Capítulo octavo

Cinco días para el solsticio de invierno

Cuando Skutvik Vhalen llegó al campamento, el caballo que había montado durante todo el viaje se desplomó por agotamiento. Una ira hirviente había espoleado al viejo kranyal durante dos días con sus noches a través de la helada llanura de Schenneval, y no había concedido descanso a bestias ni a hombres. Sin embargo, al traspasar las primeras tiendas, la satisfacción suplió al tormento.

Un clamor de miles de gargantas celebró su llegada, y espadas y escudos se alzaron por igual, brindándole un recibimiento digno de un rey. Ni la prudencia por hallarse escondidos podía acallar las salvas de sus fieles, que aguardaban dispuestos para la batalla. Su maestría en combate era legendaria. Solo él podría traer de vuelta los días gloriosos del clan de las montañas.

Envuelto en sus pieles de lobo y con la cabeza cubierta por el yelmo alado de los Vhalen, Skutvik parecía salido de alguno de los relatos que los más ancianos contaban las noches de invierno. Su larga barba gris y su melena crecida le daban la apariencia de un maduro león, curtido en mil peleas y aún no demasiado viejo para lanzar una dentellada mortal. Estrechó el brazo de cuantos se abrían paso entre el gentío para saludarle y les llenó los oídos con promesas de una gloria no muy lejana.

Junto a él, rodeado de su jauría de perros loberos, se hallaba el maestro Kalere. Sostenía a la Negra en una mano y en la otra, su yelmo de carnero. Su presencia allí, a la diestra del Señor de los Fiordos, era ya una victoria y suponía una magnífica baza para todos ellos.

Al otro lado de la multitud, cubierto por una dura capa de piel de foca y con las riendas de su montura en la mano, Murik Vhalen parecía una versión más joven de su hermano. Su barba trenzada y las dos hachas que colgaban de su cintura advertían de su condición de servidor del dios de la Guerra.

Fiel a su palabra, Murik había preparado todo un ejército para Skutvik. Los dos hermanos se estrecharon en un vigoroso abrazo que fue celebrado con bramidos de entusiasmo.

—El de la Mirada Aguda.

Skutvik contempló a su hermano menor con honda satisfacción. Desde que ambos eran muchachos, Skutvik siempre le había superado en altura y corpulencia, pero notó que Murik había crecido en los últimos tiempos, en grandeza y decisión.

—Al fin ha llegado el día, gracias a ti —añadió ella.

—Contigo para guiarnos, la victoria en la batalla siempre será nuestra, y la gloria alcanzada, inmortal —le respondió Murik. Pero advirtió que sus palabras no eran correspondidas con alegría. Posó una mano sobre su hombro—. Una sombra oscurece tu semblante. ¿Qué ocurre, hermano mío?

Skutvik posó su crispada mano sobre la de Murik.

—La mayor de mis hijas, Yrnut… —murmuró con los dientes apretados—. Gursti me la ha arrebatado. Maldito sea su nombre y su estirpe… ¡Mi hija!

Por un momento, Skutvik se sintió desfallecer por el agotamiento. Aquel sacrificio le desgarraba las entrañas. Lacerantes, regresaban a él muchos recuerdos del fiordo de Sköll. Yrnut era apenas una niña cuando domaba caballos que otros no se atrevían a montar. Siempre tan indómita, era una cazadora nata. Su rostro resplandecía la primera vez que la llevó en barco, navegando por las costas de altísimos acantilados donde anidaban las aves marinas.

Hacía mucho que Skutvik no padecía ese mal que le desgarraba las entrañas. Era el mismo mordisco que sufrió cuando encontró muerta a Vellir, su esposa, con su cuerpo desnudo y torturado entre el barro. La misma agonía que padeció, muchos años antes, al ver languidecer a sus cuatro hijos mayores, uno tras otro: primero Koren, después Uthar y Ulrik, siempre inseparables, hasta en la muerte. Finalmente, Kardam, tan parecido a Hoffdakulur.

Murik le sostuvo, compartiendo su pena, pero por dentro su hermano parecía hervir de ira. Skutvik sabía que amaba a sus sobrinas como si fueran hijas propias… Le escuchó maldecir en voz baja el nombre de Hoffdakulur.

Hoffdakulur, repitió Skutvik para sus adentros.

El único hijo varón que le quedaba, su primogénito, su predilecto. Le había escupido a la cara, había insultado su sangre con su desprecio cuando más lo necesitaba.

Apenas percibió que Murik hacía una seña a uno de sus hombres. Este le trajo un enorme fardo envuelto en pieles curtidas que Murik le entregó solemnemente. Dentro había una enorme espada de caballería, casi tan alta como un hombre.

Askell, la espada de nuestro padre, aguardaba ansiosa tu llegada para beber la sangre de nuestros enemigos —dijo Murik—. Y juro por mi acero, hermano, que la vertida en nuestra familia será prontamente vengada. ¡Por los Bravos de la Ciudad Dorada, que Gursti Bäradlig verá su cuello teñirse de rojo! ¡Venganza!

Skutvik Vhalen tomó con auténtica veneración la espada de sus antepasados y la alzó a los cielos con un rugido de impotencia y dolor desatados que la multitud secundó con euforia.

—¿A qué estamos esperando, mis fieles? —clamó—. Mi hija Yrnut goza ya de los Prados Eternos junto a sus hermanos. ¡Recuperemos la honra de nuestros ancestros! ¡Ganemos nuestro lugar entre los elegidos del Padre de Todos!

Los montañeses alzaron sus espadas, y cuando todo estuvo preparado, montaron sus caballos y partieron como una gigantesca y terrible marea de acero, pasando veloces entre su líder. Skutvik eligió un robusto alazán y, con su hermano a un lado y Boriax Kalere al otro, se internó al galope en un mar de frías nubes, hacia Djendelarn.

Ningún djendel había caminado jamás a una batalla. En los anales de la historia del clan de las brumas, nadie se había enfrentado a lo que estaba por venir.

Eyra tenía miedo, y no recordaba haber estado nunca tan sobrecogida, ni en las funestas épocas de la Invasión, diecinueve años atrás. La nieve crujía bajo sus pies; siempre le había agradado ese sonido, pero en esta ocasión le producía estremecimientos. Podía oler la sangre y la muerte en el gélido aire de Schenneval con tanta certeza como veía las brumas. No era algo que pudiera percibirse con los sentidos ordinarios: afloraba de la espectral llanura.

Los estandartes se deslizaban en la niebla, moviéndose entre lanzas y alabardas. Las serenas planicies jamás habían albergado en sus entrañas semejante fuerza bélica: la élite, constituida por los Jinetes Arthal, marcaba el paso a guarniciones llegadas de todos los rincones del reino; unos seis mil soldados dirigidos por más de cincuenta capitanes y seis Mayores Kranyal. Faltaba el séptimo: Boriax Kalere, que había desaparecido la misma noche de la incursión a la Torre Kranyal. Aquel, sin duda, había sido un duro golpe para todos ellos.

La retaguardia estaba ocupada por medio millar de kranyal, todos ellos pertrechados para la batalla pero carentes de emblema o blasón: eran criadores de caballos, cazadores, herreros. Gentes del pueblo, que se habían unido espontáneamente al Ejército Blanco para acudir a la defensa de Djendelarn. Los llamaban los Bravos de Vilaarn.

La muerte de Alsten Geffast había tenido un alcance inesperado y magnífico. Su sangre vertida se había convertido en el clamor de una llamada que había despertado al Lugar de la Unión de su silencioso letargo. Antes de que saliera el sol, la ciudad se había levantado en armas.

Las calles se habían llenado de hombres y mujeres que se colocaban petos y brazales. Llevaban de la brida a sus caballos y corrían de casa en casa, despertando a vecinos, amigos y parientes. Las noticias corrían como el viento y el temor de una matanza aún mayor en Djendelarn despertó la determinación de aquellos que aún dudaban.

La sensación de que la historia de Neimhaim había tomado un nuevo rumbo era palpable, pensó Eyra, aún estremecida. Al principio observó aquel alzamiento espontáneo con inquietud. Pero cuando se reunió con Gursti y Drumilda al otro lado de las murallas, la visión de la multitud que los aguardaba en la llanura, portando sus antorchas bajo el temporal, la conmovió como ninguna otra cosa en su vida.

Al frente de todos ellos estaba Sodjel Bäradlig, el senescal. En su coraza lucía el emblema del oso rampante. A su lado, su esposa Kanra, con su largo arco atado a la espalda, sostenía con firmeza el estandarte de Neimhaim.

—Tu pariente será vengado, hermano —pronunció con toda solemnidad.

Su pariente, rememoró Eyra.

Perdido en su cólera, Gursti no fue capaz de valorar el significado de sus actos cuando desenvainó su espada ante el cuerpo inerte de su anciano amigo. Cuando acabó con la vida de Yrnut Vhalen, no solo cedió a un sentimiento de justicia, sino que selló una sentencia: le había vengado como a un miembro de su familia.

Según la tradición kranyal, Gursti Bäradlig quedaba ahora hermanado con los Geffast. Y todos aquellos guerreros se habían reunido para poner sus vidas al servicio de su memoria.

—Bravos de Vilaarn, vuestro gesto es bienvenido —había pronunciado el antiguo Señor de los Kranyal—. Que el espíritu de Sern Alsten Geffast, que ha guiado vuestros corazones hasta aquí, también nos acompañe en Djendelarn.

Antes de partir llegaron noticias sorprendentes: Dhero Ulaet, Mayor de la Marca de los Fiordos, había reunido a un grupo de sanadores y solicitaba su permiso para acompañarlos a la batalla.

—Que así sea —aceptó Eyra, tras una honda reflexión.

Cada momento que pasaba escribían un nuevo capítulo en la historia de Neimhaim. Aquello la sobrecogía y atemorizaba a un mismo tiempo.

Dos días después alcanzaron el grueso del Ejército Blanco.

Todo había ocurrido en muy poco tiempo, meditó Eyra. Era difícil asimilarlo con calma.

Una sola persona guiaba todo aquel contingente a través del laberinto de brumas: Vinka Vhalen, a la que habían cedido una montura mansa. Había sido desarmada y desposeída de cualquier prenda o insignia que hiciera referencia al Ejército Blanco, únicamente le habían permitido conservar su manto para que no muriera de frío. Su cabello caía desordenado sobre la cara sucia y marcada con algún golpe. Cabalgaba sin ánimo y, aunque sus ojos estaban fijos en la niebla, buscando el camino que llevaba al campamento oculto de su tío, parecía a punto de caer de la silla.

Lleva sobre ella el peso de los muertos de la Torre Kranyal. Una carga demasiado grande para unos hombros tan jóvenes, meditó Eyra.

La «dos veces traidora» la llamaban, aunque su hermano Hoffdakulur no permitía que nadie la despreciara en su presencia. Él la escoltaba de cerca sobre su semental. Se había opuesto a que su hermana fuera tratada como un peligroso prisionero y se había ofrecido a responder por ella.

De pronto, un jinete pasó como un relámpago a su lado, en un loco galope que la sobresaltó. Entre la niebla vio desaparecer una capa azul índigo.

—Un Jinete Arthal —comentó Drumilda, acercándose a ella con su caballo. La esposa de Gursti portaba toda una armería atada a los flancos: escudo, hachas, una espada corta y una lanza—. Se adelanta para asegurarse de que el camino está despejado. Las nieblas son perfectas para una emboscada. Según he oído decir, el campamento está próximo; deberías reunirte con el grupo djendel en la retaguardia, estarás más segura allí.

—Así lo haré, gracias por la advertencia. —Eyra se descubrió la capucha y miró a la mujer con amargura—. Que los Altos te protejan, Drumilda.

Lo dijo de corazón, a pesar de que inevitablemente nunca podrían volver a ser amigas, como una vez lo fueron, mucho tiempo atrás.

