Capítulo tercero

Un día para el solsticio de invierno

Casi un año había transcurrido desde que Hertejänen fuera arrasada por la mano de Nordkinn. Únicamente entonces, el gran lobo Eitranan pudo salir de su refugio, una cueva situada en la falda del Vatnajökull. Desde que su amo había decidido el final de aquel reino, una gran tormenta había azotado día tras día aquella isla ahora desierta, convirtiéndola definitivamente en un lugar dominado por la nieve y los hielos.

La tormenta ya había pasado y, alentado por el resplandor del día, el gran lobo se sacudió, estiró sus entumecidas articulaciones y bostezó antes de emprender el camino a la cumbre más elevada. Había sido un letargo breve para él, y a diferencia de los animales mortales, había despertado en mitad del invierno, aunque aquella tierra jamás conocería ya una primavera.

El ascenso resultó muy complicado debido a la nieve acumulada; una vez hubo alcanzado la cima encontró el sitial tal y como lo había dejado, con sus gélidas agujas coronando el respaldo del asiento de su señor. Se sacudió para desprenderse de la nieve congelada y trotó con cautela hacia allí. A medida que se acercaba, comprobó que su amo no se hallaba despierto; permanecía con la cabeza baja y los ojos serenamente cerrados, como envuelto en un suave sueño reparador. Aun así, sumido en aquel estado poco habitual en el dios del Norte, su presencia era imponente. Una de sus manos descansaba sobre la esfera, en cuyo interior latía una poderosa luz lentamente como el corazón de un anciano. Con cada latido se filtraban miles de hilos de luz azul que procedían del suelo helado, y también de lo más profundo del glaciar, ascendiendo por las delgadas agujas hasta las manos de Nordkinn, entre cuyos dedos se extinguían suaves rayos. Era energía pura del norte la que absorbía, sirviéndose de su poder para recuperar las fuerzas gastadas durante la destrucción de Hertejänen. Era una relación simbiótica la que el Señor de los Hielos mantenía con las fuerzas naturales del norte: de ellas procedía su poder como dios y, al mismo tiempo, él se las devolvía cada vez que desencadenaba una tormenta o hacía levantar los vientos o caer la nieve. Era dueño y catalizador a un mismo tiempo.

Puesto que la larga tormenta se había extinguido, Eitranan supuso que el sueño de su amo estaría ya próximo a su fin, de manera que se tendió a sus pies y aguardó.

No tuvo que esperar mucho tiempo. El viento soplaba a grandes ráfagas cuando Nordkinn abrió los ojos y dirigió su mirada inmortal a un punto perdido en el horizonte.

—Me alegra tenerte de nuevo a mi lado, mi fiel amigo. —Nordkinn hundió sus dedos en el blanquísimo lomo, provocándole un estremecimiento—. Ha llegado el momento de reclamar lo que es mío.

Sus labios helados se curvaron ligeramente, esbozando una sonrisa. Habían transcurrido largos años de espera y Nordkinn los había visto pasar con la paciencia de aquel que sabe que todo termina por llegar.

Su satisfacción se transmitió a la naturaleza en forma de nerviosa ventisca, y su voz se alzó por encima de esta, al igual que un poderoso trueno:

—Prepárate, Eitranan, porque vas a afrontar la misión más importante de tu existencia.

El dios del Norte reclamó de nuevo a las fuerzas invernales, pero esta vez lo hizo de un modo sosegado, como un herrero que derrama el hierro fundido en el molde de la hoja de una espada. Alzó una mano y señaló con un dedo un extremo del sitial, donde descargó su poder. La cumbre del Vatnajökull tembló mientras modelaba un arco de hielo, perfecto en sus formas, creado por cientos, miles de filamentos. Al mismo tiempo, y muy lejos de allí, un proceso similar tenía lugar sobre un abrupto farallón que dominaba un bosque de abetos: un arco gemelo se había levantado en medio de una furiosa tormenta en las montañas de Lonjard, en Neimhaim.

—Eitranan, serás mi heraldo.

El Señor de los Hielos tomó la cabeza del lobo entre sus manos y le transmitió a él también la energía del norte. Liberó la fiereza del animal, su parte más primitiva y salvaje. Su pelaje se erizó y mostró los dientes en un gruñido profundo y aterrador.

—Mañana, la luna se abrazará con el sol en íntima unión —habló Nordkinn, y su voz también salía de las fauces del animal—. Esa será mi señal. Será para los mortales un momento vulnerable; ya conoces mi voluntad. Ve y cumple tu cometido, eres uno conmigo. Que todos se inclinen ante tu llegada.

Transformado en una bestia temible e indomable, Eitranan se alejó de su amo y cruzó el fulgurante portal de hielo.

Un relámpago partió el cielo en las cumbres de Lonjard cuando el lobo blanco asomó por el arco que su señor había modelado. Se asomó al farallón y lanzó un largo aullido. El viento se calmó y las cumbres nevadas recuperaron su calma.

Eitranan volvió a repetir la llamada, un aullido que clamaba quién era él, un príncipe entre los lobos, nacido en la Ciudad Dorada en un tiempo en el que los hombres aún no habían despertado. Ahora llamaba a sus hermanos mortales a su lado. Su canto era un reclamo que debía ser respondido sin demora. Eitranan aulló largamente por tercera vez y su gemido fue arrastrado por el viento hasta las lejanas costas de aquellas tierras.

