Capítulo sexto

Primavera del decimocuarto año

—Partimos a los fiordos. Dejaremos Vilaarn antes de que acabe la mañana.

Esa fue la escueta explicación que Sigfred y sus compañeros recién juramentados recibieron de su capitán. Se encontraban preparando sus monturas en las caballerizas de la Escuela de Guerra cuando llegó la orden y, de pronto, lo que iba a ser una ronda de vigilancia por la orilla del Lebensáeth se había convertido en una movilización.

—Nunca he visto los fiordos —admitió Sven Krimson. Se ajustó el broche de su flamante capa nívea y ató una manta a la silla de su caballo—. ¿Qué crees que encontraremos allí?

El que antes fuera caballerizo vestía la armadura del Ejército Blanco con gran dignidad. Ya nadie le llamaba Agujeros, porque todo el que se había atrevido a hacerlo había salido mal parado. Al fin y al cabo, no tener orejas no le había impedido convertirse en un gran luchador.

Sigfred y él habían compartido un mismo sueño, formar parte de los Jinetes Arthal. Y ambos habían sufrido una misma decepción, pues el maestro Kalere había anunciado que ese año no habría nuevas incorporaciones en la Guardia Real: no había nadie a la altura, especificó. Aquella llamada a las armas renovaba las esperanzas de muchos, que esperaban poder destacar de alguna forma ante sus superiores.

—No será nada digno de festejar, Krim —le advirtió Sigfred, observando el entusiasmo con el que algunos habían recibido la noticia.

Estaban ansiosos por probar su valía y evocaban a los grandes guerreros del pasado. Otros, como su amigo Sven, se apretaban los petos y meditaban sobre la posibilidad de que los asesinos de su gente hubieran osado volver. Eran los que habían perdido un padre, un hermano o la familia entera quince años atrás, y aún sentían la pérdida palpitando en la misma mano que debía empuñar la espada. A sus diecinueve años, Sigfred era tan arrojado e impaciente como los demás, pero recibió aquella orden con inquietud. No olvidaba el semblante de su padre, marcado por el veneno que estuvo a punto de acabar con su vida, como tampoco la seria advertencia que le hizo su tío Gursti antes de partir:

«Nunca olvidarás al primero que muera bajo tu acero».

Pronto se encontraron en el patio de armas con otras guarniciones que esperaban la señal de la partida bajo el estandarte blanco y azul de Neimhaim. Más de trescientos hombres a caballo, otros doscientos a pie. Todos ellos pertrechados para la batalla, con sus escudos, grebas y brazales. Nunca había visto tantos soldados juntos, y pronto se les unirían otros por el camino. Aquello inquietó a Sigfred. Nadie les había dicho qué iban a encontrar al sur.

Alcanzó a ver a su tía, su gesto estaba mortalmente serio. Drumilda había cambiado mucho desde que era regente. Su palabra era la del Señor de los Kranyal en ausencia de este y, sin duda, eran muchas sus preocupaciones, pero en realidad ya vino cambiada de Karajard. Llegó tres años atrás con la noticia de que los Herederos habían sobrevivido y crecían en estatura y aptitudes, aunque no desveló mucho más sobre lo ocurrido en el exilio. Sigfred no había sido el único en darse cuenta de la fría distancia que mantenía con su compañero en la regencia, Adroon; la convivencia entre ellos no debió de ser precisamente amistosa.

El Primero de los Djendel no aparecería por la Escuela de Guerra, se negaba a tener nada que ver con asuntos de armas, pero Sigfred vio que otro sacerdote acompañaba a su tía. Le reconoció por su barba encarnada como el fuego: se trataba de Dhero Ulaet, un pionero de su clan, el primero que fue a vivir a la región de los fiordos. Decían que era el único djendel a quienes los montañeses respetaban como a un igual. Junto a él iba Skutvik Vhalen. Envuelto en sus pieles de lobo y con su espada de caballería a la espalda, el kranyal mantenía una violenta discusión con Drumilda. Algo había sorprendido a los Mayores en Vilaarn durante el Consejo del Plenilunio, y estaban tan nerviosos como animales enjaulados. Imponente y fiero como un viejo león, Skutvik trataba de hacer valer sus propósitos con su presencia intimidante y una voz acostumbrada al mando.

