Capítulo segundo

Tercera luna del año tercero

Suaves jirones de luz se filtraban entre las copas de los fresnos en el Bosque Sagrado de Vilaarn, tejiendo un caprichoso tapiz en su lecho. Para Eyra, poner los pies en aquel recinto era más que un privilegio. Veneraba aquellos árboles, mudos testigos de épocas distantes. Era fácil contagiarse de su paz, le transmitían un bienestar que raras veces solía experimentar. Rozar los agrietados troncos era como extender la mano a través del tiempo y enlazarla con los Antiguos, cuyo espíritu aún latía en aquellos gigantes. En una era lejana vivieron en aquella misma tierra, que también tuvo sus reyes. Una vez muertos, yacieron bajo sus raíces y sirvieron de alimento a la savia de aquellos fresnos. Ya eran uno, a ojos de la Gran Madre. También ella vestiría un día un sudario de tierra, con una semilla apretada en su mano, cerca de su corazón.

Aquel bosque, pensó Eyra, era la prueba de que los djendel compartían algunas costumbres con aquel pueblo perdido, cuyo único vestigio era el puente del río Lebensáeth. Se preguntó si los guerreros kranyal también guardarían algún parecido con los Antiguos.

Habían transcurrido cuatro años desde que ambos clanes acamparon bajo aquella misma bóveda, y aún era mucho lo que ignoraban de las gentes de las montañas, que habían protagonizado los cuentos para asustar a los niños hasta hacía unos pocos años. Había sido reconfortante descubrir que eran hombres y mujeres como ellos. Si bien sus costumbres no dejaban de ser rudas, habían demostrado ser sumamente inteligentes. Se guiaban por complejos códigos de honor y habían sufrido y llorado la pérdida de sus seres queridos más que ningún djendel. Hablaban su misma lengua y transmitían de padres a hijos las mismas leyendas que ellos guardaban celosamente en pergaminos. Desde el día de la Alianza, un pensamiento había germinado en su conciencia e iba tomando fuerza con el paso de los años. Y estaba segura de no ser la única en reparar en esa idea atrevida pero tentadora:

¿Y si los Antiguos no dejaron de existir? ¿Y si somos nosotros, kranyal y djendel, sus descendientes? La Profecía dice que un día seremos un solo pueblo. Tal vez ya lo fuimos en el pasado.

Avergonzada de su osadía, apartó esa idea de su cabeza.

La esposa del Señor de los Kranyal seguía a Eyra por el Bosque Sagrado, llena de inquietud. Ningún sonido o movimiento escapaba a su mirada. Cada vez que se agitaba una rama, buscaba con disimulo el tacto del puñal de caza que colgaba de su cintura, como si este pudiera defenderla de las ánimas que allí moraban. Se internaba en el santuario como si lo hiciera en un territorio enemigo. Tanto recelo en un lugar de tanta paz… La idea que antes había hecho sonrojar a Eyra parecía ahora más descabellada que nunca. Puede que no hubiera tantas semejanzas entre los dos clanes, después de todo.

Los kranyal no enterraban a sus muertos. Creían que el fuego liberaba el alma de la atadura del cuerpo, y realmente había sido perturbador verlos incinerar a sus parientes, dejando que sus cenizas se esparcieran con el viento. Como guerreros que eran, los kranyal esperaban ser llamados a las Eternas Praderas, donde empuñarían sus aceros junto a sus antepasados hasta el final de los tiempos. Con esa esperanza buscaban un final glorioso que los hiciera dignos de los Altos, y la idea de yacer bajo la tierra los llenaba de pavor. El Bosque Sagrado era para ellos un lugar tenebroso que preferían evitar. Por eso, y por el respeto del clan Djendel hacia la tierra sacra, la costumbre lo había convertido en un recinto vedado.

Era evidente que Drumilda deseaba salir de allí cuanto antes. No entendía esa atracción que ejercía el bosque sobre los pequeños; Eyra sí lo comprendía.

