Capítulo primero

Cuatro lunas para el solsticio de invierno

—¡Mantas! ¡Agua caliente!

Casi sin fuerzas, Zheit tuvo que apoyarse en la pared para no caer. Sus viejas articulaciones se habían expuesto al máximo.

Con una seña, hizo tender los dos cuerpos sobre sendas camas. Aunque había rescatado a muchos en aquellas montañas, nunca se sentía indiferente ante lo macabro de aquellas posturas rígidas que habían conservado el horror de los últimos momentos.

En cuanto a él, no tardaría en recobrarse. Dejó la capa a un lado, se sacudió la nieve que aún llevaba encima y observó la indecisión de los huéspedes que se habían acercado con la intención de ayudar. Obviamente, pasaban por aquel trance por vez primera. Solo los más veteranos mantenían la calma ante la cercanía de la Señora Oscura en aquella estancia, separada del resto de la posada y acomodada para tales situaciones. Demasiados inviernos habían hecho necesario un lugar para atender a los que la brusca llegada de la nieve había sorprendido en las Svartáed.

Los cimientos de la casa crujían bajo la embestida del temporal. Gracias a los Altos, aquel techo que él mismo había construido era duro como una roca. Lo único que le perturbaba era que aquel invierno había llegado con sorprendente premura. Y también con una saña poco habitual.

Una mujer de la casa entró en la estancia. No tardó en acudir a su lado.

—Señor, ¿os encontráis bien? Temimos por vos.

—Estoy bien —le advirtió, haciéndole ver que había cosas más urgentes que atender—. ¿Dónde está el agua caliente que pedí? No están muertos, mujer. ¡Vamos!

Alguien entraba en esos momentos con un cargamento de leña: era un hombre pequeño pero robusto como un toro, de tupidos bigotes y una coleta que casi rozaba el suelo. Ni su aspecto ni su forma de vestir eran habituales en aquellas regiones. Únicamente Zheit sabía quién era, de dónde procedía y que había vivido en el mundo mucho más de lo que aparentaba. Por eso le apreciaba más que nadie.

—¡Uthn, aquí! —le llamó.

La presencia de Uthn tranquilizó a muchos de los presentes, pese a sus modales rudos. En los treinta años que llevaba entre ellos su ayuda había llegado a ser indispensable. Zheit le salvó la vida, como a muchos otros en aquella posada, y aunque Uthn había correspondido con creces su deuda, jamás se daba por satisfecho; una cicatriz que cruzaba su cuello hasta el mentón le recordaba lo cerca que había estado de caer en brazos de la Señora Oscura.

—Dos, me han dicho.

—Así es, amigo mío. Estaban hundidos en el arroyo, junto con su caballo. Ya sabes lo que hay que hacer.

En la chimenea ardía un buen fuego, y el ambiente comenzaba a caldearse. Uthn ordenó traer mantas y paños secos. Observó con gravedad el estado de los recién llegados. Zheit sabía lo que estaba pensando: si él no hubiera dicho lo contrario, habría dispuesto las exequias fúnebres. Cualquiera los hubiera dado por muertos, porque en realidad deberían estarlo.

—Lo sé, es asombroso —susurró Zheit—. Su ropa está pegada a la carne como una coraza mortal. ¿Dónde está mi esposa?

Alzó sus cansados ojos y la vio aparecer por la puerta, acompañada de dos muchachas de su confianza. Traían grandes jarras de agua caliente. Nada más entrar, la anciana mujer despachó sin miramientos a los indecisos y los mandó abajo. Repartió algunas tareas más entre los demás y se acercó a las dos camas ocupadas, dispuesta a ayudar. Pese a que sus piernas no le permitían moverse con toda la agilidad que hubiera querido, Shöjka seguía siendo tan altiva e indomable como en su juventud. Y aunque menuda de cuerpo, muchos temían su genio.

—¿Traerás esos paños aquí o te quedarás ahí parada todo el día? ¡Vamos! —voceó a una de sus huéspedes, que había lanzado un alarido al contemplar los cuerpos—. ¿Viajaban solos?

—No vi a nadie más —le explicó Zheit—, al menos cerca de aquí.

—Empecemos, entonces —convino ella.

Hundió un paño en la jarra y lo escurrió. Los paños calientes corrieron de mano en mano y todos los voluntarios comenzaron a calentar los cuerpos congelados.

—Que me arranquen la piel a tiras si vi alguna vez algo semejante —rumió Uthn con su raro acento, atrayendo la atención de todos.

Bajo sus espesas cejas no podía ocultar su confusión. Retiró la nieve de la cabeza de uno de los dos recién llegados y descubrió un cabello tan blanco como la escarcha que acababa de quitar. Largos mechones, puros como el pelaje de un armiño, caían sobre el rostro del hombre joven, apenas un muchacho, tan pálido que parecía esculpido en mármol. Una fina cicatriz cruzaba su semblante, una imperfección que le otorgaba humanidad.

En la otra cama, las manos presurosas dejaron ver a una joven con la misma extraña apariencia. Sus mejillas presentaban las características manchas de congelación, pero su palidez era natural. Únicamente ahora, al verlos tendidos el uno al lado del otro, Zheit reparó en su increíble semejanza. Ambos completamente níveos.

—Parecen salidos del corazón de la ventisca —musitó, pensativo.

—Divinos o mortales, Hella los está reclamando —protestó Shöjka, y sacó de su delantal un largo cuchillo de cocina que pasó a Uthn—. ¡Gran Tyr, guía este acero! Es hora de que empecemos a pelar, ¿no crees? Comencemos por el muchacho. La capa primero.

Mientras la anciana sujetaba una de las piernas, humeante por los vapores, Uthn despedazó el rígido tejido como si estuviera desplumando una pieza de caza.

En la otra cama envolvían a la joven en mantas calientes. Encontraron un fardo largo y estrecho amarrado a su cintura. Estaba adherido a sus ropas.

—Una bonita espada —advirtió Shöjka, y sus ojos brillaron con una secreta satisfacción—. De modo que no es una mujer cualquiera…

Zheit estaba familiarizado con las armas. Como sanador, conocía bien sus efectos y sabía que una espada larga como aquella solo podría pertenecer a un guerrero experto, lo que contradecía los atuendos de la joven: prendas de exquisita hechura, propias de un miembro de alta alcurnia y poco apropiadas para la lucha. Eran livianas y las muchachas que la atendían no tardaron en comprobar su fragilidad, pues se deshacían bajo sus dedos como los filamentos de un cristal. En todos sus años de vida nunca había visto un tejido igual.

Se diría que las fuerzas del invierno hubieran modelado a sus hijos, otorgándoles una apariencia humana, reflexionó para sí.

Se detuvo a examinar a la desconocida. Incluso desnuda poseía una gran dignidad. Solo las manos y los pies presentaban algún signo de congelación. El resto tenía buen aspecto, como si su atavío la hubiera preservado del frío.

Observó viejas señales en distintas partes de su cuerpo. Mordiscos de grandes animales, zarpazos, cortes. Podía leer en su cuerpo las dificultades a las que se había enfrentado por sobrevivir.

Si fue capaz de enfrentarse a esas bestias y salir con vida, esta joven en verdad es de temer.

Aquellas cicatrices hablaban de valentía y coraje. Y aunque quedaba poco de vida en ella, desprendía una majestad que le hizo dudar, como si fuera a mancillar algo prohibido.

Venciendo sus reticencias, rozó la piel amoratada. En el mismo instante en que entró en contacto con ella, un pensamiento le abordó de improviso, como si hubiera sonado una campana. Ecos lejanos de una profecía de su tierra natal que había olvidado con el tiempo.

Y nacerán de la nieve y la tormenta los Esperados Blancos.

Alto será su destino, sus gestas, mil veces recordadas.

La más salvaje de las tierras será su madre y maestra;

de su espíritu será el crisol; de su carne, una estirpe de grandes.

Príncipes criados al frío de cimas vírgenes,

los Reyes Blancos.

—Los Hijos de la Nieve y la Tormenta —comprendió, sobrecogido—. Shöjka, en estas tierras, en nuestra propia casa. Son ellos, la Leyenda.

Incapaz de reaccionar, la anciana observó a su esposo como si acabara de anunciarle que la corte entera de la Ciudad Dorada iba a descender hasta su humilde morada.

—Entonces, no hay tiempo que perder —convino.

Indicó a Uthn que prosiguiera con la tarea, guiando sus manos tal y como ella hubiera utilizado las suyas tiempo atrás. Debajo de la capa del muchacho apareció una túnica blanca en perfecto estado. Levantaron las mangas y frotaron los brazos con los paños calientes. En una de sus muñecas había una cinta enrollada, nívea por un lado y azul índigo por el otro.

Uthn, enfrascado en su labor, gruñó. La túnica, aunque mojada y caliente, se resistía a la hoja del cuchillo. Era firme como una cota de malla.

—Quizá con más agua caliente…

—Esto ya humea, tendría que cortarse como un pedazo de manteca. —Shöjka gruñó también—. ¿Habéis preparado las parihuelas? Bajaremos a los baños de todas formas. Vosotras dos —dijo, reclamando la ayuda de las mujeres que siempre la acompañaban—, sujetad bien aquí. Uthn, inténtalo otra vez.

El hombre obedeció, retirando los restos de la capa para agarrar mejor la prenda que se le resistía. Empuñó el cuchillo con firmeza.

