Capítulo tercero

Cuarta luna del año 18 después de los Blancos

Envuelto en su pesada capa de lana y amodorrado por el rítmico susurro de las rompientes, Sigfred Bäradlig extendió sus manos enguantadas hacia el escaso calor de la fogata. A su alrededor, un puñado de soldados hacían un esfuerzo por mover los miembros entumecidos mientras esperaban con impaciencia el cambio de guardia, que llegaría al alba. Más allá, algunos djendel ya se habían despertado e iniciaban sus oraciones, ajenos al rigor invernal. A veces envidiaba sus dones.

Somnoliento, Sigfred dirigió su vista hacia el este. Había transcurrido una luna desde que su rey se marchó con Reyk por allí; los Regentes fueron informados gracias a los caminantes y se produjo la contraorden esperada: hallar cualquier rastro de él o de la sagrada cabalgadura. La búsqueda había sido infructuosa, los mejores exploradores y también los djendel habían fracasado. Había llegado el momento de cambiar de estrategia, meditó.

—Baertur, ¿puedo hablar?

Era Dana Altfesen, la veterana montañesa. Seguía empeñada en utilizar ese viejo vocablo kranyal que ya nadie empleaba. Probablemente no serviría de nada tratar de convencerla de que él no estaba a la altura de ese tratamiento, así que se limitó a invitarla a tomar asiento junto a él y compartir el calor de la hoguera.

Ella aceptó el gesto, pero su mirada grave advirtió a Sigfred de que esperaba hablar de algo importante. Algo que debía tratarse con cautela.

Como la mujer no se decidía a hablar, Sigfred tomó una jarra de barro que se calentaba en las brasas y le ofreció un poco de aguamiel caliente que ella bebió con gusto. Parecía incómoda. Era una mujer directa, poco acostumbrada a las sutilezas, y habló en consecuencia:

—Baertur, mis padres fueron marinos y mis antepasados antes que ellos. Puedo aseguraros que ningún navío de la isla Fadden tiene caladura suficiente para navegar en la mar abierta con los temporales que nos sacuden. En otros tiempos me hubiera dejado arrancar la lengua antes que hablaros así, pero no callaré más: los soldados están hartos de esperar, quieren luchar por su señora. Son bravos y no temen a la Dama Oscura, bien lo sabéis, pero se sienten amarrados a este lugar. Algunos han hablado de cruzar la Sima de Hell —dijo sin turbarse.

Sigfred comprendía demasiado bien lo que Dana le decía. La impaciencia no solo estaba causando mella entre su gente. Él también se notaba irascible.

—Seguir al rey, ¿no es así? —preguntó Sigfred, considerando la sugerencia.

Aquella osada idea había cruzado su cabeza cientos de veces, pero terminarían antes si se arrojaban por las rompientes de Adertral. ¿Tan desesperados estaban?

—No —contestó Sigfred con rotundidad—. Serás tú quien parta, pero no hacia la Tierra Vacía. Irás a Vilaarn.

La sorpresa ensombreció el rostro de la veterana guerrera.

—¿A Vilaarn?

La mujer lo observó con desconfianza. Sigfred se dio cuenta de que había interpretado aquella orden como un castigo a sus palabras.

—Te necesito allí. Necesito que te presentes ante los Regentes. Y que les hables de tu idea. De barcos con mayor caladura.

La mujer abrió la boca para protestar, pero comprendió lo que pretendía el joven Bäradlig. Sigfred corroboró sus pensamientos.

—Maestros djendel y kranyal podrían trabajar juntos en Adertral; darán al mundo algo que nunca nadie ha podido imaginar, navíos con los que llegar a los Reinos Extraños; allí podremos encontrar a nuestro rey, o buscar a nuestra reina por nuestra cuenta.

Si la montañesa aprobaba su propuesta o no, fue algo que Sigfred nunca llegó a saber. Su impasible semblante no varió un ápice cuando se marchó para reunir sus pertenencias y preparar su caballo.

Un poco más tarde, Sigfred se reunió con ella en el redil de las monturas. Su turno de guardia había terminado y deseaba cabalgar un poco para desentumecer los músculos antes de echarse a dormir. En cuanto a la mujer de los fiordos, ya se encontraba dispuesta para salir hacia Schenneval.