Eyra dejó pasar a los guerreros y esperó la llegada de Sern Dhero y los sanadores. La capitana Urla Korven y la guarnición de Djendelarn los escoltaban.

Cuando Adroon pactó la Alianza, jamás hubiera creído que los kranyal deberían defendernos de ellos mismos, pensó Eyra. Ese era un dolor que ningún don podía sanar.

En el semblante de la capitana podía leerse su desasosiego por llegar a la ciudad que había jurado guardar y que tuvo que dejar por orden de Gursti Bäradlig. Eran muchos los que tenían allí un pariente, una madre o un hermano. La capitana llevaba muchos años sirviendo en la Marca de Schenneval, y sin duda el asesinato de Alsten Geffast había sido más duro para ella de lo que aparentaba. A su lado caminaban Dhero y su hija Aitne, cuyo dulce rostro aún estaba marcado por los golpes recibidos.

Hay en ellos una determinación que es desconocida para mí, pensó Eyra. Sus compañeros de clan aparecían y desaparecían como espectros entre la niebla, con los ojos siempre al frente. ¿Cómo acabará esto, piadosa Madre? Somos vulnerables como la nieve temprana.

Al cabo de un rato, un rumor de cascos sonó ante ellos. El Jinete Arthal que les había sobrepasado ya estaba de vuelta. Gotas de sudor perlaban su frente y también su corcel tenía los flancos empapados por el esfuerzo. La carrera debía de haber sido frenética. Esta vez no venía solo: le acompañaban Gursti Bäradlig y Drumilda, ambos con el rostro desencajado, y también algunos Mayores kranyal y el joven Hoffdakulur.

—Hemos encontrado el campamento —le anunció el antiguo Señor de los Kranyal—. Vacío. ¡No están!

Se han ido, comprendió con horror Eyra.

—Hemos llegado tarde. ¿Es eso?

Gursti no dijo nada, no fue necesario.

—Nos llevan medio día de ventaja —le explicó Hoffdakulur, tirando con brusquedad de las riendas—. Deben de estar a punto de llegar a Djendelarn.

—No llegaremos a tiempo —exhaló Eyra.

—Quizá haya una manera de alcanzarlos, mi Señora.

Quien había hablado era Karn Dunstan, Mayor kranyal de la Marca de Schenneval, un hombre de aspecto rudo pero cauto y respetuoso, en cada reunión había medido con cuidado sus intervenciones. El kranyal conocía muy bien a los djendel; había habitado entre ellos y atendido sus problemas cada día durante más de siete años junto a Sern Alsten. Al igual que Gursti, la muerte del anciano djendel le había trastornado profundamente. En su mirada, Eyra pudo ver que no olvidaría aquel agravio.

—Los montañeses no tienen más opción que seguir el cauce del afluente Manthaeth para no perderse entre las brumas —explicó—. Pero estas nunca han supuesto un obstáculo para quien ha morado entre ellas desde tiempos inmemoriales. Skutvik ignora que para los djendel, que son capaces de sentir a otras personas a través de su alma, Djendelarn es un gran faro en la oscuridad, y pueden percibir su posición incluso a gran distancia.

Eyra vio lo que el kranyal sugería. Alabó la iniciativa, pero conocía una importante objeción.

—Sern Dunstan, es cierto que cualquier djendel podría guiar al ejército a través de las nieblas hasta Djendelarn, pero no estoy segura de que seguir a una persona a pie ayude a ganar tiempo. El Ejército Blanco necesita un guía veloz, un jinete, y nuestras leyes son tajantes al respecto, vos debéis saberlo mejor que nadie. Aun en el caso de que uno de los nuestros estuviera dispuesto a tal sacrilegio, dudo que pudiera servir de mucho. Ningún djendel sabe cabalgar.

—Eso no es del todo cierto, Shon Eyra —intervino una dulce voz a sus espaldas.

Con un profundo pesar, Eyra volvió la mirada hacia la muchacha que había hablado. Hasta ese momento, la presencia de Aitne había pasado desapercibida, pero ahora todos los ojos se habían posado sobre ella con creciente interés.

—Un djendel criado entre guerreros podría haber aprendido a montar a escondidas. Ese djendel sería capaz de galopar con premura a través de las nieblas.

La joven estaba temblando. Eyra sintió por ella la más honda admiración y, al mismo tiempo, la pena más profunda.

Dhero sufrió una conmoción y se aferró a las manos de su hija. Aunque Aitne era muy joven, no ignoraba qué castigo le esperaba. Si reconocía haber abusado de la fuerza de un animal, se la despojaría de su condición de sacerdotisa consagrada. Sería repudiada. Así eran sus leyes.

—Tú no, mi pequeña. Ni siquiera debiste hacer este viaje —se lamentó—. Por piedad de la Gran Madre, tú no.

—¿Hay otra opción? —susurró ella, sacudida por un inesperado temblor—. ¿Qué importa mi condición, si con ello salvo cientos, tal vez miles de vidas?

Su padre no contestó, pero en ese instante alguien irrumpió con rotundidad. Era Hoffdakulur, revolviéndose en su semental y oponiéndose con una dureza que les sorprendió.

—¡No! ¡Es demasiado peligroso! Sern Gursti, ¿qué ocurrirá con ella cuando empiece la batalla?

La muchacha miró al capitán con sorpresa. No esperaba encontrarse con la oposición de alguien que creía de su lado.

—¿Estarías dispuesta a tal sacrificio? —indagó Eyra.

—Estoy dispuesta —contestó Aitne sin dudar.

Eyra evaluó a la que era su pupila, y después a su padre. Lo que vio en los ojos de ambos fue lo que inclinó su decisión. Así se lo hizo saber a Gursti a través de sus pensamientos.

—He conocido a pocos kranyal tan valientes como tú, muchacha —admitió el veterano guerrero—. No perdamos más tiempo, pues. Cada instante podría costar vidas.

Hizo que entregaran un corcel ligero a la joven djendel. Aitne se acercó al animal, acarició su testuz con veneración y le susurró palabras apacibles. Después, se alzó sobre su grupa con perfecta soltura. Al tomar las riendas descubrió que sus manos temblaban: no era inexperiencia, sino la incertidumbre por lo que sería de ella a partir de entonces.

Eyra, en nombre del Primero de los Djendel, tenía el deber de hacer cumplir las penas a los que vulneraban las leyes. Impuso sus manos sobre la muchacha y le sonrió con tristeza.

En este momento estás más cerca de la Gran Madre que ninguno de nosotros —le dijo de forma íntima—. ¿Quién soy yo para juzgar, puesto que tu pecado es impuesto? Ve en paz y que nuestro Arthayl juzgue a su regreso, si es menester.

—Sern Dhero, vuestra hija estará a salvo, os lo juro por mi vida —le garantizó Gursti—. Ordenaré una escolta para ella y la pondrán fuera de peligro en cuanto se desenvainen las espadas. ¡Marchemos, pues! Esta vez, la niebla de Schenneval será nuestra aliada.

El clamor de los cuernos llenó la planicie y los caballos de batalla partieron al galope, guiados por el corcel de Aitne. El antiguo Señor de los Kranyal se demoró un instante para despedirse de Eyra.

—Solo marchará la caballería. El resto del ejército avanzará con vosotros. Nadie osará atacaros, pero, si lo hacen, la guarnición de Vilaarn estará a vuestro lado para protegeros. Urla Korven ya no podrá hacerlo, ha partido junto a los suyos con la vanguardia.

—¿Y qué hay de la hija de Skutvik, ahora que la muchacha ha cumplido con su palabra? —indagó ella con prudencia.

Gursti miró hacia delante con gesto tenebroso.

—Puede acompañarnos a la batalla y tratar de redimir su honor en combate, o puede quedarse con vosotros —le indicó—. Ya es tarde para que mi espada juzgue.

Eyra asintió, complacida por su indulgencia.

—Que los Altos te acompañen, Gursti Bäradlig.

El guerrero inclinó la cabeza a modo de despedida, se colocó el yelmo y se alejó a galope tendido, uniéndose a las últimas filas.

Eyra se preguntó qué encontrarían al llegar a Djendelarn.

Nesbyen bajó apresuradamente las escaleras de la Casa del Consejo, tropezando en su urgencia por llegar abajo. Le seguía de cerca Kaylon Dunstan, hijo del Mayor kranyal. A medio camino entre la juventud y la madurez, parecía poseer las mejores virtudes de cada estadio, y ninguno de sus defectos. Era un hombre que inspiraba confianza, y a su cargo habían quedado los treinta soldados que la capitana Urla Korven dejó al marchar con el resto de la guarnición.

—Geffast, ¿estás seguro de lo que haces?

El djendel de pelo pajizo se detuvo y se volvió hacia él con tanto dolor en la mirada que el kranyal se sintió culpable por haber preguntado.

—Mi padre ha muerto —le reveló, como si tuviera que explicarle que el sol se ponía al final de cada día—. Le han arrebatado la vida con violencia… Y es posible que yo me una a él muy pronto.

Reanudó su carrera escaleras abajo y no se detuvo hasta salir al exterior. La Casa del Consejo de Djendelarn había sido construida en lo alto de una suave colina, donde en otros tiempos se habían convocado importantes asambleas cada solsticio de verano. Desde allí se dispersaban cientos de pequeñas lomas que eran las casas djendel, camufladas en la pradera y veladas en algunas zonas por la caprichosa bruma. Kaylon había convocado en aquel lugar a todas las espadas del Ejército Blanco que quedaban en la ciudad. Eran hombres y mujeres jóvenes pero llevaban con orgullo sus mantos níveos.

—Nos atacan —les anunció Nesbyen sin preámbulos. Los soldados se miraron con extrañeza—. Debemos… Debemos conducir a todas las familias que se encuentran en las afueras hasta la plaza interior. Si pudiéramos encontrar un refugio… Si tuviéramos más tiempo…

Tal vez ni siquiera tenemos un día. El presentimiento es demasiado fuerte.

Desalentado, Nesbyen comprendió que ni él ni la ciudad estaban preparados para enfrentarse a ninguna amenaza. Había más de veinte mil personas hacinadas en la capital del clan Djendel y como defensa solo contaban con un puñado de soldados. Desconocía el arte de la guerra, pero resultaba evidente que Gursti Bäradlig había cometido un grave error.

El hijo de Sern Dunstan se lo llevó aparte y lo miró con gravedad.

—No puedo dar mi permiso para movilizar la ciudad por una corazonada. —El guerrero asió la empuñadura de su espada, colgada a un lado de su cintura—. Afirmas que has visto la muerte de tu padre en la distancia, y aunque cualquier kranyal recelaría de algo así, yo no lo hago. Conozco las facultades de vuestro clan. Y lamento profundamente tu pérdida, pero necesito saber qué te hace pensar que eso implique un peligro para Djendelarn. Este es un lugar pacífico, cualquier kranyal lo sabe, incluso Skutvik Vhalen. Puede que se haya convertido en nuestro enemigo, es posible que haya escapado, pero es un hombre de honor y también un hábil estratega. Su objetivo solo puede ser el lugar donde reside el poder. ¿Qué ganaría atacando a una población inocente? No tiene ningún sentido. Sern Gursti sin duda es de la misma opinión. No se hubiera arriesgado a dejar desprotegida esta ciudad si existiera la más mínima posibilidad de que pudiera ser atacada.

Los ojos dorados del djendel se volvieron hacia la torre donde se encontraba su familia: sus dos pequeños y Nesna, su mujer. La esperanza de envejecer junto a ellos se había apagado hacía tiempo en su corazón, pero no renunciaría a protegerlos.

—Es más que un presentimiento —pronunció, a punto de caer en la desesperación—. Es una certeza.

Dunstan maldijo por lo bajo y luego se volvió a lo que quedaba de la guarnición de Djendelarn. No eran muchos, pero estaban dispuestos a todo. Algunos habían llegado a admirar el modo de vida djendel. No dudarían en dar su vida por ellos.