—Alto —ordenó Zheit.

Su voz interrumpió toda actividad a su alrededor. Uthn le observó, desconcertado por el tajante aviso. En el lecho contiguo, las muchachas murmuraban.

—Es una túnica sacerdotal, no puede ser rasgada —les explicó Zheit, y luego se volvió a su mujer, maravillado—. Observa bien esa tela.

Shöjka no terminaba de comprender la interrupción. Acarició los ribetes negros, afiligranados. Aquellos dibujos no le resultaban del todo desconocidos. Tenía la sensación de haberlos visto antes, mucho tiempo atrás… En otro lugar.

—Que el Señor de las Tormentas me atraviese con su rayo…

Pocas cosas había en el mundo capaces de confundir a ambos ancianos tras una existencia tan llena de sacrificios y adversidades como la suya. Sus corazones habían sufrido profundamente y nada solía escapar a su sabiduría o su control. Hasta aquella noche.

—Insólito, ¿no crees? —comentó Zheit y contempló con añoranza aquella prenda que una vez cubrió su propio cuerpo.

Un portazo interrumpió las cavilaciones y, como un vendaval, el mozo de cuadras irrumpió entre los presentes.

—Señor, el caballo que trajisteis está desbocado. Es una bestia indomable, tratamos de ponerle unas correas pero…

—Maldita sea, deja marchar a ese endemoniado animal —resolvió Shöjka—. Esposo, veo que mis habilidades se acaban aquí.

Zheit asintió, contagiado por una vez de la impaciencia de su mujer. Sin muchos aspavientos, Shöjka obligó a todos a salir de allí, con excepción de Uthn. Nadie debía distraer la atención de su esposo durante la sanación.

El anciano suspiró mientras se quedaba a solas con los dos cuerpos tendidos. Se sentía demasiado viejo para aquellos sobresaltos.

Sus manos arrugadas se dirigieron a la frente tersa del muchacho. Nadie sería capaz de arrebatarle esa túnica rígida sin dañarle, de modo que corría más peligro que la muchacha. Debía sanarle en primer lugar.

Cerró los ojos y dejó que su espíritu volara hasta un mundo donde todos los seres de la creación eran iguales y sus esencias, fácilmente moldeables: Nifflheim, el Mundo de las Brumas. Una oración a la Gran Madre se escapó de sus labios cuando se sumergió de lleno en aquel espejo de la realidad.

Estaba acostumbrado a atender moribundos, miembros congelados, falanges necrosadas. Bajo los grises del Nifflheim, la vida que escapaba apenas emitía un leve resplandor y, sin embargo, la luz que emanaba de aquel joven era brillante como la luna. Sus ansias de vivir eran cegadoras. Un hermoso halo le envolvía… Zheit no se resistió y entró en contacto con él.

Algo le fustigó como un rayo y Uthn corrió a sostenerle, temiendo que perdiera el conocimiento. Zheit desechó toda ayuda, más preocupado por buscar a su esposa que por su débil estado. La anciana observó con aprensión el temblor de sus brazos y le miró preocupada: la inquietud no era uno de los estados de ánimo más frecuentes en su esposo. Él le tomó las manos y las apretó con fuerza. Solo ella podía entenderle. Únicamente ella, de entre todos los seres humanos que había conocido a lo largo de su vida, sería capaz de comprender la importancia de lo que había descubierto. Aunque Zheit temía que ella no compartiría en absoluto su alegría. Contempló el cuerpo tendido en la cama.

—Staat sabía bien lo que había encontrado. Este muchacho, este joven sacerdote, es fruto de una leyenda, pero está más cerca de nosotros de lo que nunca hubiéramos imaginado. Es hijo de Adroon.

Shöjka frunció el ceño, abrió la boca para hablar, pero fuertes voces procedentes del piso inferior la interrumpieron. Alguien llamó apresuradamente a la puerta. Era Jlonna, la maestra cocinera, y pedía permiso para entrar.

—Por lo visto, no hay tiempo para meditar sobre ello —se resignó el anciano—. Pero sin duda esta noche será largamente recordada.

Uthn abrió la puerta por indicación suya. La oronda cocinera había subido precipitadamente por las escaleras y entró en la sala con el rostro congestionado por el esfuerzo.

—Señor, Señora —consiguió decir, exhausta—. Llamaron a la puerta en mitad de la tempestad… Era uno de… Era…

—Calma, niña —se extrañó Shöjka—. ¿Qué demonios ocurre?

Tras ella, la puerta golpeó violentamente la pared y un viajero encapuchado cayó de rodillas en el umbral, llenando el suelo de la nieve que aún le cubría. Traía a alguien en brazos, pero temblaba tanto que apenas podía sostenerlo. Estaba resollando. Unos mechones dorados asomaban por debajo de su capucha. Finalmente, cayó desfallecido.

Uthn acudió en su ayuda. Había reconocido al recién llegado a primera vista.

—Un dasarin —murmuró con el ceño fruncido; luego retiró la capucha y les mostró el rostro felino.

Incluso en aquellas latitudes, en el paso fronterizo de su reino, era extraordinario ver a uno de ellos. No era la primera vez que uno de esos seres pisaba la posada, pero raramente solían abandonar su tierra. Aun sumido en la inconsciencia, se aferraba a un muchachito pelirrojo que había traído en brazos.

—Vaya. —Uthn se volvió hacia los ancianos con un amago de sonrisa bajo sus bigotes—. Mirad quién ha vuelto.

En aquel momento, Zheit se dio cuenta de su error. El cabello corto y las ropas de varón le habían confundido. No era un jovencito, sino una chiquilla, a quien el dasarin traía en sus brazos. Y no era una muchacha cualquiera… Aquella sí era en verdad una aparición inesperada.

—Nuestra pequeña Vije —se sorprendió Zheit.

Aunque con un aspecto muy diferente, regresaba casi tan misteriosamente como había llegado la primera vez.

Las Tejedoras están hilando aquí mismo, esta misma noche, en esta casa, advirtió el anciano.

—¡Vosotros! —intervino Shöjka, reprendiendo al grupo de curiosos que se arremolinaba en torno a la puerta—. ¿Vais a seguir mirando todo el día?

Con presteza, tendieron al dasarin y la muchacha en sendos jergones. Zheit se sentó junto a Vije.

—No es grave —les hizo saber a los demás.

Antes de que pudiera terminar de examinarla, varios hombres llegaron con otro viajero desfallecido, de notable corpulencia. La enorme espada que portaba en su cinto llamó la atención a más de uno. Y también sus terribles heridas. Ninguna tormenta podría hacer algo semejante.

—Hay más —intervino Jlonna—. El dasarin me dio esto. Dijo que había una caravana atrapada en las montañas.

¡Una caravana! Que la Gran Madre nos ayude.

El viejo sanador observó lo que la cocinera había puesto en su mano. Era un jirón de tela; debía de haber sido rojo, pero estaba muy desgastado. Había algo bordado en él, en tono verde esmeralda. La silueta de un ave. Un águila.

Shöjka le miraba en silencio; aguardaba su decisión. Todos los que se encontraban tendidos en aquella sala se hallaban al borde de la muerte, excepto quizá el dasarin y la joven pelirroja. Demasiadas conmociones para una sola jornada. Había visto casualidades asombrosas en su vida, pero nada como aquello. En momentos como aquel sentía como una losa el peso de sus años. Bien, habría que actuar por partes.

—Los que están aquí tienen una posibilidad de sobrevivir; los que se encuentran fuera de estos muros, no —concluyó, a pesar de la mirada de advertencia de su esposa—. Jlonna, necesito a todo aquel que esté en plenitud de sus fuerzas y tenga ropas apropiadas para resistir el temporal. Preparad a los caballos también. No tardaré en bajar.

Era evidente que Shöjka no estaba conforme con la decisión, pero sus labios fruncidos se negaron a moverse. En decisiones como esa nunca coincidirían. Él siempre actuaría de un modo racional, buscando la solución más equilibrada. Ella prefería volcar su ayuda en los más cercanos.

—Debéis prepararlo todo para recibir a muchos heridos —explicó Zheit mientras se envolvía en una capa. Antes de salir, tomó el rostro de su esposa, tan agrietado como sus manos—. Si estos dos jóvenes son quienes pensamos, los Altos están con ellos. Nuestra pequeña Vije está grave, pero no irá a peor, y el dasarin está fuera de peligro.

—¿Y el otro? —inquirió la anciana—. El hombre de la gran espada.

—Piedad, Shöjka. Confío en ti.

La ausencia del sanador dejó entre los que se quedaban una inevitable sensación de desamparo. Shöjka empezó a farfullar.

—Viejo testarudo —gruñó.

Batiendo las palmas, despertó a todos.

—Vamos, ¡a las termas! Parihuelas para todos, excepto para el hombre grande —especificó. Había visto lo suficiente como para saber que quedaba poco que hacer por él—. Sumergirlos en agua caliente hasta que revivan. Mantas limpias para después, no lo olvidéis.

Supervisó los cuidados de la joven de cabellos blancos. Una de las mujeres recogió su pelo. Incluso empapado, algunos mechones refulgían entre sus manos. Era extraño ver aquel color junto a un cuerpo tan lozano. Sus mejillas comenzaban a adquirir un color más saludable. Shöjka tomó sus manos y las frotó, insuflándole calor con su aliento. No eran manos delicadas, habían trabajado fuerte. Y en ellas había durezas que conocía muy bien: las marcas de quien empuña una espada a menudo.