De vez en cuando, entre las copas se descubría el azul del cielo. Entonces, como una visión de ensueño, emergía una torre blanca hacia lo alto. Era la primera, pero un día serían decenas. Así sería el Palacio Real de Vilaarn el día en que sus hijos tomaran el trono. Los djendel, en su humildad, jamás habían construido nada tan alto ni tan esbelto. Una obra digna de leyenda.

Nadie soñó jamás que seríamos capaces de hacer algo parecido, meditó Eyra.

Unas risas infantiles llamaron su atención: la mujer de las montañas había encontrado a sus hijos.

Ajenos al significado sagrado de los árboles, los dos pequeños, blancos como armiños, se habían encaramado a uno de los viejos fresnos. Con solo tres años, la impetuosa kranyal había trepado como una gata montesa hasta las primeras ramas. En cuanto a su hijo…

Ha vuelto a hacerlo. Muy a su pesar, Eyra no pudo evitar que su serenidad se deshiciera.

A más de treinta pies del suelo, el Heredero djendel dejó de reír en cuanto advirtió el enfado de su madre. Solo los pájaros podían alcanzar esa altura. Los pájaros, o un djendel que empleara sus artes. La destreza con la que se desenvolvía con sus precoces dones hacía de él un niño difícil de instruir.

—Deshonras el favor de la Madre cuando haces eso, más aún para vanagloriarte. ¿Crees que este es un motivo digno para usar tus dones?

Eyra trató de ser firme en su reprimenda y obligó a su hijo a descender por sus propios medios para que se enfrentara a la dificultad y el peligro; de esa manera aprendería a no traspasar los límites de sus habilidades naturales.

—Hijo, es importante que me obedezcas. Si Adroon hubiera estado en mi lugar, no hubiera sido tan compasivo como yo.

Ailsa, con la cara sucia y el pelo enredado, resopló airada y comenzó a descender con la agilidad de una ardilla. Su madre la amonestó en cuanto saltó al suelo, cosa que en realidad serviría de poco, pensó Eyra. La Heredera kranyal no era precisamente un modelo de obediencia.

Tomaron juntos el sendero de regreso, aunque los niños no tardaron en enfrascarse en un nuevo desafío. Al menos reconfortaba verlos jugar juntos. Eran inseparables, lo cual era apropiado, dado que un día reinarían como esposo y esposa. Aquello silenciaba las dudas no expresadas de muchos djendel, que aún veían con desconfianza su alianza con el clan de las montañas.

—Es tarde —suspiró Drumilda mientras se sacudía algunas hojas que habían quedado adheridas a su falda de lana, la mejor que había podido conservar en estos años—. Al amanecer un mensajero anunció la llegada de los parientes de mi esposo, y el sol ya está alto. Mi hombre no ha visto a su hermano desde que se separaron tras vengar a nuestros muertos; no estaría bien que su esposa no estuviera allí para recibirlos, a él y a su familia.

Eyra asintió. Sodjel Bäradlig, hermano de Gursti y único pariente vivo del Señor de los Kranyal, había sido llamado desde la antigua capital en la cordillera de Lonjard para establecerse en la capital real. A pesar de la victoria contra los invasores, la mayoría de las familias habían menguado trágicamente. Drumilda había perdido a toda la suya. Después de tanta muerte, los parientes hacían lo posible por reunirse. También había sido así entre los djendel. Eyra no tenía a nadie, pero le conmovía el dolor ajeno. Ningún djendel podría olvidar jamás la muerte que había impregnado las nieblas de Schenneval.

Mientras regresaban por la senda, Drumilda le habló de Sodjel y también de Kanra, su esposa, perteneciente a una familia de cazadores de ciervos. Durante la guerra se había forjado una merecida fama como arquera. Eyra agradeció su incesante comadreo. La guerrera le explicaba todo con gran afán por transmitir todas y cada una de sus emociones, sin saber que ella podía percibir todo eso con facilidad.

—A veces, Eyra, creo que sabes lo que voy a decir antes de que abra la boca.