—Preparaos para un ataque inminente —pronunció Kaylon—. Pondremos todo nuestro esfuerzo en defender el flanco oeste, a orillas del Manthaeth. Los Vhalen han debido de levantar en armas a la mitad de los fiordos, así que nuestro esfuerzo no será rechazarlos, sino soportar su ataque el mayor tiempo posible, en tanto que la población escapa por el otro lado. Seguramente emplearán un ataque frontal y poco organizado, al no esperar resistencia.

El grupo se dividió para emprender sus respectivas tareas. Ahora era Kaylon quien había tomado las riendas de la situación.

—Ganaríamos tiempo si pudiéramos contar con algunos djendel para levantar empalizadas.

Nesbyen asintió, complacido por la determinación del kranyal.

—Desde luego. En esta ciudad vive uno de los mejores constructores del reino. Iré a buscarle, y también reuniré a otros maestros de la tierra. Nos veremos a orillas del Manthaeth.

—Bien —asintió Kaylon, satisfecho—. Os avisaremos cuando llegue el momento de retroceder.

Poco después, Nesbyen había recuperado su templanza y se encontraba organizando a unos cuarenta djendel en las afueras de la ciudad.

El viento soplaba desde el norte, azotando la hierba de los tejados verdes. Sobre ellos, el cielo blanco no dejaba dudas: pronto caería una fuerte nevada, pero el grupo de sacerdotes permanecía ajeno a la fuerza de los elementos.

Nesbyen observó al grupo que había reunido, de diversa edad pero todos ellos expertos en el arte de la tierra. Algunos de ellos habían trabajado para levantar el Palacio Real de Vilaarn y estaban acostumbrados a enlazar sus energías como hoy habrían de hacerlo. El más poderoso de ellos era Nurmum Edane, padre de Nesna. Era reconfortante contar con un pariente. Su amigo Elner Ulaet había sido uno de los primeros en acudir; aunque él era caminante, tenía algo de sensibilidad hacia la tierra. Nesbyen conocía al hijo de Sern Dhero incluso antes de que llegara procedente de los fiordos, tres años atrás. La amistad entre sus familias siempre había sido estrecha.

En ese momento, Elner le miraba con determinación, deseoso de comenzar. Llevaba la barba corta como su padre pero no se parecía mucho a él pues su cabello no era pelirrojo, sino rubio como el de su hermana Aitne.

—Empecemos —pronunció Nesbyen, y se sumió en el Nifflheim.

Un nimbo de resplandeciente energía rodeaba a cada uno de ellos. Era especialmente intensa en el padre de Nesna, y uno a uno le siguieron como a un faro, entrelazando los haces en un círculo como si se tratara de una corona de luz, hasta que un fulgor unió a todas.

Nesbyen no podía formar parte del grupo. Él era un sanador, apenas tenía capacidad para conectarse con la tierra, pero sus dones curativos serían de gran ayuda: daría aliento a aquellos que flaquearan en la descomunal tarea.

Los maestros de la tierra eran un coro de voces entonando un mismo canto, cada una tenía matices propios, pero juntos daban lugar a una poderosa melodía capaz de hacer danzar a los elementos naturales. Su canción subió de tono, y la tierra escarchada crujió, alzándose unas pulgadas y extendiéndose como un arco por todo el perímetro de la ciudad. El esfuerzo era extremo y el suelo se convulsionaba con fuertes temblores, pero nada de eso detuvo su ingente despliegue de energía.

Embriagado por el éxtasis de energía desencadenada, Nesbyen perdió la noción del tiempo. Despertó sobresaltado cuando llegaron a sus oídos voces de alarma. Se retiró con sutileza de sus compañeros y abandonó el Nifflheim con el corazón encogido.

Eran tres jinetes, venían a galope tendido. Kaylon descabalgó en mitad de la carrera y ordenó a sus compañeros que partieran sin demora para reunirse con los demás a las puertas de la ciudad. En su semblante traía la inminencia del desastre.

—Tenías razón: son más de tres mil hombres a caballo. Y aún no se ha movido ni la mitad de la población…

Tres mil contra treinta. No hicieron falta más explicaciones. La muralla que con tanto esfuerzo estaban levantando apenas se alzaba seis palmos por encima del suelo: dificultaría una carga de caballos de guerra, pero los corceles más ágiles la saltarían sin dificultad. No era suficiente para proteger la ciudad.

—Debéis regresar —le apremió Kaylon.

Nesbyen miró la llanura todavía vacía. Vio sangre saltando del filo de las espadas, miembros cercenados, escuchó alaridos, gritos de agonía, estertores de una muerte próxima. Corazones que dejaban de latir.

—¡Geffast! —gritó Kaylon, viendo que el djendel estaba pálido y temblaba—. Está bien. Yo mismo les despertaré.

—No interrumpas la unión —le previno, recuperándose de la aterradora visión—. Tenemos que continuar. Hay que dar tiempo a las familias para que lleguen al otro extremo de la ciudad, al refugio en la Casa del Consejo. ¿No lo entiendes, Dunstan? Será nuestro final de todas formas. Nos quedaremos aquí hasta el último momento; es el único camino.

El kranyal contempló con pesar a su compañero y no insistió más. Había visto esa misma mirada en guerreros que acudían al campo de batalla resignados a morir, con la sola idea de proteger a los suyos.

—Tu espíritu es inspirador —admitió Kaylon, impresionado—. Sea pues, amigo mío. —Le estrechó las manos suavemente, a la manera djendel—. No sé si habrá un lugar para los vuestros en las Altas Praderas, pero juro por mi alma que he conocido a pocos tan valerosos.

—Que los Altos os acompañen, Kaylon Dunstan. Si hoy habéis de caer defendiendo esta ciudad, vuestro sacrificio será eternamente recordado. Si vivo para ver otro día, jamás olvidaré que en estos aciagos momentos treinta kranyal estuvieron de nuestro lado.

Con estas palabras se separaron los dos Regentes de Djendelarn. El hijo de Karn Dunstan partió al galope con su espada desenvainada y el hijo de Alsten Geffast se sumergió en el Mundo de las Brumas, uniendo su energía vital a la vibrante fuerza de sus compañeros, como si se hubieran puesto hombro con hombro para compartir una descomunal carga: la energía necesaria para levantar un gigantesco cinturón de tierra en torno a Djendelarn.

La muralla apenas se elevó un poco más. El esfuerzo era monstruoso; se requerían muchos más maestros para lograr lo que se pretendía en tan poco tiempo y el grupo estaba agotado. Nesbyen se vio obligado a ceder su propia energía vital para que pudieran aguantar un poco más, para levantar la tierra un palmo más. Lo hizo hasta el límite de sus fuerzas, hasta que cayó de rodillas al suelo, completamente extenuado. Elner le miró, sin salirse del grupo. Su frente estaba perlada. Pero algo atrajo su atención.

Al principio solo se escuchaba un rumor lejano, como el eco de una tormenta. Pronto un clamor espeluznante se levantó en la llanura blanca, tan ensordecedor que acalló cualquier otro sonido. Los jirones de niebla se deshicieron al paso de una gigantesca ola formada por miles de jinetes que, a galope tendido, se lanzaban hacia Djendelarn.

—Que la Gran Madre nos proteja en su misericordia —rogó Nesbyen.

Contempló con los ojos desbordados en lágrimas lo que se les venía encima. Eran tantos que resultaba imposible contarlos: una fuerza ingente, como una terrorífica marea que amenazaba con engullir todo lo que encontrara a su paso. Los jinetes devoraban la tierra que los separaba de la ciudad con la ansiedad de lobos hambrientos. En la ciudad, las aves levantaron el vuelo y huyeron hacia el este, espantadas por el ensordecedor clamor de los caballos, las armaduras y escudos, y los gritos de batalla de mil gargantas. La tierra entera parecía conmoverse ante la llegada del feroz ejército.

Era una imagen aterradora. Nesbyen jamás había visto tantos jinetes juntos. No guardaban orden ni formación alguna, no lo necesitaban. Muchos de ellos habían presenciado cómo sus familias sufrían por el hambre, y venían a saquear por la fuerza.

Al frente de todos ellos, Nesbyen divisó un guerrero que cabalgaba un enorme caballo gris, y grises también eran los cabellos que asomaban por debajo de su casco alado: era Skutvik Vhalen. Portaba una espada gigantesca que enarbolaba como una bandera, apremiando a cuantos le seguían con la promesa de una gloriosa victoria.

A pesar de su horror, Nesbyen observó que había en él cierta majestad, una sensación que le hizo sentirse insignificante.

—Despertemos a los demás —le instó Elner.

—Hazlo tú, yo no dejaré a mis hijos en tales manos —balbuceó Nesbyen, tratando de sumirse de nuevo en el Nifflheim.

El clamor aumentó en intensidad, golpeando su pecho. Estaban terriblemente cerca. La muralla subió un poco más y Nesbyen se desplomó extenuado en los brazos de su amigo.

El viento sopló desde el norte y gruesos copos cayeron sobre los primeros jinetes que salvaron la muralla y se adentraron en Djendelarn. Los montañeses entraron en las casas vacías, buscaron en tiendas y cercados, y la ira empezó a consumirles al no encontrar la abundancia esperada.

No se contendrán.

Desde su puesto junto al Señor de los Fiordos, Boriax Kalere contempló aquello con una profunda inquietud. Debían apoderarse de la ciudad sin matar, esas eran las órdenes, pero sabía demasiado bien que la mano actuaba antes que la mente.

Su mente voló muchos años atrás, cuando Gursti Bäradlig, entonces orgulloso Señor de los Kranyal, le reclamó desde la capital real para adiestrar a los guerreros y forjar un ejército. Él aceptó con satisfacción, y se volcó en cuerpo y alma en la Escuela de Guerra, deseoso de otorgarle el prestigio y el esplendor que todos esperaban de ella. Gursti atribuyó su fervor a una lealtad por la Alianza, pero siempre estuvo equivocado: lo hizo por amor a las armas. Para él no existía mayor gozo que la de entregarse a las disciplinas de combate, educar a nuevos guerreros, forjarles en cuerpo y en alma y hacer renacer en ellos lo que había hecho grandes a sus ancestros. Durante todos aquellos años había mostrado a sus alumnos la nobleza de un combate justo, les enseñó a respetar y honrar a su enemigo. Les habló de la gloria que aguarda a los que mueren en combate, defendiendo sus ideales. Se sentía orgulloso del Ejército Blanco, y nunca dejaría de estarlo.

Cuando la Alianza se resquebrajó en aquel terrible Consejo, Boriax se dio cuenta de que Skutvik encarnaba todas las virtudes que él siempre había infundido. Era, incluso en el ocaso de su existencia, un hombre audaz. Llevaba en su sangre la estirpe de los mejores y así había sido en su familia generación tras generación. En el momento en que vio al viejo guerrero alzando su voz contra la Alianza, expresando abiertamente sus intenciones, sin temer a nada ni a nadie, en ese instante vio renacida la fuerza de su clan, ahora estrangulada en tiempos oscuros. Al mismo tiempo, comprendió que Gursti había perdido aquello que le convirtió en Señor de los Kranyal. Ya no tenía la fuerza de un líder. Boriax aún le tenía en alta estima por la amistad que los había unido, pero le dolía verle consumido por la decadencia y los reveses. En cambio, Skutvik era el estandarte que su clan necesitaba, había nacido para conducir a los suyos, cualquiera podía verlo.

La sensación aún persistía al contemplarlo erguido a su lado sobre su enorme caballo de guerra. El Señor de los Fiordos dirigía exultante la toma de la ciudad, embriagado por la inminencia de su victoria. Sin embargo, la barbarie desatada bajo su mando le hizo dudar.

No había gloria alguna en someter a un enemigo indefenso, meditó Boriax, siguiendo el devenir del asalto.

Él había querido recuperar el viejo orden, el espíritu del guerrero de antaño, pero en su corazón empezaba a colarse la incómoda certeza de que se había equivocado de bando.

