Año décimo. Visión segunda

Año décimo después del nacimiento de los Blancos

Fin de la temporada de las nieves, Vilaarn

Gursti y Eyra se reúnen en el Patio de Armas de la Escuela de Guerra.

Apenado por su inminente separación, Gursti vio marchar a Sigfred, hablando a su caballo de guerra como haría con su mejor amigo, y comprendió lo mucho que había llegado a querer al hijo de su hermano. Sigfred poseía un corazón puro y una voluntad inquebrantable. No le cabía la menor duda de que se hablaría de él.

—Qué muchacho —se dijo.

Aún no se había marchado y ya sentía que le echaría de menos. Las malditas Hilanderas y sus designios… Se deleitaban apartándolo de sus seres queridos.

—Veo un espléndido sendero para el joven Bäradlig —dijo una voz femenina a su espalda.

Eyra acariciaba sin temor la sagrada montura de los kranyal. Reyk hubiera podido matar a cualquiera que se le hubiera acercado tanto, pero los djendel eran diferentes. Había algo en ellos que hacía que el mundo se equilibrara en perfecta armonía y pareciera un lugar más hermoso. A veces, Gursti envidiaba aquella serenidad que envolvía a los sacerdotes y los hacía sentirse tan cercanos a las bestias, a las que habían renunciado dominar.

—Salud a los Altos —dijo a su compañera en la regencia—. Alegra el corazón que, después de todos estos años, un djendel se digne a pisar la arena de nuestra Escuela. Todo un honor.

—El honor es mío —le aseguró ella.

Desde que se acercaba la fecha de la inminente partida, y con la perspectiva de volver a ver a su hijo, la sacerdotisa había cambiado notablemente. Los peligros de Karajard o la idea del exilio eran irrelevantes para ella. Una cauta alegría se había abierto paso a través de la melancolía que la había ensombrecido todos aquellos años. Parecía otra mujer. Su cabellera rizada, recogida en una trenza que la coronaba como una diadema, revelaba cierta coquetería, inaudita en la prudente mujer con la que había compartido la regencia de Neimhaim durante siete años.

—Solo puede haber un motivo que te haya obligado a venir a buscarme hasta un recinto que los vuestros consideráis sacrílego —adivinó el guerrero mientras soltaba la cincha y los arreos de Reyk—. Todo está preparado, ¿no es cierto? Quieres saber cuándo podremos partir.

—Veo que has aprendido a escuchar los pensamientos —meditó Eyra, enarcando una ceja. Gursti creyó estar soñando. ¿Un djendel, bromeando?—. Señor de los Kranyal, me gustaría conocer tu respuesta.

—Escucha mis pensamientos —le desafió él.

Se cargó la silla de montar al hombro y se alejó hacia las caballerizas. Eyra rio. Por primera vez, que Gursti pudiera recordar.