Toda la posada se movilizó desde la mañana hasta la tarde. En la sala de enfermos no hubo un momento de descanso y, cuando Zheit regresó, faltaron lechos para tantas personas necesitadas de calor y cuidados. Finalmente, bien entrada la noche y tras una larga jornada de agitación, la estancia recuperó cierta tranquilidad. Un buen fuego ardía en la chimenea y en cada cama había un ocupante convaleciente, lavado, curado y descansando. Los que estaban en mejores condiciones habían sido acomodados en otras estancias.

Shöjka había ordenado a todos que se retiraran a descansar o a comer algo en la cocina. Ella se quedó para velar por los recién llegados. Pasó uno por uno, vigilando su estado.

Por fortuna, la mayor parte de los miembros de la caravana no habían sufrido grandes percances. En cuanto al dasarin, descansaba en un sueño profundo; seguramente había caído desmayado por puro agotamiento. Se detuvo un rato junto a Vije y después frunció el ceño al observar al guerrero. Zheit había tratado el profundo tajo de su hombro, pero no estaba seguro de haber logrado salvar su vida. Su sangre estaba emponzoñada. Era en verdad milagroso que no hubiera muerto ya. Sinceramente admirada, Shöjka no podía dejar de preguntarse qué le haría aferrarse con tanto arrojo a la vida.

—Descansad —murmuró—. Estáis a salvo entre los vuestros, en Neimhaim.

Entre las brumas del sueño, Ailsa tuvo la sensación de que había vuelto a casa.

Estáis a salvo entre los vuestros, en Neimhaim.

Desde la calidez de su mundo, percibió el familiar silbido de la ventisca en las contraventanas. Le invadió la maravillosa sensación de saberse cuidada y protegida. Se sentía descansada, caliente y libre de dolor. Respiró profundamente… Ningún otro lugar en el mundo podía oler así; era el olor de la madera viva en las paredes, en el suelo, sobre su cabeza. Solo un djendel podía construir una casa de aquella manera, sin dañar el árbol que prestaba su refugio. Quiso llorar de felicidad.

Cuánto lo había echado de menos…

Suspiró, temiendo perder esa preciosa sensación de bienestar.

Abrió los ojos, pero no encontró lo que esperaba. Bajo la luz de unos rescoldos que se extinguían en una chimenea, distinguió una estancia amplia con varias filas de jergones extendidos por el suelo, todos ocupados. El chisporroteo de las brasas era el único sonido que podía escucharse, además de la lenta respiración de algunos durmientes.

No reconocía aquel lugar. Sobre su cabeza, haciendo crujir el tejado, el viento soplaba con fuerza. Y en el piso inferior se escuchaba un ajetreo cotidiano.

—La posada.

Los últimos acontecimientos despejaron su mente de golpe. Lo último que recordaba era el viento gélido, el agotamiento, la oscuridad, la nieve que la sepultaba viva y le robaba la respiración. ¿Cómo se había salvado?

Saghan. Sigfred.

Con el corazón encogido, echó la manta a un lado y se levantó del jergón, pero las piernas se le doblaron como si fueran de mantequilla y cayó al suelo con torpeza. Sus pies y sus manos estaban entumecidos, como recién curados de alguna lesión. Llevaba ropas prestadas y a los pies de su lecho había más ropa limpia y un fardo largo y bien envuelto.

Thyrkaya, pensó, aliviada.

Se frotó los dedos con el recuerdo del dolor que los había atenazado. Se encontraba descansada, como si hubiera dormido dos o tres días. También notó que su pelo, recién lavado, había sido cuidadosamente trenzado con algunas cintas. Sintió una profunda gratitud hacia el que había hecho todas esas cosas, quienquiera que hubiera sido. No solo la habían salvado; la habían acogido como a un miembro de la familia.

Logró ponerse en pie, no sin dificultad. Oyó un murmullo apagado, como si alguien hablara apresuradamente, y le inundó un inmenso alivio al descubrir a Sigfred tendido en el jergón más cercano a la chimenea, cubierto con una manta hasta la cintura. Se arrodilló a su lado. Tenía el hombro vendado, también las manos, y paños en la cabeza. Las heridas y magulladuras estaban limpias y secas; habían colocado un emplasto de hierbas en su barbilla, donde recordaba haber visto un corte. Pero estaba muy pálido y alrededor de sus ojos había sombras oscuras. Parecía delirar, sumido en un sueño muy profundo. Ailsa acarició sus cabellos negros y brillantes y encontró su frente muy caliente.

—¡Aléjate! —gimió Sigfred en sueños, sobresaltándola—. No… No… ¡El solsticio! Perdóname, no soy digno…

Después empezó a hablar muy deprisa, de forma incoherente.

—Sigfred.

Tocó su mejilla perlada por el sudor. Una barba temprana sombreaba su mandíbula.

Por todos los Altos, se dijo. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?

En el lecho contiguo descansaba la chiquilla pelirroja que acompañaba a Saghan. No vio más rostros conocidos en las camas restantes.

Saghan. Su corazón se encogió. Saghan no está.

El viento arremetía con fuerza contra la casa. Aunque allí dentro todo era apacible, había perdido la sensación de tranquilidad con la que había despertado. Tenía que salir de allí.

Abandonó la estancia y al cruzar la puerta sintió un escalofrío.

—El Padre de los Engaños debe de estar jugando conmigo —susurró.

A la luz de las lámparas de aceite que colgaban de las paredes, el corredor parecía una réplica de su casa de Karajard. El techo abovedado de madera blanca, las vigas que se fundían en él como si fueran ramas… Pasó su mano por la pared, mientras avanzaba. Sin junturas. Una casa djendel que imitaba a un hogar kranyal. Aquel pasillo era más amplio que el que recordaba, y daba lugar a un número mayor de puertas, pero la semejanza era indudable.

Cada vez más confusa, alcanzó el tramo final y, tal como había esperado, encontró unas escaleras descendentes. A medida que bajaba por ellas llegó hasta su olfato un delicioso aroma a comida, tal vez un guiso de carne o un caldo, que despertó con fiereza su apetito. Estaba muerta de hambre. ¿Cuándo había sido la última vez que había comido? No podía recordarlo.

En el piso inferior había dispuesto un comedor con tres largas hileras de mesas y taburetes que podrían dar cabida a más de cien comensales. Estaba desierto. En el centro, dos enormes columnas sustentaban una apretada bóveda de ramas entrelazadas. No, en realidad eran troncos de árboles, advirtió, tan grandes como los ancianos fresnos del Bosque Sagrado de Vilaarn. A un lado de la estancia, en una chimenea de piedra tan alta como un hombre, ardía un gran fuego y cerca de las brasas humeaba un caldero. De ahí procedía ese sabroso aroma a guiso. No se oía más que el crepitar de la hoguera. Se echaba en falta el bullicio de los ausentes, la felicidad melancólica de viejos camaradas que se reúnen al amor del fuego mientras beben aguamiel y recuerdan gloriosas batallas.

De pronto recordó un lugar del que su padre le había hablado muchas veces, adonde eran conducidos los guerreros que morían con bravura. Las Hijas de la Batalla recogían a los caídos en sus monturas y con ellos cabalgaban hasta los Altos Prados. Allí, los escogidos recibían una gloriosa bienvenida y se unían a las Huestes del Padre para batallar a su lado en el Último Día. Las palabras de Gursti siempre evocaban en su mente una tierra interminable de lomas verdes, y una morada que acogía a los valientes después de cada jornada, donde se les brindaba alimento y bebida, y se les curaban las heridas. Siempre había imaginado un salón como aquel, con un jugoso asado dorándose en un espetón y un buen fuego en la chimenea.

Con las piernas temblorosas se dejó caer sobre un escalón. Miró las llamas que, desde el hogar, iluminaban el salón. El resplandor arrancaba destellos rojizos sobre las mesas y taburetes vacíos.

No, no es posible.

Aún quedaban muchas cosas por hacer. No podía haber muerto.

Todo allí invitaba al sosiego, pero las preocupaciones pesaban demasiado en su corazón.

Una puerta se abrió al otro lado del salón, dejando paso a una risotada. Ailsa se escondió entre las sombras de la escalera, esperando ver de quién se trataba.

El recién llegado era alto y espigado, de espeso cabello rubio. Detrás de él, una mujer de generosas carnes y un joven traían algunas viandas. Un gato gris se restregaba en las faldas de la mujer, esperando algún bocado, pero esta ignoraba las necesidades del felino. El joven, que sostenía unos cuencos con queso, le dejó caer un pedacito.

Dispusieron el almuerzo sobre la mesa más próxima a la chimenea. La mujer dijo algo que no pudo entender y se retiró. Cuando el espigado personaje lanzó otra estridente carcajada, Ailsa ya no tuvo dudas acerca de su identidad.

Ninguna Hija de la Batalla portaría a semejante criatura en su divina cabalgadura. Ahora estoy segura.

—Ah, estupenda, esta Jlonna —pronunció el dasarin en la lengua de los Antiguos y lanzó una mirada de complicidad a su compañero de mesa; le vertió una bebida roja como la sangre en su vaso y después tomó a grandes tragos su parte, directamente de la jarra.