—Escucha bien esto, Vhalen —oyó decir a Drumilda, respondiendo con calma a la furia del Señor de los Fiordos—. No dejaré indefenso a un solo hombre por el orgullo de otro. El Señor de los Kranyal hizo un pacto. Dio su palabra de proteger estas tierras y yo haré que se cumpla, aunque sea lo último que haga en este mundo.

Dando por zanjada la conversación, Drumilda prosiguió su camino. Skutvik trató de detenerla pero, cuando ella se volvió, retiró la mano. Su tía era menuda y entrada en carnes, si bien sabía hacerse valer cuando la situación lo requería, reconoció Sigfred.

—Se han visto más de cien naves al amanecer doblando el cabo sur —le advirtió finalmente la regente, y su voz no pudo ocultar el miedo—. La primera vez no fueron ni una decena. No se trata de una escaramuza; esta vez han venido a conquistar.

—Das crédito a los malditos delirios de un habitante de las brumas.

—Ni el más veloz de nuestros jinetes hubiera podido advertirnos tan pronto. Los djendel tienen su propia manera de hablar en la distancia, da gracias por ello, Skutvik Vhalen. Esos delirios salvarán a tu tierra.

Drumilda no le dio otra oportunidad de réplica, tenía asuntos más urgentes que atender. Enfurecido, Skutvik hizo buscar su montura.

Cien naves, se repitió Sigfred.

Solo tenía cinco años cuando las montañas ardieron y la muerte diezmó su pueblo, pero aún recordaba con claridad el miedo, el hambre y la sed. De vez en cuando revivía en sueños una visión que contempló entonces: la de un hombre descompuesto que encontraron tirado cerca de un pozo con sus ropas manchadas de orín y heces. Había tres detalles que no había olvidado jamás: su insoportable fetidez; su cara, comida por los gusanos, y que por debajo de sus pantalones no tenía pies. Fue el primero de muchos.

Esta vez los montañeses de Sköll sabrían defenderse, de eso no le cabía duda, pero no serían capaces de poner a salvo a todas las aldeas djendel que habían surgido en el extremo sur de Neimhaim. Los sacerdotes llevaban más de diez años sanando las tierras quemadas, haciendo brotar la hierba donde había corrido el agua emponzoñada. Su obra era admirable y no habría misericordia para ellos.

Ese pensamiento le torturó durante todo el viaje hacia el sur. Tuvo que luchar contra su deseo de espolear los flancos de su semental y adelantarse a la lenta marcha del ejército, como sin duda hubiera querido hacer el Señor de los Fiordos, por más que menospreciara a los djendel y sus artes.

Finalmente, diez días después llegaron a su destino. Sigfred había visitado aquel fiordo en su infancia, según le había contado su madre, y recuerdos vagos fueron apoderándose de él mientras acompañaba al grupo de vanguardia por el empinado sendero que descendía bosque a través hasta el reducto de la Casa Vhalen.

Cuando divisó los primeros tejados, mucho más abajo, toda imagen del pasado se borró ante la orgullosa vista de Sköll. Detuvo su caballo, maravillado por la belleza de aquella pequeña población incrustada a medio camino entre el brazo de mar y los farallones que lo cercaban. La imagen del fiordo en toda su magnificencia quitaba el aliento. Sven hizo algún comentario, pero Sigfred estaba más preocupado por otro detalle: no había ningún barco enemigo allí. Las oscuras aguas del fiordo se encontraban desiertas. Skutvik, que cabalgaba con la avanzadilla, se jactaba de lo precipitado de la alarma provocada por los djendel.

Su hijo Hoffdakulur se habría enfurecido por aquel desprecio, incluso tratándose de su propio padre. Él jamás habría tolerado una mala palabra hacia un djendel ni hubiera cuestionado las instrucciones de sus superiores. Para su sorpresa, Sigfred se encontró echando de menos a su rival. Llevaba combatiendo contra él tantos años que ahora se le hacía extraño no verle allí, entre sus compañeros de armas. Hoffdakulur seguía siendo el más duro oponente para él, pese a que el hijo de Skutvik acababa de cumplir dieciséis años y él ya rozaba la veintena. Únicamente su edad le había impedido unirse a aquella expedición. Que no le hubieran permitido acudir a su propia tierra había hecho temblar las paredes de la Escuela de Guerra. Sigfred comprendía bien su frustración. Por otra parte, Hoffdakulur había demostrado ser tan válido o más que cualquiera de los que habían ganado el manto blanco aquel año, y su amor por la Alianza era bien conocida. Su ausencia era una gran pérdida para aquel ejército.

