Capítulo octavo

Temporada del deshielo del año decimosexto

Con sus bloques descomunales de hielo azul formando un laberinto de abismos a lo largo de su descenso, el glaciar de Karajard era capaz de amilanar el corazón más arrojado. Ailsa no se avergonzaba de sentirse intimidada por aquella visión. Su padre y ella se habían visto obligados a seguir el margen más inseguro para realizar el ascenso: el único camino posible para acceder al Valle del Lago. El paso era cada vez más abrupto, lo que significaba que no faltaba mucho para alcanzar la cima. A su derecha, una pared montañosa se erguía sobre ellos como una muralla; a su izquierda, una sima azul. Por encima de sus cabezas, las nubes comenzaban a cerrar el cielo. Si la niebla bajaba, aquel lugar se convertiría en su tumba, y ella no se perdonaría haber sido tan impaciente.

Un esfuerzo más.

Animó con unas palmadas a su yegua y se volvió sobre la grupa para ver lo que dejaban atrás. Era en verdad impresionante la visión del glaciar, descendiendo como un río blanco de enormes proporciones.

—No falta mucho —notó Ailsa, esperanzada.

Su padre detuvo su montura. Reyk iba a la cabeza, abriendo camino en la nieve. Incluso para un animal de su condición se trataba de un esfuerzo formidable y resopló agradecido por ese descanso.

—Debimos esperar al estío y viajar con el camino despejado —se lamentó Gursti—. Si tu madre llegara a saberlo… ¡Tus súplicas me vuelven débil como un gusano! Apostaría mi espada a que aquí pereció algún incauto.

Volvió el silencio entre ellos mientras reanudaban la marcha. Los últimos días habían sido calurosos, tal vez al otro lado de la cima, cerca del lago, ya habían verdeado las praderas. Ailsa suspiró. La idea de tumbarse sobre la hierba y dejarse calentar por el sol era tentadora. Estaba entumecida y agotada por la larga marcha, ya solo deseaba llegar a la cumbre; a partir de ese punto todo sería más fácil. Era tan fuerte su deseo que estuvo tentada de espolear su yegua. Pero no. Ukja estaba extenuada.

Su paciencia pronto se vio recompensada al divisar arriba, no muy lejos, el límite del glaciar: la cresta que partía como un cuchillo los dos valles. En ese instante el reflejo del sol la cegó. Cerró los ojos, mareada.

El mundo daba vueltas a su alrededor y se agarró a la silla, luchando por mantenerse sobre el caballo. De pronto vio todo desde otro punto de vista, como si pudiera divisar todo el macizo de Karajard desde su cima más elevada. Desde su privilegiada posición, el glaciar quedaba a sus pies. En uno de sus márgenes, al borde de un desfiladero, distinguió dos jinetes que avanzaban entre la nieve eterna. Uno de ellos era ella misma.

—¿Saghan? —se preguntó, recuperando la conciencia—. Padre, creo que es él. ¡Está sobre nosotros! —gritó, excitada.

Su padre, sin embargo, no compartió su entusiasmo. La miraba como si acabara de invocar a la Señora Oscura. Ailsa solo supo la razón cuando sonó un trueno en la cima y retumbó a lo largo de todo el valle. Tan solo un instante después, la imponente pared de hielo y nieve que se alzaba sobre ellos se partió en dos, desmoronándose encima de sus cabezas.

Saghan cayó varias veces en su carrera ladera abajo: rebotó, rodó y volvió a ponerse en pie sin perder un instante. El terror le impedía detenerse. Miles de sentimientos le invadían como un furioso aluvión, le impedían invocar sus dones.

No. ¡No! Debo… ¡serenarme!

Luchar contra las emociones era prioritario.

En contra de todo lo que había aprendido de su madre, esta vez apeló a las enseñanzas de Adroon. Recitó la invocación a la serenidad:

La emoción es violencia. Renuncio a la emoción.

La serenidad conduce a la razón, y la razón a la serenidad.

Soy serenidad.

Filtró de su mente el motivo por el cual quería descender. Vació su alma como un cántaro y se apartó del mundo físico y agresivo, hasta que todo a su alrededor fue quedando en calma.

Recibió el Nifflheim con alivio. Nada era más importante que nada. La vida y la muerte formaban parte de un mismo ciclo. Y entre el brumoso color gris encontró luces que palpitaban con debilidad bajo la montaña de nieve y rocas desprendidas.

Descendió con cuidado por los restos de destrucción: cualquier paso en falso podría provocar una nueva avalancha. Las luces estaban cerca…

De pronto, una horrible agonía estrujó su alma, arrancándole con violencia del Nifflheim. Cayó al suelo de rodillas y se llevó las manos al pecho, sacudido por un terrible dolor. No podía respirar.

—No soy yo —comprendió, con los dientes apretados—. ¡Madre de toda vida, ayúdame!

Despojado de la visión del Nifflheim, se sentía ciego. Le faltaba el aire, la vista se le nublaba… Ailsa y su padre se encontraban enterrados allí, bajo sus pies. ¿A qué profundidad? ¿Había pasado demasiado tiempo? Se sentía desfallecer por momentos. ¿O era ella quien desfallecía? La sensación se parecía mucho al vínculo que los unió de niños, pero había pasado mucho tiempo, ya no estaba seguro.

No puede morir. ¡Ahora no!

Comenzó a escarbar por cualquier lado, de forma caótica, llevado por la desesperación. Casi lloró de alegría cuando se tropezó con una mano. Cavó con una energía que ignoraba tener, descubriendo un amasijo de pelo blanco enredado en un cuerpo inmóvil.

Ailsa…

No había aliento en su boca. Tiró de ella con todo el vigor que le quedaba, hasta liberarla de aquella trampa mortal. Se quedó sentado de rodillas sobre la nieve, luchando por recuperar el aliento, y entonces comprobó asombrado que el preciado aire también movía el pecho de la joven que sostenía entre sus brazos. Aunque aturdida, trataba de valerse por sí misma. Tosía y escupía nieve, haciendo esfuerzos por mover las piernas aplastadas.

—Gracias a los Altos —musitó Saghan, y la ayudó a incorporarse.

—Padre… —logró murmurar ella, con una voz desconocida.

El largo cabello caía sobre su cara. Saghan lo apartó con cuidado, por si estaba herida, y su corazón se detuvo al descubrir su semblante. No reconocía a su hermana de crianza en aquellos rasgos adultos, tan hermosos. Ella, asustada, se retiró hacia atrás y se arrastró a ciegas, llamando de nuevo a su progenitor. Su mirada estaba perdida.

—Déjame ayudarte —le pidió él—. Será solo un momento.

El mundo era una luz aguda que la hería sin piedad. Ailsa no era capaz de ver nada más: un blanco aterrador llenaba cualquier espacio. El pánico pugnaba por apoderarse de ella, pero cuando escuchó aquellas palabras algo en su interior cambió para siempre. Aquella voz era como una caricia en la mejilla, cálida y reconfortante como una luz en la oscuridad.

Se asustó al notar una mano sobre sus ojos, pero había amabilidad en su gesto y empezó a sentirse más tranquila. Él iba a ayudarla. Podía confiarle su vida, todo saldría bien. Encontraría a su padre.

Cuando la mano se retiró, descubrió que era capaz de ver de nuevo. Entonces se halló ante alguien tan parecido a ella misma que se sintió sobresaltada. Sus rasgos, no obstante, eran masculinos y definidos, como correspondía a un hombre joven, carente de cualquier vestigio de la niñez. Una sola cosa empañaba su perfección: una fina cicatriz que cruzaba la parte derecha de su cara, una señal que le resultaba muy familiar.