Ailsa se arriesgó a asomarse un poco más hasta que, entre sorprendida y aliviada, reconoció al acompañante del dasarin.

Saghan mojó los labios en el especiado vino, pero apenas lo hubo probado lo apartó a un lado. Ajeno a su ánimo sombrío, Illzar observaba divertido su nuevo aspecto. Saghan se llevó la mano a la nuca y tocó su cabello, ahora corto. Aún se sentía extraño consigo mismo. Al despertar había descubierto que sus greñas descuidadas habían desaparecido. Por otra parte, alguien debía de haber decidido que su túnica y el ropón, los sagrados atuendos del Primero de los Djendel, estaban de más en un lugar así. Así que le habían ofrecido un jubón de lana desvaído y unos pantalones negros que le hacían parecer un labrador. Ciertamente, sus anfitriones se habían tomado bastantes libertades, pero agradecía la deferencia: se sentía cómodo con aquella ropa.

—Un refugio acogedor, a salvo del temporal, con un buen caldo y abundantes provisiones —le animó el dasarin—. No imagino un lugar mejor que este para pasar el invierno… Sí, albino, no hay marcha atrás: en cuanto caen las primeras nieves, este valle es más inaccesible que una virgen.

Pese a sus palabras ligeras, tenía razón, Saghan lo sabía bien. Había crecido entre montañas, no muy diferentes a estas. Cualquiera que intentara viajar en esas condiciones no llegaría lejos.

—Únicamente echo en falta una cosa, ya me entiendes… —prosiguió diciendo el dasarin con un guiño—. Pero intuyo que habrá posibilidades. ¡Esta clase de retiros propician ciertos ánimos!

Saghan le miró con desaprobación e Illzar bufó.

—Amigo mío, has estado a punto de morir, tú y todos nosotros. Pero nos salvamos, nuestro dulce petirrojo se recuperará y también tu dama blanca. Hay que celebrar la vida, ¿no te parece? Puedes dar gracias a las Tejedoras, o a ese viejo que os encontró sepultados en la nieve, como prefieras. Ah, ya comprendo. La hospitalidad se convierte en un deber cuando se trata de la realeza, ¿no es así?

—Me siento en deuda con ellos —le contradijo Saghan, sin dejarse provocar—. Pero no me siento tranquilo aquí, tengo un deber más importante, debo regresar cuanto antes a mi tierra.

—Tranquilo, no trates de justificarte, entiendo perfectamente la llamada del deber. Soy príncipe, ¿recuerdas? Al menos en ciertas tabernas…

Saghan sonrió por fin y después comentó de manera casual:

—Así que un anciano nos encontró… ¿Y qué me dices de ti? Cuando nos despedimos parecías muy dispuesto a dejar estas montañas.

El dasarin se revolvió, incómodo por el asunto.

—Ah, sí. ¡Sí! Bendita Frejya. La ventisca arreciaba —farfulló, mirando hacia otro lado—. Pensé que esos engendros verkuur no saldrían bajo la tormenta y yo quería dormir caliente. Encontré la posada. Los dioses me han bendecido con un olfato especial para encontrar estos sitios, ya sabes.

Illzar consiguió hacerle sonreír de nuevo y de pronto Saghan se sintió a gusto en su compañía.

—Me alegro de que decidieras volver —le dijo sinceramente.

El gato gris saltó a su lado, solicitando carantoñas. Saghan accedió a sus demandas y miró de forma distraída a su alrededor, viendo detalles de hospitalidad en cada rincón del comedor. Era fácil dejarse llevar por el calor y la comodidad. Ahora que todos estaban a salvo, la sensación de bienestar parecía aplacar sus inquietudes. Pero no podía dejar de pensar en Neimhaim. Su vínculo con Ailsa se había roto y, con él, la Alianza que sus clanes habían sellado antes de que ellos nacieran. Tal vez los habían dado por muertos. Tal vez el reino se había sumido en el caos.

Pero aquí todo eso parece tan lejano, como si el tiempo se hubiera detenido.

—Albino, siento lo que ha pasado.

Bajo la rojiza luz de la hoguera, el cabello dorado del dasarin parecía parte de las llamas. Su rostro quedaba ensombrecido, pero advirtió que el sentimiento de su amigo era genuino. Algo en verdad inesperado.

—Gracias, Illzar.

Aún se estremecía al recordar la extraña enfermedad que le había robado las fuerzas y su enlace con el Nifflheim. Le habían cuidado bien. Sin embargo, había sido muy duro comprobar que, una vez recuperado, sus dones no habían vuelto. Había perdido lo que hacía de él un djendel. Le habían amputado una parte esencial de su ser, se sentía ciego y sordo. Pero aún tenía la esperanza de que se tratara de algo temporal, y esperaba que sus capacidades pudieran volver a él poco a poco.

—Hablo en serio, aunque resulte difícil de creer —insistió Illzar—. Las cosas no han ido bien, lo sé. Pero tu largo viaje no ha sido en vano.

Su sinceridad le emocionó. Saghan asintió con una sonrisa. Viajar más allá de las fronteras de Neimhaim le había abierto los ojos, había cambiado su forma de ver el mundo. En su corazón atesoraba miles de experiencias nuevas. Y había conocido un sentimiento desconocido para él: la amistad. Qué intrincados eran los tejidos de las Hilanderas… De no ser por Illzar, aún seguiría bajo el hechizo de las criaturas de Vanaheim, prisionero de su mundo irreal.

—No ha sido en vano, tienes razón, Illzar. He encontrado buenos amigos en el camino.

El dasarin le convidó a un brindis por ello. Esta vez Saghan no lo rechazó. Bebió largamente. El líquido era fuerte: le calentaba por dentro.

—En la tormenta, creí morir —le susurró con la mirada perdida—. Que la Gran Madre me perdone, pero acogí con placer ese pensamiento.

Mientras hablaba, algo atrajo la atención del dasarin. Sus ojos almendrados se fijaron en un lugar apartado a final del gran salón, donde comenzaban las escaleras.

—No es nada —se explicó Illzar, y ocultó una sonrisa—. Será otro gato.

Los dos amigos compartieron el vino caliente que quedaba. Con el espíritu algo más templado, Saghan terminó el pan, aún humeante, y se dejó envolver por el calor de la chimenea. Todavía se sentía débil; era obvio que no se había repuesto del todo. Quizá su amigo tenía razón. Era un buen lugar para recuperar fuerzas.

—Despertar aquí ha sido como nacer de nuevo. Espero tener una oportunidad para enmendarme.

Desde que había despertado en aquella posada un poderoso ánimo le empujaba. Y al mismo tiempo le invadía una gran paz que jamás había sentido, como si hubiera encontrado algo perdido hacía largo tiempo. Algo antiguo que le pertenecía por derecho. Una preciada riqueza.

—Deja que te cuente algo —le dijo el dasarin con actitud condescendiente—. ¿He mencionado alguna vez que estuve al mando de los arqueros del príncipe Ethrin Lhaendar? Desde luego, una gran responsabilidad. Los llevé a la victoria en la batalla nocturna de Ihnáen y después busqué otros alicientes. Me marché. Descubrí que el mundo no giraba en torno a mí; asombroso, por otro lado. A estas alturas alguien ha debido de ocupar mi lugar, y seguramente lo estará haciendo bien, aunque nunca llegue a ser tan bueno como yo, por supuesto. En tu tierra habrá ocurrido algo parecido. Nadie es indispensable, ni siquiera tú, albino.

Saghan se sintió perturbado ante esa posibilidad.

—Bien, por ahora yo me limitaría a descansar —le aconsejó Illzar, poniéndose en pie—. Y predicaré con el ejemplo, si Su Majestad me lo permite. Quizá encuentre un poco más de ese preciado jugo antes de acostarme…

Con una reverencia, el dasarin desapareció por la puerta de la cocina.

El crepitar del fuego se hizo más presente cuando el salón se quedó en silencio. Al cabo de un rato, Saghan notó que una corriente avivaba las llamas de vez en cuando. Echó una ojeada al comedor y descubrió una puerta entreabierta detrás de la escalera que subía al piso superior. Llevado por la curiosidad, recogió el último trozo de queso que quedaba y se dirigió hacia allí. Empujó la puerta con suavidad. Debía haber sentido que invadía un lugar ajeno, pero no era así. Todo en aquella casa le resultaba familiar.

Al otro lado, unos escalones descendían hasta un angosto corredor horadado en la tierra. Lámparas de aceite alumbraban el camino y sus llamas titilaban por la corriente. El viento se colaba con un aullido allí abajo, seguramente procedente de algún respiradero. Saghan se adentró por el corredor y encontró una puerta cerrada a su derecha, en la pared rocosa. Notó el olor penetrante de la tierra húmeda al otro lado. Debía de haber un túnel que descendía muy abajo. Otro olor, procedente del otro extremo del corredor, le provocó una nueva puñalada en el corazón.

No es posible.

Conocía bien ese aroma fresco y tierno de los cultivos de invierno. Era inconfundible.

Cruzó el corredor y se encontró con un portón de madera maciza. Esta vez, los goznes cedieron con un sonido quejumbroso. Al otro lado, unos tragaluces derramaban su resplandor sobre hileras de distintos vegetales, tubérculos y setas que crecían allí, bajo tierra.