—Será un honor acompañarte durante un trecho, Dana Altfesen, si es de tu agrado —le dijo mientras colocaba la silla de montar sobre el lomo de Zukunft.

No sabía muy bien por qué estaba haciendo eso; tal vez solo quería saber la opinión de la montañesa sobre la idea que quería hacer llegar a Vilaarn.

—No seré yo quien lo impida, Baertur —respondió ella secamente, y subió a su peludo alazán; era un caballo de alta montaña, casi la mitad que su montura.

La mujer miraba de reojo al oscuro semental mientras Sigfred le ajustaba la cincha. El animal se revolvía inquieto, no era impaciencia. El alazán de Dana también comenzó a recular.

—¿Qué demonios ocurre aquí?

Sus palabras iban dirigidas a Dana, pero la guerrera tenía sus propios problemas; su montura se había desbocado.

Una racha de viento helado llegó desde el mar y provocó una lluvia de hojas y ramitas. En el redil, los caballos se agruparon como si hubieran olido a un depredador.

Un relámpago alumbró una sombra blanca entre la maleza. Fue solo un instante, pero Sigfred vio con claridad la cabeza lobuna, enorme.

¡La bestia!

Sin pensarlo dos veces, montó su semental y acudió en su persecución, atravesando la maraña de helechos allí donde había visto al animal escabullirse.

Dana Altfesen oyó gritar a su capitán. Desenvainó su cuchillo de caza y corrió en su busca, pero ya no había rastro de él. En su lugar halló un perfecto arco levantado en mitad de una pradera. Estaba hecho de hielo, y se fundía lentamente sobre la hierba. Las huellas de la montura del Capitán de la Guardia desaparecían justo allí.

El viento del norte soplaba al romper el alba, silbando a lo largo de un gran cañón horadado por el paso de un río. Las aguas bravas corrían por la garganta, entre la escasa vegetación de la ribera, que aprovechaba la preciada humedad en una región árida. Saghan se asomó al borde de un risco, tratando de encontrar, bajo la escasa claridad, la forma de pasar al otro lado. Ningún hombre ordinario podría haber alcanzado ese peñasco inaccesible. Pero Saghan no era ordinario en absoluto.

La luna rozaba el horizonte purpúreo. Era apenas un gajo, igual que la noche en la que Reyk y él superaron la Sima de Hell. Los primeros días que siguieron a esa espeluznante experiencia habían transcurrido entre más ciénagas. Fueron jornadas muy duras, en las que avanzaron con dificultad. Después el paisaje cambió drásticamente: los humedales dejaron paso a llanuras agrietadas por el sol. Había sido un poco decepcionante encontrar que, al contrario de lo que su nombre sugería, en los Reinos Extraños no había mucho de extraordinario, salvo la escasez de vegetación y los diferentes olores. Siempre había imaginado un lugar lleno de seres fabulosos, pero las tierras que había encontrado no se diferenciaban mucho del mundo que ya conocía.

Cuando avistó las primeras señales de civilización decidió seguir su viaje a escondidas. Era imposible no sentir curiosidad por sus habitantes, pero en aquel momento consideró más prudente evitar cualquier contacto con extraños. Se había adentrado en un nuevo mundo del que todo lo ignoraba y en el que se sentía un intruso; temía que su apariencia pálida y la cicatriz que marcaba su rostro inspiraran desconfianza o miedo. Reyk también parecía sentirse más cómodo avanzando campo a través. Sin embargo, a veces era desesperante no saber ni siquiera el nombre de la tierra que pisaban. En más de una ocasión se había quedado mirando algún puñado de casas en la distancia, conteniendo su deseo de acercarse.

Una noche, sin embargo, la curiosidad venció a la prudencia. Había sucedido hacía media luna; era una aldea y casi todos dormían. El único movimiento que percibió fue el de una pareja que corría a encontrarse furtivamente en la oscuridad. No vio mucho más.