El silencio se extendió por las montañas cuando Eitranan calló su voz. Enseguida comenzaron a escucharse ecos en la lejanía. Rumores de lamentos que contestaban a la llamada. Al principio solo fueron una o dos voces. Poco a poco, decenas, cientos de aullidos respondieron y la multitudinaria respuesta dio forma a un estremecedor coro que llenó la cordillera. Toda una hueste acudía a su príncipe y Eitranan se lanzó pendiente abajo, emprendiendo una carrera hacia las llanuras neblinosas, mientras sus congéneres se unían a él.

Ya nada podría detener al Heraldo del Norte.

Flanqueado por dos lanceros, Saghan se detuvo frente a la gran puerta apuntada de doble hoja que conducía a la sala del trono. Al otro lado le esperaban las principales familias de Neimhaim, cientos de personas que le evaluarían y a las que temía decepcionar.

Tuvo que recurrir a sus dones para serenarse. No terminaba de acostumbrarse a las dimensiones tan enormes del palacio ni a estar constantemente rodeado de desconocidos. Eran corteses y le trataban con respeto, pero había sorprendido a alguno mirando de reojo la cicatriz de su rostro. Quizá resultaba desagradable a la vista o les incomodaba de alguna manera. Nunca lo había considerado. A Ailsa nunca le había importado.

—Aquí no hay nada que debas temer, hijo mío.

Su madre estaba hermosa. Una sencilla trenza adornada con hilos de plata enmarcaba su rostro. Sus ropajes eran sobrios, pero hacían su figura más esbelta que de costumbre. Era una ocasión especial, y estaba a la altura de las circunstancias.

Tomó ejemplo de su calma. A él le resultaba difícil ocultar la inquietud por la inoportuna tardanza de Ailsa. Ni ella ni sus padres se habían presentado en el momento convenido, lo cual era irregular y extraño. Y más insólita aún era la ausencia de Adroon, a quien aún no habían visto desde su llegada a Vilaarn. Un mensajero les acababa de notificar que debían comenzar la recepción sin ellos. Empezar de esa manera tan inusual su vida pública era un mal comienzo.

Además, no había advertido ningún pensamiento o emoción de Ailsa en toda la mañana, como si algo enturbiara su vínculo. Saghan no podía dejar de temer que algo no iba bien.

En ese momento, la vio llegar por el largo corredor. Al igual que él, a Ailsa también la habían vestido para la ocasión: sobre su vestido azul índigo le habían ajustado, protegiendo el pecho, un peto de cuero blanco, tachonado, a juego con sendos brazales, por si era retada. Su cabello centelleaba entre las cintas que lo trenzaban.

Venía acompañada por sus padres, el Señor de los Kranyal y la Regente, y llevaba una escolta de honor de diez Jinetes Arthal dirigidos por Sigfred Bäradlig. Pulcro y elegante, el primo de Ailsa destacaba entre los suyos aunque su armadura de gala y su capa no se diferenciara de la de sus compañeros. Su espada pendía de la cadera, lista para ser empuñada en cualquier momento. A pesar de su recelo, Saghan no dudaba de que el kranyal le defendería con su propia vida, tal y como había jurado.

El Señor de los Kranyal saludó oportunamente a Eyra.

—Lamento la tardanza.

Saghan buscó la mirada de Ailsa para asegurarse de que se encontraba bien, pero ella parecía ausente. Quizá aún estaba molesta por su irrupción en el Bosque Sagrado. Los Jinetes Arthal se desplegaron a su alrededor y los grandes portones se abrieron. Había llegado el momento.

Al otro lado los aguardaba un salón de gigantescas proporciones, dividido en tres naves. La nave central era tan alta que un halcón hubiera podido volar allí con libertad, y solo había luz al fondo, donde se alzaba el sitial. Dos filas de columnas marmóreas separaban la nave central de las dos laterales, que aunque no ganaban a la central en altura sí lo hacían en profundidad. Allí podrían reunirse cientos de personas, y tal vez se había construido para ese propósito.

Con motivo de la recepción habían sido convocadas las cuatro Casas Mayores del reino, dos por cada clan, los representantes de las Casas Menores y los maestros constructores del palacio, así como una representación del Ejército Blanco y el cuerpo de maestros de la Escuela de Guerra. Entre todos no ocupaban más que un pequeño sector al fondo de la sala, cercano a la escalinata que daba acceso a los tronos, donde los aguardaba la Guardia Real al completo. También se encontraban presentes los Mayores de seis marcas. La séptima, la Marca de Vilaarn, estaba representada por los Regentes. Después de la coronación, Adroon y Gursti perderían su estatus como Primero de los Djendel y Señor de los Kranyal, pero conservarían su voto en el Consejo como Mayores.

Guiado por Sigfred Bäradlig en calidad de Primer Protector de los Reyes, Saghan avanzó al lado de su madre abrumado por la magnificencia del salón. El sitial resplandecía bajo una cortina de luz que se derramaba de una bóveda construida a gran altura con gigantescos prismas de cuarzo. Saghan no podía dejar de preguntarse si serían dignos de presidir toda aquella grandeza.