—Saghan… —susurró, incapaz de ver en él al niño que había sido.

—No te muevas, buscaré a tu padre —dijo él con su nueva voz.

La sorpresa la había dejado absorta, pero al tomar conciencia de lo ocurrido trató de ponerse en pie, movida por la angustia. Las piernas le fallaron.

—¡Padre! —gritó, impotente.

Una bruma había comenzado a levantarse a su alrededor. Ailsa contuvo una exclamación al comprobar que la nieve se fundía.

—Retírate, Heredera.

Sobre ellos, erguida como una estatua por encima de los bloques de hielo, una djendel de oscura cabellera rizada extendía los brazos hacia el glaciar. Era Eyra. Ailsa se apresuró a obedecer, maravillada por los dones de la sacerdotisa. La capa de nieve descendía poco a poco. Pronto se encontraron envueltos en una espesa niebla pero pudieron ver, ladera abajo, varios cuerpos entre un montón de nieve y rocas desnudas. Ukja apenas se movía y solo Reyk hacía intentos por levantarse. Gursti, tendido de costado, se hallaba inmóvil junto a su montura, que le había protegido de la avalancha con su propio cuerpo, quizá inútilmente.

—Padre. ¡Padre!

Ailsa descendió como pudo y cayó de rodillas ante él. Abrió su gruesa capa de piel de oso, como si de esa forma pudiera hacerle llegar el aire que le había faltado.

—¡No es justo! ¡Yo tuve la culpa!

—No… moriré —exhaló el guerrero—. Al menos, no en este día.

La risa y el llanto se entremezclaron en Ailsa, y envolvió a su padre en un torpe abrazo con las fuerzas que le quedaban.

—No creerías… que un estúpido montón de nieve iba a derrotarme —murmuró el kranyal, tosiendo—. Yo moriré con la espada en la mano… defendiendo a los míos. No en estas condenadas montañas.

Entre gruñidos, trató de ponerse en pie sin éxito. Su pierna estaba torcida en una mala posición.

—No hagas caso de esta vieja pezuña —rezongó, apretando los dientes—. Tráeme un maldito jabalí y lo abriré en canal sin pestañear dos veces.

Saghan acudió a su lado e inspeccionó al guerrero.

—Está rota —le advirtió el joven djendel—. Si podéis esperar, Señor de los Kranyal, os preparé para que soportéis el regreso.

—Salud a los Altos, Gursti Bäradlig —pronunció Eyra al llegar al lado de su hijo—. Me alegra encontrarte vivo.

—A mí también me alegra estarlo —respondió él y le sonrió fatigadamente.

Cuando jinetes y monturas se encontraron en condiciones aceptables para reanudar la marcha, emprendieron juntos el camino al Valle del Lago, a casa.

Aquella tarde, Eyra se sintió orgullosa de su hijo. Saghan tuvo ocasión de mostrar su valía en las artes de curación con los guerreros y sus monturas. Cerró heridas, calmó contusiones y apaciguó los ánimos agitados. Tras la cena, agotados por el viaje y las emociones, los dos kranyal se sintieron invadidos por el sueño, de manera que se quedó a solas con Saghan junto al fuego del hogar. Afuera caía una ligera llovizna.

A veces envidio tu habilidad —le confesó Eyra, extendiendo la ropa mojada de los recién llegados ante el calor de las llamas—. Como djendel, me resulta frustrante no estar especialmente dotada para la sanación.

No era propio de ella hacer ese tipo de comentarios y él lo notó.

Te deben la vida a ti —afirmó Saghan mientras la ayudaba a estirar la gruesa capa de Gursti—. Nunca te había visto emplear de esa forma tus habilidades como aguadora.

Mi primer don despertó pronto. —Eso fue lo único que pudo confesar.

Eyra era reticente a volver la vista atrás. En ocasiones, le asaltaba la sensación de haber tenido una familia, unos padres que la querían. Pero su infancia no era más que tinieblas en su memoria. Recordaba las aguas del Lebensáeth, heladas y turbulentas. Antes de eso, nada. El agua estuvo a punto de matarla, pero también despertó su mayor habilidad. Había nacido para ser una aguadora, capaz de convertir un lago en hielo o hacer que nevara en pleno estío. Sin embargo, en cuanto a la sanación, su habilidad era muy limitada: apenas podía utilizarlo para ella misma y muy poco para los demás. Por suerte, la innata habilidad de su hijo compensaba con creces sus carencias.

Hoy has hecho un gran trabajo, Saghan. Tuvieron suerte de tenerte cerca. ¿Qué fue lo que te llevó a la cima del glaciar?

No lo sé —admitió su hijo honradamente—. Casualidad. Una corazonada…

Eyra observó los cambios operados en su cuerpo a lo largo de los últimos años. Había dejado la niñez atrás, con todo lo que ello implicaba.

Te he notado un poco distante con Ailsa —indagó con ojos perspicaces.

No lo he pretendido.

Saghan se revolvió, incómodo. Eyra no insistió más y se sentó junto al fuego, atraída por las hipnóticas llamas.

¡Me asombró, madre! —exclamó él, más tarde—. Ha cambiado mucho y me sorprendí al encontrarla tan… no sé, diferente. Me siento extraño a su lado.

Sus mejillas ardían. Era divertido verle azorarse así. Frejya comenzaba a hacer de las suyas.

Puedo decir que tú también la impresionaste. Favorablemente —le aseguró ella.

Él volvió la vista hacia las llamas, dando la conversación por zanjada.

Al cabo de un rato, Eyra consideró la conveniencia de retirarse, de modo que se disculpó y se fue a dormir, dejando a su hijo solo frente al fuego.

Saghan permaneció frente a la hoguera hasta que no quedaron más que rescoldos. Finalmente, se sintió invadido por el cansancio, bostezó y decidió irse a descansar. Mientras subía las escaleras se torturó pensando si podría haber hecho algo diferente aquel día; si su madre no hubiera tenido el acierto de seguirle en su ascenso a las cumbres, las montañas serían ahora el túmulo de un Gran Señor.

Aún llovía. Se oía el agua resbalar a lo largo del tejado, sobre su cabeza. Adormecido por ese sonido, se estiró al llegar a su habitación. Se desprendió de su túnica, abrió las mantas y se metió con ganas en la cama, pero se sobresaltó al descubrir que ya estaba ocupada.

Era Ailsa; sus cuerpos se habían tocado accidentalmente, tan solo un instante pero suficiente para notar que ella tampoco tenía ropa. El contacto había disparado sus sentidos. Una inexplicable turbación le paralizaba. Siempre habían dormido juntos. ¿Había buscado su compañía a propósito?

Ella no se había despertado, dormía profundamente a su lado. Había sufrido demasiado y las curaciones djendel siempre venían acompañadas de un sueño reparador… No saldría de su letargo aunque el tejado se le viniera encima.

Animado por las circunstancias, Saghan decidió observarla de cerca. Sus cabellos resplandecían bajo los jirones de luz que se colaban por las contraventanas. En completo sigilo, se atrevió a tocar aquellos destellos en su pelo. Después acarició sus mejillas y bajó hasta sus labios. Sintió su aliento caliente en la yema de sus dedos y de pronto deseó acercarse a ella de una manera diferente a como lo había hecho en su infancia.