Sus perros comenzaron a ladrar insistentemente. Alertado por ellos, Boriax se volvió sobre su montura. Había algunos djendel cerca de la muralla. Un grupo de jinetes cabalgaba en su dirección.

Kalere inspiró profundamente y aferró con fuerza su lanza fría y firme, deseando poder absorber sus cualidades.

No es esto lo que yo quería. Que el Padre Eterno me perdone.

Inspirado por una clara determinación, se colocó el yelmo de cuernos de carnero que había pertenecido a su familia desde hacía muchas generaciones y espoleó a su montura.

No se volvió para ver la expresión de Skutvik al verle partir de su lado. Ya nada de eso importaba.

—¡Venid conmigo! —clamó a sus animales.

Junto a la muralla, los djendel tardaron demasiado en reaccionar. Parecían fatigados. No pudieron ver el peligro hasta que lo tuvieron encima.

Armado con su lanza oscura como la noche, Boriax cabalgó con frenesí. Los poderosos cascos de su caballo arrancaron pedazos de tierra escarchada a su paso. Sus perros de guerra le flanqueaban como mesnadas demoníacas.

En su prisa por escapar, los djendel tropezaban los unos con los otros. Los alaridos de los montañeses estremecían todo lo vivo.

—¿Dónde escondéis el grano? —rugió uno de ellos, abalanzándose con su caballo sobre los sacerdotes—. ¡Os sacaré las palabras a cuchilladas, maldita escoria!

Boriax no titubeó. Salvó ágilmente el muro de tierra que los separaba, colocó a la Negra en ristre y embistió con todas sus fuerzas al asombrado montañés. La robusta lanza de madera negra le atravesó de lado a lado, quitándole el aliento y arrancándole de su montura. Sus perros hicieron el resto del trabajo.

La vara había quedado trabada en el cuerpo de su rival, así que Boriax tuvo que renunciar a ella y desenvainó la espada. Gritó una nueva orden a sus bestias y los montañeses se defendieron de sus feroces mordiscos. Dos de los guerreros cayeron antes de saber de dónde venía la amenaza. Las enormes fieras estaban adiestradas para luchar contra lobos y osos, y no se amilanaron ante los afilados aceros, cuyos peligrosos efectos también conocían.

—Salid de aquí —ordenó Boriax a los djendel—. Alejaos si queréis vivir.

Elner retrocedió ante aquella advertencia. Conocía bien a los montañeses, se había criado entre ellos. Aquel jinete del yelmo de carnero que se enfrentaba a sus iguales con tanta precisión solo podía ser un maestro de maestros.

Nesbyen yacía a sus pies. Trató de despertarle, pero fue inútil. Tampoco tenía fuerzas para cargar con él. En su desesperación, no vio que uno de los jinetes había arrancado la lanza ensartada en uno de sus compañeros y se dirigía hacia él. Elner se puso en pie justo cuando el pesado caballo llegaba a su altura. La lanza estaba enristrada y él se encontraba en su camino.

La afilada punta negra le traspasó en cuerpo y alma. El dolor fue peor de lo que había esperado. Se quedó clavado al suelo y apenas tuvo fuerzas para vomitar sangre cuando fue consciente de que aún seguía vivo.

El guerrero que le había atacado cayó cerca de él, herido de muerte por la espada del jinete del yelmo de carnero.

Sintiendo que las fuerzas abandonaban su cuerpo, Elner cerró los ojos y abrazó el Mundo de las Brumas, rodeándose de la serenidad de la Gran Madre. Pensó en su esposa y en sus hijos gemelos, que se habían refugiado en el corazón de la ciudad. Recordó su infancia en el fiordo de Sköll, cuando su madre le reprendía por jugar con los hijos de Skutvik Vhalen. Su querida Aitne… Su padre también apareció en sus pensamientos, el día en que le estrechó con orgullo, al nacer sus dos pequeños. Ya no podría verlos crecer. No podría despedirse de su amada esposa. Cuánto sufriría ella al saber que había muerto… Eso fue lo que más le dolió, antes de que su alma quedara en paz al unirse a la Primigenia Armonía.

Golpeado por una agonía indescriptible, Nesbyen despertó en el justo momento en que el cuerpo de un hombre se desplomaba a su lado, con el pecho abierto en un sangrante tajo. Un enorme perro cerró sus poderosas mandíbulas en su garganta, desgarró la carne y luego se alejó en busca de otra presa.

A su alrededor, todo era alaridos, ladridos y estruendo de armas. Una jauría de loberos hacía frente a un grupo de guerreros cubiertos con pieles y rudas protecciones de cuero. En el suelo, por todas partes, había hombres y mujeres de su clan, heridos o muertos. El padre de Nesna, Nurmum, trataba de incorporarse. Le habían seccionado media oreja.

De pronto, el clamor de un cuerno llenó el aire y todo quedó en silencio. Con el corazón conmocionado, Nesbyen buscó el origen de ese sonido y divisó en el horizonte brumoso, más allá de las torpes defensas que habían levantado, un estandarte azul y blanco. Un mar de capas de esos mismos colores emergía de entre las nieblas como una cohorte celestial. Jamás hubiera creído que la visión del Ejército Blanco le llenaría de tanta gratitud como en aquel momento, cuando cientos de fieles a la Alianza se lanzaron contra sus hermanos de clan para interponerse como un rompeolas en su asalto a Djendelarn.

El choque entre ambos ejércitos fue brutal. Los Jinetes Arthal abrieron el camino como una punta de flecha, penetrando con contundencia en la desordenada pero fiera caballería de los Vhalen. Las filas del Ejército Blanco que los seguían aprovecharon la confusión para desplegarse en torno a los límites de la ciudad y cortar el paso al interior.

Entre los que luchaban con mayor ardor había una mujer que defendía la ciudad como una loba que protege a sus cachorros. Bajo su manto níveo, Nesbyen reconoció la loriga celeste de un capitán. Era la capitana Urla Korven. Se deshizo de cuantos trataban de acercarse a la muralla y los vio. Gritó una orden a sus hombres y se dirigió a su encuentro, sacando ventaja a los suyos. Cuando salvó el muro que se interponía entre ellos, Nesbyen se puso en pie para recibirla, pero ella no se detuvo a su lado.

Embargada por el dolor y la impotencia, Urla frenó su montura junto a un djendel clavado al suelo por una lanza. Su corazón se detuvo al reconocerle.

—Elner Ulaet —susurró, despojándose del yelmo.

La capitana no era joven ni inexperta. Sus ojos habían presenciado muchas muertes, pero no pudo evitar conmoverse al ver el pecho hundido de aquel djendel, su boca ensangrentada, las manos rígidas que aún aferraban el arma que le había arrebatado la vida.

Era una lanza oscura, de madera negra. La capitana apretó la empuñadura de su espada.

La Negra…

Era imposible no reconocerla: en todo Neimhaim solo existía un arma semejante.

La sorpresa inicial no tardó en dar paso a la ira. Ahogando su rabia, cortó el asta de un tajo y liberó al djendel de aquella grotesca y deshonrosa posición. Después buscó entre sus enemigos un yelmo de carnero, deseando con toda el alma estar equivocada. Pero no lo estaba.

—¡Maestro! —exhaló.

Al escuchar esa palabra, Boriax Kalere giró su montura y los dos quedaron frente a frente.

En ese momento llegaron más soldados del Ejército Blanco. Al igual que ella, quedaron estupefactos al contemplar el macabro escenario que los aguardaba a ese lado de la muralla, pero nada de eso les impresionó más que descubrir al Primer Maestro de la Escuela de Guerra entre los autores de la matanza.

La duda y la decepción solo los detuvo un momento. Después, una primera flecha silbó en el aire e impactó en la mano de Boriax Kalere, la que empuñaba la espada. Boriax retrocedió con su caballo, su yelmo cayó hacia atrás, descubriendo su rostro aquilino y pálido, pero no soltó su acero. Los perros salieron en defensa de su amo, y cayeron acribillados antes de llegar más lejos.

Urla avanzó con su montura y miró a los ojos a su maestro. A pesar de su situación, el maestro lancero conservaba una gran entereza, y aquello la desconcertó. Había reconocido a su discípula y renunció a sacarse la flecha que le había destrozado la mano. Urla acertó a ver en su mirada un insufrible sentimiento de culpa. Vio que aceptaba la muerte digna y serenamente, como si así fuera a expiar su pecado. Nuevas saetas impactaron en su cuerpo, pero Kalere se aferró a su espada como si le fuera la vida en ello. Urla alzó la suya y le concedió un final honorable.

—La única cortesía que puedes esperar de tu enemigo es una muerte rápida —citó mientras el cuerpo de su maestro caía al suelo—. Eso fue lo que nos enseñaste.

De rodillas en el suelo, Nesbyen recibió a su amigo muerto entre sus brazos.

—Era yo quien debía morir —se lamentó.

Levantó la vista, enloquecido por los alaridos de la contienda y la violencia desatada al otro lado de la empalizada.

Inesperadamente, una energía emocional comenzó a fluir hacia él, como si una mano se hubiera posado sobre su hombro, tratando de reconfortarle. En un acceso de locura creyó que era Elner, pero pronto se dio cuenta de su error. Era Nurmum. El padre de Nesna había conseguido detener la sangre que brotaba de su cabeza y se había arrastrado hasta su yerno.

La capitana los miraba a todos con desconsuelo desde la grupa de su caballo.

—Lo siento —se disculpó—. Era mi responsabilidad protegeros y he llegado demasiado tarde.

Urla inclinó la cabeza en señal de duelo, y no pudo evitar volver su mirada hacia el cuerpo inerte del maestro Kalere, tendido en el suelo entre sus grandes perros, que le habían acompañado en la muerte.

En ese momento sonó en la lejanía la doble llamada del cuerno.

—Debéis alejaros de aquí —les hizo notar la guerrera y se colocó el yelmo—. Mis hombres os pondrán a salvo. Quizá nos encontremos de nuevo en este mundo o en el de las Verdes Praderas…

Dio las órdenes pertinentes y dos de sus hombres asintieron.

—No puedo dejarle aquí —suplicó Nesbyen, sosteniendo a su amigo muerto.

—Habrá tiempo para celebrar este y muchos más ritos de sepultura —le increpó la capitana—. Habrá tiempo para el dolor, más tarde.

Antes de marcharse, Urla limpió la hoja de su espada en su brazal de cuero. Luego, de manera ceremonial, tocó con ella su frente y se inclinó respetuosamente ante el djendel de rubia barba que había perecido a manos de otros kranyal como ella.

—Elner Ulaet, tu nombre será recordado por mucho tiempo. Y también el de tu hermana, que nos ha conducido como un kranyal más hasta la batalla. Debes estar orgulloso de ella —le susurró como si aún pudiera escucharle.

Al otro lado del cinturón defensivo, dos jinetes evadían la contienda, buscando refugio en la ciudad. Urla los reconoció y asintió, satisfecha.

—Juro por mi alma que mi acero os vengará —dijo a modo de despedida, como si aquello tranquilizara al difunto, y se unió de nuevo al combate.

El corazón le latía apresuradamente mientras su corcel se internaba a toda velocidad por la ciudad de las lomas. Aitne nunca se había sentido tan asustada. La batalla quedaba atrás, pero las flechas aún silbaban por encima de su cabeza. Por todas partes, hombres y mujeres se golpeaban con filos y escudos, enzarzados en una lucha descarnada, la sangre le había salpicado en la túnica y su caballo había pisado algo más blando que la tierra… Un montañés había intentado derribarla, pero Hoffdakulur siempre estaba allí, interponiéndose con su enorme caballo cuando alguien se acercaba demasiado y protegiéndola a golpe de espada. Ahora que el peligro parecía quedar a sus espaldas, Aitne solo podía pensar en seguir adelante.