Drumilda dejó en suspenso la pregunta que, bien por cortesía, bien por pudor, no se atrevía a formular.

—Para los djendel, percibir las emociones es tan natural e inevitable como respirar —le confesó Eyra—. Nuestro espíritu está tan abierto al mundo que resulta imposible no detectar la verdad de las palabras o el estado de ánimo. La mentira y el engaño es algo inútil entre nosotros; una argucia a la que únicamente recurren los niños, que aún están ciegos en ese sentido. Pero hay una ley muy severa: si bien nuestra empatía es grande, indagar en los pensamientos ajenos sin consentimiento está estrictamente prohibido.

Drumilda se asombró de aquella revelación y meditó sobre sus consecuencias.

—Pero sois capaces de hablar sin usar las palabras, ¿no es cierto?

Eyra asintió con una sonrisa.

—Podemos hablar con una voz interior. Era así como me comunicaba con mi hijo antes de que él naciera y el vínculo es tan estrecho que desnuda todo el espíritu: nuestras sensaciones más íntimas, nuestros recuerdos, todo queda expuesto. Esto nos hace terriblemente vulnerables. Por eso solo empleamos la voz interior en la intimidad.

La inesperada risa de Ailsa la apartó de sus cavilaciones. La niña había desaparecido, al igual que Saghan. Drumilda se apresuró a llamarlos, pero Eyra la convenció para que les permitiera jugar.

—Están escarmentados —le aseguró—. No irán muy lejos.

Quizá las ruedas del destino habrían girado en otro sentido si en ese instante hubiera tomado otra determinación. Aquella concesión marcó el rumbo de una era, aunque ella en ese momento no fuera consciente. Fuera como fuese, no había transcurrido mucho tiempo cuando sintió el halo de la fatalidad impactando como una onda en todo su espíritu.

Un agudísimo grito atravesó el corazón del Bosque Sagrado y los pájaros volaron despavoridos. Drumilda desenvainó su cuchillo y echó a correr en busca de su hija. En sus ojos relampagueaba la fiera determinación de quien ha visto morir a sus seres queridos y ha matado para protegerlos y vengarlos. Ya no quedaban saqueadores en Neimhaim, pero la duda de que hubiera sobrevivido alguno la hizo palidecer.

Eyra, en cambio, fue incapaz de dar un paso. Un sudor frío recorría su sien. En el mismo instante del grito, las emociones de su hijo le habían estrujado el alma con tanta fuerza que la habían dejado sin respiración. Ya sabía lo ocurrido. No podía calcular el alcance de las consecuencias pero, de cualquier modo, supo que aquello podría cambiarlo todo.

Acuciada por la gravedad de lo sucedido, se abrió paso entre los grandes fresnos y se halló ante una macabra visión: la pequeña kranyal chillaba con los ojos clavados en un niño recién llegado, más alto que ella, cuya cabeza estaba en llamas. Este, presa del pánico, corría erráticamente entre los árboles, finalmente tropezó con una raíz y cayó de bruces al suelo. Drumilda le atrapó y trató de sofocar el fuego con su propia capa.

No muy lejos, Saghan miraba la escena en completo silencio. Parecía asustado. Solo Eyra sabía que no era así, advertía claramente su fastidio por haber visto interrumpido su juego. Y también un malsano regocijo, porque ya no existía el pelo, oscuro y brillante como el plumaje de un cuervo, que tanto había atraído a Ailsa cuando se tropezó con el intruso.

La intensidad de los celos y el odio en su hijo la hicieron palidecer. La palabra maldita escapó de sus labios:

—Sacrilegio.

Eyra tuvo que hacer un gran esfuerzo por tranquilizarse y atender lo más urgente. No era sanadora, pero podía usar sus dones para mitigar el dolor y el miedo del niño recién llegado. Todo él temblaba; tenía el cuero cabelludo chamuscado y afortunadamente su rostro estaba intacto. A pesar de su horror, de sus labios no salió una queja. Debía de tener unos ocho años y vestía ropas caras: un justillo en cuero tachonado con la figura grabada de un oso rampante. El blasón de los Bäradlig, Eyra ya lo conocía bien.