Apenas pudo reprimirse. Llevado por la curiosidad, deslizó su mano bajo la manta y se encontró con sus pechos, llenos y turgentes. Una oleada de calor abrasó su rostro. Le confundían los cambios que se producían en su propio cuerpo. La desnudez siempre había sido algo natural para él, no podía entender por qué se sentía tan alterado…

—Oh, Frejya —susurró, seguro de que su situación era una especie de castigo.

Acarició esas redondeces furtivamente, conteniendo la respiración. Su miembro parecía a punto de estallar y creyó que en verdad moriría cuando Ailsa abrió sus ojos en la penumbra.

—¿Saghan?

Incapaz de imaginar una respuesta digna, saltó de la cama y abandonó el cuarto como una liebre. Se encerró en la habitación destinada a ella, fría y vacía. Se apoyó sobre la puerta, necesitado de la quietud propia de su clan y luchando por normalizar el ritmo de su corazón. Después se palpó el miembro aún anhelante, y miró la mano que había acariciado su cuerpo desnudo. Qué extraña desazón le recorría…

Los días pasaron y las nieves se retiraron por completo en la luna siguiente. Para cuando llegó el solsticio de verano, las flores ya alfombraban las laderas. El aire se llenó de mil aromas procedentes de los bosques. La noche traía extraños sonidos que proclamaban la exuberancia de sus criaturas.

Una mañana, Ailsa despertó y notó que había dormido mucho más de lo habitual. La casa estaba vacía. No había demasiado que hacer a esas alturas del año: el estío hacía más fácil la vida. Se sentía un poco perezosa, pero algo rebullía en su interior, una llamada de lo salvaje, como había sucedido muchas veces, cuando era pequeña. El aire cálido despertaba sus instintos de cazadora, así que guardó algunas viandas, tomó sus armas y salió a lomos de Ukja. Quería sentirse libre de nuevo en el valle de su niñez.

Embargada por ese rebullir de la naturaleza, Ailsa se dejó llevar por la imprudencia y espoleó su yegua bosque a través, siguiendo de cerca a un macho astado para darle caza. La vegetación virgen habría obligado a cualquier jinete sensato a aminorar su marcha, pero ella se abandonó a la excitación del peligro. Era una con Ukja y sorteaba los obstáculos con pericia, ignorando las ramas que la azotaban.

La persecución la llevó lejos, hasta el extremo más alejado del valle, un lugar de difícil acceso entre los riscos. Finalmente perdió la pista de su presa. Nunca había llegado tan lejos: había traspasado el límite prohibido que su madre le impuso en su niñez, pero nada de lo que vio le pareció temible. La cacería la había llevado hasta un claro poblado por los helechos: un lugar ideal para recuperar el aliento. Palmeó el cuello de su yegua y desmontó de un salto.

El canto de las aves llenaba aquel rincón del bosque; Ukja se agitaba, nerviosa. También su yegua debía de sentir el fervor de la época estival. Necesitaba un macho que la cubriera. Acarició los belfos del animal y después se ocupó de sí misma: tenía la cabeza llena de hojas y ramitas, así que se soltó la trenza y se peinó el cabello con los dedos. Respiró intensamente. Adoraba el olor del bosque profundo. El olor de la vida. Por una vez, no le importaba la caza infructuosa. Estaba sudando y se sentía feliz.

Lo había echado tanto de menos…

Escuchó la brisa en los abetos y caminó entre los helechos que cubrían el fértil suelo. La curiosidad la llevó a ir más lejos, y entonces se halló ante una gran extensión plateada.

El lago, se dijo, maravillada por la espléndida visión.

Las cascadas del deshielo caían desde muy alto, vertiéndose en los collados donde pacían las manadas. En la orilla crecían praderas de juncos. De pronto, la idea de refrescarse se le hizo sumamente apetecible.

Recibió con placer el contacto del agua fría en su piel desnuda y sudorosa. El lodo cedía al peso de sus pies. Descubrió algunos ánades buscando alimento, pero esta vez no echó de menos su arco.

Al poco tiempo, sin embargo, algo alertó a las aves. Ailsa se agazapó entre los juncos. Debía de tratarse de su yegua, en busca de un lugar para abrevar. Pero no era Ukja ni ninguna otra bestia.

¿Qué hace aquí, tan lejos de la casa?

Ajeno a su presencia, Saghan se aproximó a la orilla.

Su hermano de crianza se había mantenido distante y esquivo desde la noche en la que se encontraron en la misma cama. Todos los días se marchaba temprano y no volvía hasta el atardecer. A veces se pasaba toda la jornada encerrado en la casa de cultivo, sin más compañía que las plantas que tanto adoraba cuidar. Gracias a Eyra sabía que llevaba una vida de oración y entrega a su Gran Madre, pero su devoción le parecía excesiva. Cuando comían juntos, participaba en las conversaciones dentro de los límites de la cortesía. No podía negar que al principio ella misma también se había comportado de un modo extraño. Cuando sus miradas se encontraban, ella se apresuraba a apartar la vista. No comprendía sus propias reacciones, pero tampoco tenía mucho tiempo para meditar sobre ello. Gran parte del día debía entregarse al estudio de las leyes, acuerdos y tradiciones de sus dos pueblos, y lo que le quedaba de la tarde era para sus armas.

Ahora sabré qué le hace ser tan solitario.

Saghan se arrodilló en la orilla. Sus labios se movieron en silencio, musitando una oración, en tanto que sus manos acariciaban la superficie del agua con veneración, jugando con los brillos entre sus dedos. Recogió un poco y la vertió suavemente sobre su frente, recibiendo su frescor como si fuera un regalo. Las gotas parecían de oro bajo la luz del sol. Sus movimientos eran rituales, casi sagrados. Se sintió asombrada. Lo que para ella no era más que un baño, para él era un acto de purificación y sosiego. Era hermoso contemplar su devoción por la naturaleza, su amor por cosas que ella nunca había considerado tan importantes.

Con la misma ceremonia, Saghan se puso en pie.

¿Qué pasa ahora?

Ailsa no tardó mucho en averiguarlo, cuando su túnica cayó a sus pies.

Oh.

Un inesperado calor encendió sus mejillas. Se sumergió aún más en el agua, pero no apartó la vista. La inesperada visión de aquel cuerpo masculino, totalmente desnudo, le había pillado desprevenida.

Siendo niños, conocía su cuerpo casi tanto como el mío… Pero antes no era así, pensó con el corazón acelerado. A pesar de su azoramiento, Ailsa se vio incapaz de apartar su vista de su desconocida anatomía.

Acostumbrada a las gastadas carnes de su padre, le asombró lo espigado de su figura, además de otras novedades que llamaron poderosamente su atención. Ella también había experimentado muchos cambios durante su estancia en el Gran Valle y, por primera vez, fue consciente de su propia desnudez. Se pasó la mano por los pechos, buscando de nuevo las sensaciones que Saghan despertó en ella aquella noche, pero un relincho la interrumpió.

¡Ukja!

Se escuchó un fuerte crujido, como si un árbol hubiera sido arrancado de cuajo. Las aves volaron despavoridas. Sus peores temores se hicieron realidad cuando un oso negro hizo su aparición en la ribera, haciendo temblar los árboles y arrastrando los helechos a su paso. Ahora ya sabía por qué era un lugar prohibido.

Era un animal muy grande, una auténtica mole de furia. Al ver a Saghan, se puso en pie con un rugido que llenó todo el valle. Uno solo de sus zarpazos bastaría para desmembrar a un ciervo adulto. Lo había visto otras veces. Saghan se hallaba a solo unos pasos, de pie, observando a la bestia sin retroceder.

Ailsa salió de su escondite, nadó hasta la orilla y buscó el cuchillo de caza que había dejado entre sus ropas, rezando para llegar a tiempo.