Protegiéndose instintivamente sobre la grupa, apremió a su montura, transmitiéndole su urgencia por dejar atrás el peligro. Vagamente se daba cuenta de que jamás un djendel había hecho lo que ella estaba haciendo. Y tal y como estaban las cosas, era posible que no viviera para contarlo. A pesar de todo, jamás se había sentido tan viva.

—¡A la izquierda!

Hoffdakulur la seguía de cerca. Podía escuchar el pesado galopar de su semental a unos cuantos pasos. Se adentró por un grupo de casas nuevas y se topó de frente con un grupo de montañeses. Sus espadas estaban desenvainadas.

—¡Gran Madre!

Aitne tiró de las riendas, pero ya era demasiado tarde. Su corcel se encabritó y la arrojó al suelo. Los guerreros se echaron sobre ella.

Aitne gritó, y apenas escuchó que alguien gritaba también. El sonido del acero silbó sobre su cabeza, se oyeron golpes y forcejeos.

—¡En pie! —oyó que exclamaba Hoffdakulur—. ¡Dame la mano, rápido!

Al levantar la mirada le vio, erguido sobre su semental entre los copos que caían del cielo, con su acero ensangrentado en una mano y la otra tendida hacia ella. Su manto, antes inmaculado, se había vuelto encarnado. Los montañeses que la habían atacado yacían muertos o heridos junto a los cascos de su caballo. Uno de ellos no se resignó a ser vencido y se arrojó sobre Hoffdakulur con una enorme arma bastarda. Era un tremendo rival, pero el joven Vhalen superó su guardia limpiamente y hundió su acero por encima de su clavícula. Aitne le contempló mientras sacaba la espada de su enemigo y este se desmoronaba. El largo pelo del capitán caía salvaje sobre sus ojos, y tenía salpicaduras en las mejillas. En ese instante comprendió por qué se decía que su familia llevaba el arte de la guerra en las venas.

—¿Es que no me has oído? —la reprendió al verla todavía en el suelo—. Juré ponerte a salvo. ¡No faltaré a mi palabra!

La tomó del brazo sin miramientos y la arrastró a la grupa de su semental. En ese instante se oyeron voces al otro lado; otros montañeses habían descubierto a sus compañeros muertos.

Abandonaron aquel rincón a galope tendido, seguidos de cerca por un par de jinetes deseosos de venganza. En su frenética huida, Hoffdakulur y Aitne recorrieron la ciudad hasta despistar a sus perseguidores en la parte norte.

El lugar estaba desierto y nevaba con insistencia. El viento cortaba como un cuchillo. Hoffdakulur aminoró la marcha y Aitne notó que algo no iba bien en él. Su cuerpo temblaba, encogido. No podía ver su rostro, pero notó su piel fría como un témpano. Sus dedos aflojaron las riendas.

—Perdóname… —se disculpó.

Dicho esto, se desplomó sobre la nieve.

Aitne descabalgó apresuradamente y le ayudó a incorporarse. Hoffdakulur estaba pálido como la nieve que le rodeaba. Una mancha oscura empañaba su costado, entre las junturas de la coraza, y no se trataba de la sangre de sus enemigos.

—Estás herido.

Él abrió los ojos. Quiso valerse por sí mismo pero apenas fue capaz de ponerse en pie sin tambalearse.

—Deja que te ayude —le rogó—. No podemos quedarnos aquí.

Apremiada por la amenaza de ser descubiertos, buscó un refugio para él. Encontró una casa de turba abandonada, hizo pasar al caballo y después ayudó a Hoffdakulur a llegar hasta allí. Se encontraba completamente atenazado por el frío, de modo que tuvo que apoyarse en ella para bajar unos cuantos escalones de tierra y caminar penosamente hasta un precario jergón situado lejos de la entrada, donde se dejó caer.

Era un lugar oscuro como una cueva, el aire se colaba por algún sitio, silbando con un fantasmagórico aullido. Al menos estarían secos y resguardados. En realidad, no tenían mucho donde elegir.

—He encontrado una manta, te ayudará a entrar en calor —le hizo saber ella—. De todas formas no sería conveniente encender un fuego.

Él estuvo de acuerdo.

—No has olvidado las cosas que te enseñé —dijo con una sonrisa.

Desenvainó su espada y la depositó cerca de sí. Estaba muy débil. Al contrario que ella, Hoffdakulur no podía ver en la oscuridad y esperaba impaciente a que sus ojos se hicieran a la negrura. Aitne se sentó a su lado, sobre el jergón, y le cubrió con la manta. En ese momento, él notó que ella también estaba temblando, y le tomó la mano.

—Has sido muy valiente. ¿Te han hecho daño?

—Estoy bien —le aseguró ella—. Pero nunca había visto tanta muerte, ni siquiera el día que tomaron Sköll…

—Lamento que hayas tenido que pasar por todo esto —le dijo Hoffdakulur, hablando de corazón—. No puedo perdonarme por lo que mi hermana te hizo, y que ahora te hayas visto arrastrada a la deshonra ante los tuyos… Aitne, si el clan Djendel te repudia, te juro que no estarás sola. No tengo mucho que ofrecer, ni siquiera tengo ya familia, pero te daré un hogar, si lo aceptas.

Aitne no supo qué contestar. Se había dirigido a ella con rabia contenida, pero creyó entender una proposición en sus palabras. Azorada, prefirió ayudarle a soltar las correas de su coraza. Se la retiró con todo el cuidado del mundo. Aun así, Hoffdakulur tuvo que reprimir un grito de dolor.

—No te muevas —le pidió ella—. No soy sanadora, pero creo que podré ayudar.

Su jubón estaba completamente empapado. Aitne suplicó clemencia a la Gran Madre y cerró los ojos. Era un corte limpio, no demasiado profundo, si bien había perdido mucha sangre. Su cuerpo era de un gris pálido. Aitne se concentró, aunó sus fuerzas espirituales y las encauzó hacia él. No podía recomponer los tejidos abiertos, pero al menos consiguió que la sangre dejara de manar.

Cuando Aitne terminó, él había caído en el sopor letárgico que acompañaba a las sanaciones. Se tumbó a su lado, bajo la manta, para compartir el calor corporal. Se sentía tremendamente cansada. Sin darse cuenta, y a pesar de toda la tensión, se durmió.

Al cabo de un rato se despertó sobresaltada. Hoffdakulur tenía la vista puesta en la puerta entreabierta. Sus ojos no podían ver la batalla, pero parecía que la tuviera ante sí.

—El rumor de la lucha…, ¿lo oyes? —le susurró.

Ella escuchó. El viento traía el clamor de los cuernos, los alaridos y el estruendo de los aceros. Esos sonidos que la aterrorizaban, para él eran tan atrayentes como el lejano batir de las olas. Aitne supo que no podría retenerle por más tiempo. La mano del guerrero no se apartaba de su acero.

—Tu lugar está en la batalla, al lado de tus compañeros —le instó Aitne—. Ya has cumplido tu palabra. Estoy a salvo. Ve con ellos.

—Silencio —le ordenó, y se puso en pie sigilosamente, con la espada empuñada—. Este lugar no es tan seguro como creíamos.

Körn relinchó y la puerta se abrió con violencia, dejando paso a un montañés armado con un martillo de guerra. Hoffdakulur aún estaba débil, pero fue a su encuentro, esquivó su primera tentativa de ataque y le cortó las corvas.

No era su intención matarle, sin embargo su adversario, incluso postrado de rodillas, dirigió el martillo que aún empuñaba hacia su costado herido. Hoffdakulur le ensartó de lado a lado, el martillo cayó al suelo y el cuerpo inerte se derrumbó. Otras dos figuras aparecieron en la entrada. Arrancaron el gozne de la puerta de un hachazo.

—Así que estabas aquí, escondido como un conejo —pronunció el montañés con una voz familiar—. Has ultrajado a nuestra sangre y ahora vas a pagar por ello, sobrino.

A lomos de un caballo de guerra y secundado por los fieles a la Alianza, Gursti se adentró entre las hordas de montañeses con un solo pensamiento: encontrar a Skutvik Vhalen.

No era fácil; a su alrededor todo era un caótico mar de aceros que chocaban. Miles de guerreros se debatían en una ensordecedora contienda. Nada, sin embargo, podía detener al que había sido Señor de los Kranyal. Aferrado a Gunnar con su única mano, pasaba por encima de cuantos se interponían en su camino, defendiéndose y atacando sin descanso en el caos de la batalla. Su hermano Sodjel fue el único capaz de seguirle en su suicida arremetida. El Ejército Blanco se había hecho fuerte en torno a la barrera que protegía la ciudad, en tanto que los Bravos de Vilaarn habían ocupado el lugar de los kranyal que se enfrentaron a las huestes de Skutvik en primer lugar, ya caídos.

—Ahí estás, maldito hijo de perra —profirió Gursti.

Entre el fragor del combate al fin vio un yelmo que conocía muy bien. No había otro como ese, procedente de las antiguas acerías, con las alas plateadas del águila de los Vhalen en las sienes y la silueta del pez grabada en la frente.

Gursti se protegió de un filo enemigo y se deshizo de su portador con una estocada. Le dolían los huesos por el viaje, pero estaba aún más exhausto por la cólera que le atenazaba las entrañas. Sentía que esta podría ser su última batalla y lanzó un grito de guerra.

En la vanguardia de sus tropas, a lomos de un alazán ruano, Skutvik Vhalen abría brecha entre los Jinetes Arthal. Tal y como Gursti esperaba, volvió grupa al escuchar su llamada a la lucha. En cuanto le vio, lanzó una nueva orden de ataque y espoleó su montura, dispuesto a medirse con el que en otros tiempos había sido su amigo.

Ambos caballos se embistieron en plena carrera y sus jinetes estuvieron a punto de caer. Uno y otro llevaban en las venas sangre de los grandes de su clan; sus antepasados habían sido Señores de los Kranyal durante generaciones y ninguna de las batallas libradas entre los Vhalen y los Bäradlig había determinado cuál de las dos familias era más diestra en combate.

En su furia, Gursti y Skutvik no advirtieron que el cielo se encrespaba tal y como ellos lo hacían, la nieve caía furiosa, acorde con la batalla que en la tierra se libraba.

Maravillado por la visión de los dos líderes luchando en medio de la tormenta, Sodjel detuvo su caballo. La pugna era digna de una balada, porque ninguno de los dos se encontraba en la flor de la vida y Gursti, además, solo contaba con un brazo para la lucha. Verlos en plena liza era un privilegio, y más de un guerrero detuvo su carga, atraído por la grandeza de aquel combate.

Askell, la espada de los Vhalen, se cruzó fieramente con Gunnar, el acero de los Bäradlig, y una lluvia de chispas celebró su encuentro.

—¡Beberé tu sangre y brindaré con ella por mi hija! —le juró Skutvik.

Haciendo girar su espada de caballería por encima de su cabeza, picó espuelas y se lanzó contra Gursti. El antiguo Señor de los Kranyal salió despedido de la grupa de su caballo y cayó sobre la nieve de espaldas. Había tenido la precaución de protegerse con la guarda de su espada y eso le había salvado la vida. Skutvik hizo retroceder a su alazán y dio la vuelta para lanzarse a la carga, dispuesto a pisar a su enemigo bajo los cascos de su caballo de guerra.

Con un grito de rabia, Sodjel picó espuelas para ayudar a su hermano, pero un jinete se interpuso con su lanza en su camino.

—¡Drumilda! —protestó el guerrero y levantó la visera de su yelmo con incredulidad.

—Es una lucha de honor. Ya se enfrentaron antes, hace muchos años —le recordó la mujer. En sus ojos había una seria advertencia. Amaba a su esposo, podía verlo con claridad, pero prefería verlo morir que interferir en aquel combate—. Otros enemigos esperan nuestros filos.

En ese mismo instante, la montura de Skutvik alcanzó el lugar donde Gursti había caído. El veterano Señor de los Kranyal esperó hasta el último instante para esquivar la demoledora embestida y cortó la cincha de la silla, derribando al orgulloso Vhalen. Jinete y caballo cayeron al suelo y rodaron un trecho por la nieve, levantando una nube tras ellos.