Habría sacrificado mi daga preferida por tenerle en estas filas, se dijo Sigfred.

De pronto, un trueno sonó en la lejanía. Las nubes se cerraban encima de sus cabezas, la humedad del aire presagiaba la llegada de una tormenta primaveral. La brisa se convirtió de súbito en un vendaval que alborotó las ramas de los apretados abetos. Por lo demás, todo parecía en calma. La duda se coló en su corazón. ¿Y si realmente se trataba de una falsa alarma?

No es posible que se haya convocado al Ejército Blanco por una corazonada.

Gruesas gotas comenzaron a empapar el suelo. En un instante, la lluvia torrencial cayó con fuerza sobre el fiordo, calando a hombres y bestias. Los soldados se guarecieron en sus mantos, incómodos. Zukunft relinchó. El sendero comenzaba a convertirse en un lodazal y un robusto alazán competía en su flanco por hacerse sitio.

Sigfred miró de reojo al jinete cuyo rostro quedaba oculto por la sombra de su yelmo. Se había envuelto en su manto blanco hasta las orejas, de manera que solo se le podían ver las manos, jóvenes pero encallecidas por el uso de las armas. Tiraba nervioso de las riendas, tratando de refrenar a su impetuosa montura. Se trataba de otro semental. Por experiencia, Sigfred sabía que alguien podría salir herido. Incluso bajo la lluvia, notó que se trataba de un corcel de batalla admirable, de amplia grupa y mucho nervio. No se trataba de una cabalgadura ordinaria.

Yo conozco a este animal…, pensó Sigfred.

Apenas pudo contener una exclamación de sorpresa cuando reconoció a Körn, hermano de Zukunft. Y solo había un jinete capaz de doblegar el brío de esa bestia.

Parece que debo una daga a los Altos, se dijo sonriendo para sus adentros. Se aproximó peligrosamente al jinete, tanto como para poder hablarle sin que nadie más pudiera escucharlos.

—¿Tu padre es cómplice de esto o ni siquiera lo sabe? —le susurró Sigfred—. Te expulsarán de la Escuela de Guerra cuando descubran que estás aquí.

—¿Crees que eso me importa, cuando mi familia podría morir?

El jinete se desprendió de su yelmo y Hoffdakulur dejó su cabeza al descubierto, con la mirada desafiante y sin miedo a ser reconocido.

Su largo cabello, que solía llevar atado a la espalda con tiras de cuero, caía ahora salvaje y libre sobre sus ojos negros. En ellos vio la determinación que había hecho de los suyos grandes guerreros. Era solo un muchacho, pero Sigfred le creyó capaz de llevarse por delante a cuantos se pusieran en su camino. Había robado un peto y un manto del Ejército Blanco. Su coraje era admirable, pero quizá había llegado demasiado lejos. Tal vez él hubiera hecho lo mismo en sus circunstancias.

—Es posible que te hayas arriesgado para nada —le advirtió Sigfred señalando Sköll—. Mira el fiordo, todo está en calma. Ni siquiera se ven naves nuestras.

Aquellas palabras llenaron de alarma a Hoffdakulur. Volvió grupas y espoleó a su semental hasta alcanzar un lugar desde donde observar mejor la bahía.

Llevado por el pánico, el joven Vhalen desenvainó la espada, lo que llamó la atención de todos cuantos los rodeaban.

—Avisa a tu capitán, ¡nuestros enemigos han llegado primero!

No había terminado de alzar la voz cuando una lluvia de flechas cayó sobre ellos. Sven Krimson reculó, pero una flecha se hundió en el anca de su caballo. A su alrededor, sus compañeros cayeron fulminados, heridos o muertos; los que habían quedado ilesos se agruparon y alzaron sus escudos.

—¡Krim! —exclamó Sigfred—. ¡Avisa de esta emboscada!

El pelirrojo asintió, saltó a uno de los caballos que habían quedado sin jinete y deshizo el camino a galope tendido.

El ataque provenía del bosque; era imposible ver a sus adversarios a través de la lluvia torrencial y el denso follaje. Entre los gritos de dolor y de sorpresa, se escuchó el bramido de un cuerno. Orden de avanzar.

