Año decimoctavo. Visión decimocuarta

Año 18 después del nacimiento de los Reyes Blancos

Duodécima luna, Planicies de Dhirtune

El anciano Jhanteres y Eldrie presencian el paso de Staat por las Planicies de Dhirtune.

En las duras Planicies de Dhirtune, el viejo Jhanteres contempló con agrado el terruño que se extendía frente a su nueva casa. La nieve cubría gran parte del terreno, pero era una tierra fértil. La primavera despertaría un cultivo próspero. A su espalda, una pequeña aldea había surgido como una flor invernal en un lugar apartado de cualquier ruta. Aunque eran pocos, los que se habían establecido en aquellos páramos estaban llenos de esperanza. Los escasos viajeros que habían pasado por allí aseguraban que el rey había muerto envenenado y que los nobles peleaban por las migajas como perros. La lucha por el poder los mantendría ocupados mucho tiempo lejos de allí; por suerte, la capital se encontraba muy lejos de su nuevo hogar; una tierra que lindaba con el sur y poco interesante para la sangre real.

A lo lejos, una recia mujer dirigía sus ovejas hacia los pastizales. Aunque hacía poco tiempo que había parido, era demasiado terca como para quedarse postrada en el lecho. Su rostro, estropeado por las inclemencias y las preocupaciones, solo daba una pequeña idea de los sufrimientos que había soportado durante su vida. La acompañaba su hija, de unos diez años. La pequeña llevaba en brazos a su nuevo hermanito, que lloraba desconsolado. Era un bebé sano, la viva estampa de su padre, un hombre de labor caído bajo el vil acero de los soldados del rey que no llegó a conocer a su hijo.

—Eldrie —saludó Jhanteres, aunque su voz sonó como un gruñido—. Aguarda, aquí hay algo para ti.

La viuda dejó las ovejas al cuidado de su hija y se acercó hasta él.

—Si no te alimentas en condiciones, terminarás en un hoyo y tendré que ocuparme de tus mocosos —le reprochó al tiempo que le tendía una hermosa hogaza de pan tierno. Luego le ofreció un fardo burdamente atado—. Esto se lo dejó aquí un comerciante olvidadizo. Pensé que al menos serviría para que ese cachorro tuyo deje de berrear por el frío cada vez que te lo llevas a pastorear…

Eldrie abrió el fardo y descubrió un manto ricamente bordado.

—¡Jhanteres! Un comerciante olvidadizo, ¿eh? ¡Viejo embustero! Debe de haberte costado una fortuna…

—¡Tonterías! Ve ya, tu niño se impacienta.

Eldrie torció los labios en lo que parecía una torpe sonrisa; la dureza de su rostro no parecía preparada para tales acontecimientos.

—Gracias, viejo —dijo toscamente. Suspiró y sus ojos se perdieron en el llano horizonte, sumida en sus recuerdos—. Ha pasado mucho tiempo desde aquella maldita noche, ¿verdad? Me pregunto qué habrá sido de aquel albino que nos salvó la vida, y de la muchachita que la acompañaba. ¿Recuerdas?

—Su maldito penco casi hace que nos descubran, eso es lo que recuerdo —gruñó Jhanteres.

De pronto Eldrie frunció el ceño. El niño había dejado de llorar.

—Mira —susurró.

Su hija, con el pequeño en brazos, contemplaba maravillada la esbelta figura de un ciervo blanco, erguido delante de ellos. Había llegado en completo silencio, como una aparición. El bebé sonreía y agitaba las manitas con energía. Su presencia era milagrosa y, de alguna manera inexplicable, inspiraba una sensación de felicidad, calmando toda preocupación.

La niña extendió la mano para tocarlo, pero el ciervo se retiró y se alejó entre los pastizales, tan silenciosamente como había llegado. Pronto, el fugaz visitante se perdió en el horizonte, rumbo a las montañas del sur.

—Por la vida de mis antepasados —murmuró, atónita, Eldrie.

—Que me aspen si alguna vez vi algo parecido —juró el viejo Jhanteres—. ¡Un maldito ciervo blanco! ¡Eso es lo que era!