—¡Bravo, hermano! —celebró Sodjel.

—¿Vendrás ahora conmigo, senescal? —insistió Drumilda.

—Hasta las puertas de Hell —contestó Sodjel; bajó su visera y partió al galope tras ella.

Entretanto, Skutvik se había puesto en pie, y se sacudía la nieve. La ventisca le azotaba en plena cara, porque su yelmo se había partido, pero nada de eso parecía importarle. Se despojó de las pieles de lobo y se preparó para recibir a Gursti, que se acercaba despacio a él, como un corpulento y maduro oso que mide sus fuerzas con otro macho rival.

—Bien hecho, ¡como en los viejos tiempos! —se jactó Skutvik, alzando su voz para hacerse oír en medio del rugido de la tempestad. Escupió sangre al suelo nevado y soltó una amarga carcajada, con sus cabellos grises agitándose por debajo del yelmo partido—. Llevo años esperando una segunda oportunidad. Ahora me has brindado la mejor de las razones para desafiarte.

—La mayor de tus hijas asesinó a un anciano inocente y por eso la maté, y lo mismo le hubiera hecho a su hermana si aquel de quien reniegas no se hubiera puesto delante de mi espada —le respondió Gursti con voz grave. Bajo sus pobladas cejas había un odio desgarrador—. No me siento orgulloso de ello, pero toda esta locura… Skutvik, ¿cómo has podido?

Una vez más, el viejo kranyal lanzó una risa espectral al viento.

—Nunca he estado más cuerdo. Mientras hablamos, la victoria ya es mía. Murik avanza en Djendelarn, ganando la ciudad a su paso. Pronto será nuestra. Después ganaré Neimhaim para nuestro clan. Mi nombre será recordado por mucho tiempo. ¡Y tú no podrás impedirlo!

Murik Vhalen se adelantó con sus peligrosas hachas y lanzó un doble ataque. Hoffdakulur paró el primer golpe con su espada y apenas pudo esquivar el segundo. La sangre surcó su mejilla. Retrocedió trastabillando y arrebató el escudo al montañés caído. El costado le ardía, y sin cota de malla ni coraza caería al primer golpe que recibiera. No podía permitirlo. Aitne estaba en un rincón, indefensa.

En ese momento, el acompañante de su tío se adelantó hasta quedar a la vista. Hoffdakulur reconoció a Dana Altfesen, que había sido exploradora al servicio del Ejército Blanco.

—Tú también —se lamentó Hoffdakulur.

—Hay alguien más en ese rincón —reveló la montañesa a Murik, ignorando el comentario—. Una djendel.

El veterano montañés escrutó con más atención a la muchacha y luego vio al hijo de su hermano con otros ojos.

—No es una djendel cualquiera: es la cachorrita de Dhero Ulaet. Ha sido ella la que ha calentado tu verga, ¿verdad, sobrino? Por los fuegos de Surtur, ¿no había en nuestro clan suficientes mujeres, que has tenido que revolcarte con esa perra delatora?

Se oyeron voces en el exterior, y también relinchos de caballos. Hoffdakulur comprendió que habían llegado los hombres de Murik. Su corazón comenzó a latir furiosamente. Evaluó las posibles vías de escape para Aitne, pero ninguna era viable.

—Que sigan adelante —ordenó Murik con calma, sin quitar la vista del hijo de su hermano—. Aquí no hay nada para ellos.

Comprendiendo sus intenciones, Dana dio las órdenes oportunas y el grupo de montañeses reanudó su avance por las calles blancas.

—Tú también, Altfesen —recalcó el guerrero de trenzada barba—. Fuera.

Aunque recelosa, la montañesa obedeció.

—¿Qué pretendes? —indagó el joven capitán una vez que se encontraron solos, cara a cara; por primera vez desde que había comenzado la batalla, sintió que una clase de miedo diferente se colaba en su alma.

—Juro por Tyr que si fueras hijo mío no te habría dejado salir vivo de aquella sala en la que le diste la espalda a tu padre. Quebraste algo muy dentro de él y desde entonces no deja que nadie pronuncie tu nombre en su presencia, porque para él ya estás muerto. Pero te diré algo que debes saber: tu padre ya no es el mismo desde la muerte de Yrnut. La muchacha era su orgullo, y su pérdida ha vuelto a abrir una vieja herida; sus ojos no dejan de mirar hacia atrás, al día que perdió a todos sus hijos mayores. Está loco de dolor, aunque nadie más lo sabe. Yo le conozco lo suficiente.

Hoffdakulur no bajó la guardia, aunque en su fuero interno dudó.

—Habla claro… Tu lengua se pierde.

—Desea verte regresar a su lado, pero su orgullo le impide decirlo —le confesó el guerrero, aunque no de buena gana—. Siempre sintió predilección por ti, Hoffdakulur. Eres el único hijo varón que le queda, y te pareces mucho a tus hermanos muertos. Tu madre, que sin duda nos mira desde los Altos Campos, debe de tener el corazón roto por ver a su familia enfrentada. Ven con nosotros. Piénsalo, al menos.

No era ninguna artimaña. Conocía bien a su tío, y reconocía en su voz la esperanza por hacer que la alegría volviera a su hermano Skutvik, aunque para ello tuviera que tragarse el rencor que personalmente le guardaba.

Si todo pudiera ser como antes…, deseó Hoffdakulur. Si Yrnut aún estuviera viva…

Pero los hilos que las Tejedoras cortaban no podían volver a ser trenzados. Nadie devolvería a la vida a su hermana. Ya no volverían los días de risas y felicidad de sus años en la Escuela de Guerra. No había marcha atrás para la oscuridad que se había apoderado de Neimhaim.

—Imagínalo, sobrino. ¡Las águilas, juntas de nuevo! —insistió Murik, tomándole por el hombro—. Contigo a nuestro lado tendríamos fuerzas renovadas. Solo deja que me ocupe de esa ingrata que te ha nublado el sentido.

Aquello apartó cualquier duda de Hoffdakulur.

—Mi madre nunca hubiera aprobado esta masacre —le respondió con voz sombría. Se desprendió de esa mano que le quemaba el hombro e interpuso la espada entre su tío y Aitne—. Y jamás te dejaré que toques a esta djendel, que ha demostrado más arrojo que todos nosotros. En algo tienes razón: mi padre ha perdido la razón. Eres tú, tío, el que se ha equivocado de bando, como todos los que le siguen.

Resignado y con verdadero pesar, Murik adoptó la posición de guardia con sus hachas.

—Muere entonces, sobrino, y ojalá las Hijas del Padre de Todos te elijan para llevarte en una de sus sagradas grupas, porque reconozco un gran coraje bajo toda esa necedad.

Sin más dilación, Murik se arrojó sobre él, con tanta fuerza que los dos cayeron al suelo. Se enzarzaron en una furiosa lucha a muerte. Ambos eran corpulentos y diestros en sus respectivas artes, pero Hoffdakulur estaba herido.

Al escuchar el ruido de las armas, Dana Altfesen entró en la casa y contempló a los dos Vhalen mientras se debatían. No intervendría en un combate entre parientes, pero aún quedaba alguien más en la estancia.

Al otro lado, medio oculta en la penumbra, Aitne se puso en pie.

Skutvik Vhalen embistió con el hombro a Gursti y este apenas pudo mantenerle a raya con un solo brazo. El frío era extremo, nevaba con intensidad y estaban agotados y malheridos, sin embargo ninguno de los dos se mostraba dispuesto a rendirse. Poco a poco las fuerzas iban menguando, pero el combate sería largo porque sabían que uno de los dos no saldría con vida. Skutvik era imbatible manejando a Askell y disfrutaba intensamente con cada estocada.

Gursti retrocedió, tropezando con la nieve que se acumulaba rápidamente bajo sus pies, y de pronto una idea descabellada le cruzó por la mente. Tan descabellada, que podía ser real.

Skutvik había renunciado a su conquista por responder al duelo, pero no buscaba la muerte rápida de su enemigo, como hubiera hecho cualquier guerrero que quisiera vengar a un hijo. Daba la impresión de estar saboreando cada momento, y Gursti hubiera jurado que ese había sido su objetivo desde el principio, mucho antes de que hubiera planeado atacar Djendelarn. Antes, incluso, del día que le desafió frente a todos los Mayores en el Consejo.

—Buscaste este combate desde el principio —rugió el antiguo Señor de los Kranyal, golpeando la hoja enemiga para mantenerle fuera de su alcance por un momento—. Todo esto, esta batalla, ha sido únicamente un medio para tus propósitos. —Lo que iba a ser una pregunta terminó volviéndose una terrible afirmación—. Fue una excusa perfecta, ¿no es cierto? La hambruna en las montañas, la ausencia de nuestros reyes… Acusar a los djendel con tal de levantar a tus hermanos de clan en armas. ¡Has provocado una guerra por una causa en la que ni siquiera crees!

El viejo guerrero sonrió de forma turbadora y Gursti comprendió horrorizado que había acertado en cada una de sus conjeturas. Se asombró de lo lejos que podía llegar el carisma de un hombre. El filo de Askell temblaba, la sangre le resbalaba por la sien hasta la nieve recién caída, y aunque Skutvik apenas se mantenía en pie, se aferraba a la empuñadura de su espada como si le fuera la vida en ello.

Pero no la vida en este mundo. Lucha por un lugar entre sus antepasados, en los Prados Eternos.

—¿Qué hubieras hecho tú, bravo Señor de los Kranyal? —le increpó el viejo guerrero, limpiándose la sangre de la barba—. Cuando tu pelo se vuelva blanco, cuando los años hagan mella en ti y tus manos torpes no puedan empuñar la espada, ¿te conformarás con esperar a la Señora Oscura en un sucio lecho, desvariando, incapaz de valerte por ti mismo, mientras tu cuerpo se pudre por la enfermedad? ¿Qué hubieras hecho tú, Gursti Bäradlig, cuando tras una vida de gloriosas batallas te vieras morir como un perro? No será ese mi fin. ¡Jamás!

Gursti se sobrecogió por un escalofrío que nada tenía que ver con la ventisca que los azotaba.

—Que los Altos se apiaden de ti, Skutvik, y también de mí, si al llegar a la vejez me invade una locura semejante. ¿Sabes cuántos han muerto? —profirió, estallando en ira—. ¿Sabes cuántas vidas has sacrificado para que tú puedas morir con dignidad? ¡Tu propia hija!

Por un instante, la determinación de Skutvik pareció flaquear, pero Gursti ya no pudo seguir adelante con ese duelo. La batalla que rugía en torno a ellos había perdido todo sentido. Miles de personas luchaban a su alrededor por la senilidad de un anciano. Vio a Drumilda, que ensartaba con su lanza a cuantos intentaban superar la defensa, pese a que ya no tenía edad para esas lides. No muy lejos estaba Sodjel, demostraba que no había perdido facultades en sus años como senescal. Su esposa, Kanra, se había unido a un grupo de arqueros al otro lado del muro. Allí distinguió a Karn Dunstan, recuperando su ciudad, y mucha gente a la que conocía y apreciaba. También echó en falta a otros; probablemente nunca los vería con vida. El fragor de la contienda era insoportable, Gursti ya no podía escuchar más gritos y alaridos. La visión de cada cuerpo que caía en la nieve se le clavaba como un cuchillo envenenado. Hermano contra hermano, amigo contra amigo… Ninguno de los que apoyaban a Skutvik Vhalen sabía que había sido engañado. Y ya era demasiado tarde para detener la batalla.

La tempestad castigó violentamente la tierra, y venció a un debilitado Skutvik, que cayó de rodillas sobre la nieve. El vaho de su respiración subió hacia el cielo de forma entrecortada. Con un último esfuerzo, elevó la espada de caballería a lo alto, como una ofrenda a la despiadada ventisca, y la clavó a su lado. De manera casi ceremonial, se despojó de su yelmo y del peto de su armadura, dejando su viejo pecho desnudo al aire.