Como fustigados por un mismo pensamiento, Sigfred y Hoffdakulur partieron al galope. Sigfred tuvo una última mirada para los compañeros que quedaban atrás y yacían entre el barro del camino. Ya no podía hacer nada por ellos, solo seguir adelante. Zukunft sacó la delantera a Körn y Sigfred aprovechó para embrazar el escudo y ajustarse el yelmo. Justo al volver la vista al frente tiró violentamente de las riendas, evitando por escasa distancia las estacas que sus adversarios habían clavado en el suelo, al doblar el camino.

—¡Atrás! —gritó a viva voz.

Alertado a tiempo, Hoffdakulur se libró por muy poco de las afiladas picas. Dos exploradores que los habían precedido yacían en el suelo, rematados por las flechas.

Estaban rodeados de enemigos por ambos flancos y no podían avanzar ni retroceder; únicamente les quedaba una forma de salir de aquella ratonera. Una mirada bastó para que Sigfred supiera que Hoffdakulur estaba pensando lo mismo. A un gesto, los dos picaron espuelas y se adentraron en el bosque, dispuestos a atacar a su enemigo en su propio escondrijo. Sigfred desnudó su acero y buscó temerariamente a sus enemigos. Una flecha se hundió en su escudo, otra silbó muy cerca de su cara. Cuando pensó que no lo lograría, alcanzó a ver un arquero encaramado a una rama. No podía verle bien, pero advirtió que montaba una flecha.

—Gran Tyr, Señor de la Guerra, me encomiendo a ti —susurró Sigfred, presintiendo el peligro mortal.

No moriría sin luchar. Con ese pensamiento, clavó los talones en su montura.

Esperaba poder alcanzar al arquero antes de que soltara la flecha, pero otro de sus enemigos se interpuso en su camino, arrojándose sobre la grupa de Zukunft. Por puro instinto, Sigfred descargó su espada. Notó la carne abriéndose bajo su filo, escuchó el horripilante alarido y el golpe de un cuerpo al precipitarse contra el suelo.

Sigfred lo vio: era un hombre de tez morena, se había quedado tendido entre los helechos con las manos crispadas, tratando de impedir que sus tripas se deslizaran fuera del tajo abierto en su vientre. De su boca brotó un borbotón de sangre. Sus ojos agonizantes se clavaron en los suyos. Vio un dolor grande como el mundo, una rabia que le traspasó. Su caballo continuaba galopando, pero él se sintió paralizado.

Solo pudo reaccionar cuando escuchó un nuevo grito al frente. El arquero había caído. Hoffdakulur contemplaba al hombre al que acababa de arrebatar la vida. Había sido la primera vez para los dos.

El hijo de Skutvik Vhalen le había salvado la vida, pero no tuvo tiempo de agradecérselo. Enseguida nuevos enemigos cayeron sobre ellos. Esta vez, ninguno de los dos dudó un instante. Guardándose mutuamente las espaldas, se entregaron en cuerpo y alma a la lucha, poniendo en práctica todo lo que habían aprendido. Todos sus entrenamientos cobraban ahora sentido, sus cuerpos se movían por propia iniciativa, reaccionando con más celeridad que sus pensamientos. Eran los dos mejores alumnos de la Escuela de Guerra y lo demostraron. Las espadas silbaban, los huesos crujían. Sigfred no sabía cuántos eran, paraba y contraatacaba, esperando poder sobrevivir para hacer frente al siguiente enemigo. Perdió la noción del tiempo, y solo supo que había pasado un buen rato cuando sus brazos protestaron por el esfuerzo.

Tiró de las riendas y reculó, esperando ganar un poco más de tiempo, pero su montura tropezó y Sigfred ya no pudo sostenerse sobre la grupa. Cayó en medio de los helechos empapados, bajo ellos había cuerpos inertes. En ese momento, alguien se abalanzó sobre su caballo con la intención de robarlo. La sangre le hirvió en las venas, renovando sus fuerzas. Nadie se llevaría a Zukunft.

Su semental se resistía y Sigfred se puso en pie rápidamente. Había perdido su espada pero aún contaba con su escudo. Golpeó con él al ladrón por la espalda, le derribó al suelo y después le inmovilizó con su filo, dispuesto a romperle el cuello.

Pero no era un ladrón, sino una ladrona. Una muchacha muy joven.