Notó la sorpresa de Saghan al verla aparecer a su lado tan desnuda como él, pero no había tiempo para sutilezas. Le empujó hacia atrás y se adelantó con su cuchillo empuñado.

—¡Aléjate! —le ordenó.

Ailsa se había enfrentado a lobos, pero nunca había tenido que defenderse de un depredador de aquellas dimensiones. Deseó al menos poder dar tiempo a Saghan para que pudiera escapar. El oso gruñó, desconcertado por la inesperada hostilidad. Abrió la boca en toda su longitud, mostrando sus colmillos gigantescos.

Ya era demasiado tarde para huir, así que adoptó una posición de defensa y se preparó para contraatacar, correr no le valdría de nada. El oso cargó en su dirección, haciendo temblar el suelo a su paso, y Ailsa esperó la embestida con los dientes apretados.

Sus músculos se tensaron para saltar, pero, en el último instante, Saghan se arrojó sobre ella. No tuvo tiempo de esquivarle, los dos rodaron por el suelo y se internaron en un mar de altos helechos.

—¿Qué demon…? —protestó Ailsa, indignada.

Se había quedado atrapada bajo el peso de Saghan, y este permanecía quieto sobre ella, sin hacer el menor intento por liberarla. La furia dejó paso a la sorpresa cuando descubrió que había en él un intenso dolor. Encontró su cuchillo hundido en su costado, por debajo de las costillas. Se lo había clavado accidentalmente en la caída.

Por todo lo más sagrado…

El oso había pasado de largo, pero aún estaba cerca. En completo silencio, con miedo a respirar más de la cuenta, Saghan le pidió que tomara la empuñadura, porque ningún djendel podía tocar arma alguna.

—Arráncamelo —le suplicó.

Ailsa hizo lo que le pedía. Casi de inmediato, sintió la calidez de su sangre en su propio vientre, al derramarse. Saghan no emitió más que un ronco quejido. Por un instante su rostro palideció, después el color volvió a sus mejillas: la herida se cerraba ante sus propios ojos.

—Es una hembra —musitó, justificando su interrupción—. Dos cachorros la esperan en su cubil.

Así que no trataba de salvarme la vida a mí, sino a esta bestia.

El entramado de helechos los envolvía como una bóveda tupida, los rayos del sol a duras penas se filtraban sobre ellos. Era un buen escondite, pero no para un oso. Aunque no podía ver al enorme animal, Ailsa lo escuchó olfatear. Era extraño que aún no los hubiera encontrado. Entonces comprendió por qué ocurría.

—El oso no te iba a atacar, ¿no es cierto?

De pronto había recordado que, siendo una niña, ningún depredador la había molestado mientras había permanecido al lado de Saghan. Ella tenía cicatrices por todo el cuerpo, cada una de ellas demostraba lo dura que era la supervivencia en aquel rincón del mundo. Él, solo una: la que ella le había infligido. Y aunque Saghan no contestó a su pregunta, Ailsa supo que, de alguna forma que no podía entender, un djendel jamás entraría en conflicto con otro ser vivo.

Un kranyal, sin embargo, jamás eludía la lucha. Su orgullo guerrero le impedía esconderse, y lo que era peor: se había dejado sorprender por alguien que no poseía ninguna experiencia en las artes del combate. Un error que le hacía hervir la sangre.

—Déjame ir.

—Silencio —le ordenó él.

Ailsa se encontró con una mano en la boca. Por primera vez, se miraron a los ojos sin tapujos. Se sintió perturbada por aquella intimidad inesperada. Notó que también él vacilaba.

Saghan apartó la mano despacio. Estaba tan cerca que podía notar su aliento sobre su boca.

—No voy permitirlo —le advirtió él.

—No eres rival para mí —le recordó ella, casi sin voz—. Por favor, no me obligues.

Él no contestó. No deseaba enfrentarse a ella, aunque tampoco se mostraba dispuesto a ceder. Llena de rebeldía, Ailsa quiso incorporarse, pero Saghan se opuso aprovechando su mayor envergadura. No cedía ni un palmo, pese a los esfuerzos de ella por escapar de sus brazos. La sangre resbalaba entre sus cuerpos desnudos y, poco a poco, la agitación de la disputa comenzó a tornarse en otra clase de excitación, nacida del íntimo roce. Ailsa se sentía acalorada por momentos, débil como si estuviera enferma. Él logró aprisionarla por las muñecas y por un instante se encontró a su merced. Eso era más de lo que podía permitir.

Un rápido giro de manos bastó para liberarse, dobló los codos de Saghan con un golpe seco, le derribó hacia un lado y le inmovilizó a horcajadas.

—¿Quieres morir? —le reprochó Ailsa, conteniendo a duras penas sus instintos.

—¿Quieres morir tú? —le advirtió él.

Su pecho níveo, manchado de rojo, se movía agitadamente. Había un claro desafío en su voz, pese a que era él quien yacía indefenso bajo ella.

—Sí —le contestó con las mejillas aún encendidas—. Y que los Altos me azoten si el miedo no me come las entrañas. Pero soy una kranyal. Una Bäradlig. Prefiero morir antes que me llamen cobarde.

—No lo hagas —le suplicó, tomándola por la muñeca.

Había comprendido que no la convencería de ninguna forma. Por un instante, Ailsa se sintió conmovida. Su desesperación era sincera.

—Lo siento. —Fue lo único que pudo decir.

Las hojas de los helechos susurraron cuando la guerrera dejó el refugio con el cuchillo en la mano y tomó posición frente a la osa.

El animal cargó directamente contra ella. Se requería mucho coraje para no salir huyendo cuando una bestia de semejante envergadura atacaba de frente. Ailsa aguardó a que se le acercara lo suficiente, esquivó su mortífera garra y se aferró a su lomo como una gata. La osa se revolvió con todas sus fuerzas, se puso de pie sobre sus patas traseras y se dejó caer al suelo, tratando de deshacerse del inesperado jinete. Ailsa soportó todas estas violentas sacudidas sin caer. Cuando tuvo la oportunidad, alzó el cuchillo y lo hundió con todas sus fuerzas en el grueso cuello.

Todo el dolor de la osa alcanzó de lleno a Saghan. Cayó de rodillas con las manos crispadas, luchando contra el sufrimiento que paralizaba sus miembros, mientras que el animal, herido de muerte, embestía todo cuanto se ponía a su alcance. Ciego de dolor, se internó en el lago, abriéndose paso entre los apretados juncos hasta que, en su último estertor, se arrojó de espaldas y aplastó a Ailsa, aún encaramada sobre su lomo. Los juncos se agitaban con violencia. Ailsa se había quedado atrapada bajo el agua.

Gran Madre, perdónala.

Saghan apartó las cañas en su urgencia por abrirse paso hacia allí. Los insectos zumbaban. El cuerpo de la osa era como una montaña; para moverla sería necesaria la fuerza de cuatro hombres. Pero había otra manera.

Cerró los ojos y recurrió a sus dones. Bajo los grises del Mundo de las Brumas, la herida del animal destacaba con un tono intenso, que contrastaba con la débil luz que emitía el resto de su cuerpo. En todos aquellos años que había sanado, nunca se había enfrentado a una regeneración con tan poca energía vital. La incisión era profunda. Solo quedaba una manera de salvarla: una vía peligrosa, descrita en los viejos pergaminos. Jamás había osado intentarlo.

—Gran Madre, protectora de todo lo vivo del mundo, recibe este sacrificio con agrado.