Desde entonces había repetido su aventura varias veces. Escudriñando tras las ventanas, había escuchado voces ajenas. Aquellos sonidos le reconfortaban, y también habían alimentado su curiosidad. Quería saber de qué hablaban. No podía entender su lengua, pero sí percibía con claridad las emociones. Su empatía natural como djendel le había revelado el significado de algunas palabras. Noche tras noche, descuidaba más su cautela. Era consciente de ello, y de que en cada incursión se arriesgaba a ser descubierto. Pero ya no le inquietaba tanto esa idea.

Había sido especialmente interesante descubrir el uso que aquellas personas daban a pequeños pedazos de metal circular a los que otorgaban un gran valor. No dejaba de resultarle ridículo, y a veces confuso, que codiciaran con tanta ambición y, a veces, violencia, algo que la tierra brindaba con tanta gratitud. No podía tratarse de los relieves cincelados en su superficie, a su entender demasiado toscos para resultar artísticos. No obstante, pronto comprendió que si alguna vez dejaba de viajar a escondidas, necesitaría algunas de esas piezas.

También habían llamado su atención unas bulliciosas moradas en las que viajeros cambiaban sus preciadas monedas por un plato de comida o una jarra de bebida, por dormir en un jergón o, en ocasiones, por montar a una mujer como un animal en celo. Si en Neimhaim había algo parecido, no tenía conocimiento de ello. Gursti solía jactarse de la hospitalidad de los hogares kranyal, que reservaban alguna barrica de cerveza o aguamiel para agasajar a los viajeros. Según tenía entendido, si un caminante se veía obligado a detenerse en alguna aldea, o incluso en la capital, siempre había algún pariente lejano o algún amigo que le brindaba su hospitalidad, al menos así se lo habían contado en su exilio. En cuanto a poner precio al cuerpo de una mujer… Aquello le resultaba extraño y desconcertante.

He vivido demasiado tiempo en la ignorancia. Y Neimhaim también. Aquí hay muchas cosas que aprender.

Ardía en deseos de saber de otras vidas, de compartir sus conocimientos. Observarlos a escondidas era como robar un poco de trato humano, y siempre le resultaba insuficiente. Ese anhelo era extraño y paradójico, porque toda su vida, en las montañas de Karajard, había amado la soledad. Muchas cosas estaban cambiando dentro de él.

También el día que nacía había cambiado mientras se sumía en sus pensamientos. Las nubes habían cubierto el cielo y empezaron a verter una inesperada carga de agua sobre aquella región tan ávida de humedad. Infinitamente agradecido, Saghan inspiró el penetrante olor de la tierra seca al mojarse, dejó que la lluvia limpiara su rostro de polvo y degustó las gotas que caían en su boca. Había llegado el momento de abandonar el risco. Escaló hábilmente por las resbaladizas paredes cortadas hasta encontrar, más arriba, a su paciente compañero de viaje. Reyk le aguardaba bajo la lluvia, deseoso de reanudar la marcha.

Saghan nunca había visto a aquella criatura verdaderamente exhausta. Él tampoco se cansaba. Como djendel, tenía prohibido hacer uso de los animales como montura, pero gracias a sus dones mitigaba el cansancio y podía caminar días enteros sin necesidad de tomar comida ni bebida. Los frutos y raíces que iba reconociendo por el camino le habían bastado para alimentarse y Reyk se contentaba incluso con un arbusto espinoso. Su ritmo de viaje había sido bueno, pero no lo suficiente como para calmar su desasosiego. A medida que avanzaban hacia el norte, el terreno se iba volviendo más accidentado; no dudaba en que pronto encontrarían un territorio más fresco, probablemente poblado de bosques, que volverían a frenar su marcha.

No podemos demorarnos.

El caballo de guerra se sacudió el agua que lo empapaba y emprendió de nuevo el paso, siguiendo la orilla del desfiladero. Saghan lo acompañó bajo la lluvia.

Ailsa soñó con el Gran Valle de Karajard. Se encontraba junto a la choza que su padre había construido. Veía desfilar los arroyos del deshielo entre las praderas de altas hierbas. Ukja relinchaba.

Abrió los ojos, mas no vio montañas ni valles. Aún era de noche, pero en la penumbra se encontró con la bóveda cristalina de su alcoba, en el palacio de Nordkinn.

Los relinchos de su yegua aún llenaban su cabeza y su corazón palpitó desenfrenado. ¿Qué la había despertado?