—Vi morir a mis cuatro hijos, Gursti, uno tras otro. Apenas podían sostenerse en pie, pero montaron sus caballos famélicos y empuñaron sus espadas para defender a los suyos. Cayeron sin remedio bajo el burdo hierro de los saqueadores. Quise morir con ellos, pero juré venganza. Mi espíritu era fuerte y mi brazo también —se lamentó el guerrero, con el rostro escondido entre sus cabellos grises y moteados por la nieve—. No caí cuando otros muchos lo hicieron. Muchos años más tarde, cuando otros invasores capturaron a mi familia, debí entrar en Sköll a punta de espada para liberarlos, pero cuando lo hice ya era tarde: mi Vellir recibió en su seno la espada que iba a matar a nuestra hija. Perdí a mi esposa, mi compañera, ese debió ser mi momento, pero vencí a cuantos se cruzaron en mi camino. Entonces el esplendor llenó estas tierras y supe que estaba condenado. Jamás me reuniría con los míos tras esta vida, pues ellos exhalaron su último aliento en batalla, y yo no. Únicamente cuando nuestra tierra quedó ingobernada se renovaron mis esperanzas. No me mires así, Gursti. Quiero que luches conmigo por última vez, que no sueltes tu acero hasta que lo hundas en mi vientre. Me has buscado para vengar a Alsten y a todos los que están dejando aquí su vida, ¿no es así? Pues entonces, ¡mátame o muere!

Sin previo aviso, el viejo guerrero arrancó la espada de la nieve y se precipitó sobre Gursti. Sus estocadas eran fieras como los zarpazos de una bestia herida de muerte.

Gursti no deseaba seguir adelante. No quería dar a Skutvik lo que pedía, por mucho que se sintiera tentado de hacerlo. Odiaba lo que había hecho y le hería de una forma insoportable la muerte de los inocentes, pero centró sus esfuerzos en parar y esquivar, hasta que el viejo guerrero cometió un error. Gursti lo estaba esperando; rompió su guardia y le derribó al suelo, entonces llevó la hoja de Gunnar al cuello de su amigo y rival.

—De nuevo me encuentro bajo tu espada, como en aquella liza de las Jornadas de Tyr, ¿recuerdas? —Skutvik rio, y un hilillo de sangre se escapó de la comisura de sus labios—. Bueno, no exactamente: ahora estamos iguales.

En ese momento Gursti sintió la helada punta de un puñal en su costado y pese a las circunstancias, no pudo evitar sentir admiración. Skutvik seguía siendo un combatiente extraordinario, siempre lo sería.

—No te quedan opciones, viejo amigo. Si no quieres morir, tendrás que matarme. No te faltan motivos —le advirtió el viejo guerrero, tosiendo penosamente—. Y si no te queda sangre en las venas, otros muchos en este lugar estarán dispuestos a quitarme la vida. Ya no me quedan muchas fuerzas; decídete, amigo mío.

Cuando la furia que alimentaba su cansado cuerpo se agotó, cuando comprendió que Skutvik había ganado, Gursti cayó en la desesperación. Su adversario se limitó a observarle, la mano que sostenía el puñal temblaba. Los copos de nieve los azotaban sin piedad. Gursti cerró los ojos con fuerza y gritó. Se desgarró el alma por la boca hasta que sus pulmones quedaron vacíos.

Y entonces se hizo el silencio.

Abrió los ojos, asombrado. Unos cuantos copos remoloneaban por el aire, pero el temporal se había extinguido. La batalla decaía poco a poco, guerreros de uno y otro bando deponían sus armas, y, atónitos, dirigían sus ojos hacia el norte. Allí, en la llanura, se percibía un hermoso resplandor, capaz de apaciguar la mayor de las tormentas.

—Dana, he oído hablar de ti desde que era niña —se atrevió a decir Aitne, saliendo a la luz mientras, al otro lado de la estancia, Hoffdakulur se defendía de las hachas de su tío Murik—. Sé que tu corazón es honorable. No dejes que se maten, te lo ruego.

La montañesa la evaluó en silencio. Su rostro era inescrutable, por eso Aitne se sobresaltó cuando la oyó gritar, imperativa:

—¡Escuchad!

En ese momento, Hoffdakulur contenía a duras penas el hacha de su tío, con su filo rozando su rostro. El sudor le corría por la frente y gruñía desesperado, tratando de aunar las fuerzas necesarias para quitárselo de encima. Pero Murik escuchó.

Un momento antes, el silbido de la ventisca traía gritos de agonía y del chocar de los aceros. Ya no se oía nada, ni siquiera el viento. El milagroso silencio se rompió de pronto con un bramido profundo, modulado. La llamada de un cuerno. El cuerno de la batalla.

—Clamores de paz —tradujo Murik. Se había incorporado con un gesto de extrañeza. Se limpió el sudor de su frente y comprobó que su mano estaba manchada de sangre—. Imposible. Quizá la tormenta…

—Una tormenta obligaría a una tregua, no a la paz, Baertur —le recordó la curtida montañesa.

Fuera había más guerreros. Todos se dirigían hacia la llanura en medio de un ambiente de confusión.

Tío y sobrino se miraron. Estaban heridos y agotados.

—Solo una intervención de los Altos sería capaz de algo tan extraordinario —dijo Hoffdakulur—. Eso, o nuestros reyes han regresado.

Llegó tan silenciosamente como un copo de nieve. Nadie sabía qué hacía un ciervo en medio de una batalla, pero su presencia allí fue suficiente para detener a cuantos luchaban a su alrededor.

El blanco astado avanzó con la seguridad de quien sabe exactamente adónde debe dirigirse y no dio por concluido su largo viaje hasta que llegó al lugar donde los líderes de dos ejércitos hermanos se habían batido.

Se trataba de un animal magnífico, de cornamenta gigantesca, y no mostraba temor alguno de los humanos armados a su alrededor.

No era un ser de este mundo, Gursti lo supo con certeza. Con su llegada había apaciguado todas las tempestades: las del cielo y las de la tierra.

En cuanto a Skutvik, nadie supo qué es lo que vio cuando el místico animal volvió su cabeza hacia él, pero lo cierto es que el Señor de los Fiordos cayó de rodillas y rompió a llorar como un niño, avergonzado de su locura.

Los guerreros que habían tratado de matarse se miraban unos a otros con desconcierto, como si acabaran de despertar de un mal sueño y se sorprendieran de encontrar un arma en sus manos. De una manera inexplicable, aquel ciervo los hizo ver lo inútil del enfrentamiento.

Con infinito cansancio, el antiguo Señor de los Kranyal envainó su espada. Había llegado el momento de recoger a los muertos.

Cuando la retaguardia del Ejército Blanco abandonó las brumas y alcanzó los umbrales de Djendelarn, fue recibida con los clamores de los cuernos que anunciaban la paz. Por un momento, Eyra albergó la inútil esperanza de que la batalla no hubiera tenido lugar, pero no tardó en darse cuenta de que la llanura nevada, frente a ellos, estaba salpicada de rojo. Se detuvo con el corazón encogido, aturdida por la visión de los espantosos vestigios del cruento enfrentamiento. Algunos contendientes aún se movían en el suelo, heridos o moribundos junto a sus monturas caídas. El viento arrastraba gemidos de dolor y hacía ondear de forma tétrica los estandartes perdidos. Aquella tierra antes bondadosa y serena ahora estaba empapada de muerte y de violencia. Eyra tuvo que volverse, incapaz de soportar tanto dolor.

Hemos llegado tarde, asumió con la garganta atenazada. No ha servido de nada.

Apenas fue consciente de que le temblaban las piernas. Tampoco percibió que el sol asomaba entre las nubes, sobre sus cabezas, cuando durante todo el camino habían viajado bajo una intensa nevada.

Dhero Ulaet se adelantó a los demás. Eyra creyó que iba en busca de su hija, pero el Mayor acudió presuroso a los guerreros que aún conservaban un hálito de vida y los atendió lo mejor que pudo, sin distinguir amigo de enemigo. Conmovida, Eyra se unió a él, y con ella todos los djendel que habían viajado desde Vilaarn. Al poco se dio cuenta de que muchos otros de su clan habían salido de la ciudad para socorrer a los heridos.

Eyra se detuvo ante un joven montañés que se desangraba por un tajo abierto en la ingle. Era solo un muchacho, pero había acudido allí para someter a familias pacíficas, Eyra no pudo dejar de pensar en ello. Tuvo que aferrarse a la idea de que otros motivos habían guiado su corazón hasta allí. Quizá la desesperación, el anhelo por probarse…

Su semblante pálido anunciaba que la Dama Oscura le había reclamado para sí. Sus ojos febriles se volvieron hacia ella y la contemplaron como si fuera una aparición.

—Sois la Señora… La Señora de las Brumas.

—Dime tu nombre —indagó Eyra, en un esfuerzo por mantenerle despierto mientras imponía sus manos sobre el surco que manaba como una fuente.

—Thomrik Vhalen —dijo en un débil siseo—. Un resplandor llegó del norte y las armas cayeron…

Sin duda deliraba en su estertor final. Hizo todo lo que estuvo en su mano por aplacar su dolor. Había perdido mucha sangre. Al poco expiró.

Desesperanzada, Eyra le dejó tendido sobre la tierra y volvió sus ojos hacia el lugar que el muchacho había señalado antes de morir. Y entonces advirtió el prodigio que allí estaba teniendo lugar: la tormenta continuaba azotando la planicie, pero a las puertas de Djendelarn una cascada de luz se derramaba de un cielo despejado y azul. Su corazón se vio sobrecogido por una inexplicable emoción. Notaba una presencia inusual. Algo que le instaba a acudir con premura.

Es como si… Como si mi hijo…

Avanzó entre los caídos como en un sueño, sintiendo que le faltaba tiempo para llegar allí. Si fuera verdad…

Se hizo paso entre los que aún quedaban en pie, soldados de mantos blancos y montañeses cubiertos de pieles que la dejaron pasar. Todos ellos parecían sumidos en un mismo trance, como si hubieran presenciado algo maravilloso. Eyra se estremeció e involuntariamente sus ojos se llenaron de lágrimas porque nada la había preparado para lo que allí se encontró. Y era tal y como siempre se lo había imaginado.

Staat.

El ciervo místico se volvió a la invocación de su nombre. Gursti Bäradlig y Skutvik Vhalen estaban ante él, malheridos. Tal vez solo el antiguo Señor de los Kranyal podía imaginar quién era aquel animal, y lo que significaba su presencia allí.

—Eyra —le saludó Gursti con una impaciente vehemencia; a juzgar por su expresión, esperaba que ella pudiera dar alguna clase de explicación sobre lo que corría de boca en boca por todas partes, y que ya era el germen de una leyenda en ciernes.

Ella no fue capaz de pronunciar palabra, y nadie osó detenerla cuando se aproximó al noble animal. La criatura no se apartó cuando la sacerdotisa, madre de su señor, pasó su mano por el inmaculado pelaje de su cuello. Allí Eyra encontró un collar, y atado a él, un mensaje lacrado.

Con manos temblorosas, rompió la lacra. Y al leer las primeras líneas, estalló en una mezcla de llanto y risa febril. No pudo seguir leyendo, eran tantas las emociones que se sintió desbordada por ellas. Drumilda tenía que saberlo… Solo ella podía entenderla. La encontró sosteniéndose en su lanza, con la armadura mellada.

—Están vivos —le anunció Eyra—. ¡Están vivos!