Al pie de la escalinata, identificó a las cuatro Casas Mayores de Neimhaim: las familias Vhalen y Bäradlig, a un lado, y las familias Geffast y Ulaet, al otro. Cada una portaba el estandarte propio y el de Neimhaim.

Cumpliendo con el protocolo, los dos Herederos saludaron con una inclinación de cabeza a los presentes y subieron la escalinata. Arriba, dos tronos de alto respaldo, modelados en el más puro mármol por el arte djendel y retocados con grabados kranyal bajo el ideal de la Profecía, aguardaban su llegada. Aquel sitial constituía una bella obra de arte, capaz de dignificar a cualquiera que tomara asiento en ellos, desde un niño hasta un decrépito anciano.

De pronto, Saghan tuvo una visión: se vio a sí mismo ocupando ese sitial junto a Ailsa. Un resplandor etéreo envolvía los tronos. Ambos parecían mayores, y sus rostros, más adustos pero llenos de sabiduría y sentido de la justicia. Desprendían la severa postura de un verdadero soberano. Eran los primeros Reyes de Neimhaim.

La imagen se disipó y dejó su corazón agitado con una sensación contradictoria. Era una imagen próspera, pero le invadía un mal presentimiento. Tomar asiento allí no iba a ser fácil ni exento de dolor. No poder participar de ese pensamiento con Ailsa acrecentó su malestar.

De manera simbólica, los dos se situaron frente a los dos tronos sin tocarlos. Nadie excepto los legítimos reyes podían tomar asiento, y ellos aún no habían sido coronados. El silencio de la enorme sala era sobrecogedor. Eyra, como Regente djendel, tomó la palabra:

—Heredera kranyal Ailsa, Heredero djendel Saghan, la honorable familia Geffast.

Respondiendo a la llamada, la casa aludida se presentó ante la escalinata, precedida por un portaestandarte. Su pendón le resultaba conocido: la hoja de un roble. Uno de los linajes djendel más mermados por los saqueadores.

Un anciano se adelantó a los demás. Su cabello, claro como la paja, se derramaba lacio sobre sus hombros, y su barba, del mismo color, rozaba el emblema familiar que llevaba bordado en la túnica, a la altura del pecho. Era la suya una mirada acogedora, pero también delataba suspicacia, propia de un hombre capaz de mantener la mayor de las calmas en mitad de una tempestad y esbozar una sonrisa ante su propia muerte.

—Mi nombre es Alsten Geffast, cabeza de mi familia por herencia y por edad. Como Mayor de la Marca de Schenneval, me someto a vuestra voluntad y juro por mi alma lealtad hacia mi futuro rey, que será Primero de los Djendel, y mi futura reina, que será Señora de los Kranyal. —Acompañando a su juramento, el sabio anciano se inclinó nuevamente—. Es mi palabra y la de la familia Geffast.

Al terminar el juramento, un joven se situó a su lado portando algo que parecía un presente. Salvando la diferencia de edad, su parecido con el anciano era sorprendente. Saghan supuso que debían de ser padre e hijo.

—Shon Ailsa, Sern Saghan, mi nombre es Nesbyen Geffast. En nombre de mi familia, os ruego que aceptéis este regalo. Es un Manto Sagrado, su tela fue tejida por los djendel; cada hilo es una oración evocada por su espíritu, hebras de su alma hechas materia a través de sus labios. Una vez terminada, los kranyal dibujaron en ella la historia de la Alianza y vuestro nacimiento, la venida al mundo de los Esperados de la Profecía.

Aquel joven llamado Nesbyen debía de ser más o menos de su misma edad. Sus ojos eran del color de la miel, amables pero llenos de tenacidad. Saghan sintió una inesperada simpatía hacia él y, siguiendo un impulso, descendió por la escalinata para tomar el presente, en vez de dejar que su madre lo hiciera por ellos, como estaba previsto. La gran sala se llenó de murmullos de sorpresa, por el privilegio que suponía aquel gesto.

Al tomar el manto, sus manos se rozaron accidentalmente. El contacto fue leve, pero le embargó una intensa sensación de vértigo; cerró los ojos y vio una rueda girar y girar. Una mano arrugada manipulaba un tapiz. Dos hebras se unían en el tejido; dos hilos que habían estado enlazados tiempo atrás y volverían a estarlo en un lejano futuro.

Las Hilanderas, comprendió, aturdido por aquella visión. ¿Qué significa?

Pasado, presente y futuro se entremezclaron, recuerdos de tiempos más allá de la realidad que vivían, de otras vidas, de sus antepasados y también de sus descendientes. Sin saber por qué, su corazón se vio inundado por un gran afecto. También supo que Nesbyen daría su vida por él, literalmente. Moriría joven, y él estaría muy cerca cuando eso ocurriera. El contacto de sus manos se interrumpió y las imágenes se extinguieron, dejando tan solo un inquietante escalofrío.

¿Qué ha sido eso? —preguntó Saghan en la mente del joven Geffast, demasiado aturdido como para pronunciar sus palabras en voz alta.