Se encontró vestida en su lecho, ni siquiera se había descalzado. Tenía la sensación de haber dormido mucho y profundamente. ¿Cuánto tiempo había pasado?

Volvió a oír un relincho, más alto y claro que el viento que soplaba fuera. No se trataba de ningún sueño.

¿Un caballo? ¿Aquí?

Buscó a Eitranan, pero, por primera vez desde que había llegado a las tierras de Nordkinn, no vio al lobo a su lado.

Instintivamente, buscó el tacto de Thyrkaya. Su espada había permanecido a su lado mientras dormía y la llevó consigo cuando salió de la estancia. Como en un sueño, atravesó los pasillos y escalinatas cristalinas hasta el piso inferior. El lejano sonido del caballo aún llenaba su cabeza y la guiaba como la luz a una mariposa.

Se adentró en el gran salón del palacio. El hielo, a través de sus gigantescos prismas, desprendía una evanescencia sobrenatural. Casi podía imaginar que era la luna, y no el propio hielo, el origen de aquel resplandor.

Contuvo el aliento al descubrir a un magnífico caballo, un semental negro como la noche, que pateaba y se revolvía como si hubiera visto a la Señora Oscura. Ciertamente era ese animal el que deslumbraba con su vigor en aquella tierra dominada por la muerte.

Estaba ensillado y tenía las protecciones propias de una montura de batalla. No lejos estaba su jinete: había descabalgado y le sujetaba por el ronzal.

Ailsa trató de calmar el acelerado ritmo de su corazón. Desenvainó la espada con todo sigilo, pero el desconocido lo oyó.

Él también se llevó la mano a la empuñadura de su espada, pero no la desenvainó. Parecía observarla con extrañeza, como todo lo que le rodeaba. Finalmente exhaló:

—Arthyra… Mi Señora, ¿sois realmente vos?

La extraña luz de los prismas iluminó su cabello, negro como el ébano. Sus ojos castaños la miraron vacilantes, contemplándola como a una extraña.

Ailsa se sintió desfallecer.

—No es posible…

Sus dedos perdieron fuerza y dejaron caer la espada. Tanto tiempo sola con sus miedos, sola con sus pensamientos…

Su primo acudió a su lado y la tomó por los hombros, temiendo que fuera a derrumbarse. Ella se aferró a él con un afán desesperado de comprobar que era real, que no se trataba de un sueño o una ilusión.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —le preguntó, temblando—. ¿Cómo me has encontrado?

—No sabría responder a eso, hace un instante estaba en Adertral —admitió Sigfred, tan confundido como ella—. Vi una sombra blanca y un extraño arco de hielo. De pronto me encontré aquí. Por un momento pensé que me encontraba en…

—¿En la Ciudad Dorada?

La sola idea hizo sonreír a Ailsa, aunque su sonrisa no tuvo nada de alegre. Luego, mirando los gigantescos muros de aristas resplandecientes, comprendió que a ojos de un recién llegado aquel lugar debía de parecer la morada de los Altos. No era una conjetura descabellada, ciertamente: el palacio era obra de manos divinas. Incluso sus propias ropas tenían un tacto y una hechura que no eran de ese mundo; no era extraño que hubiera tardado en reconocerla.

—No, no es la Ciudad Dorada, aunque podría serlo; tan lejos creo que nos hallamos del resto del mundo. Esta tierra pertenece al Señor de los Hielos. Su nombre es Nordkinn. Él me mantiene cautiva, tal como Adroon predijo. Pero el viejo jamás te mencionó.

—No tiene sentido. ¿Por qué me ha traído aquí? ¿Por qué yo?

Ailsa creía conocer la respuesta, pero permaneció en silencio. En su desesperada existencia, en las ocasiones en las que había anhelado la muerte, un deseo se había colado en su alma: había ansiado un compañero con el que compartir sus días de cautiverio. Nordkinn se lo había concedido. Y ahora, Sigfred era tan prisionero como ella.

Con amargura, Ailsa no se atrevió a revelarle la verdad.

Sigfred, por su parte, parecía incapaz de asimilar que su viaje de búsqueda hubiera concluido incluso antes de haber empezado.

—¿Os encontráis bien, Arthyra? —le preguntó y la observó con severidad—. ¿Alguien ha osado…?