Aturdido por la sorpresa, Sigfred tardó en notar que Hoffdakulur se hallaba a su lado. Todo él estaba sucio y ensangrentado. Su capa robada caía hacia un lado, desgarrada, pero se encontraba entero.

El sonido del cuerno llenó el bosque. Dos veces. El enemigo se retiraba, el combate había acabado. Habían sobrevivido. Los dos.

Sigfred volvió a mirar a la chiquilla que mantenía apresada en el suelo con su escudo. Vestía como una kranyal y no tenía miedo. Lo vio en sus ojos negros. Unos ojos que le resultaron extrañamente familiares.

—Te presento a mi hermana —explicó Hoffdakulur, y le arrebató el escudo para liberarla—. Yrnut Vhalen.

Más tarde, en el campamento, Sigfred tuvo tiempo de observar con más detenimiento a la hija del Señor de los Fiordos, que descansaba entre su padre y su hermano. Seguía lloviendo, de manera que no habían podido encender ninguna hoguera y se habían guarecido como podían entre los árboles. Su pelo moreno caía salvaje sobre su rostro mientras devoraba la ración de comida que le habían ofrecido. Llevaba muchos días sin comer. Había caído prisionera junto con su madre y otra hermana más pequeña, de once años. Las habían marcado con hierros candentes en el hombro, a su madre además la habían violado. Ella pudo escapar antes de correr la misma suerte. Skutvik había rugido como un animal al conocer la noticia, y tuvieron que detenerlo para que no tomara su espada y cabalgara como un demonio para liberar a su familia.

Su hija, en cambio, de forma insólita, se mantenía serena.

Qué extraña es, meditó Sigfred.

Sköll poco pudo hacer para defenderse de un ataque masivo de miles de enemigos. No se trataba de los saqueadores que habían arrasado Neimhaim quince años atrás; ni huestes desorganizadas con espadas de hierro. Era un ejército disciplinado y uniformado con túnicas cortas y corazas doradas. Habían llegado desde el sur, atraídos por los relatos de los saqueadores que lograron regresar a sus tierras. El velo de recelo y superstición que los había protegido desde tiempos inmemoriales había caído. El mundo había descubierto tierras nuevas para conquistar y aquel ejército pretendía sumar territorios para su imperio. Para ello contaba con una poderosa maquinaria de guerra. En Neimhaim nadie había visto nada semejante y, gracias a ella, la capital de los fiordos había quedado subyugada bajo el estandarte enemigo, un águila negra con las alas desplegadas. Resultaba asombroso que Yrnut hubiera logrado escapar.

Y yo he estado a punto de matarla. Tiene agallas, reconoció Sigfred.

Según les contó la hija de Skutvik, otras naves enemigas se habían apoderado de la isla Fadden y habían alcanzado las costas del norte, o al menos eso se decía en Sköll. Las noticias eran escasas y confusas. Hacer frente a aquella amenaza era prioritario; por ello, el grueso del Ejército Blanco había partido inmediatamente, y había dejado en el fiordo a un centenar de hombres bajo el mando de Skutvik. No podían hacer nada más. Hasta que recibieran refuerzos, ese centenar tendría que hacerse cargo de los heridos y muertos del asalto en el bosque, y recuperar la capital de los fiordos, si era posible. No sería fácil: los seguidores del Águila Negra se habían hecho fuertes en Sköll. La empalizada que otrora había servido de defensa se había convertido en una prisión para sus habitantes. La orgullosa casa de los Vhalen servía ahora de calabozo, donde se mantenía en estrecha vigilancia a los rehenes. También habían caído prisioneros la mujer y los hijos del Mayor Dhero Ulaet. El djendel, que viajaba con ellos, recibió abatido estas noticias.

Al menos contaban con una ventaja: Yrnut conocía una forma de entrar a través de un falso refuerzo en la empalizada. Si lograban abrir las puertas de la ciudad desde dentro, el Ejército Blanco haría el resto.

El plan era tan simple como arriesgado. Decidieron llevarlo a cabo aquella misma noche, cuando su enemigo creyera que se lamían las heridas. No fue fácil convencer a Skutvik Vhalen de que aguardara a que las puertas de Sköll se abrieran. Askell, la espada cuyo filo había segado los cuellos de los saqueadores años atrás, aguardaba impaciente en sus manos. Hoffdakulur e Yrnut irían en lugar de su padre. Sigfred se ofreció para acompañarlos.