Gran Madre, debe de ser hijo de Sodjel.

En aquel instante, sintió de nuevo la sombra del destino planeando sobre ellos, sobre la ciudad, sobre todo Neimhaim. Atemorizada por la premonición, levantó sus ojos hacia Ailsa. La niña se acercaba a Saghan con paso decidido. Notaba la ira infantil bullendo en ella, incontrolable. Cuando vio un cuchillo asido en su mano infantil, fue demasiado tarde: la cuchillada fue rápida y penetrante, y cayó de lleno en el rostro de su hijo. Saghan chilló y se desplomó hacia atrás; Eyra sintió el dolor en sus propias entrañas y se arrojó sobre su hijo, que se tapaba la cara. La sangre manaba por debajo de sus manos, derramándose rápidamente sobre la hierba. Ailsa se alejó en busca de los brazos de su madre.

El filo ensangrentado se le cayó por el camino y quedó abandonado sobre la hierba. Drumilda fue la primera en reconocerlo, se trataba de su puñal de caza.

El Señor de los Kranyal se dejó caer con pesadez sobre una de las sillas de madera labrada de su propia casa, que a veces ejercía como Sala del Consejo. Allí nadie los molestaría durante un buen rato. Desgraciadamente, necesitaban esa discreción.

Gursti habría preferido no ver a su hermano Sodjel en aquellas circunstancias: no era el recibimiento que había previsto.

Era unos cuantos años más joven que él, pero parecía mayor a causa de las lacras que el veneno de los saqueadores había dejado en su cuerpo. La oportuna intervención de un djendel le salvó la vida; gracias a eso aún tenía un hermano. Cuando tuvo fuerzas suficientes, obstinado como cualquier Bäradlig, Sodjel se unió a él para dar caza a las hordas extranjeras a pesar de que casi no se sostenía sobre su montura. Cuando regresaron, cayó derrotado al suelo y durmió diez días seguidos. El veneno le había marcado para siempre: no había vuelto a preñar a una mujer, ni a su esposa ni a otra, y la piel de su cara nunca se recuperó. Cuatro años más tarde, las marcas seguían afeando sus mejillas, si bien las disimulaba bajo una barba elegante. Le sorprendió descubrir que prestaba una inusual importancia a su aspecto, cosa que a él nunca le había quitado el sueño. En eso jamás se parecerían: siempre preocupado por lo que los demás pudieran pensar de él o su familia, Sodjel se desvivía por hacer lo correcto.

—¿Os han atendido bien? —le preguntó Drumilda con el semblante desencajado.

Gursti conocía bien a su mujer; se sentía responsable por no haber vigilado mejor a los niños, se preguntaba si no debía haber sido más estricta con la educación de la Heredera. Sus manos aún temblaban.

—Los sanadores le han atendido bien —precisó la madre del muchacho—. Sigfred descansa bajo sus cuidados. La cura será larga, pero su vida no corre peligro.

Kanra no disimulaba su rencor. Los sanadores no sabían si el muchacho volvería alguna vez a tener un pelo sobre su cabeza, así que comprendía que la mujer estuviera furiosa: Sigfred era su único hijo y nunca tendría más, salvo que acudiera a otro hombre que no fuera su esposo. Los años no habían pasado en balde por ella, no obstante Kanra aún era una mujer atractiva, notó Gursti, con las mismas largas trenzas rubias que recordaba. En su juventud muchos la habían pretendido y todos se habían visto ahuyentados por su carácter altivo. Únicamente la templanza de su hermano había hecho brecha en su corazón orgulloso. Ahora parecía domada, casi comedida.

—Mi esposa y yo asumimos la responsabilidad que nuestro hijo tuvo en el incidente —intervino Sodjel, más cauto que su mujer.

