Año decimoctavo. Visión sexta

Año decimoctavo después del nacimiento de los Blancos

Segundo día de la primera luna, Vilaarn

Saghan visita a Gursti y Drumilda antes de marcharse y contempla la destrucción de la Plaza de la Luz.

Saghan dejó atrás a su madre y la Torre Djendel. Atravesó las vertiginosas pasarelas y se adentró en la robusta Torre Kranyal, donde halló a Gursti tendido en su lecho. Tenía el semblante pálido y una venda cubría lo que quedaba de su brazo, un muñón que nacía del hombro. Afortunadamente, aún contaba con la mano que manejaba la espada, y Gunnar colgaba de su cama a escasa distancia de su señor, sobre su vieja pelambrera de oso, como si esperara a ser empuñada de un momento a otro.

El veterano kranyal no había perdido su ímpetu combativo, pero le recibió sin demasiadas fuerzas. Ya no era el mismo: parecía haber envejecido muchos años. Su fosca barba se había vuelto casi blanca, y en su rostro profundas arrugas volvían más severa su mirada. La preocupación y la desesperanza le habían robado el aliento. A su lado, recostada sobre una silla, Drumilda alzó la vista al verle llegar. Sus ojos estaban hinchados y enrojecidos. Entre sus brazos apretaba el manto sagrado, cuidadosamente doblado, del que no parecía querer separarse.

—¿Cómo te encuentras, hijo? —preguntó Gursti, un poco más animado al verle en buenas condiciones.

—Bien —contestó Saghan, sin poder dejar de mirar a Drumilda.

—Se niega a descansar —repuso, quedamente, el kranyal—. Quizá le seas de ayuda. Esperaba que nos pudieras decir algo de nuestra hija…

Saghan deseó con todas sus fuerzas decirle lo que ella deseaba oír, que percibía a Ailsa con su vínculo, que estaba bien… Pero tenía otras noticias.

—Creo que puede haber una manera de llegar hasta ella.

A medida que Saghan fue explicando al guerrero sus intenciones, lo que Reyk podía llegar a hacer, la esperanza asomó en la mirada de los angustiados padres. Gursti parecía dispuesto a levantarse del lecho y salir de inmediato en busca de su hija.

—Daré la orden para que preparen todo lo necesario —afirmó.

—He decidido partir de Vilaarn —les anunció Saghan—. La ley kranyal otorga al esposo el privilegio de vengar a su mujer, y es mi deseo acogerme a él. También deseo que Drumilda y tú os quedéis aquí con mi madre, y mantengáis la esperanza en Neimhaim hasta que regrese. No podría confiar esa tarea a otros.

Bajo sus cejas pobladas, los ojos del guerrero le miraron con intensidad. El kranyal escuchó sus palabras con gesto grave. Volvió su vista hacia Gunnar, como si de pronto estuviera lejos de su alcance. Para su sorpresa, fue Drumilda quien habló:

—Mi niño, ¿sabes lo que nos pides?

¿Si lo sé? Sé tan pocas cosas en este momento…

Reflexionó un poco antes de responder:

—Necesito que seáis Regentes de Neimhaim un año más —admitió.

—¿Es una orden? —preguntó Gursti, elevando su tono de voz.

Saghan mantuvo la dura mirada del Señor de los Kranyal sin titubear.

—Podría serlo, pero en realidad es un ruego a quienes considero mis padres.

El curtido guerrero le tendió su única mano y Saghan la tomó, lleno de agradecimiento. No pudo dejar de admirar a los kranyal y su lealtad, inquebrantable hasta las últimas consecuencias. Había sido duro pedirles que se quedaran.

—Parte, entonces, con mi bendición, hijo. Que los Altos te acompañen.

—Tráela a casa —le suplicó Drumilda.

Saghan asintió haciéndoles ver que nada se interpondría en su camino y, tras una breve despedida, se marchó. Mientras se alejaba, los dos guerreros se quedaron sumidos en el silencio. Después, Gursti murmuró:

—Marcha ahora, noble muchacho, y lleva contigo la suerte de los Antiguos, pues contigo también marchan las esperanzas de dos pueblos heridos.