Llegado el momento, los tres jóvenes dejaron el campamento y emprendieron el descenso entre los apretados abetos, bajo el amparo de la noche lluviosa. Iban vestidos con ropas oscuras y no tenían más protección que sus propias espadas y justillos de cuero tachonado, pero se adentraron a tientas y sin temor por las laderas boscosas. Yrnut era delgada y conocía bien el bosque, así que tomó la delantera. Sigfred era el doble de grande, cosa que ahora lamentaba. Las ramas le arañaban la cara y el terreno se hundía bajo sus pies, pero finalmente divisó la luz de distantes antorchas: la empalizada de Sköll. Hoffdakulur buscó una posición adecuada para observar el terreno. Unas siluetas se perfilaban en la barbacana. Dos soldados, pero ninguno se había percatado de su presencia.

Sigfred se reunió con Hoffdakulur para buscar la mejor manera de acercarse a la fortificación sin ser vistos. La lluvia los ayudaría a pasar desapercibidos.

Con señas, Sigfred hizo ver a su compañero que estaba preparado para descender por allí. Entonces percibió un movimiento entre las sombras de la barbacana. Uno de los hombres se dio la vuelta y cayó al suelo con un gorgojeo. El otro murió antes de emitir un solo sonido. Asombrado, Sigfred comprobó que Yrnut ya había resuelto el problema.

—Digna hija de mi padre —susurró Hoffdakulur; Sigfred le vio sonreír.

Sin duda, aquella muchacha llevaba sangre de grandes guerreros, pensó, mientras se hacía paso por el hueco oculto entre los maderos.

Amparados por las sombras, los tres siguieron la línea de la empalizada en dirección a la puerta principal. Muchos soldados la custodiaban. No les sorprenderían durmiendo, eso era evidente.

Lograron eludir la vigilancia y, al llegar a los portones, tuvieron que detenerse para decidir cómo podían deshacerse de los soldados. No muy lejos de la entrada había postes con prisioneros. El resplandor de las antorchas era tenue, pero los dos hermanos reconocieron a uno de ellos. Hoffdakulur tuvo que poner una mano sobre la boca de su hermana para que no gritara. Allí, bajo la vigilancia de varios soldados que se guarecían de la lluvia bajo los voladizos de los tejados, vieron a su madre, desnuda y ensangrentada.

—Déjame, hermano —le suplicó Yrnut, sacando su cuchillo y tratando de zafarse de los brazos que trataban de retenerla—. ¡Mira lo que le han hecho!

Sigfred vio a qué se refería. La orgullosa mujer del Señor de los Fiordos tenía señales de latigazos por todo el cuerpo, y la sangre resbalaba por entre sus muslos, bajo el aguacero. Sin duda, no había sido una prisionera sumisa.

—Yrnut, ¡ahora no es el momento!

La muchacha no pudo librarse de su hermano, pero el forcejeo llamó la atención de sus enemigos. Las voces de alarma, pronunciadas en una lengua extraña, despertaron a todo el pueblo. Los soldados desenvainaron sus espadas, cortas y de hoja ancha, tomaron las antorchas y corrieron en su dirección.

Lanzando una maldición, Sigfred empuñó su acero y recibió a los soldados junto a Hoffdakulur. Esquivó la estocada del primero y hundió su espada hasta la empuñadura en el siguiente. El joven Vhalen, por su parte, ya había hecho caer a otro más. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver a Yrnut, únicamente armada con su cuchillo de caza, abriéndose paso hasta su madre como una fiera peligrosa. Hoffdakulur hizo amago de seguirla, pero Sigfred le retuvo.

—¡La puerta! —le recordó.

El joven Vhalen volvió su mirada hacia los postes. La chiquilla lo había logrado: había liberado a su madre. En su emoción por el reencuentro, ninguna había advertido a los soldados que se cernían sobre ellas.

—Ayúdalas —resolvió Sigfred, viendo la tragedia en ciernes—. Yo abriré la puerta.

Hoffdakulur gritó una advertencia y corrió hacia su hermana y su madre, pero no llegó a tiempo. Indomable como una de las Hijas de Wotan, la Señora de los Fiordos se puso delante de su hija y recibió por ella una herida mortal. Después se desplomó sobre el barro. Yrnut no pudo contener un grito desgarrador y se arrojó sobre su madre, ya inerte. Hoffdakulur al menos llegó a tiempo de salvar a su hermana.