Nesbyen también había experimentado algo parecido, pero no acertaba a encontrar una explicación. Estaba pálido. En el más respetuoso silencio, la familia Geffast se retiró a su lugar bajo las columnas. Y Nesbyen tuvo que alejarse, incapaz de encontrar una respuesta.

Saghan regresó a su puesto. Gursti continuó con las presentaciones.

—Heredera kranyal Shon Ailsa, Heredero djendel Sern Saghan, la honorable familia Bäradlig —pronunció.

Únicamente tres personas llegaron hasta ellos. Los últimos de una antigua estirpe de grandes guerreros. Portando el estandarte del oso rampante, Sigfred se había unido a sus padres, Sodjel y Kanra Bäradlig, engalanados con sus libreas de senescalía. No quedaban más parientes con vida. Los pocos que habían sido, algunos primos lejanos, sus cónyuges e hijos, habían perdido la vida dieciocho años atrás. Solo los dos hermanos, Gursti y Sodjel, habían sobrevivido, evitando así la desaparición de su sangre. Viéndolos frente a frente en el sitial, sin embargo, resultaba difícil creer que los dos hubieran nacido del mismo vientre. Sodjel parecía mayor que su hermano, más sutil e instruido. Compartía no obstante con el Señor de los Kranyal un corazón afable y, al mismo tiempo, una firme determinación. Aquel hombre podía transformarse en un fiero adversario si las circunstancias le obligaban a ello, comprendió Saghan. Había en él una emoción contenida cuando hincó una rodilla ante su sobrina y su futuro esposo.

—Mi nombre es Sodjel Bäradlig. Como representante de la familia Bäradlig y Senescal de Vilaarn, os juro absoluta lealtad. Mi vida está en vuestras manos.

Sigfred tomó un fardo alargado, envuelto en ricas pieles de corzo.

Gursti se adelantó para recoger el fardo, haciendo honor a su sobrino, y abrió su envoltorio para mostrárselo a los Herederos. Ailsa contuvo la respiración. En su interior había una espada. Su empuñadura era de un acero azul cobalto y su guarda había sido ensamblada sin fisuras, de una forma perfecta. Aun enfundada, aquella arma era espléndida y brillaba con luz propia bajo la tibia luz de la bóveda. Una espada digna de las forjas divinas.

—Se empezó a trabajar en esta espada en vuestra infancia, con el propósito de que la portara aquel que iba a guardar la ciudad —pronunció Sodjel, inclinándose cortésmente ante sus futuros soberanos—. Su nombre es Thyrkaya, «La No Forjada», pues es la primera hoja que no ha salido del fuego de una fragua, sino que ha sido modelada gracias a técnicas conjuntas de maestros kranyal y djendel. Que el Padre de Todos bendiga este acero y la mano que lo empuñe, y lo haga dador de justicia.

—Que los Altos escuchen con agrado tu súplica. Lucharé por ser digna de tal honor —afirmó Ailsa, y su voz, clara y firme, resonó en toda la estancia—. Te doy las gracias en mi nombre, y en nombre del Heredero djendel.

Con gran satisfacción, Sodjel sonrió a su sobrina y se retiró para dejar paso a una nueva familia.

Era la casa más numerosa, y su pendón representaba un águila pescadora con un salmón entre las garras. Saghan supo reconocerlos enseguida, y también que debía mantener la cautela ante esa familia. Duros y curtidos como los fiordos de donde procedían, muchos Señores Kranyal habían sido Vhalen en el pasado. Según había sabido, eran tan buenos con las espadas como con los cabos de los navíos.

Un hombre de edad avanzada destacaba por encima de todos los demás. Era el cabeza de familia, algo que nadie hubiera puesto en duda. Era un guerrero alto, de ancha espalda y antebrazos capaces de desencajar la mandíbula de un lobo adulto. Saghan podía imaginarse que era así como había cazado a los que ahora le servían de abrigo. Su cabellera gris le hacía parecer un viejo y veterano león, curtido en más peleas de las que podía recordar y con la suficiente maestría como para amedrentar a un joven en la plenitud de sus fuerzas. En una de sus manos sostenía un castigado yelmo de alas plateadas y en su espalda portaba una gigantesca espada de caballería que pocos hubieran logrado empuñar.

Askell, se dijo Saghan, reconociendo la legendaria guarda con la forma de las garras de una rapaz. Gursti y Drumilda habían hablado muchas veces de aquel acero. Así que este es Skutvik Vhalen.

A su derecha se encontraba un joven casi tan alto como él, envuelto en el manto del Ejército Blanco. Sendos brazales indicaban su gradación de capitán. Como era costumbre entre los kranyal de la capital, su mentón estaba afeitado, aunque había dejado crecer su pelo libre y salvaje, al uso tradicional. Viéndole era fácil imaginar cómo había sido el viejo Vhalen en su juventud, aunque en su mirada había también una devoción difícil de imaginar en su progenitor.

A la izquierda de Skutvik había un hombre rubio de piel ajada por la sal y atavíos de piel de foca. Dos finas trenzas colgaban de su barba.

Un servidor de Tyr, Señor de la Guerra, reconoció Saghan.