Mientras atravesaba la Avenida Real, Saghan se preguntó si en verdad era la misma que había recorrido el día anterior. ¿Había sido alguna vez esa avenida hermosa? Suponía que sí, pero ya no lo parecía. Se arrebujó con su túnica, incómodo por el aguanieve que caía del cielo y se le colaba por el cuello, empapando sus ropas. No tuvo prisa en seguir a los dos guardianes que le conducirían hasta la Plaza de la Luz.

No quería partir sin antes visitar el lugar que había sido la tumba para muchos de los suyos. Aún seguían recuperando cuerpos de entre las ruinas, según le habían contado. Sentía el deber de alentar a las familias, de hacerlas ver que compartía su mismo dolor.

Observó las sucias armaduras de sus acompañantes, carentes de lustre, las lorigas rasgadas y las capas plúmbeas por el peso del agua. Uno de ellos cojeaba, el otro tenía los brazales ensangrentados. Saghan no se sintió con ánimos de preguntar. En todo el camino no intercambiaron ni una sola palabra, ni tan siquiera hablaron entre ellos.

Así, sumidos en un lúgubre silencio, se adentraron por aquel lugar desierto. Lo único que se oía era el mudo sonido de la lluvia y el roce de las armaduras. La mayoría de la población había regresado a sus lugares de origen, el mercado había desaparecido y el ambiente festivo de los días pasados había sucumbido al miedo, la incertidumbre y, sobre todo, el dolor por los caídos. En la calzada, jirones de ropa y otros enseres personales se mezclaban con un cieno oscuro que la lluvia no era capaz de limpiar. Formaba charcos espesos que se esparcían por el blanco empedrado, manchando la pureza de su túnica sagrada y amenazando con engullir la ciudad.

Al acercarse a la plaza, las baldosas se fueron tiñendo de rojo. Aquella visión le hizo temer los horrores que allí le aguardaban, y se preparó para lo peor.

Tras cruzar la arcada, vio que la Plaza de la Luz ya distaba mucho de merecer el nombre que se le había dado. El gran recinto parecía haber sufrido las iras de un gigante: parte del atrio se había venido abajo, y sus grandiosas columnas yacían quebradas entre las grietas que se habían abierto en el suelo. Entre las ruinas asomaban estandartes desgarrados y otros adornos de la coronación. Una celebración que ya nunca llegaría. Le impresionó ver lo que quedaba del farallón donde Ailsa y él habían sido coronados. Del majestuoso hito ya solo quedaba en pie parte de la escalinata trasera, apenas sostenida por una estructura medio derruida. Sus escalones se elevaban hacia el cielo lluvioso sin llevar a ninguna parte, mientras que a sus pies se esparcía lo que había formado parte de él, un triste cerro de inservible madera muerta. Allí seguían apilando los cadáveres de los lobos, a la espera de que la lluvia cesara para prenderles fuego. Al otro lado yacían los cuerpos de aquellos que aún no habían sido reclamados, amontonados en desorden.

Un profundo dolor estrujó su alma. Nunca había padecido un sufrimiento semejante.

Se detuvo sin darse cuenta. No se percató de que su guardia se había parado también. Había un grupo de hombres y mujeres que buscaba a sus parientes entre los restos del hito. Las órdenes se confundían entre los lamentos de los que allí aguardaban, esperando poder abrazar a un familiar o a un amigo desaparecido, y los llantos por aquellos que habían sido hallados sin vida. Un djendel se abrió paso entre las grandes vigas de madera, gritando el nombre de su mujer y de su hijo. Iba aún vestido con su túnica ceremonial, destrozada por los desgarrones, y su largo cabello pajizo estaba enmarañado y sucio. Saghan lo reconoció enseguida: era Nesbyen Geffast.

Alguien le advirtió con un alarido que se retirara de los maderos partidos, pero Nesbyen gritó más fuerte. Aseguraba que su hijo se encontraba debajo. Otro djendel confirmó que había un cuerpo en el lugar y los kranyal se apresuraron a seleccionar las vigas que debían retirar primero, antes de que la inestable estructura se viniera abajo. Saghan se hizo paso hasta el lugar, escoltado por los Jinetes Arthal. Pudo oír un gemido muy débil, infantil. Esperó hasta ver cómo el pequeño era sacado en brazos por su padre. Pero lo que sacaron de entre las ruinas fue un cuerpecillo vacío, un cascarón sin signo de vida.