Una casa de cultivo, se dijo, asombrado.

Caminó entre los brotes tiernos y le sobrevinieron muchos recuerdos. Había pasado mucho tiempo de su vida en un lugar idéntico a ese, admirando el sutil equilibrio del mundo y la capacidad que poseía para ayudar a sostener esa armonía. Fue su padre quien le enseñó a dar aliento a la vida nueva que crecía en condiciones imposibles, a dotarla de todo cuanto necesitaba para crecer. En la casa de cultivo de Karajard había aprendido a ser lo que era, un djendel. Si es que aún lo era, se recordó.

Observó un racimo de setas que asomaba tímidamente entre la tierra. Una mano experta había cuidado con esmero aquellos cultivos.

Perfectamente adaptados al frío y a la falta de luz.

Hasta ahora creía que solo los djendel podían hacer prosperar cultivos en pleno invierno. Pensó en la proximidad del reino de los dasarin. ¿Podrían ellos haber hecho algo así?

En Karajard, este sistema les había abastecido en las épocas más duras y frías. Allí debía de servir al mismo propósito. Demasiadas semejanzas como para ignorarlas.

No sé lo que está pasando aquí, pero ya es tiempo de averiguarlo.

Más allá de las hileras de tubérculos y hongos halló una especie de alacena con tarros ordenados en estanterías, cuerdas colgadas de las paredes, herramientas para cultivar y algunos arreos para caballos. Allí el sonido del viento era más fuerte. Había una ventana tapada por un montón de útiles polvorientos y también una salida. Podía sentir la tormenta al otro lado.

El viento le azotó con crueldad cuando abandonó la protección de la casa. Se protegió los ojos, tratando de soportar el azote de la ventisca y cerró el portón tras de sí.

La luz del día le hirió los ojos. La nieve caía con intensidad, pero la claridad era cegadora y el frío, muy intenso.

No se hallaba totalmente a la intemperie. Se encontraba bajo el resguardo de un tejado voladizo sostenido por columnas de piedra, un cobijo para el patio interior de la casa. Viejos tocones servían de asiento a lo largo del soportal. La nieve se colaba hasta allí, acumulándose en las esquinas. Era imposible saber qué había al otro lado, tan solo se distinguía la enorme pared de la chimenea, cubierta por la escarcha, que ascendía hasta desaparecer entre las ráfagas.

Illzar tenía razón: estaban aislados, para lo bueno y para lo malo. Y ciertamente debían dar gracias por haber sobrevivido a aquella fuerza desatada, tan despiadada como atrayente. No podía dejar de sentirse admirado ante ella. Sentía deseos de participar de ese poder, de doblegar a la tormenta y a su señor, el dios del Norte.

Frente a él, el viento y la nieve se arremolinaron, como respondiendo a su deseo. Fue tan solo un instante, y luego volvió a la normalidad.

Desconcertado, Saghan alzó una mano. Buscó el canal espiritual que siempre le había permitido entrar en íntimo contacto con la naturaleza… Pero no ocurrió nada.

Aún estoy débil.

Entonces, al bajar la mano, sin quererlo, las ráfagas se modelaron a su voluntad. No tenía nada que ver con su condición djendel. La nieve obedecía a sus pensamientos. Un maravilloso cosquilleo recorría sus miembros.

La tormenta me reconoce, pensó, sin saber de dónde venía esa certeza.

La ventisca se apaciguó y el patio se hizo un poco más visible. Llevado por la curiosidad, se adentró en el patio y se hundió hasta las rodillas en la nieve acumulada.

Saghan extendió los brazos hacia los copos que caían incesantemente del cielo, disfrutando de una inesperada sensación de plenitud. Sentía un renovado vigor allí, expuesto a las fuerzas naturales.

En ese instante percibió que no estaba solo en el patio. No podía ver gran cosa bajo la nevada, pero era imposible dejar de sentir otra presencia.

Tuvo la corazonada de que aquello que le había llenado de calma al despertar se encontraba allí, a solo unos pasos, y la sensación de haber recuperado algo perdido se acentuó. Un extraño júbilo calmó todas sus dudas, sin saber por qué.

Muéstrate —dijo, empleando la voz de su alma.

Los remolinos de nieve se fueron calmando. Creyó ver una cornamenta, pero la visión desapareció en un golpe de viento. Una enorme silueta se movió hacia él. Saghan sonrió.

—Reyk.

El enorme caballo de guerra le miraba expectante, con las patas hundidas en la nieve. Ni el frío ni la nevada parecían incomodar al enorme corcel de los kranyal.

Así que eras tú.

Alzó la mano hacia él, pero su compañero de fatigas cabeceó un par de veces y no acudió a su llamada. En cambio, retrocedió un poco y dejó paso a otro animal que había estado allí todo el tiempo, la criatura más hermosa que había visto en su vida.

Era un ciervo blanco. Su cornamenta majestuosa advertía que podía ser peligroso si la situación lo requería, pero su porte, digno de las estancias divinas, hablaba de una naturaleza pacífica.

Saghan conocía muy bien su nombre.

Staat, susurró para sus adentros.

Estaba maravillado. Únicamente él y unos pocos más sabían de la existencia de aquel animal, desaparecido cientos de años antes: el ciervo nival de las leyendas, el eterno compañero del Primero de los Djendel. Se decía que su sola presencia era capaz de infundir la calma en el corazón de los hombres.

El ciervo le evaluaba, y su mirada era tan antigua y estaba tan llena de vida como las fuentes del Yggdrasil. Sorprendentemente, advirtió que compartían parte de una misma esencia. Como animal era salvaje, pero poseía el espíritu de un djendel y a ellos servía. Así se lo había contado su madre.

El ciervo cruzó con elegancia el espacio que los separaba y Saghan lo recibió con una caricia. El animal no le rechazó.

Algo se ató en aquel instante, lazos ancestrales que habían perdurado más allá de la distancia y el tiempo. Staat esperaba su llegada desde antes de que hubiera nacido. Y Saghan comprendió que esa era la sensación que le había inundado al despertar allí: era Staat lo que había recuperado.

—Nunca pensé que viviría para ver este momento —dijo alguien a sus espaldas—. Reconozco que es hermoso.

Sobresaltado, Saghan descubrió a un anciano entre las sombras de la galería, descansando en uno de los bancos. No le había visto hasta ese momento. Su cabello gris caía lánguidamente sobre sus hombros, y su rostro era amable y apacible. El anciano se puso en pie y Saghan advirtió su notable estatura. Cuando salió a la luz del día no pudo evitar sentir un estremecimiento. Vestía con largas túnicas, no unas túnicas cualesquiera. Eran prendas djendel, estaba seguro.

Un djendel, pensó Saghan, estupefacto. ¡Tan lejos de Neimhaim!

El ciervo se aproximó al anciano y Saghan empezó a vislumbrar lo que allí estaba sucediendo.

—Mi nombre es Zheit —se presentó, no en la lengua de Neimhaim, sino en la de los Reinos Extraños, lo que incrementó su desconcierto—. Bienvenido a mi casa.

Saghan regresó a la galería, le dijo su nombre y saludó al anciano a la manera de aquellas tierras. Se sintió atrapado por sus ojos, de un color extraordinario, dorado como la miel. Su mirada era limpia y carente de artificio. Se diría que el anciano albergaba un infinito océano de sabiduría que parecía estar poniendo a su disposición. Saghan tuvo la impresión de conocerle de antes y, sin saber la razón, pensó que si permanecía a su lado todo iría bien. El viejo sonrió, casi imperceptiblemente. No le tomó el brazo, como cabía esperar, sino que se postró ante él, con digna deferencia.

Me someto a vos, como lo haría frente a la Gran Madre. Que su luz guíe siempre vuestro camino.

Era el antiguo voto de vasallaje al Primero de los Djendel, juramento que solo existía en la Lengua Antigua y que nunca debía ser expresado en voz alta. Con la Alianza, esa costumbre había desaparecido, sustituida por el juramento de lealtad al rey.

Me ha reconocido, comprendió.

Una tenue sonrisa iluminó el rostro del viejo djendel. Saghan hubiera jurado que había escuchado sus pensamientos, pero no tardó en sospechar que no había sido así. El hombre que tenía ante él llevaba mucho tiempo en el mundo, tanto como para conocer las reacciones humanas con facilidad.

—Este ciervo es un animal místico, libre y etéreo como la nieve que cae del cielo —le explicó Zheit—. Su presencia es un regalo que brinda en raras ocasiones, pues no suele mostrarse abiertamente y solo acepta la compañía de aquel a quien sirve: el Primero de los Djendel. Ha sido él el que te ha reconocido. Staat te ha elegido.

Saghan volvió de nuevo su mirada hacia el bello animal. ¿Qué se suponía que debía hacer ahora?

—Staat es un animal esquivo —le hizo saber Zheit—. Nació en la Ciudad Dorada; es una criatura superior y posee habilidades sobrenaturales. Es posible que no lo veas en mucho tiempo, pero acudirá a ti cuando requieras su ayuda.

En ese momento, Reyk hizo notar su presencia al lado del esbelto ciervo. El viejo sacerdote, en cambio, se sintió atraído por algo más, en un rincón oscuro bajo el techado.

—Bienvenida tú también, noble guerrera. Como puedes comprobar, tu montura de batalla también te aguardaba.

