Capítulo décimo

Fin de la estación de las nieves del decimoséptimo año

Frente a la rugiente costa sureña de Karajard, Eyra observaba al jinete que se alejaba por la línea de acantilados hacia el istmo, llevándose a dos bebés envueltos en viejas pieles de lobo y amarrados a su pecho. Llovía y un relámpago iluminó el horizonte bajo las nubes del color del acero. El Señor del Mar mostraba su cólera.

—No me preguntes —le había suplicado Gursti antes de marchar—. Por la piedad de los Altos… No me lo hagas más difícil.

Eyra contuvo las ganas de gritarle, de arrojarse a él y arrebatarle a sus hijos. No podía creer que Gursti fuera un asesino de niños, él mismo no parecía capaz de sobreponerse a la idea de verse separado de sus únicos vástagos varones. Montó en silencio su caballo de guerra y se alejó sin despedirse.

Se marchó sin mirarla y ella se quedó bajo la lluvia incapaz de moverse. El agua resbalaba por sus senos, dolorosamente colmados. El alimento que sus pequeños ya nunca recibirían se derramaba y empapaba su túnica, mezclándose con la lluvia. Era la segunda vez que le arrebataban el fruto de su vientre, y esta vez era para siempre. Eyra hizo un esfuerzo por recordar que un halo de fatalidad envolvía a aquellas criaturas, pero se sentía morir por haber permitido que Gursti se las llevara. Había hecho todo lo posible por ellos: les había cedido parte de su propia energía espiritual, lo que les mantendría con vida durante algunos días, aunque no recibieran alimento.

El viento trajo hasta ella el llanto desesperado de los bebés y Eyra se echó a correr tras el Señor de los Kranyal, le suplicó a gritos que se detuviera, le prometió que asumiría cualquier castigo si le permitía quedarse con sus hijos.

Ya era demasiado tarde. El fragor de la tormenta ahogaba sus gritos y Eyra tropezó y cayó al suelo, hiriéndose con las rocas. Se echó a llorar como una niña.

Se obligó a ser cabal, a pensar en el bien de Saghan e intentó apartar de su cabeza aquellos lloros implorantes, pero ya se habían quedado grabados para siempre en sus oídos.

—Ya solo me quedas tú, hijo mío —se lamentó Eyra, desgarrada por dentro.

Poco tiempo después, regresaron al Valle del Lago. Llegaron en mitad de la noche, guiados por la luz de las estrellas. Durante el viaje habían visto grandes destrozos en árboles y rocas, cadáveres de animales y arroyos crecidos. No era difícil adivinar que a ese lado del glaciar el temporal había sido tan terrible como en el Gran Valle pero, según fueron acercándose a la casa, la normalidad en el bosque fue retornando. Saghan había hecho un buen trabajo.

Como si nada hubiera ocurrido, sus hijos los recibieron sin hacer una pregunta.

Los quehaceres y el adiestramiento se reanudaron en el Valle del Lago. Tras un breve periodo estival, volvieron a Karajard las primeras nieves, lo que indicaba que el momento de abandonar la salvaje península se iba acercando. El exilio se daba por terminado ante la proximidad del solsticio de invierno y el decimoctavo aniversario del nacimiento de los Herederos. Así pues, antes de que los pasos de las cumbres quedaran cortados, hicieron los preparativos para su partida.

El carromato que Drumilda había conducido hasta allí quince años antes era ya inservible, y de todas formas no tenían bueyes que tiraran de él. A excepción de Reyk, tampoco quedaban vivos más caballos, así que tomaron solo aquello que era indispensable para el viaje. Eyra y Saghan envolvieron cuidadosamente los manuscritos de su clan y los cargaron en fardos que colgaron a sus espaldas.

Así, dejaron su hogar. Y también abandonaron un tiempo de intensas emociones, buenas y malas, que jamás olvidarían. Ninguno hablaba, y todos guardaban un pesar secreto en su silencio. Era su manera de despedirse; una secreta tristeza compartida por los demás.

Al alcanzar la cresta del paso hacia el sur, Ailsa y Saghan se volvieron para contemplar por última vez el lugar donde habían crecido, el salvaje valle que los había acogido. Se despidieron de las montañas nevadas, de los oscuros bosques, del lago de cristalinas aguas y, por último, de la casa.

—No deberíais haber hecho eso —les reprendió Eyra—. Se dice que quien mira atrás con añoranza queda condenado a volver a ese lugar. Vosotros debéis mirar hacia delante, hacia Vilaarn. Allí comienza vuestra nueva vida, para la que os hemos preparado desde niños. Allí os aguarda vuestro momento.

Los jóvenes Herederos obedecieron y vieron, bajo el cielo encapotado, un delgado istmo que comunicaba la península de Karajard con el resto de Neimhaim, dividiendo el mar en dos. Más allá, una extensión sin fin de tierra se mostraba desafiante ante los jóvenes que habrían de gobernarla.

A su derecha, una aserrada silueta azul se perdía en el horizonte. Eran las estribaciones septentrionales de la cordillera Lonjard, las montañas donde nacía el río Lebensáeth.

Aquella era la tierra donde habían nacido, su gente los guardaba. Pero antes sus pensamientos volaron por última vez a la casa que quedaba abandonada y vacía. Los años allí vividos eran hebras de recuerdos que tejían una época que jamás sería olvidada. Todo eso era Karajard, la península temida por todos, el cruel lugar donde la muerte aguardaba en cualquier instante. Exilio era una palabra extraña para ellos. Para ellos, dos jóvenes herederos al trono obligados a vivir en una tierra inhóspita, Karajard era mucho más que eso: era su hogar.