Era una versión más salvaje de Skutvik, seguramente su hermano. No era difícil percibir que una vida dura había fortalecido a aquella familia hasta el extremo.

—Soy Skutvik Vhalen —dijo con rudeza el Señor de los Fiordos. Se mostraba altivo y arrogante, pero no dudó en postrarse ante ellos, dos jóvenes inexpertos, para rendirles pleitesía—, cabeza de mi familia por herencia y por honor. Como Mayor de la Marca de los Fiordos, me someto a vuestra voluntad, y por mi alma juro lealtad hacia mi futuro rey y el clan que representa, y hacia mi futura reina y Señora de los Kranyal. —Acompañando a su juramento, el enorme kranyal sacó la formidable espada de su talabarte. Era un arma tan grande que no tenía vaina, y la ofreció por la empuñadura; la mayor prueba de fidelidad que un kranyal podría mostrar—. Es mi palabra y la de la familia Vhalen.

—Vuestra lealtad será nuestra lealtad —contestó Saghan; contempló, sin embargo, con reticencia la peligrosa hoja, como si la sangre aún resbalara por su pulida superficie, y se preguntó cuántas vidas habría segado ese filo.

Skutvik Vhalen advirtió aquel rechazo. Contuvo una mueca de disgusto y devolvió la espada a su talabarte. Hizo una señal a la menor de sus dos hijas para que se acercara. Era una muchacha de unos catorce años, pero se movía como una experta en armas. En uno de sus brazos llevaba atada una cinta de cuero blanco. El Señor de los Fiordos la llamó por su nombre: Vinka. En sus pequeñas manos, ya encallecidas por el uso de la espada, portaba dos coronas de peculiares flores blancas.

—Coronas de estrellas de las nieves —explicó Skutvik mientras su hija les ofrecía el regalo—. El primogénito de mi hermano recogió las flores en el corazón de los fiordos.

Bajo la aparente bondad del regalo, Saghan detectó un velado reproche.

Viejas costumbres kranyal dictaban que, en la víspera de su boda, el pretendiente partiera en busca de esas preciadas flores, de extremada rareza, solo nacidas en las cimas más escarpadas. Si era grande el coraje que le impulsaba a ello, regresaría a salvo y se tejerían las coronas con las que se bendecía su unión en los desposorios. Si moría, sería honrado por su valentía, pero se consideraba que el amor que le guiaba no había sido suficientemente fuerte.

Para el clan Djendel, aquella prueba era irracional e inútil. Ningún hombre necesitaba correr peligro de muerte para demostrar su valía, puesto que un desposorio respondía, ante todo, a un deseo de crear vida. En cuanto a la necesidad de probar sus emociones… La intimidad de los djendel hacía innecesaria, por no decir ofensiva, esa clase de demostraciones.

Saghan sabía de aquella costumbre del clan guerrero; conocía sus códigos morales, los respetaba y a veces era capaz de comprenderlos, pero no pudo dejar de estremecerse al pensar que alguien había arriesgado su vida por algo tan innecesario para él. Además, percibió que los kranyal habían esperado que lo hubiera hecho él mismo.

—Supimos que en las nupcias de nuestros reyes no habría coronas de estrellas de las nieves —continuó el viejo guerrero—, por ello la familia Vhalen ofrece este humilde presente, en señal de nuestra buena voluntad y nuestra esperanza en la Alianza.

—Es un honor, Sern Skutvik —pronunció Ailsa. Ella también evaluaba sus verdaderas intenciones—. Os doy las gracias en mi nombre y en el del Heredero djendel.

La familia Vhalen se retiró, pero el guerrero no se movió de su sitio.

—He cumplido con mi parte —pronunció con cierto desdén—. Ahora, niña, espero que cumplas con la tuya y hagas valer tu lugar, aquí y ahora.

El osado desafío hizo que los Jinetes Arthal echaran manos a sus espadas, prestos a obedecer la más leve señal de su capitán. Sigfred alzó la mano, indicando que se contuvieran por el momento. Gursti Bäradlig se situó delante de su hija, apartó a un lado su capa de piel de oso y tocó la empuñadura de Gunnar. El Señor de los Fiordos, al pie de la escalinata, tuvo el valor de sonreír. Habían luchado codo con codo en muchas batallas, se habían emborrachado juntos y habían afianzado lazos que sus familias no hubieran tolerado en otros tiempos, pero el frágil equilibrio podía quebrarse con una sola palabra, convirtiendo la amistad en cruenta rivalidad. Los dos hombres, ambos señores entre los suyos por derecho propio, se conocían demasiado o eran demasiado orgullosos para ceder.

—Muestra el respeto debido, Skutvik.

—Conoces bien la tradición, Señor de los Kranyal. Quiero ver cómo tu hija te vence.

La sala se llenó con el eco de exclamaciones de sorpresa. El reto era demasiado directo como para obviarlo. Gursti, sin embargo, soltó la mano de la empuñadura de su espada.

—Lamento que no estuvieras presente para verlo. Mi hija ya me venció en Karajard.

—Sus palabras son ciertas —intervino Eyra, adelantándose a la réplica del veterano guerrero de Sköll—. Y cualquier djendel en esta sala te dirá que el Señor de los Kranyal no ha mentido.