—El chico no tuvo la culpa —se opuso Gursti—. Su único error fue salir a buscar a su prima antes que los demás. Fue impaciente, eso es todo.

Al otro lado de la mesa, y aferrado a un retorcido cayado, alguien parecía no compartir esa opinión. Sodjel y Kanra ya habían oído hablar de él. Adroon permanecía inmóvil, con una expresión tan inescrutable como la de un cadáver. El incómodo silencio hizo que se convirtiera en el centro de todas las miradas; solo Eyra se mantuvo al margen. Asomada al ventanal abierto, la mirada de la joven djendel parecía perdida. Los sanadores habían logrado salvar la vida de Saghan, pero no su visión. Había quedado tuerto; como un estigma incurable, la herida no permitía la intervención de los dones. Y podría haber sido mucho peor.

—La gravedad de este asunto puede suponer una ruptura total —pronunció Adroon—. El final de la Alianza.

—Amigo mío, son cosas de niños —le aseguró Gursti, intentando ofrecer una calma que no terminaba de sentir—. Ailsa ha recibido un castigo contundente, te lo aseguro. Pero no ha sido más que un accidente. Los niños se muelen a palos todos los días y aún no ha ardido el mundo por eso.

El anciano levantó sus ojos hacia el guerrero.

—Tu hija apuñaló a mi hijo, una herida le cruza la cara y su ojo es inservible. Podría haber muerto, también por accidente.

—Mi Ailsa es brava, sí. Y vengó a su sangre con demasiada premura, así han sido los Bäradlig desde que el mundo tiene memoria —admitió Gursti—. Pero no podemos dejar que esto trascienda.

—Veo que no entiendes lo sucedido —le reprochó el viejo sacerdote—. En toda la historia de nuestros pueblos, jamás un habitante de las montañas levantó una mano sobre un djendel. La hija del Señor de los Kranyal ha atentado contra la vida del que será Primero de los Djendel, su futuro esposo, su rey. ¿Imaginas qué ocurrirá cuando esto se sepa en el Consejo?

Gursti no respondió, podía hacerse una idea. Los djendel no toleraban la violencia, en ninguna de sus formas. Comenzarían las disensiones, las dudas. Aquellos que nunca creyeron en la convivencia de dos clanes verían confirmadas sus opiniones. Finalmente, vio el peligro que Adroon discernía. No era infundado.

—Muchos se preguntarán qué futuro aguardará a este reino, con semejante comienzo —puntualizó Adroon con un rictus de desagrado en su boca—. Si deseas preservar la Alianza, solo hay un camino: nadie debe saber lo ocurrido.

El anciano era astuto, pero también ladino, advirtió Gursti. Adroon tenía sus propios temores: esa mácula empañaría el halo de misticismo que envolvía a su hijo, incluso teniendo en cuenta lo excepcional de sus circunstancias. El anciano le exigía silencio no solo por el bien de la Alianza, sino también por ocultar su propia vergüenza.

Adroon fijó su taimada mirada en él, como si le hubiera leído el pensamiento.

—Lo acepto —asumió Gursti—. Lo ocurrido en el Bosque Sagrado jamás debe salir de esta estancia. Pensaré en algo para explicar lo ocurrido. Pero no olvidéis que vuestro hijo no es la única víctima, también atentó contra la vida de mi sobrino.

—Lamentablemente, eso es cierto —admitió de mala gana el anciano djendel—. Saghan ha violado la primera y más sagrada de nuestras leyes: empleó sus habilidades para infligir daño a otra persona. Él también podría haber matado y será ajusticiado sin contemplaciones. El castigo para este caso es la extirpación de sus dones y el destierro a una tierra vacía.

Eyra se volvió y contempló a su mentor, horrorizada.