Ailsa negó con la cabeza. Se sentía más preocupada por el devenir de las cosas tras su marcha. Su pariente le contó lo sucedido.

—Vuestro padre aún se encontraba postrado en su lecho cuando dejé Vilaarn, pero los sanadores aseguran que se recuperará, y no dudo de que será así —le aseguró—. Vuestra madre apenas sufrió algunas magulladuras y no se separa de él.

En su voz había un claro intento por tranquilizarla. Y fue precisamente aquel esfuerzo lo que la alertó.

—¿Por qué no hablas de Saghan?

Su primo tardó en responder.

—Nuestro Arthayl sobrevivió —dijo, aunque su voz tenía la gravedad de quien anuncia una desgracia—. La túnica sagrada del Primero de los Djendel le salvó la vida… Pero hace tiempo que se separó de nosotros.

—¿Se separó…? —repitió Ailsa casi sin voz—. Hablas de él como si hubiera…

—Se adentró en la Tierra Vacía —le explicó Sigfred con toda la prudencia de la que fue capaz—. Su intención era salvar la Sima de Hell y llegar a los Reinos Extraños para dar con vos. Nunca debió ocurrir. Le buscamos durante muchos días… Lo lamento, mi Señora.

Ailsa desvió la vista, aturdida. La Tierra Vacía. La Sima de Hell. Lugares de pesadilla que su madre siempre había pronunciado con pavor. El vacío de su vínculo se hizo aún mayor. La incertidumbre le atenazó el corazón.

De pronto, Zukunft pateó el suelo con fuerza, arrancando esquirlas heladas. Sigfred trató de calmar a su montura y vio de qué se trataba. Lanzó una maldición, apartó a su prima a un lado y desenvainó la espada, defendiéndola del lobo boreal que se hallaba al otro lado de la sala.

—Es él, ¿verdad? —dijo, apretando los dientes con rabia—. ¡El que mató a mis compañeros! ¡El asesino de niños e inocentes!

Dirigió la punta de su espada hacia la bestia, pero, para su sorpresa, Ailsa se interpuso.

—Yo también me sentí invadida por la ira al saber que se trataba del mismo animal. —Tomó su brazo y le hizo bajar la espada—. Pero su alma estaba poseída por su señor. Este lobo no se parece demasiado al que recuerdas, ¿no es cierto?

Eitranan se hizo a un lado, incómodo por el ruido de los humanos, pero sin mostrar el menor signo de alarma. Era un ejemplar hermoso, de pelaje inmaculado. Carecía de la agresividad que mostró en la Plaza de la Luz, pero a su primo le fue imposible dejar de desconfiar.

Finalmente, enfundó su acero.

—Su nombre es Eitranan —le explicó Ailsa—. Pertenece a Nordkinn, pero ha sido mi única compañía aquí, en esta prisión de hielo.

—Habláis de este animal de un modo desconcertante, Arthyra.

Ailsa evitó la mirada de su primo.

—Sí, mi padre me hizo Señora de los Kranyal y Reina de Neimhaim, pero algo en esta tierra me vuelve terriblemente débil, de una forma que me avergüenza. Incluso este animal ha terminado por ser un compañero. Por eso no puedo dejar de dar las gracias por que estés aquí, aun viéndote condenado como yo. Y te aseguro que la muerte es la única escapatoria a este infierno helado.

La crudeza de sus palabras impresionó a Sigfred. Había confusión en su semblante, sin embargo algo en su interior permanecía firme como una roca.

—No nos quedaremos aquí —le aseguró con tanta determinación que la hizo creer que en verdad sería como él decía—. Regresaremos a Neimhaim, encontraremos la forma, te lo juro, prima.

Era la primera vez que le hablaba de una forma familiar, y aquello la conmovió de una forma inesperada.

—Es agradable oír la voz de un pariente… Háblame como tal, te lo ruego, aquí somos iguales.

—Entonces, no lamentes que esté aquí —le dijo él—. Es mi deseo estar a tu lado, Ailsa, pase lo que pase.

Ella asintió y recibió su abrazo con una inmensa alegría.

En verdad Nordkinn ha sabido alejarme de la muerte…