Resignada, Ailsa salió de las sombras. Zheit la acogió con un leve roce de manos, al estilo tradicional de los djendel.

—Es un orgullo y un honor recibir en mi casa a los Esperados de la Leyenda —dijo el anciano djendel, contemplando a ambos jóvenes y a los animales que eran sus guardianes—. Bienvenidos a Neimhaim.

Todo el vino que Illzar pudo hallar en la cocina no fue suficiente para calmar su implacable sed, así que el dasarin se encontró vagando por los sótanos de la casa en busca del ansiado néctar.

—Bodeguita… Sé que estás… por aquí —dijo, y soltó un sonoro hipido.

Sus sentidos estaban adormecidos, una sensación sumamente placentera. Descendió unos peldaños de piedra, y se sostuvo en la fría y húmeda pared para no caer. La escalera se adentraba en las entrañas mismas de la tierra, no parecía tener fin.

—Bode… guita —balbuceó.

Las palabras salían como trapos de su boca. Los muros daban vueltas a su alrededor y también las luces, pero la promesa de un nuevo hallazgo le atraía como una polilla a la luz. Siguió bajando peldaños.

—Maldición… ¿Y mi bodega?

Finalmente, los escalones se acabaron e Illzar chasqueó la lengua, defraudado. Frente a él, bajo una bóveda de baja altura, se abría una extensa gruta iluminada con antorchas. Ni un tonel allí, ni una mísera barrica. Todo lo que se veía era un manantial que inundaba una galería natural.

—¡Termas! —comprendió—. Bien, un baño caliente podría ser un consuelo aceptable.

Se despojó de la ropa torpemente. Gateó hasta la poza más cercana y se zambulló.

Salió del agua más despabilado. Sumergió la cabeza y la sacó otra vez, hasta que las cosas volvieron a quedarse quietas en el lugar que les correspondía.

—Delicioso como un melocotón maduro —admitió, abandonándose a la calidez.

Una risa de mujer irrumpió en la sala.

—Nunca me habían dedicado un cumplido semejante. Sabéis adular, dasarin.

Illzar se atragantó y tosió. Como en una de sus fantasías, una mujer de enormes pechos se le acercaba a nado entre el vapor del agua caliente. Era Jlonna, la maestra cocinera. La Gran Madre la había bendecido con unos generosos atributos, que flotaban en el agua con increíble delicadeza.

—La mayoría de nuestros huéspedes se sorprenden al encontrar aguas calientes en tierras norteñas. Hombres y mujeres nos bañamos aquí, sin distinción. A algunos les pone nerviosos. Espero no haberte asustado.

—No me asusto con facilidad —le aseguró.

Acarició su boca, llena y apetecible como una fruta madura, listo para pasar a la acción. Algo, sin embargo, le borró la sonrisa: justo detrás de la muchacha, había una hendidura en la pared. Una sombra se movió por la grieta.

—¿Has…? ¿Has visto eso?

Ella le miró con escepticismo. Parecía más interesada en sus caricias.

—¿Qué es lo que tengo que ver? —protestó ella.

Illzar escudriñó los rincones de la gruta. Las sombras se movían, pero era el efecto de la oscilante luz de las antorchas. Todo estaba en calma.

Demasiado vino…

—Ya entiendo —susurró Jlonna, enarcando la ceja—. No soy una damisela que necesite protección, dasarin. Tu truco no me impresiona.

Jlonna se burlaba de él y logró que se sintiera un poco estúpido.

—Pues aún me quedan más, y mucho mejores —le prometió Illzar.

Riéndose de sus propios miedos, tomó la mano de la cocinera y lamió la punta de sus dedos, como un travieso minino.

—¿Neimhaim? ¿Habéis dicho Neimhaim? —inquirió Ailsa; estaba segura de haber escuchado correctamente.

Una terrible curiosidad la invadía mientras conducía a Reyk hacia el establo, donde el anciano lo pondría a resguardo. Staat había desaparecido con la ventisca.

—Así es, Neimhaim. El nombre de la posada —afirmó Zheit, sin entender el motivo de su extrañeza.

Saghan tampoco podía disimular su desconcierto, pero su actitud era más meditabunda. Había cambiado tanto… Cuando se adentraron en la tormenta y se sintieron desfallecer se habían perdonado todo el uno al otro. Ailsa no lo había olvidado y estaba segura de que Saghan tampoco. Una extraña tregua se había establecido para los dos. Volvían al punto de partida. Eran dos personas nuevas, y en verdad veía en Saghan una entereza que nunca había conocido en él. Quizá se trataba de aquellas toscas prendas de montañés, ceñidas y oscuras, tan diferentes a su túnica sacerdotal…

—Neimhaim es nuestra tierra —aclaró Saghan—, el lugar de donde venimos.

—Muchas cosas han de hablarse, pero no aquí ni ahora —se limitó a decir Zheit.

Habían llegado a las puertas del cobertizo. Les abrió paso a un espacio prodigioso: columnas, vigas y techos evocaban las formas de un bosque, haciendo más llevadero el encierro de los animales que allí cobijaba. Incluso el silo del grano y el sobrado, donde se guardaba el forraje, estaban inspirados en motivos vegetales. Ailsa notó que había allí suficiente alimento para abastecer a hombres y bestias toda una estación. El anciano les mostró las cuadras. Algunos de los corceles estaban heridos pero se notaba que estaban bien atendidos. El lugar destinado a Reyk, aunque más ancho que los demás, no resultó del agrado del enorme caballo, que reculó previendo su encierro.

—Nunca pensamos albergar una montura de su condición, es todo cuanto podemos disponer para él —se excusó Zheit, dejando paso al semental—. Lo lamento, la tormenta también atrapó a una caravana de viajeros. Sus animales de tiro, que fueron de gran ayuda para traerlos hasta aquí, ocupan ahora casi todo el espacio.

Reyk lanzó un largo relincho y Ailsa, comprensiva, hizo todo lo posible por tranquilizar a su caballo. Acarició sus crines y besó su testuz. En cierta manera, no podía evitar sentirse como él, encerrada sin remedio.

Sorprendió al anciano mirándola de reojo, a ella y a Saghan. Zheit no había añadido una palabra a sus revelaciones en todo ese tiempo. ¿A qué esperaba?

Un djendel en los Reinos Extraños, recordó. Debió de cruzar el mar.

Ailsa no podía imaginar cómo había logrado salir de Neimhaim; ni el motivo, siendo los djendel tan poco amigos del riesgo y del océano.

—Esta casa no ha distinguido la noche del día desde hace tres jornadas —les explicó Zheit mientras les mostraba los rincones de aquel extraordinario establo—. La tormenta nos trajo a casi treinta nuevos huéspedes. Vosotros fuisteis los primeros en llegar, vuestra recuperación ha sido prodigiosa. En realidad, todos mejoran favorablemente excepto uno: sufrió algo más que los azotes de la nieve. Sus heridas son fáciles de reconocer aquí, tan cerca de las Svartáed. Pero en todos mis años de vida no había conocido a nadie que hubiera sobrevivido a una criatura de la noche.

—Habláis de mi primo —exhaló Ailsa.

—Ah, un kranyal —asumió el anciano, como si eso lo explicara todo—. Shöjka se volverá insoportable cuando lo sepa.

El viejo sonrió para sí mismo, pero su gesto se volvió grave cuando se dirigió a Ailsa.

—Los verkuur emplean hojas emponzoñadas: un simple rasguño de una de sus armas mata al instante. Si tu deudo aún respira es porque el filo que partió en dos su hombro ya había sido utilizado antes. Eres guerrera, así que no endulzaré mis palabras: no estoy seguro de que viva para ver el próximo deshielo y, si supera el invierno, no sé en qué condiciones lo hará. Pero su corazón aún late, y eso me da esperanza. Es joven y fuerte, tanto de cuerpo como de espíritu.

Ailsa se lo agradeció de corazón. Sentía que Sigfred no podía estar en mejores manos.

—Cualquier gratitud debe ser para la Madre de Todos, que cuida de cada criatura viviente en este y otros mundos —le indicó el anciano djendel—. Nosotros nos limitamos a servirla a nuestra modesta manera. Con ese propósito construimos la posada aquí, en el paso entre las montañas. Es, digamos, nuestra ofrenda a la vida. Quizá el tiempo la ha convertido en una casa de curación, pero la seguimos considerando una posada. En cuanto a las formas, soy yo quien se siente honrado con vuestra presencia, porque no hay en este mundo otra montura como esta, y Reyk no sigue más que al Señor de los Kranyal.

Ailsa enmudeció, demasiado sorprendida como para decir algo. Aquel anciano sabía mucho más de lo que aparentaba.

—Y Staat solo acompaña al Primero de los Djendel. ¿No es cierto? —añadió Saghan, tanteando al viejo djendel.

Por toda respuesta, Zheit sonrió enigmáticamente.

—Jlonna, la maestra cocinera, ha sido la última en retirarse, pero creo que ha dejado caldo para los hambrientos.

En la cocina el viento bufaba a través de la chimenea, pero la estancia era acogedora. Las hileras de baldas cargadas con toda clase de cacharros y enseres se acumulaban hasta el alto techo. A pesar de ello, parecía existir cierto orden en todo aquel caos aparente. El anciano los hizo sentar ante la mesa donde se preparaban las comidas y les sirvió una torta oscura con semillas y leche tibia en una pequeña jarra de barro.