—No me tomes por estúpido, anciano. —En aquel instante, Gursti habló con la determinación que le había hecho líder de los suyos y quedaba en él ya poca paciencia—. Conozco vuestras limitaciones y sé bien que esa ley vuestra no concierne a los niños, porque nadie desarrolla sus dones antes de cierta edad. Tu hijo solo tiene tres inviernos y sus dones le fueron entregados de una forma precoz, tal fue la bendición del Padre de Todos. Si le despojas de su privilegio, cometerías un agravio al más Alto entre los Altos. Habla claro, pues. ¿Qué es lo que pretendes?

Adroon no respondió inmediatamente a su réplica; Gursti pensó que había amedrentado al viejo sacerdote, pero se equivocó. Solo estaba preparando su respuesta.

—Ciertamente, mi hijo aún no está preparado para tomar conciencia moral de sus dones. Tardará en aprender apropiadamente sus habilidades y habrá nuevos accidentes, como tú los llamas, Señor de los Kranyal. El Heredero supone un peligro para sí mismo y para los demás, debe ser aislado. Y sea o no responsable de sus actos, recibirá un castigo ejemplar. Cumplirá el exilio a una tierra vacía, pero no será un exilio de por vida, pues el día en que cumpla dieciocho inviernos regresará a Vilaarn para ocupar el lugar que le corresponde.

Adroon clavó los ojos en el guerrero con severidad antes de proseguir.

—La Heredera kranyal debe acompañarle —le anunció de improviso a su padre, y anticipándose a sus protestas, sentenció—: Es una señal: «La más salvaje de las tierras será su madre y maestra».

Contra todo pronóstico, Gursti no abrió la boca. Observó largamente a su aliado con el corazón atenazado por una especie de miedo que era nuevo para él. La Profecía. Había olvidado esa parte hasta ahora.

—Ha llegado el momento de que se cumpla la Leyenda —le advirtió Adroon.

—Palabras huecas, inventadas por alguna mente ebria —se rebeló Gursti, aunque en su fuero interno comenzaba a comprender que estaban actuando fuerzas superiores a él.

—Gursti Bäradlig, esta decisión no es tuya, ni siquiera mía. Así está escrito. Tú fuiste testigo: los cielos se abrieron para saludar a nuestros hijos. No atentarás contra su destino, ¿verdad? ¿Osarás agraviar al más Alto entre los Altos?

Adroon sabía enredar los pensamientos. Gursti reconoció su habilidad.

—¿Y a qué tierra deberíamos enviar a nuestros hijos, por esa voluntad divina?

—A un lugar apropiado para ellos: virgen, inaccesible y temido por todos. Karajard es ese lugar.

Drumilda soltó una exclamación y Eyra palideció. Gursti se levantó con tal violencia que derribó su silla.

—¿Karajard? ¡Eso no es un exilio, es una condena a muerte!

De todas las montañas de Neimhaim, de todos sus lugares más recónditos, Karajard era la tierra más feroz y peligrosa. La península de la península, tan hermosa como cruel, donde la naturaleza había tomado su cariz más salvaje y era la única soberana. Aislada por un paso estrecho de arena que se inundaba con las mareas, Karajard se levantaba en el extremo más septentrional de las tierras de Neimhaim. Incluso en la distancia, sus dentadas cumbres blancas parecían lanzar una advertencia: tras sus picos aguardaba la muerte agazapada en muchas de sus formas. Atrapados por su belleza, algunos incautos atravesaron el istmo maldito. Ninguno regresó.

Indiferente a su indignación, el anciano djendel le indicó que volviera a tomar asiento.

—Pareces olvidar que nuestros hijos han sido bendecidos: la mano de los Altos guarda su sino. Allí donde nadie ha sobrevivido jamás, lo harán los Herederos, así reza la Alle-Taühien. Karajard será el santuario de los Esperados de la Leyenda. A vuestro pueblo, tan amante del coraje, le halagará saber que su reina crecerá en un lugar donde nadie más ha sobrevivido. Los Herederos deben cumplir con los dictados de la Profecía. Así se lo comunicaremos al Consejo.