Entonando una plegaria, Saghan ofreció la vitalidad que regía su propio cuerpo para encauzarla al moribundo animal y salvarle así la vida.

Bajo el agua, la carne comenzó a cerrarse. Saghan se sentía cada vez más débil. Su propia esencia perdía el brillo y se volvía más gris, más tenue. Conocía el peligro de excederse, sin embargo no dejó de canalizar su energía hasta que la osa salió como un pez gigantesco fuera del agua. Bufando y gruñendo, la bestia logró regresar por sus propios medios a la orilla. Allí se dejó caer entre los juncos y se sumió en un profundo sopor.

Liberada, Ailsa emergió a la superficie y aspiró una gran bocanada de aire. Tosió y vomitó agua pero rehusó cualquier ayuda y caminó hasta la orilla, donde cayó de rodillas.

Completamente consumido, Saghan se arrastró hasta la hierba. Allí se tendió, sintiéndose enfermo. Ailsa estaba tumbada a su lado, tratando de recuperar el aliento. Su cuerpo níveo brillaba bajo el sol. Todavía sostenía el cuchillo, fieramente empuñado. Con la otra mano se apretaba el costado. Saghan descubrió un par de costillas rotas y algunas magulladuras, pero ya no tenía fuerzas para nada más. Casi sin sentido, abandonó el Mundo de las Brumas y cerró los ojos.

El sol estaba ya en lo alto cuando Ailsa despertó sobresaltada. Saghan se encontraba a su lado, profundamente dormido sobre las espigas verdes. Su cabello estaba mojado y revuelto, le caía sobre la cara.

Parece tan desvalido, y sin embargo ha demostrado el coraje de un kranyal, meditó. Quizá los djendel no son tan cobardes como creía.

La brisa cálida agitaba los juncos. El valle había recuperado su calma, se escuchaba la llamada de los ciervos en algún lugar en lo más profundo de los bosques. No muy lejos, la osa se agitó en sueños. Estimulada por una posible caza, despertó y se irguió en toda su corpulencia. A pesar de todo, se movía con torpeza. Ni siquiera dedicó una mirada a los humanos; se sacudió el pelaje y se marchó.

Ailsa no apartó la vista de la fiera hasta que desapareció. Le dolían las costillas, pero podía sentirse afortunada de seguir viva. Vio su daga tirada entre la hierba, limpió la sangre de la hoja y acarició el filo, llena de dudas. Finalmente, la guardó en su funda, se vistió y también cubrió a Saghan con su túnica por si tenía frío. Mientras lo hacía, tocó su costado, en el lugar donde lo había herido accidentalmente. No había ninguna señal en su piel.

Ninguna marca de orgullo…, reflexionó.

Y montó guardia a su lado pacientemente.

Deseó que despertara pronto, se sentía sola en sus tribulaciones. Se echó encima de los hombros su capa de montar y se recogió el cabello, aún húmedo. Se sentía furiosa, pero no con él. Algo hervía dentro de ella. Demasiadas cosas pasaban a su alrededor que escapaban a su entendimiento.

—Era un acto de violencia innecesaria —susurró Saghan. Se había despertado, parecía muy cansado, pero había una cauta satisfacción en él. Se incorporó con cuidado y se quedó sentado, con la vista puesta en las ondas del lago—. No podía permitir que transgredieras el sagrado equilibrio.

—¿Que yo transgrediera el sagrado equilibrio? —preguntó ella, verdaderamente sorprendida—. ¿Acaso era una lucha igualada? ¿Te parecía que tenía ventaja?

—Mi deber es preservar la vida.

—No lo entiendo: vosotros, más que nadie, entendéis la necesidad de la muerte. ¿Te interpondrás entonces entre el cazador y su presa? ¿Salvarás al animal que ha de servir de alimento a otros?

—Esta lucha era estéril e inútil —insistió Saghan—. No debió tener lugar.

—Toda lucha forma parte de la naturaleza. La naturaleza en sí misma es una lucha, la lucha por sobrevivir.

Saghan desistió. No encontraba la forma de hacerle llegar su modo de pensar. Buscó sosiego en la vista de las cimas montañosas. Cuando su mirada se alejó de aquella forma, Ailsa sintió que su mundo se apartaba más y más de ella. Y lo lamentó.

—No pretendía discutir. No quiero que seamos extraños —le suplicó—. Al fin y al cabo, somos hermanos de crianza.

Aquellas palabras consiguieron que Saghan volviera a ella.

—Desearía que pudieras ver el mundo como yo lo hago —le confesó él—. Ojalá pudiéramos comprendernos, como cuando éramos niños.

Había auténtico pesar en su gesto. Por eso no dudó en tomar su mano cuando él se la ofreció. Qué tenue era su tacto… Su serenidad era contagiosa. Él tenía ese extraño poder. Ailsa cerró los ojos y entonces sufrió una breve sensación de vértigo… Se sintió extraña, más alta, aunque ligera como una pluma. Abrió los ojos de nuevo y se encontró contemplando Karajard de una manera muy diferente.

Todo formaba una perfecta armonía entretejida por todos los seres vivos, que actuaban por motivos de necesidad. Únicamente los humanos tenían el poder de quebrar el equilibrio. Eran animales como los demás, pero los más feroces depredadores, capaces de exterminar sin sentido, de destruir sin aportar. Su especie era la única responsable de sus actos y, con ese sentimiento, Ailsa contempló las huellas de la osa y notó el olor de su miedo en el aire. No era la feroz bestia que había creído. Era una madre dispuesta a todo con tal de proteger a sus pequeños. Las emociones se expresaban de una forma más primaria cuando el espíritu se encontraba en equilibrio con la naturaleza. Los sentimientos más básicos eran sencillos de comprender. Un djendel nunca hubiera inspirado su desconfianza. Habría abierto su alma al animal, haciéndole ver que no tenía nada que temer, y cada uno hubiera proseguido su camino de forma pacífica.

Ante la incapacidad de poder infligir daño físico o mental, los djendel tenían su propia forma de eludir a los depredadores: se unían a la armonía del mundo. Qué ciegos y torpes parecían los kranyal, en comparación.

De pronto todo volvió a ser como antes. Había regresado a su propio cuerpo.

Aquella visión la dejó aturdida. Toda su vida había tenido que defenderse en un entorno hostil; jamás hubiera creído posible una conciliación semejante.

—Ahora sé lo que os hace tan serenos.

Soltó la mano de Saghan. Se sentía confundida por todo lo que acababa de experimentar.

—Lo que hiciste fue muy digno —le confesó—. Pero también deberías comprender que soy una kranyal. No tengo tus dones.

—No volveré a interponerme —aceptó él.

—No, lo hiciste por motivos sinceros. En cambio, me he comportado como una estúpida ingrata. Te debo la vida, dos veces ya. Y en vez de darte las gracias, he estado a punto de matarte. Dos veces, también —susurró Ailsa.

Acarició la cicatriz de su rostro y por primera vez se sintió tremendamente arrepentida de lo que hizo.

—Nunca te pedí perdón por esto, ¿no es cierto?

Él no dijo nada y algo se oscureció en su interior.

—Como has podido comprobar, no me limita —le explicó, finalmente—. Otros sentidos me dan una visión más amplia.

—Lo siento, Saghan —insistió Ailsa—. Hice algo terrible. ¿Por eso te has mantenido lejos de mí todo este tiempo? ¿Me guardas rencor?

—Yo también tuve parte de culpa, ¿recuerdas? Tu primo parecía una hoguera de solsticio.

Aquello la hizo sonreír. Él también sonrió, pero enseguida se quedó serio.

