando ella se acercó para darle más luz–. No quiero que se queme antes de leerla.

–Es otra carta de tu padre, dirigida a sir Henry –expresó ella.

–Sí. Bien, igual voy a leerla –dijo Michael. Ella también la leyó.

 

Mi valioso hijo, en quien confío –––comenzaba.– El contenido de esta caverna ha sido confiado al clan Sinclair para ser guardado a buen recaudo durante todo el tiempo en que la orden de los caballeros templarios de Escocia considere que dicha custodia sea necesaria. En estos cuatro baúles están las reglas que has de seguir a este respecto, así como otros documentos, reliquias y valores. Nada de todo esto ha de ser vendido ni regalado, dado que todo lo que hay ha sido confiado a nuestro cuidado. No obstante, encontrarás en las reglas algunos derechos, y uno de ellos es usar tu criterio en lo que respecta al cuidado. Estudia bien todo el contenido de la caverna para que sepas qué tienes aquí, y guárdalo todo bien. ¡Encomienda tu tarea a Dios!

 

–Lo firma "William Sinclair de Roslin" –dijo lsobel–. Puede ser tu padre o tu abuelo... pero fue tu padre, ¿verdad?

–Sí, es su letra –admitió Michael. Tomó un rollo que había debajo de la carta y lo abrió sobre uno de los baúles.– Miren esto –dijo.

Era un mapa, pero diferente de cualquier otro que Isobel hubiera visto, mostraba tierras al occidente de Escocia y de las Islas.

–Este ha de ser el mapa que vio Henry –dijo ella.

Michael lo enrolló.

–Voy a llevar esto y la carta con nosotros, pero dejaremos todo lo demás. pondremos la piedra otra vez en su lugar hasta que pueda decirle a Henry que venga. Él tiene derecho a verlo todo como está ahora y a decidir qué hacer. Pero ahora que encontramos el tesoro, me temo que no esté tan seguro. Esos dos muchachos que están arriba conocen el agujero en el terreno y ahora saben que, después de encontrarlo, hemos desaparecido por un rato. Confío en ellos, pero debemos hacer algo para protegerlo mejor, y pronto. No obstante, no me animo a tomar ninguna decisión sin primero consultar a Henry.

–Estoy de acuerdo –dijo Hugo–. ¿Quieres que regrese a St. Clair a buscarlo?

–Sí, apenas terminemos aquí –respondió Michael–.Ahora pongamos todo como lo encontramos y vayámonos. Apártate de ese baúl, muchacha.

Él le tendió la mano, e Isobel la tomó, aunque sin ganas. Iba en contra de su naturaleza irse sin descubrir qué más había en esos fascinantes baúles, sin hablar de explorar el resto de una caverna tan misteriosa. Sin embargo, era consciente de que Michael tenía razón y sabía también que podía confiar en que, cuando llegara el momento, él le contaría todo lo que llegara a descubrir.

Hugo casi no había mirado los baúles.

Después de que Michael bajó la tapa del arcón que había contenido la carta y el mapa, miró a los otros, con expresión cauta.

Isobel lo observó y, cuando él se encontró con su mirada, dijo, con resquemor:

–No recuerdo ningún arcón en mi sueño, pero siempre entro en la caverna en la misma dirección. Me pregunto si la persona que me trajo hasta aquí pudo haberlo hecho antes de que los arcones llegaran a las Islas.

Ella no había pensado cuándo ni cómo habían llegado allí los baúles, pero el tema no le interesaba tanto como el contenido. Era casi imposible alejarse de ellos, por lo cual se alegró de que Michael no le dejara otra opción.

Cuando estuvieron todos arriba, los hombres pusieron la piedra en su lugar y Michael les ordenó a los dos muchachos que mantuvieran un silencio absoluto sobre el incidente, y que se ocuparan de que el valle y el castillo estuvieran bien protegidos.

–Hagan lo que sea necesario para que nadie entre en el valle ni se acerque al castillo desde esta dirección sin vigilarlo de cerca –agregó.

–Sí, sir, estará muy seguro.

Isobel suspiró. La confianza era difícil cuando se despertaba la curiosidad. Tuvo la fuerte impresión de que jamás sabría todo lo que deseaba sobre el tesoro.