Las nudosas manos del Señor de los Fiordos se crisparon ante la encerrona, pero en sus ojos no había lugar para la humillación.

—Sea. Reclamo entonces para mí el derecho de probarla con mi espada.

Nuevas voces se alzaron en la sala del trono; esta vez, gritos de aprobación y entusiasmo. Skutvik Vhalen estaba en su derecho, ya que la Heredera no había ganado su lugar en las Jornadas de Tyr. Si Ailsa Bäradlig moría, solo significaría que no merecía llamarse Señora de los Kranyal. El veterano montañés ganaría para sí esa posición.

—Acepto el reto.

La voz de la hija de Gursti silenció a los presentes. Erguida en su altura, dejó su lugar en el sitial y se situó al lado de su padre. Sus ojos pálidos se enfrentaron a la mirada de Skutvik sin amilanarse. No había miedo en ella, cosa que satisfizo al Señor de los Fiordos. Aceptaba la prueba como un digno rival.

El acero azul de Thyrkaya refulgió como un relámpago cuando Ailsa desenvainó la espada, que era esbelta como ella, perfectamente equilibrada y cómoda. Más delgada que una hoja para hombres, pero muy manejable y rápida como un halcón.

Paso a paso, Ailsa descendió sin prisa por la escalinata, evaluando al rival que la esperaba sobre el pulido mármol. Skutvik sonrió, impaciente por cruzar su espada con aquella extraña hoja que no había sido forjada. Entregó a su hermano el yelmo alado y las pieles de lobo y empuñó a Askell con las dos manos. Sus músculos estaban en tensión. Sus sentidos, agudizados ante la inminente lucha. No cometería el error de subestimar a su adversaria, a pesar de su juventud. Si lo que Gursti afirmaba era verdad, le aguardaba un combate interesante.

Desde lo alto de la escalinata, Saghan observó que las familias djendel se retiraban, apartándose de los kranyal que se peleaban por ver en primera línea una pugna legendaria. Fuera cual fuera el desenlace, aquel era un momento del que se hablaría muchos años; para el clan Djendel, una inútil demostración de violencia que reprobaban silenciosamente. Sus rostros se dirigían hacia otro lado mientras los dos combatientes giraban uno en torno al otro, buscando los puntos débiles con la mirada y esperando a que uno de los dos tomara la iniciativa. En cualquier otra lid, Skutvik hubiera optado por la prudencia, pero se trataba de tantear a una muchacha que se decía la mejor entre todos los kranyal. Y la probó.

Con un grito que hizo encogerse a muchos de los presentes, el Señor de los Fiordos descargó su formidable espada sobre la cabeza de Ailsa. La muchacha esquivó el mandoble sin contraatacar. Un movimiento previsible que el veterano guerrero interceptó, girando la afilada hoja por encima de su cabeza y atacando por el lado contrario con un golpe que hubiera partido en dos a un hombre robusto. Una lluvia de chispas saltó en el aire cuando Thyrkaya se encontró con Askell. Ailsa saltó hacia atrás y contraatacó por el costado débil con una velocidad que arrancó exclamaciones de asombro. Skutvik empujó a Thyrkaya lejos de él. Era viejo pero no había perdido sus reflejos.

El Señor de los Fiordos doblaba en corpulencia a Ailsa, pero ella hizo frente a sus poderosas estocadas con precisión e inteligencia. Se movía con su espada con una naturalidad innata y una felicidad salvaje. Era arrojada e incluso temeraria.

Esperó un nuevo ataque, y cuando Askell se lanzó en su encuentro buscó la guarda, golpeando allí con un experto movimiento que estuvo muy cerca de arrancar la espada de las manos de su dueño. Sin esperar a comprobar si su maniobra había tenido éxito, pasó a la ofensiva. Skutvik demostró estar a la altura y se defendió con firmeza, aunque, fascinado, se dio cuenta de que la hija de Gursti le estaba haciendo retroceder. Probaba su resistencia, trataba de agotarle, atacando sin darle tregua. En fuerza no podría ganarle, pero sí en energía, pues sacaba partido a la ventaja de su juventud. Las dos espadas chocaban sin pausa, cada vez más rápidamente hasta que, con un grito de desesperación, Ailsa se lanzó con Thyrkaya en un último y poderoso ataque. Esta vez alcanzó la mano del guerrero, saltó la sangre pero Askell no cayó al suelo. Se hizo un silencio sepulcral y Ailsa se distanció de su adversario para recuperar el aliento. El sudor perlaba su frente y sus labios estaban secos. El viejo guerrero no se encontraba en mejores condiciones. El dorso de su mano derecha sangraba abundantemente por el tajo abierto, pero se limitó a cambiar de mano la espada y se preparó para recibir la acometida final.

Esta no se produjo. Ailsa se había quedado inmóvil ante él, con la mirada perdida, el cuerpo extrañamente envarado y los dedos rígidos, blancos en los nudillos. Su espada se deslizó al suelo, causando un estrépito y, demasiado tarde, Saghan advirtió la debilidad enfermiza que agotaba su cuerpo. Ante la horrorizada mirada de los presentes, Ailsa dio dos pasos inseguros y se desplomó sobre el suelo de la sala del trono.