—Esta cicatriz me recuerda hasta dónde pueden llevar las emociones. Me ayuda a no dejarme llevar por ellas.

Fui educado en la disciplina del control, pero cuando estás cerca todo lo que me enseñaron se derrumba, no soy capaz de dominar mi propio cuerpo… Me haces sentir débil y, a la vez, lleno de fuerza. Es una locura, he tratado de luchar contra ello pero es imposible. ¿Qué pensarías de mí si lo supieras?

Ella le miró con emoción.

—Diría que yo también sufro esa locura —le confesó.

Saghan la miró lleno de sorpresa. Y Ailsa comprendió que había contestado a algo que él no había dicho en voz alta. Había escuchado sus pensamientos con tanta claridad como si se tratara de los suyos propios. Algo antiguo había encajado; una pieza perdida se había ensamblado.

El vínculo —escuchó que decía Saghan en su propia mente, en ella—. Era así como pasaba antes, ¿verdad?

Ailsa cerró los ojos, tratando de analizar sus percepciones. Un remolino agitaba su estómago, pero no estaba segura de que fueran sentimientos propios. Advirtió la excitación de experimentar algo nuevo y viejo a la vez. También un creciente sentimiento de amistad. Y algo más…

Abrió los ojos y se encontró muy cerca de él. Su forma de mirarla la estremeció. Asustada por sus propias emociones, Ailsa se apartó de su lado. Tomó a su yegua y se alejó a galope tendido. Saghan no impidió que se fuera, se encontraba tan agitado como ella.

La oscuridad se precipitó en el valle antes del anochecer. Las tormentas estivales eran las peores en Karajard y, cuando la lluvia torrencial comenzó a golpear con fuerza el tejado de ramas entretejidas, temió que las intensas nevadas de aquel invierno hubieran debilitado su consistencia. La ventisca aullaba como un lobo presto a devorar el mundo y, más tarde, el Señor de los Truenos se hizo dueño de la noche.

En la soledad de su cuarto, Saghan se inquietó. No había señales de su madre y tampoco era capaz de advertir su presencia en el Mundo de las Brumas, como si un muro se hubiera levantado entre ellos. Tomó un manuscrito con la intención de distraerse, pero pronto perdió el interés.

Apoyó la frente en el cabecero de la cama y se entretuvo deslizando sus dedos por los relieves. Drumilda era muy habilidosa con la madera y contaba con las herramientas adecuadas cuando hizo esa y otras camas de la casa. La orgullosa guerrera se negaba a que ella y su hija durmieran en el suelo, como hacían los djendel, y realizó un bello trabajo de artesanía: unos dibujos se entrelazaban a modo de marco y, en el centro, una serpiente estrangulaba un viejo fresno. Era el Ragnarök: el fin de los tiempos. La bestia tenía un aspecto monstruoso y guardaba un parecido más que casual con Adroon. Ailsa solía bromear al respecto cuando eran niños.

En la cuadra, la yegua baya coceaba las paredes.

Madre, deberías estar aquí. ¿Qué ha ocurrido?

Gursti tampoco había aparecido. Se preguntó si se trataba de una prueba. Dejar a solas a los Herederos, como parte de su adiestramiento. No, aquello no tenía sentido.

Un rayo inundó la estancia de luz. Esas manifestaciones naturales le maravillaban por su poder y hermosura. Nunca las había temido. ¿Cómo se sentirían los kranyal ante algo así?

Seguramente se reirán de la tormenta.

Pensó en Ailsa. Mantenían una situación incómoda desde lo sucedido en el lago, pero parecía fuera de lugar permanecer separados, así que se levantó, decidido a poner fin a aquello.

Hace ya un buen rato que no oigo sus pasos.

Su mano aferró el tirador, sin embargo no se decidió a abrir la puerta. Más truenos sonaron en la lejanía. De pronto, el pasador se movió solo bajo sus dedos.

La puerta se abrió y en ese instante un rayo cayó muy cerca, iluminando una figura etérea en el vano. Era Ailsa. Estaba vestida para montar, tenía su espada envainada en la mano y la respiración agitada. Su pelo, despeinado y suelto, le confería una apariencia espectral.

—Voy a buscar a mi padre.

Su voz trataba de ser firme pero Saghan detectó su nerviosismo.

—Ailsa, no sé lo que ha ocurrido. Ojalá lo supiera. Pero de algo estoy seguro: no le encontrarás bajo esta tormenta.

Era un consejo sensato y ella se dio cuenta. Algo se derrumbó en su interior. Se dejó guiar por los huidizos resplandores que se colaban por las contraventanas y buscó el consuelo del lecho de la niñez. El ruido de la lluvia era ensordecedor. La tormenta arreciaba.

A diferencia de los kranyal, los djendel no tenían dificultad para ver en la oscuridad. Pero además Saghan podía ver su lucha interior, la tensa pugna por salir a la tormenta o mantener la cautela mientras se aferraba a su arma. Aquel día había hecho frente a un animal diez veces más grande, aunque ya no parecía tan osada. Saghan se vio tentado de abrir su alma a ella y mostrar que él se encontraba igual de inquieto, pero no estaba seguro de cómo reaccionaría al toque de los dones. Sabía que los kranyal mostraban su consuelo de forma física. Entre los djendel no eran necesarias tales demostraciones. ¿Por qué iban a serlo, si podían sentir el afecto con la calidez de dos almas entrelazadas?

Un largo silencio reinó entre ellos, ambos sobrecogidos por las fuerzas naturales que sacudían el valle. La posibilidad de que sus padres jamás regresaran empezó a colarse en sus corazones. ¿Qué debían hacer, entonces? ¿Tendrían que quedarse en aquel valle para siempre? ¿Deberían dejar aquellas montañas e iniciar un viaje por tierras extrañas para buscar Vilaarn? Ninguno de los dos se atrevía a hablar y esa situación se hizo insoportable para Saghan. Se acercó a ella y la miró en la penumbra.

¿Tienes hambre? —le dijo con el pensamiento, finalmente.

Ailsa no contestó. Ni siquiera tenía la certeza de que le hubiera oído, y ya no supo qué más hacer. En un arranque de osadía, decidió hacerlo a la manera kranyal.

—Si te sirve de algo —le susurró, y le tomó la mano con firmeza—, me consuela tenerte cerca, hermana.

Al menos consiguió que levantara la mirada. Sus ojos buscaban los suyos entre las sombras con una mezcla de extrañeza y emoción. Esta vez Saghan no titubeó; acarició su semblante con la misma admiración que experimentó otra noche, dos lunas antes.

Por un momento temió haber ido demasiado lejos, pero Ailsa no le rehuyó: dejó a un lado su espada, buscó un lugar entre sus brazos y le estrechó con fuerza.

Gracias —le respondió ella con el pensamiento, como hubiera hecho un djendel.

Al principio Saghan no supo muy bien cómo responder. Si Ailsa supiera lo que aquel contacto físico significaba para un djendel… Finalmente, correspondió a su abrazo y tuvo que reconocer que era maravilloso compartir consuelo de esa forma, refugiándose el uno en el otro del frío, la lluvia y los desvelos. Un fuerte anhelo despertó en él: ansiaba tenderse con ella en la oscuridad, perderse bajo las mantas como habían hecho bajo los helechos… Le excitaba el recuerdo de sus cuerpos desnudos, en íntimo contacto. En su clan, cuando un hombre y una mujer yacían juntos se encomendaban a la bendición de la Gran Madre, esperando traer al mundo una nueva vida. Así se lo habían contado.