No…

Estaba seguro de haber oído algo. Llevado por una determinación obstinada, sorteó los primeros escombros y se introdujo entre la escalinata caída. Los jinetes trataron de impedirlo.

—Arthayl, es peligroso.

—Quedaos atrás —les ordenó.

Bajo los grises del Nifflheim, Saghan aguzó sus sentidos. De nuevo oyó gemidos, aunque muy débiles, como si algo amortiguara la fuente del sonido.

Escarbó entre los destrozos y un poco más abajo descubrió el resto de un muro que había permanecido intacto. Hizo una señal y los Jinetes Arthal le ayudaron a retirarlo. La pared cayó con estrépito, levantando una nube de polvo. Al otro lado encontraron una estrecha cavidad. Ignorando las advertencias, Saghan se arrastró por el angosto paso hasta alcanzar una pequeña cámara que se había formado accidentalmente entre un trozo de columna y un grueso travesaño. O quizá no había sido tan accidental: había oído decir que Nesna, la esposa de Nesbyen Geffast, pertenecía a un linaje de maestros de la tierra. Encontró al pequeño Even cubierto de polvo y muy débil, protegido entre los brazos lacios de su madre, quien debió de emplear sus dones en el último instante para crear un espacio protector.

—Aquí están —anunció—. Los dos.

Los jinetes los sacaron rápidamente; poco después, la cavidad se vino abajo. A Nesbyen le faltó tiempo para estrechar a su familia entre sus brazos, el alivio le hizo llorar como un niño. Nesna se había golpeado la cabeza, pero respiraba. Alguien apareció atropelladamente entre el gentío. Era Alsten Geffast. El rostro del Mayor djendel estaba descompuesto, y al verlos a salvo no pudo reprimir una exclamación.

—¡Bendita Madre! —profirió mientras abrazaba a su hijo y su nuera, y besaba la cabeza del pequeño Even—. Me dijeron que habían muerto.

Alsten miró con infinito agradecimiento a los Jinetes Arthal que le habían devuelto a su familia, pero ellos rehusaron el honor.

—Debéis dar las gracias a nuestro Arthayl —aseguró uno de ellos, inclinándose ante su rey.

—«El Esperado que llegó con la Tormenta» —pronunció el anciano djendel—. En verdad hace honor a su nombre.

Nesbyen se echó a los pies de su rey, incapaz de transmitirle su gratitud con palabras. Incómodo por aquellos halagos que no creía merecer, Saghan le hizo ponerse en pie y abrió sus barreras espirituales, mostrándole cuánta alegría le daba haberle podido ayudar.

Su satisfacción, no obstante, duró muy poco. Tras ellos, una madre recibía al pequeño que habían sacado en primer lugar. No había consuelo posible para ella, tan grande era su dolor. De pronto, al ver a su rey, quiso entregarle el cuerpo sin vida de su hijo, que no había llegado a cumplir tres años, como si pudiera obrar un milagro.

—No puedo hacer nada —se excusó, abrumado por la impotencia—. Ojalá supiera cómo hacerlo.

Enseguida llegaron otros para suplicar su ayuda. Saghan se vio rodeado de miradas angustiadas, de voces rotas por el sufrimiento.

—Demasiados inocentes —escuchó que decía alguien con pesar, tras él—. Al menos nuestro Arthayl acaba de salvar dos vidas.

Era un capitán del Ejército Blanco, el hijo de Skutvik Vhalen, Hoffdakulur. Sostenía las riendas de su semental, en cuya grupa yacía el cuerpo de uno de sus compañeros, a juzgar por lo que quedaba de su capa. Era pelirrojo y de su rostro no quedaba más que un amasijo de carne. Tenía los brazos y las piernas medio devorados.

Hoffdakulur le observaba con reverencia. El agotamiento era evidente en su rostro sucio y magullado; ayudar a los demás era la única fuerza que le sostenía.

El Ejército Blanco había estado a la altura de las circunstancias, pensó Saghan.

—Nada de lo que yo haya podido hacer es comparable a vuestro sacrificio. Os debo toda mi gratitud.

Inclinó la cabeza ante el capitán, y cuando se marchó, sintió que su corazón se quedaba allí, en esa plaza barrida por la desesperanza.