Tras ponerse el sol, el extenso salón se quedó vacío y tétrico. La luz de la luna se derramaba por la bóveda de cristal, creando sombras siniestras en los tronos solitarios. Como guardianes gigantescos apostados a uno y otro lado, las columnas resultaban intimidantes, testigos silenciosos del desaliento de un joven que en menos de un día habría de ser rey.

Sentado sobre el último peldaño del sitial, Saghan miraba absorto los asientos de roca blanca. Su visión ya no le devolvía la emoción de aquella mañana, cuando las familias le habían jurado lealtad. Nada de aquella belleza le animaba, y aún menos la discreta presencia de su escolta, que permanecía entre las columnas, ajena a las tribulaciones de su señor.

Aquella enormidad, el palacio, la ciudad, el reino entero le angustiaba. Y todo aquello iba a quedar en sus manos y en las de Ailsa. Si ellos eran en verdad parte de una profecía estaban preparados para hacerlo, pero la duda le sobrecogía el alma.

En sus manos sostenía las coronas trenzadas. Las apretó demasiado y los delicados pétalos blancos se desprendieron, cayendo al suelo como copos de nieve.

—Debes tener cuidado con esas coronas —dijo una voz en algún lugar de la sala—. La estrella de las nieves es muy frágil.

Una triste sonrisa acudió a sus labios al ver a su madre de crianza, y aunque no fue mucho, resultó lo suficiente para arrojar algo de luz a sus oscuros pensamientos.

—Saludos, madre —dijo cuando llegó a su lado.

El corazón de la guerrera se inundó de felicidad al oírle nombrarla de aquel modo, y eso también le complació a él.

—Recuerdo bien el día en que mi Gursti me trajo esas flores blancas, ¡creí que moriría de felicidad! Cuando las vi en sus temblorosas manos… Había regresado sano y salvo, y me las ofreció en presencia de toda mi familia.

Por un instante, Drumilda se sumió en una dulce melancolía, reviviendo aquellos momentos en su corazón, pero el cruel presente la despertó con brusquedad.

—Son tiempos pasados, en cualquier caso —pronunció, y tomó asiento a su lado—. El Consejo se ha pronunciado sobre el desafío de Skutvik Vhalen: le dan por vencido, se ha considerado un duelo a primera sangre.

—¿Cómo se encuentra Ailsa? —le interrumpió Saghan, ajeno a lo que Drumilda le contaba.

Ella le tomó por el hombro.

—Los sanadores han hecho un buen trabajo durante todo el día, y ahora descansa tranquila. Dime, ¿no percibiste nada esta mañana? ¿Nada que te indicara el mal que la afligía?

Saghan se quedó en silencio. Drumilda estaba preocupada por su hija, pero también por algo más. Él lo sabía demasiado bien. El vínculo.

Según le habían contado, Ailsa había despertado tan marchita como si la Señora Oscura le hubiera arrebatado el alma. Los djendel no eran capaces de averiguar el origen de su padecimiento, aunque lograron insuflarle energía vital. Parecía recuperada hasta la presentación, donde volvió a recaer. Y en todo ese tiempo Saghan no había advertido perturbación alguna en su alma, como si un velo se hubiera interpuesto en el vínculo que les unía.

—Hijo, te has pasado todo el día deambulando de aquí para allá, sin acercarte a su alcoba ni preguntar por ella —se quejó Drumilda—. ¿Qué demonios estás haciendo? La coronación será mañana. Esto no es ningún juego de orgullo. Hemos esperado dieciocho años para que Neimhaim tuviera reyes, y Ailsa está postrada en cama, recuperándose de un extraño mal. ¿No te das cuenta? ¿Por qué no lo haces más fácil? Los guerreros tenemos el cuerpo duro, pero nuestro corazón es vulnerable; creo que ya lo sabes. No como los djendel, a quienes no les resulta difícil escudarse bajo su calma espiritual. ¡Oh, maldita sea!

Arrepentida de su elevado tono, estrechó cariñosamente sus manos.

—No es un reproche, hijo mío, créeme. En estos días he llegado a envidiar esa capacidad que tenéis para contener las emociones. Pero no entiendo tu actitud altiva. ¿Por qué no actúas como pide tu corazón? Adaptarse a una vida nueva no es nada fácil, pero vosotros lo hacéis aún más difícil a causa de vuestro endemoniado orgullo. ¿Tan poco han cambiado las cosas desde que os dejé?

Saghan bajó la cabeza.

—¿Aún recuerdas Karajard?

—Recuerdo que ya entonces erais tozudos como mulas.

Aquel comentario le arrancó una sonrisa. Después, más serio, recordó la atracción que embargaba a Ailsa cuando miraba a su primo, y que le llegó de forma tan nítida y dolorosa a través de su vínculo.

—Es posible que tengas razón, pero…

—Mañana serás su esposo. Y algo más, Saghan —continuó Drumilda, obligando a que la mirara con atención—. No debes… No puedes olvidar que vuestros problemas también son problemas para Neimhaim. Ningún kranyal ha enlazado aún su mano con un djendel. La desconfianza aún es grande y la tradición pesa demasiado. Si vosotros falláis, todo habrá sido en balde: muchos piensan que la convivencia entre nuestros clanes nunca podrá ser completa, creen que es un sueño imposible. ¡No quiero pensar qué sería de Neimhaim si eso ocurriera! Es vuestra manera de luchar por la Alianza. Es vuestra responsabilidad.