¿No es eso lo que esperan de nosotros?, se recordó Saghan.

Hacía frío y Ailsa se apretó aún más, buscando su calor. Saghan la envolvió con él en la manta y sus mejillas se rozaron accidentalmente. Ninguno de los dos se apartó, y prolongaron la caricia hasta que, de pronto, sus labios se encontraron. Ailsa abrió los ojos, sorprendida, pero Saghan ya no se echó atrás. Buscó de nuevo su boca, y ella le recibió con deseo. Por primera vez en su vida, Saghan ya no se contuvo. El dique que contenía sus emociones se vio desbordado y quebró su condicionamiento. Dejó que sus instintos se derramaran salvajes como un torrente. Y sintió que era bueno.

La tormenta abandonó el valle, dejando tras de sí una noche despejada. Bañados por la luz de un tajo de luna que se colaba por las contraventanas, Ailsa y Saghan se besaron largamente, unidos por el tibio roce de su vínculo. Se abandonaron al calor de sus cuerpos bajo la manta y descubrieron nuevos territorios. Era el mismo lecho que habían compartido tantas noches durante su niñez, pero ahora todo era diferente.

Un relincho los despertó bruscamente por la mañana. Se desorientaron al encontrarse durmiendo juntos, pero fue Ailsa quien se asomó a la ventana. Reyk abrevaba junto a las cuadras.

Cuando bajaron, Eyra y Gursti se encontraban junto a la chimenea apagada, despojándose de la ropa de abrigo en absoluto silencio. Ailsa se acercó a ellos, pidiendo sin palabras una explicación. Gursti miró a su hija largamente y abrió la boca con la intención de hablar. Eyra pareció prestar una repentina atención a las palabras que iba a pronunciar el Señor de los Kranyal.

—La tormenta… —comenzó a decir el guerrero, pero enseguida calló; agarró con fuerza el hombro de Ailsa y se retiró a su habitación envuelto en un mutismo sombrío.

—¡Padre! —le gritó, inútilmente.

Necesitado de una explicación o de cualquier otra palabra, Saghan buscó la mirada de su madre. Quizá por primera vez en su vida, Eyra le evitó y levantó una barrera mental a su hijo. Finalmente se alejó hacia la casa de cultivo.

¿Qué ocurre? —le preguntó a Ailsa—. ¿Por qué no confían en nosotros?

Dolido, Saghan supo que era inútil preguntar y que ni ahora ni nunca le confesaría el motivo de su ausencia. Algo era obvio: las razones que hubieran tenido para marcharse sin dar explicaciones no eran de su incumbencia.

La casa le estrujaba el alma, así que se alejó de todo aquello como si le faltara el aire. Solo el bosque le devolvería la paz perdida; era su refugio, lejos de todo y de todos.

Al caer la tarde, Saghan se encontró frente a la pradera de juncos donde había tenido lugar el incidente con la osa el día anterior. Allí, junto a la orilla, fue donde Ailsa le encontró. Con el corazón tembloroso, intercambiaron sin hablar sus temores. Buscaban alivio y juntos lo encontraron.

El sol descendía a través del horizonte neblinoso, más allá de un abismo en forma de media luna. El cielo, teñido de púrpura, arrancaba destellos violáceos a las delgadas torres del Palacio Real. En uno de sus muchos balcones, Drumilda, apoyada en la balaustrada, dejaba que la brisa meciera sus cabellos sin trenzar, y también deseaba que pudiera arrastrar sus pensamientos de tristeza lejos de ella.

—Salud a los Altos —dijo una voz masculina a su espalda, profunda y varonil—. Mi Señora, me mandasteis llamar.

La guerrera kranyal se tomó unos momentos para admirar el porte del hombre que tenía ante sí. Engalanado con la loriga de los Jinetes Arthal, su capa celeste abrochada sobre uno de sus hombros y su espada elegantemente colgada a un lado de su cintura, Sigfred Bäradlig parecía haber salido de algún salón de la Ciudad Dorada. Todo en él era solemne, desde los rasgos morenos y masculinos de su rostro, suavizados ahora por las luces rojas del atardecer, hasta su recia constitución, fruto de muchos años de duro adiestramiento con las armas. Aquel joven tenía la majestad de un rey, Drumilda no pudo negarlo. Y ciertamente podría haber sido Rey de Neimhaim, si Gursti nunca hubiera tenido descendientes.

—Ven, Sigfred, deseaba hablar contigo. —Drumilda le hizo una señal para que se deleitara con la visión de las rugientes cataratas que se precipitaban a lo largo del abismo. Desde allí incluso era posible ver el Puente de los Antiguos, que comunicaba las dos orillas del río Lebensáeth; delicado y, al mismo tiempo, tan recio que había sobrevivido a sus constructores. Era imposible no quedarse arrobado por las vistas, y Sigfred se unió a ella en la contemplación de aquella maravilla—. Han pasado seis años desde que llegué a Vilaarn, y me avergüenza no haber tenido oportunidad de conocer bien a mi único sobrino. No ha sido mi voluntad. Hemos vivido tiempos aciagos, tú lo sabes mejor que nadie.

Su sobrino asintió. Se libraron duras contiendas en los fiordos; encontraron un adversario grande en disciplina, ingenio y bravura. Finalmente, los temporales de nieve inutilizaron la formidable maquinaria de sus enemigos, inclinando la balanza a favor de Neimhaim. Las nieblas de Schenneval también actuaron a su favor: el ejército invasor no llegó mucho más allá. Cuando las nieves se retiraron en el decimoquinto año, ya no quedaba un soldado del Águila Negra con vida. Aquella guerra había sido muy diferente de la primera incursión de saqueadores, antes de la Alianza. Neimhaim había demostrado estar mejor preparada, pero también las tropas que los habían invadido. Ahora resultaba evidente que, durante la primera incursión, alguna nave logró escapar y abrió una vía para otros pueblos de orillas distantes. El velo de recelo y superstición que había protegido a Neimhaim desde tiempos inmemoriales había caído. Drumilda había doblado la vigilancia de las costas desde entonces. Para bien o para mal, habían dejado de ser una tierra ignota para el resto de su mundo.

El Ejército Blanco había ganado desde entonces adeptos y prestigio. Muchos soldados de mantos níveos sacrificaron sus vidas para contener a los invasores y proteger a las poblaciones djendel. Su mérito había sido probado en cada batalla, y habían llevado la victoria del pendón blanco y azul sobre el estandarte del Águila Negra. Sigfred había luchado en la vanguardia de muchos de aquellos combates. Su arrojo despertó el interés de los maestros de la Escuela de Guerra. Por eso fue invitado a formar parte del cuerpo de élite destinado a proteger a sus reyes.

Drumilda sonrió. Seis lunas atrás, justo al cumplirse un año del fin de la guerra, Sigfred se había arrodillado ante ella para prestar el juramento de vasallaje de los Jinetes Arthal. Había sido un honor y un orgullo abrocharle la capa teñida de glastum.

—Muchos aseguran que centenares de enemigos cayeron bajo tu acero —comentó Drumilda—, y que jamás te rozaron, ni a ti ni a nadie que estuviera a tu lado.

—Me temo que se equivocan, mi Señora. —Sigfred rio, y le mostró el antebrazo, surcado de cicatrices. Después se apoyó en la barandilla y cerró los ojos, dejando que la brisa le acariciara como las manos de una hermosa mujer—. En ese tiempo eché de menos Vilaarn como un niño de pecho.