Ailsa estaba muerta de hambre, la torta estaba aún caliente y la leche, recién ordeñada. Le dio las gracias de nuevo y comió con avidez.

—Hacemos el pan con harina de setas y algunos tubérculos —les contó el anciano—. En estas montañas hace demasiado frío para cultivar cereales y pocos comerciantes se acercan a este rincón del mundo para vendernos grano. Come tranquila, muchacha. He puesto un poco de caldo al fuego, en un momento estará caliente. Te sentará bien —dijo.

Un agradable silencio se instaló entre ellos, y el anciano, que los había estado observando veladamente durante un rato, se dispuso al fin a revelar sus misterios.

—Sí, Señora de los Kranyal, ahora hablaré de lo que tanto despierta tu curiosidad —pronunció Zheit, percibiendo su impaciencia.

Saghan se encontró con la mirada del viejo djendel. Había cierto pesar en sus palabras; no parecía cómodo de volver su mirada hacia atrás.

—No fue difícil para mí reconocer la túnica sagrada que llevabas puesta al llegar aquí; yo la vestí durante más de diez años —admitió—. En otros tiempos fui un djendel respetado entre los míos, el Primero de ellos. Pero violé la ley, hice algo abominable: tomé contacto con un habitante de las montañas. Contacto carnal, además. Fui castigado con severidad; se me despojó de mi posición y fui expulsado del clan. Se me prohibió regresar a Schenneval. Me condenaron al exilio en Tierras Vacías, tal y como se castiga a los djendel que hacen uso de sus dones para la violencia, aunque yo jamás cometí esa clase de actos.

Sus ojos dorados relampaguearon. Estaban llenos de la visión de tiempos pasados.

—Mi nombre fue maldito y para mi familia dejé de existir. Vagué hacia el norte muchos días y vi que no estaba solo: Staat me había seguido. Traté de que se alejara, pero todos mis esfuerzos fueron inútiles. Al final, gracias a su ayuda, logré ir más allá de todo lo conocido. Así alcancé un mundo nuevo para mí, alejado de todo cuanto me hacía daño. Ese era mi mayor deseo en aquel momento.

El anciano sanador despertó de su trance y sonrió a Saghan.

—Ya nadie me recordará en la tierra que me vio nacer, pero sigo siendo un Geffast y sé reconocer a los que llevan mi sangre. Sí, he vivido mucho y he visto demasiadas cosas como para creer en la casualidad. Las Moradoras de las raíces del Yggdrasil nos han reunido. Y me regocija tener conmigo a un pariente, un hijo de mi hermano.

Antes de que Saghan pudiera decir nada, el anciano le tendió las manos y abrió su alma. Un solo roce le bastó para saber la verdad: ambos eran de la misma carne y de la misma sangre. Zheit era su tío. El reconocimiento fue mutuo.

Tengo familia, exclamó Saghan para sus adentros, lleno de sorpresa. ¿Por qué me lo ocultaría mi padre? ¿Fue a causa de la deshonra de su hermano?

Ailsa compartía su asombro en silencio. Ambos contenían el alborozo sin saber cómo expresarlo.

—No tendría yo más de diez inviernos cuando vi salir a Adroon del vientre de mi madre —recordó Zheit—. Tu padre vino al mundo hinchado como una calabaza. Desde muy pequeño se entregó al culto de la Gran Madre; su máxima aspiración era consagrarse a ella. Hasta el día en que me marché, Adroon era el más devoto de los djendel. Pero veo oscuridad en tus ojos cuando pronuncio su nombre.

Era difícil ocultar sus emociones cuando se trataba de su padre, Saghan era consciente de ello. Adroon había sido un rígido maestro, carente de gestos emotivos, pero el único padre que había conocido.

—Murió en un ataque, el pasado solsticio de invierno.

Zheit quedó sumido en el silencio. La alegría se había empañado inesperadamente.

—Un ataque —repitió el anciano, como si esa palabra le quemara la boca—. Tener aquí al Primero de los Djendel y a la Señora de los Kranyal me hace pensar que han ocurrido muchas cosas desde que dejé Schenneval: buenas, y veo que malas también.

Ailsa le habló de la llegada de los saqueadores a los fiordos, del azote del fuego y la muerte, y del encuentro de sus dos clanes, que forjaron una alianza para sobrevivir. Zheit escuchó todo aquello con intensidad.

—Hay algo, sin embargo, que aún escapa a mi entendimiento —aventuró a decir el anciano—. Os miro y no dejo de preguntarme cómo un djendel y una kranyal pueden ser tan parecidos como dos hermanos.

—Nos criamos como hermanos —respondió Saghan, como si eso lo explicara todo.

Ailsa desvió la vista y el anciano posó una mirada interrogante sobre ella.

—Hermanos de crianza —susurró Zheit para sí—. Nadie lo diría. Pero tal vez es cierto lo que dice la Leyenda, al fin y al cabo. Los Reyes Blancos.

El anciano prefirió no indagar más en el asunto, pero era evidente que sabía que había más entre ellos de lo que estaban dispuestos a revelar.

Sí, demasiadas cosas pesaban aún en su corazón. Saghan no se sentía con ánimo de hablar sobre su enlace con Ailsa y su entronización, pero su tío merecía saber al menos cómo había muerto su hermano. Le habló de la amenaza del dios del Norte, de la matanza de la Plaza de la Luz y del rapto de Ailsa. Después, de forma más templada y firme, le relató el sacrificio de su padre para salvar la vida del antiguo Señor de los Kranyal.

Zheit asintió en silencio. Saghan percibió la sensación de pérdida que entristecía su alma.

—Dejó el mundo con generosidad, eso me consuela. ¿Qué pasó después? —inquirió el viejo djendel—. ¿Cómo os condujeron vuestros pasos hasta este rincón apartado del mundo?

Saghan le contó su partida en busca de Ailsa, su tenebrosa experiencia a través de la Sima de Hell y su largo camino hacia las regiones boreales, donde encontró a Vije e Illzar. Para Ailsa todo aquel relato era nuevo, y seguía sus palabras con curiosidad disimulada.

—De modo que fue así como encontraste a nuestra pequeña pelirroja —murmuró Zheit. Entrecerró los ojos, como si así pudiera percibir con más claridad los hilos que se ataban en aquella historia—. La princesa de Hertejänen es mucho más de lo que aparenta ser. En ella yace un poder latente y su mayor secreto es su inocencia. Pero ese poder debe ser despertado.

Saghan no preguntó cómo sabía eso. Tenía la sensación de que Zheit conocía muchas cosas que ellos no podían ni imaginar, incluso sobre Neimhaim y sobre ellos mismos.

—Fuiste muy noble y también osado al adentrarte por tierras desconocidas para buscar a tu hermana de crianza —afirmó el viejo djendel, y observó a Ailsa con una sonrisa—. Y veo que tu esfuerzo fue recompensado.

No como había esperado, pensó Saghan.

Dolido, tendió sus manos hacia las llamas como si tuviera frío, a pesar de sus gruesas ropas. No había sido él quien había encontrado a Ailsa, sino su primo y Capitán de la Guardia, de una manera que aún no se explicaba. Ella todavía era su esposa, pero dudaba que su compromiso tuviera ya consistencia, con la Alianza quebrada.

—Tenemos que regresar a Neimhaim cuanto antes —le anunció a su tío, en su lugar—. Temo que en nuestra ausencia el caos se haya apoderado de nuestra tierra.

Ailsa se tensó como si le hubiera robado el pensamiento.

—Los pasos están cerrados —le advirtió Zheit—. No hay forma de salir de este valle hasta el deshielo.

El anciano miró con gravedad a ambos jóvenes.

—Aún no alcanzo a comprender la naturaleza de nuestro encuentro, pero no dudo que una fuerza poderosa está actuando en esta casa. Solo hay que esperar a que se nos muestre qué hay detrás de estos designios.

—¿Esperar? —protestó Ailsa—. ¡No tenemos tiempo!

—Impulsiva, como todos los kranyal —le reprendió Zheit, y fue a buscar un cuenco para verter el caldo que ya hervía junto al fuego—. Todo tiene su tiempo y su lugar, solo basta con esperar, decían los Antiguos. Lo que debamos saber será revelado a su debido momento. Hasta entonces, vuestro deber es descansar y recuperar vuestras fuerzas para los tiempos venideros. Sobrino, aún estás a tiempo…

Saghan negó, agradeciendo el ofrecimiento.

El anciano tendió el humeante caldo a Ailsa y tomó asiento junto a ellos. La invitó a empezar, mientras él hablaba:

—Veo en vosotros dos algo que solo me atreví a soñar: un deseo largamente anhelado. Para nosotros, los djendel, hablar siquiera de una concordia con el clan de las montañas era una blasfemia.

Saghan echó una mirada furtiva a Ailsa. Parecía perdida en sus propios pensamientos. Le hubiera gustado saber qué estaba pensando.

—Mi viejo corazón se alegra con vuestra presencia, porque significa que Adroon lo comprendió, al fin —dijo el anciano, como si hubiera sido aliviado de una vieja carga—. Cuando Shöjka y yo supimos quiénes erais, no fue difícil imaginar que había ocurrido un gran cambio. El camino de la Alle-Taühien.