Atónita, la mujer kranyal también se echó a llorar. Fue Gursti quien, tomando el mensaje que la sacerdotisa arrugaba en su mano, leyó en voz alta lo que allí se decía:

Quienes aquí escriben están vivos como el sol y las estrellas, como el animal sagrado que lleva a vosotros nuestras esperanzas. También trae una advertencia: el día del solsticio de invierno el dios del Norte traerá la destrucción a Neimhaim. A él desafiaremos en sus dominios de hielo, en los límites del mundo, antes de que su voluntad se cumpla. El ánimo que nos impulsa a esta lucha es grande como los cielos, pero tal vez no sea suficiente. Por ello, los que aquí hablan imploran a su pueblo que dejen atrás las tan amadas tierras y no mueran inútilmente, si las Hilanderas tejen tan oscuro destino para esta ocasión. Encomendad vuestras oraciones a los Altos.

Solo os imploramos un ruego: que la Alianza permanezca, que sea vuestra luz en los tiempos más tenebrosos.

ARTHYRA AILSA, ARTHAYL SAGHAN,

REYES DE NEIMHAIM

—Quedan cinco días para el solsticio de invierno —sentenció Skutvik. Una agria sonrisa desfiguró su rostro y un tremendo cansancio se apoderó de él, como si todo el esfuerzo del combate hubiera hecho efecto de repente—. Demasiado tarde. Ya es tarde para todo.

El antiguo Señor de los Kranyal tembló de rabia. Se llevó la mano a la espada, tentado de ofrecerle el golpe de gracia que merecía, pero algo le detuvo: un graznido en lo alto de los cielos.

Skutvik Vhalen frunció el ceño. Al igual que él, todos miraban hacia arriba y fueron testigos de una maravillosa visión: dos aves oscuras descendían desde una gran altura, rodeadas de una miríada de haces de luz. Algunos pudieron escuchar la llamada de un cuerno, procedente de alguna región distante.

Después de sobrevolar a baja altura sobre el campo de batalla, los cuervos se dirigieron hacia el norte entre graznidos, rumbo a las estribaciones de Lonjard.

Se diría que nos invitan a seguirlos, meditó Eyra, sin poder evitar que su corazón latiera más deprisa.

Alas de Muninn y Orgullo de Huggin —pronunció Gursti.

—Ahora veo que la elección de los nombres no fue algo casual —notó Eyra, exultante. Su corazón, apagado y herido durante mucho tiempo, recuperaba la esperanza—. Esas naves tienen un destino que cumplir: nos conducirán hasta nuestros reyes. ¡Y los mismísimos mensajeros del Padre de Todos harán de guía!

—Mucho ha de estar en juego si los Altos están dispuestos a interceder en el mundo de los mortales. Y yo no aguardaré sentado la llegada de la Señora Oscura, pudiendo luchar en la mayor de las batallas —apostilló Gursti. Luego, se volvió a Skutvik—. Mereces ser ejecutado aquí mismo por la muerte de cada uno de los que hoy han perdido la vida. Aun así, antes que dejar que tu sangre se vierta inútilmente sobre este suelo mancillado prefiero que mueras luchando por este reino. ¿Qué decides?

Skutvik tenía puesta su mirada en las negras aves, pero respondió con vehemencia:

—Hace un año hice un juramento en una sala de Vilaarn a alguien que hasta hace un momento creía muerto, y un Vhalen jamás quebranta su palabra —respondió Skutvik—. Pero no merezco la satisfacción que me ofreces. Yo no te la daría.

Gursti gruñó. Su gesto era severo.

—No te equivoques, no es indulgencia lo que te ofrezco, sino una muerte útil.

Limpiándose la sangre de la cara, digno aún con el torso desnudo, Skutvik cayó de rodillas ante Gursti, y le ofreció su espada ante la mirada de todos aquellos que le habían seguido y también ante los fieles a la Alianza.

—Reconozco mi derrota, Gursti Bäradlig. El velo ha caído, y ahora veo ante mí los terribles frutos de mi demencia. No merezco redención alguna, sin embargo acataré tu voluntad. Sea la que sea. Si me ordenas que luche, te seguiré, no para morir por esta tierra en la que tanta muerte he sembrado, que sería un fin honorable, sino para vivir y enmendar mi daño, si es que es posible hacerlo.

—Yo iré contigo, padre.

La voz de Hoffdakulur sonó clara y firme tras él, conmoviendo el viejo corazón del kranyal. Vinka estaba a su lado, dispuesta como su hermano.

Murik se quedó atrás, aún reticente. Su hijo Thomrik había muerto en la batalla. Tal vez su decisión hubiera sido otra en circunstancias diferentes, pero la presencia del ciervo blanco ejercía un efecto cauterizador en todas las heridas, también en las del alma y el corazón.

—Las águilas honrarán a Tyr —accedió finalmente; posó el puño sobre el hombro de su hermano y se postró ante el antiguo Señor de los Kranyal.

Muchas otras voces se alzaron en la llanura en uno y otro bando, ofreciéndose para emprender un viaje sin retorno. Ahora todos tenían un enemigo común y un medio para acudir a defender su tierra, junto con sus reyes. El castigo sería postergado.

El clan Kranyal volvía a ser uno en los tiempos de mayor adversidad. Nadie devolvería a la vida a los que allí habían caído, pero la sangre vertida les recordó hasta dónde podían llegar el odio y la desesperación, y lo que jamás debía repetirse.

Dos días más tarde, la aldea costera de Adertral se convertía en el centro de una intensa actividad.

Perdida entre un revuelo de guerreros, monturas y estandartes, Aitne permanecía como una estatua en el embarcadero, contemplando a su padre separarse de ella, conducido en una barca hacia las esbeltas naves que, en las aguas de la recogida bahía, aguardaban su preciado cargamento. Cuánta admiración habían despertado en ella aquellos dos barcos cuando los vio por primera vez, varados en la arena, tres lunas atrás… Era inevitable para ella rememorar los días que estuvo allí, participando en los ritos de consagración a Njörd. Entonces nada le preocupaba más que su padre, que se había quedado solo en Sköll. Ahora, todo había cambiado.

Un dolor sordo le traspasaba el alma. El hueco que su querido hermano había dejado al marcharse no se llenaba con nada. Le habían arrebatado la vida con crueldad y el único consuelo que le quedaba era saber que ya se había unido con la Gran Madre. Su cuerpo, un cascarón vacío, yacía en la fértil tierra del Bosque Sagrado de Djendelarn con una semilla de fresno apretada entre las manos, cerca de su corazón. Muchos otros descansaban junto a él. Ella no se había quedado para participar en los ritos. En cuanto supo que se necesitaba un grupo de djendel para embarcar hacia los mares del norte, Aitne le rogó a Shon Eyra que la dejaran marchar con ellos. Esta vez, la regente fue inflexible. Únicamente le permitió acompañarlos hasta Adertral. A los límites septentrionales del mundo iría su padre en su lugar.

Cada barco contaría con un grupo de veinte djendel para apaciguar el tempestuoso océano que envolvía Neimhaim y girar los vientos a su favor. El ciervo místico también los acompañaría. Para presentar batalla, habían sido reunidos más de doscientos kranyal escogidos por Sern Gursti. Más de la mitad pertenecían a la élite Arthal y al Ejército Blanco, aunque no faltaban montañeses del bando de Skutvik Vhalen, incluido él mismo. Drumilda, el Senescal de Vilaarn y su esposa también estaban allí, pertrechados con sus armaduras, aguardando su turno en el embarcadero.

Los cuervos que los habían guiado durante el viaje hasta la costa aguardaban apostados en los mástiles de las embarcaciones que llevaban sus nombres. Desde el embarcadero, Aitne despidió a su padre con la mano. Karn Dunstan iba con él. Su hijo Kaylon también había muerto defendiendo la ciudad, así que los dos Mayores compartían una misma pérdida y una misma resolución. Ya no les importaba morir. Al ver la tristeza en los ojos de su padre, Aitne fue incapaz de controlar el llanto.

—Volverá sano y salvo, estoy seguro.

Hoffdakulur, vestido con su armadura completa, estaba a su lado. No le había visto llegar. Su mejilla estaba surcada por una cicatriz, recuerdo del hacha de su tío, pero su aspecto era saludable de nuevo. Junto a él se encontraba su amigo, el isleño Kreian, y otros hombres de Sköll; ninguna otra cosa le podía reconfortar tanto como tener a sus compañeros a su lado en ese viaje, Aitne pudo verlo en sus ojos oscuros.

Todos se alejaron por el embarcadero, sin embargo Hoffdakulur se quedó. El viento marino agitó su manto sin teñir. Por debajo, sus manos se crispaban. Deseaba tomarle la mano para consolarla, pero no se atrevía; ambos estaban de duelo. Temía que ella se ofendiera o malinterpretara sus intenciones. Él aún estaba profundamente afectado por la muerte de Yrnut, y también por la de Elner, su amigo de la niñez.

—Por favor, protege a mi padre —le suplicó ella, aunque parecía una orden desesperada—. Como siempre has hecho.

—Te lo prometo —dijo Hoffdakulur.

Se quitó el guantelete y le secó las lágrimas.

—Y cuídate tú también —le rogó Aitne con los ojos enrojecidos.

Esta vez, Hoffdakulur se sintió incapaz de oponerse a sus emociones. La estrechó contra sí, y los dos compartieron un silencioso abrazo, conteniendo a duras penas el deseo por despedirse de otra manera.

Se demoraron más de lo que mandaban las formas mientras el viento traía el sonido de los rompientes, como si fuera el rumor del combate en ciernes.

—Ahora debo partir. —Al final, su encallecida mano se rozó en secreto con los delicados dedos de la djendel, y se los besó furtivamente antes de separarse de ella—. Pero te juro que volveré.

Aitne se quedó sola en el embarcadero, conmovida por la fuerza de su promesa.

Desde el barco, arropado en su gruesa piel de oso y con su única mano puesta en la empuñadura de su espada, el antiguo Señor de los Kranyal contempló la despedida de los jóvenes. Se acercó al padre de la muchacha y le comentó:

—Habéis perdido un hijo, pero creo que habéis ganado otro.

Dhero Ulaet no contestó a sus palabras y Gursti observó que su compañero había palidecido bajo su poblada barba pelirroja.

—¿Qué ocurre, amigo mío? —indagó el guerrero.

—Una sombra se cierne sobre este viaje —sentenció Dhero—. Temo que no volveré a ver esta tierra mía, y esto no me importaría tanto si no fuera por la sensación de fracaso que impregna a esta misión. Algunos djendel son capaces de presentir su propia muerte, y veo que en esta nave ya hay quien ha tenido ese augurio.

Dirigió los ojos hacia Nesbyen Geffast, que permanecía apartado de los suyos, en la proa; un funesto espíritu con la mirada perdida en el océano que tenían por delante.

—Morir no siempre significa ser derrotado —le contradijo el antiguo Señor de los Kranyal, soberbio—, y si con nuestra muerte alcanzamos la victoria, será dos veces gloriosa.

—Un pensamiento alentador para un guerrero que espera alcanzar otra vida mejor en sus sagrados campos, al amparo del Padre de las Batallas —admitió el Mayor—. ¿Qué nos queda a nosotros, los que no empuñamos el acero? Ningún djendel ve en la muerte un motivo de temor, pero sí nos aterra la violencia.

—No os resignéis —le pidió Gursti—. No mientras vuestra familia queda aquí, esperando vuestro regreso.

Gursti dio la orden de zarpar y el velamen de los barcos se desplegó al viento, mostrando las siluetas de un ave negra.

Eran naves majestuosas, las más grandes que se habían construido en aquella tierra y, cuando se hicieron a la mar, avanzaron cortando las olas como ninguna otra embarcación conocida.

Los cuervos cuyos nombres llevaban aquellos barcos ya habían alzado el vuelo y los guiaban mar adentro, batiendo sus negras alas en dirección a un oscuro horizonte marino envuelto en relámpagos. El místico ciervo blanco, erguido en la proa del Muninn junto a Eyra, tenía puestos los sentidos en la tempestad a la que se iban a enfrentar. Nadie sabía qué les aguardaba en el norte, pensó Gursti, pero para los djendel el desafío comenzaba en ese momento.