Un nuevo pétalo se desprendió de una de las coronas y se deslizó en espiral hasta el suelo, cayendo sin ruido. No sabía que Drumilda pudiera pensar así, más bien parecían ideas de Adroon. Y, sin embargo, tenía razón.

Saghan suspiró profundamente y observó su bondadoso rostro, su mirada maternal. La luz nocturna que se derramaba sobre ella le hizo recordar las noches de Karajard, cuando los arropaba con cariño y les cantaba en voz baja hasta que se dormían. Aquel era un tiempo sencillo. Demasiadas cosas habían pasado desde entonces.

La vida se había complicado mucho más de lo que nunca se hubiera atrevido a temer. Para Drumilda también, y lo lamentaba. Reconocía en ella a la madre que había sido su fortaleza, en una infancia cruel. Ahora ya no parecía tan fuerte, aunque se daba cuenta de que, gracias a ella, Adroon había fallado al intentar convertirle en el ser desapasionado que había pretendido. A pesar de todo, al verse sentado a su lado en aquella inmensa sala, con la presencia de su escolta, no pudo evitar que sus recuerdos de la niñez le parecieran rescoldos de una hoguera.

Con tristeza, se dio cuenta de que los años le habían separado de aquella mujer como una grieta abismal. Ya poco tenía que ver con Drumilda, pero también advirtió que había algo que jamás podría cambiar y que nadie les podría arrebatar: su pasado. Y aunque jamás llegara a mantener con ella un vínculo tan profundo como el que le unía a Eyra, comprendió que, en su corazón, siempre sería su primera madre.

Sus ojos se volvieron distraídamente hacia las coronas blancas que sostenía, y sonrió con ironía al pensar que al desposarse con Ailsa, Drumilda se convertiría de nuevo en su madre, de una manera definitiva.

Con todo cuidado, Saghan se sentó en el lecho junto a Ailsa, y depositó una de las coronas junto a su almohada. Parecía relajada y saludable, sumida en el letargo que acompañaba a la curación djendel. Habían soltado su cabello, que ahora se derramaba libre sobre la almohada. Un mechón rebelde caía sobre su rostro, interponiéndose en sus ojos cerrados. Lo apartó hacia un lado, y al poco se encontró acariciando su semblante. Las mejillas se encendieron bajo el tacto de sus dedos.

—Ailsa —murmuró—. Ojalá todo volviera a ser como antes…

Asió su mano y se la llevó a sus labios, con el cuidado con el que se toma algo prohibido. La miró largamente y después la dejó descansar. Muy a su pesar, se obligó a abandonar la estancia.

En la tranquilidad de la noche, en uno de los aposentos de la Torre Djendel, Nesbyen Geffast descansaba junto a su esposa. Poco a poco, la quietud de sus sueños se alteró.

Vio Vilaarn, pero de una manera muy diferente a como la había conocido. Ya no era una ciudad espléndida; sus calles se hallaban desiertas, cubiertas por una gruesa capa de nieve sucia. El viento aullaba por entre las casas vacías, que únicamente daban cobijo a perros vagabundos. Los pocos que aún quedaban en las torres vagaban por sus tétricas salas llorando en medio de la desesperación y el desaliento. Nesbyen se vio en el interior de sus aposentos y se encontró mirando la ciudad desde una ventana. Era una visión espectral, la del Lugar de la Unión: una fila interminable de carromatos y viajeros dejaba la ciudad, adentrándose penosamente en las nieblas de Schenneval.

Nesbyen gritó, y ya no se halló en Vilaarn.

Hielo. Hielo por todas partes. A sus pies, gotas rojas empapaban el prístino suelo escarchado. Había otros djendel allí, yacían en el blanco suelo con sus túnicas y sus rostros ensangrentados. La presencia de la Dama Oscura era intensa. Los kranyal luchaban, caían y morían, y por encima de todos ellos, sus reyes, envueltos en un halo carmesí, luchaban juntos, de una forma bella y perfecta, nada sacrílega, nueva y antigua a un mismo tiempo… Llamó a su rey con toda la fuerza de su garganta y de su alma, y su llamada obtuvo respuesta. Cuando su mirada se posó sobre él, un gran dolor le partió el alma, y todo se convirtió en sangre. Comprendiendo que había asistido a su propia muerte, Nesbyen gritó y se encontró de nuevo en los aposentos de la Torre Djendel, sentado sobre la cama, con la respiración entrecortada y los latidos de su corazón martilleándole los oídos. En la cuna, su hijo lloraba, asustado por su grito.

—Nesbyen, amor mío…

La voz de su esposa le reconfortó. Ella le pasó la mano por el rostro humedecido. Quiso ser partícipe de su sufrimiento, y accedió al espantoso recuerdo de su sueño.

¿Qué clase de pesadilla ha sido esa? —susurró en su mente, horrorizada.

—Una pesadilla… Ruego a la Gran Madre que haya sido eso —exhaló él.