Zheit sonrió a ambos con sincero agrado y tomó sus manos con la suavidad característica de un djendel.

—Es un orgullo y un honor teneros aquí. Pero mayor es mi alegría por saber que sois mi familia.

Saghan asintió, halagado.

—Ahora, si estáis satisfechos, podéis retiraros a descansar —dijo Zheit, retomando su deber de anfitrión—. Los que ya están en condiciones de valerse por sí mismos prefieren alojarse en habitaciones de huéspedes. Os acompañaré.

Mientras seguían al anciano, este les explicó las normas de la casa.

—En las montañas hay poco lugar para la intimidad o el pudor. Hombres y mujeres se bañan juntos, pero hay quien prefiere dormir por separado, por su propia comodidad. Para ellos disponemos de una estancia de hombres, al final del pasillo, y otra de mujeres, en la planta de arriba. Cuando se trata de una familia, tratamos de ofrecer una alcoba propia. Como prácticamente sois hermanos…

—No será necesario —se apresuró a matizar Saghan—. La estancia de hombres estará bien para mí.

—Sí, es cierto, tan solo hermanos de crianza —se recordó el viejo djendel.

Al despedirse, una vez que les hubo mostrado su correspondiente lugar, Zheit les dijo:

—Que no os domine la angustia al pensar en nuestra tierra y nuestra gente. Mientras estéis bajo este techo, todo problema quedará postergado.

Con cautela, Saghan entró en la estancia de los hombres. Era parecida a la habitación de enfermos, pero el techo era más alto y daba al norte, por lo que hacía más frío allí, a pesar de las ascuas encendidas en la chimenea. Algunos candiles repartidos por la estancia iluminaban las paredes de madera viva. Había dispuestos muchos jergones, quizá más de veinte, la mitad de ellos ocupados. Todos dormían; se escuchaba algún esporádico ronquido entre las respiraciones rítmicas. Escogió uno de los lechos vacíos, bajo una ventana cerrada a conciencia, y se dispuso a desvestirse.

Los cordones de las botas le plantearon cierta dificultad: no era una tarea a la que estuviera habituado.

Al fin se metió entre las gruesas mantas, acomodándose al estrecho jergón.

Apagó el candil y sintió el corazón tan encogido como su cuerpo ante el frío. Envuelto por el coro de respiraciones desconocidas a su alrededor, se encontró evocando un recuerdo de su niñez: la ventana abierta, la vista del lago y el valle bajo la luz nocturna. Aquello le reconfortaba de una manera inesperada.

Por primera vez en mucho tiempo, soñó con Karajard.

En el interior de la Casa Vhalen reinaban las tinieblas. Las llamas del hogar arrojaban una vacilante luz sobre los rostros barbudos y tatuados. Pocos conservaban la calma en aquella reunión clandestina. Casi todos los allí presentes pertenecían a la estirpe de los Vhalen, ya fuera en línea directa o por lazos de desposorios. Los demás pertenecían a un círculo muy estrecho, amistades de lealtad indudable. Fuera el viento rugía, azotando la capital de los fiordos, Sköll. Grandes pieles de animales se agitaban en las paredes, hinchadas por las corrientes de aire que se colaban por los resquicios de las paredes. La casa no era tan perfecta como las que construían los djendel, pero para los reunidos bajo su techo aquella noche sus imperfecciones eran su orgullo.

—Yo digo que dejaremos de llamarnos kranyal si no respondemos a esta ofensa.

Un coro de aclamaciones se alzó en la oscura sala; voces que respaldaban a aquel que había hablado: un guerrero experimentado que reposaba en un asiento de madera labrada situado cerca del fuego, puesto destinado al jefe familiar. De su barba rubia colgaban dos finas trenzas que le distinguían como servidor del dios Tyr, Señor de la Guerra. Su rostro, de facciones duras, contenía un rictus de satisfacción. Agarró el hacha de guerra que sostenía sobre sus rodillas, cuya hoja había segado los cuellos de los invasores veinte años atrás.

Todos y cada uno de ellos le conocían y respetaban. Era Murik, el de la Mirada Aguda, que ejercía de cabeza de familia mientras su hermano Skutvik permanecía encerrado en Vilaarn. Su hijo Thomrik, sentado en el suelo a su lado, jugaba con el filo de uno de sus cuchillos.

Los presentes enmudecieron cuando la puerta trasera se abrió. Dos figuras embozadas entraron y se postraron frente a Murik. Los recién llegados levantaron un gran revuelo cuando, al hacer a un lado sus mantos para arrodillarse, centelleó la armadura del Ejército Blanco.

Murik levantó la mano y las protestas fueron callando.

—¿Tanto os hierve la sangre que no reconocéis a las hijas de Skutvik? Adelante, sobrinas. Acercaos al fuego y contadnos qué nuevas traéis.

Obedeciendo a Murik, las dos se despojaron de sus capas, dejando al descubierto la sobrevesta con el águila pescadora de los Vhalen. Ambas tenían largos los cabellos, oscuros y salvajes, y guardaban un gran parecido, aunque una era más joven que la otra. La más pequeña no tenía más de dieciséis inviernos.

—Hemos llegado a Sköll como escolta del maestro Kalere —informó la mayor, Yrnut—. Ahora es Sern Boriax, Mayor de la Marca de los Fiordos.

Aquella noticia levantó una agitación entre los reunidos, prontamente silenciada por un gesto de Murik.

—Háblanos de mi hermano.

—Mi padre ha sido tratado con respeto, pero no se le permite salir de sus estancias —dijo Yrnut—. Únicamente puede recibir la visita de sus parientes más próximos. Por eso mi padre me encomendó hacer llegar estas palabras a su Casa:

Nuestro honor ha sido mancillado. La palabra de un Vhalen es inquebrantable, pero nadie nos dirá ya si los Reyes de Neimhaim están vivos o muertos y, entretanto, esta tierra se tambalea, ingobernada y sacudida por la penuria y el hambre. Nuestro pueblo necesita un brazo fuerte que lo sostenga y devuelva el orden perdido. Hoy solo los Vhalen tienen esa fuerza, el coraje para empuñar sus aceros y la firmeza para usarlos si es necesario. Ese momento necesario ha llegado. Murik, hermano mío, en ti confío la misión de encontrar a todos los leales a nuestra causa y unirlos para tomar el poder. Que el Padre de las Batallas nos sea favorable, y que el arrojo de su hijo Thor guíe nuestras armas. Que todos los Altos sean testigos de que nuestra causa es justa y nuestros motivos, honestos.

Un silencio se extendió por la sala. Nadie se atrevía a decir palabra. Después de un rato, habló Vinka, la hija pequeña de Skutvik:

—Esta noche será la última que nos cubramos con el manto blanco, tío. Ahora estamos bajo tu mando.

—No esperaba menos de las hijas de Skutvik —asintió Murik—. Sois un ejemplo y un orgullo para nosotros, los verdaderos kranyal. Vuestro hermano, en cambio, se pudrirá por su ultraje. En todo Sköll no se habla de otra cosa —explicó con la voz teñida de rencor—. Hoffdakulur se encuentra también aquí. Regresó para liderar a los kranyal que se han vendido como él. No, no te lamentes por su cobardía, muchacha. El Padre de Todos juzgará, y él ya ha escogido su bando. Nosotros haremos que se cumpla la voluntad de mi hermano.

Nuevas aclamaciones estremecieron la casa. Alguien alzó la voz:

—Baertur, pido la palabra —dijo un guerrero calvo y con larga barba. Murik asintió, complacido al escuchar aquel vocablo de los viejos tiempos—. Los Vhalen somos numerosos y no nos falta valor. Daré mi vida por seguir la espada de Skutvik, pero ¿tenemos alguna esperanza de vencer? El prestigio de la Escuela de Guerra no es infundado, tus sobrinas lo saben mejor que nadie. Los que visten mantos albos son los mejores de entre nosotros. Los Jinetes Arthal, todos ellos maestros en armas, son leales a Gursti Bäradlig…

—¿Esperanza de vencer, dices?

Murik pareció sonreír. Era una sonrisa lobuna. Luego se fijó en sus sobrinas.

—Habéis escoltado al nuevo Mayor kranyal hasta aquí. ¿Tenéis orden de regresar a Vilaarn?

Ambas hermanas asintieron.

—Ahora escuchad todos. Uno solo de nosotros entre el enemigo nos dará el poder de cinco mil espadas: conoceremos sus movimientos de antemano y nos lanzaremos a su garganta en el momento apropiado.

—Solo una… Porque informará que la otra ha desertado y nadie dudará de su lealtad —meditó Yrnut, comprendiendo el plan.

—Veo que has heredado la agudeza de tu padre, sobrina. Tú te sentarás a mi lado.

—Con todo el respeto, tío —objetó cautelosa su hermana pequeña—. ¿Cómo podré informar desde Vilaarn sin levantar sospechas?

Ante la sugerencia de su sobrina más joven, Murik lanzó una carcajada.

—Estaremos más cerca de lo que nadie podría imaginar. —Señaló a ambas hermanas con su enorme hacha de guerra, y volvió a reír—. Cuando sepáis nuestro plan, veréis cuán próxima está la libertad de vuestro padre. En cuanto a ti, Vinka, tu única preocupación desde hoy será escuchar, ver y silenciar. Todo lo demás está en mis manos.