—Se necesita mucho más que un brazo fuerte para ganarse un lugar en la Guardia Real. Ahora llevas sobre tus hombros el color que muchos ansían y reverencian, porque distingue a un maestro en muchas artes del combate. ¿Acaso no mereces el honor?

—No es eso, mi Señora.

En verdad Sigfred era un digno Jinete Arthal. También el hijo de Skutvik había sido audaz en la defensa de los fiordos. Aquello le había valido el manto blanco, y tenía todas las bazas para teñir su capa de glastum. Sin embargo, y para sorpresa de muchos, había manifestado su preferencia por servir al Ejército Blanco en los fiordos. El maestro Kalere ya había decidido su futuro. No sería enviado a Sköll como soldado, sino como capitán. Hoffdakulur era joven, pero, al igual que su sobrino, había demostrado extraordinarias aptitudes durante la guerra. Ella había dado su beneplácito para el nombramiento, que no se haría oficial hasta el año siguiente.

—Sigfred, algo me preocupa.

Drumilda sabía que aquello haría reaccionar a su sobrino, y así fue. El joven se incorporó con el ceño fruncido.

—Si os referís a la nueva táctica que he propuesto… Os aseguro que se trata de una defensa más eficaz, pero si me permitís organizar una demostración, comprobaréis que además se gana en velocidad y permite flanquear…

—De eso se trata. Te preocupas demasiado por esas cosas; gastas tus días de permiso en la Escuela de Guerra. Todos hablan de tu tesón en el patio de armas, de tu voluntad de hierro, de cómo ayudas a los nuevos alumnos y del esmero con el que cuidas de tu montura. En los Consejos, en la herrería, y hasta en las cocinas no oigo más que buenos comentarios. Pero ¿y tu vida, Sigfred? A tu edad todos tienen más de un chiquillo correteando entre las piernas. —Drumilda se acercó a su sobrino y le tomó del brazo con afecto—. Dime, puedes confiar en mí: ¿hay alguna compañera de lecho con la que no pretendes desposarte? ¿Un compañero, tal vez?

El joven se volvió hacia ella, confundido.

—Los Vhalen tienen dos hijas en edad casadera —le expuso Drumilda, sin más rodeos—. Creo que las conoces bien. Ha llegado a mis oídos que con la mayor tuviste cierta intimidad.

—Yrnut se unió a su hermano en la defensa de los fiordos y sirvió en mi guarnición como guía. Luchó a nuestro lado como uno más. Manejaba sus armas con más destreza que la mayoría, practicamos algunas veces y, sí, compartimos calor algunas noches frías —admitió.

—¿Y después de eso? —insistió Drumilda.

Las hijas de Skutvik Vhalen se encontraban en Vilaarn desde hacía ya casi un año, y había llegado a sus oídos que Sigfred veía a ambas a menudo. Tras la guerra, y como agradecimiento por la defensa de sus tierras, el Señor de los Fiordos había enviado a Yrnut y a la pequeña Vinka a la Escuela de Guerra, para que un día formaran parte del Ejército Blanco, si demostraban ser dignas de ello. Ambas recibieron sendos brazaletes blancos. Se habían convertido en alumnas aventajadas, como lo había sido su hermano antes. Al terminar los adiestramientos, cada crepúsculo, los tres hermanos Vhalen se reunían para reforzar su disciplina con la espada, y Sigfred solía acompañarlos. La amistad entre los jóvenes Vhalen y Bäradlig era de dominio público. Una amistad sana y fuerte que limaba las asperezas de antaño. Aquello no había pasado desapercibido para ella, ni tampoco para Skutvik.

—Yrnut Vhalen recibirá el manto blanco el año próximo, comparte tu pasión por la Alianza y por las armas, ¿qué más necesitas? —sugirió Drumilda, haciendo un esfuerzo por llegar al corazón de su sobrino—. Sigfred, Skutvik me ha hecho llegar su conformidad y tu padre está ilusionado con la propuesta. El Señor de los Fiordos busca buenos matrimonios para sus hijos y un lazo con nuestra familia, estoy segura de que hubiera dado su brazo derecho por casar a su Hoffdakulur con mi Ailsa… Bien sabes que él y tu tío han hecho grandes esfuerzos por poner fin a una enemistad que ha enfrentado a nuestras familias durante generaciones. Una unión así fundiría nuestras estirpes. Imagina qué hijos podría darte una Vhalen. Y estoy segura de que Yrnut sería la envidia de muchas —agregó con una sonrisa.

Con toda la cortesía de la que fue capaz, Sigfred se apartó de su tía y bajó la mirada. No pretendía ofenderla, no quería desilusionar a su padre, ni tampoco agraviar a la familia Vhalen con una negativa. Sin embargo, ¿cómo explicarles a todos que no deseaba una esposa? Su única preocupación desde el día en que ingresó en la Escuela de Guerra fue servir a Neimhaim y a sus reyes. Ahora que formaba parte de la Guardia Real, se entregaba con toda el alma a su propósito. Y era feliz en el patio de armas. Aquella era su vida; tenía buenos compañeros. También solía cabalgar con Zukunft por las afueras de Vilaarn. Amaba recorrer los campos de cereales y respirar el aire fresco que procedía de la distante cordillera Lonjard. Amaba la soledad tanto como otros amaban a sus esposas, y jamás había pensado que su sentimiento importunara a otras personas. Nunca se había tomado demasiado en serio la posibilidad de anudar su mano a la de una mujer. Había tenido experiencias propias de su edad, pero no había encontrado nada que le hiciera pensar en desposarse y, mucho menos, formar una familia. Sus padres habían insistido mucho en la conveniencia de unir a los Vhalen y los Bäradlig, le pesaba ser el único descendiente varón de su familia.

—Tía, me halaga vuestro interés, pero creo que nadie envidiaría a una esposa mía. Mi pasión está en el sonido de los aceros cuando se cruzan, en la emoción de una lucha sobre una montura. Ser un Jinete Arthal acapara mis energías cada día. No me quedaría tiempo ni ánimo para atender adecuadamente a una esposa o unos hijos, y temo que eso no sería del agrado de los Vhalen.

Drumilda suspiró. El sol se ocultó tras unas nubes y de pronto el aire se volvió gélido.

—En trece años no he visto a mi Gursti más que en una ocasión. ¿Crees que eso le hace mal marido?

Sigfred se estremeció ante las palabras de Drumilda y la frialdad con la que las pronunció.

—Os ruego que me disculpéis. No pretendía… Lo lamento, mi Señora.

Drumilda le sonrió con amargura.

—No es culpa tuya. Me siento tan sola sin él y sin mis niños que… Por eso quería hablar contigo, Sigfred, porque te veo tan solo como a mí. Pero tú puedes remediarlo.

El guerrero estrechó las manos de su tía lleno de cariño, casi comprensivo.

—No, mi Señora. Aunque me desposara, como pretendéis, me sentiría igualmente solo. El Señor de los Kranyal volverá un día, pero la soledad que yo llevo permanecerá en mí toda la vida, porque es algo que yo he elegido.

Su determinación era firme como una montaña. No había tristeza en él al decir eso, aunque sí una cierta melancolía.

—Algún día, en algún lugar, alguien te hará cambiar de opinión —vaticinó Drumilda.

Sigfred no respondió a eso. No creía posible que existiera tal persona. En cambio, secretamente, anhelaba encontrar a alguien que comprendiera cuánta callada felicidad embarga al corazón al contemplar las llanuras neblinosas de Schenneval, al dejarse acariciar por el mismo viento que mecía la cebada, al respirar la belleza de Neimhaim.

Que entendiera como él la especial belleza del silencio y la soledad.