Muy a su pesar, Sigfred se obligó a mirar hacia delante, aún estremecido por la muerte de aquella mujer. Su coraje era inspirador. Mientras blandía la espada a un lado y a otro, desviando ataques y abriendo la carne, no dejó de escuchar el lamento de Yrnut.

De pronto se encontró ante los portones. Tres movimientos fueron suficientes para dejar fuera de combate a los soldados que se habían quedado de guardia. El tronco que cerraba el paso estaba mojado así que pudo empujarlo sin mucho esfuerzo. Tiró de los portones hacia dentro y dejó el camino libre al interior de Sköll. Se llevó a los labios el cuerno que había recibido de su capitán y sopló con todas sus fuerzas, llamando a los jinetes a la carga.

El Ejército Blanco no tardó en acudir a la llamada: entró como un vendaval mortífero en la ciudad que les había sido arrebatada, con Skutvik a la cabeza. Llevaba el yelmo con las alas plateadas del águila pescadora de los Vhalen y en su mano empuñaba Askell. No tuvo piedad con los usurpadores de su hogar.

La encarnizada lucha por Sköll se prolongó hasta las primeras luces del alba. Completamente extenuado, Sigfred regresó a la plaza llevando a Zukunft de las riendas. En el barro yacían caídos de uno y otro bando, algunos aún moribundos, con el rostro desencajado por el dolor. Él también sentía la tentación de dejarse caer. Sus piernas apenas le sostenían y sus ropas estaban empapadas de sangre, no sabía si propia o ajena. Había recibido un tajo en el antebrazo, pero ni siquiera le dolía. Por el camino se encontró con Sven Krimson; tenía una herida abierta en la cabeza, y la sangre, del mismo color que sus cabellos, le corría por el cuello, pero aún tuvo fuerzas para saludarle y sonreír por la victoria.

Al llegar, vio a Skutvik. El guerrero había luchado heroicamente por su gente durante toda la noche. Ahora su legendaria espada yacía en el lodo. Los brazos que la habían sostenido envolvían ahora a la madre de sus hijos, su compañera, que había cambiado su vida por la de Yrnut. De rodillas en el barro, el Señor de los Fiordos lloraba como un niño, aferrándose a su esposa muerta como si de esa manera pudiera devolverle el aliento. Hoffdakulur abrazaba a Yrnut y también a su hermana pequeña, que habían liberado. Hablaba de la honrosa bienvenida que su madre recibiría en los Prados Eternos, donde sería agasajada con el mejor aguamiel y un buen asado, compartiendo asiento con los héroes inmortales. La niña, idéntica a su hermana mayor, observaba todo con los ojos muy abiertos. Se aferraba a la pierna de su hermano como si fuera lo único que le quedara en el mundo. Yrnut permanecía fría y distante.

Dhero Ulaet se había reunido con los suyos. Estrechaba con inmenso alivio a su pequeña, una niña de rizos dorados, y a su hijo, un par de años mayor. A ellos también les habían marcado el hombro y llevaban argollas en el cuello, pero se encontraban vivos y en buen estado. A su madre la habían respetado, quizá por llevar túnicas de sacerdotisa. No había alegría en sus miradas. No mientras la familia Vhalen se dolía por tan gran pérdida. Había un sincero afecto entre las dos familias; aquello sorprendió a Sigfred.

Más tarde supo que Skutvik había acogido bajo su techo al Mayor djendel y a los suyos desde su llegada a los fiordos, muchos años atrás. Sus hijos habían crecido juntos. Quizá no conocía al veterano guerrero tan bien como había pensado.

Cuando la acerada luz de la mañana llegó al fiordo, arrojando un tibio resplandor sobre la tierra teñida de rojo, los cuerpos de sus enemigos fueron amontonados al otro lado del muro y ardieron con la brea bajo la llovizna. Ninguno fue perdonado.

Habían ganado su primera batalla, pero Sigfred no sentía regocijo alguno. Recibió felicitaciones de su capitán y de sus compañeros; él solo tenía ojos para la familia Vhalen. Sentía su dolor como propio. No pudo dejar de preguntarse cuántas familias más estarían ahora en esa misma situación. Cuántas aldeas habrían sido sometidas. El sufrimiento acababa de empezar y él no estaba dispuesto a dejar arrebatar ni un puñado de tierra a los invasores. Así lo había jurado.