Fueron convocados los Mayores de cada clan; los hombres y mujeres más sabios y respetados entre los suyos. Al amor de un gran fuego, los kranyal y los djendel volvieron a reunirse una noche bajo el cielo raso. Tal y como Adroon había previsto, los guerreros recibieron la propuesta de enviar a los Herederos a Karajard con admiración. Los sacerdotes djendel también mostraron su beneplácito.

Muchos habían escuchado los relatos sobre la milagrosa llegada al mundo de sus futuros reyes. La Profecía estaba muy arraigada, y los rumores sobre los prodigios de los dos niños níveos viajaban como el viento.

Hubo algunas dudas, pero fueron prontamente disipadas. Sus propios progenitores los acompañarían y los prepararían para su futuro cometido, turnando su cuidado con la regencia, de dos en dos.

En total se decretaron catorce años de exilio para los Herederos. Cuando regresaran, poco antes de cumplir dieciocho años de edad, tendrían que demostrar su valía ante las Primeras Casas de Neimhaim y el Consejo los podría someter a prueba antes de tomar el trono.

Se mandó grabar en una roca esa decisión, a la vista de todos, pues ya era ley.

Al día siguiente, antes de que despuntara el alba, un carromato tirado por dos bueyes abandonó la seguridad de la muralla y se abrió paso entre un callado gentío, reunido de madrugada para despedir a sus futuros reyes. Diez jinetes escogidos por Gursti los escoltaban. Tenían orden de velar por su seguridad hasta las primeras laderas de Karajard.

La pequeña y resentida Heredera viajaba tumbada boca abajo en el carromato junto a su madre; no podría sentarse en una larga temporada, hasta que los varazos recibidos en sus posaderas se lo permitieran.

El Heredero iba a pie, adormilado y con el ojo aún vendado, apenas podía seguir los pasos de su padre. Cuando Saghan se detenía, el viejo djendel se volvía en silencio. Con su sola mirada, el niño proseguía la marcha. No le tendió la mano ni una vez, ni lo haría en todo el largo camino que les quedaba hasta los confines del reino. Tampoco le permitiría subir al carromato. Los djendel toleraban las costumbres kranyal de someter y utilizar a su conveniencia a los animales, pero jamás las compartirían. Era inmoral para ellos.

«Un djendel es lo que puede trasportar consigo —solía decir Adroon—. No necesita más».

Fiel a su palabra, él mismo cargaba un sencillo fardo. Lo que guardaba en su interior, nadie más lo sabía.

En lo alto de la barbacana, el Señor de los Kranyal se abrigó con sus pieles, sacudido por un escalofrío. En el cielo purpúreo apenas quedaban estrellas y por el este ya se divisaban las primeras luces del día.

Sus ojos estaban puestos en la mujer que acababa de despedir. Aún escuchaba su reproche. Aún veía sus amargas lágrimas.

—Siempre te has servido de mis consejos —se había lamentado Drumilda— y has tomado la decisión más importante de nuestras vidas ignorando lo que pueda pensar o sentir…

Gursti Bäradlig la había estrechado con más tristeza de la que había sentido al presenciar las masacres de su pueblo, y había alzado su mirada hacia el cielo, que se aclaraba por momentos, para contener las emociones que no eran dignas de un Señor.

—También es la decisión más importante de la vida de todos los kranyal y los djendel, de los que viven estos tiempos y de los que han de venir. ¿Acaso crees que soy de piedra, mujer? Debes ver que todo lo que hemos construido depende de esto; es la Profecía. Por eso soy Señor de nuestro pueblo. Debo ser líder antes que hombre.

Drumilda le obligó a mirarla a los ojos.

—Maldita sea esa leyenda —dijo, y su dolor le partió el alma—. Estaremos separados media vida. Quizá no volvamos a vernos.

Gursti tomó su rostro con rudeza y la besó, pero ella se mantuvo fría como una piedra.

—Tú siempre serás una parte de mí, Drumilda. Lo quieras o no.

El carromato se internó en el mar de nieblas de Schenneval y Gursti la despidió con la mirada.

Padre de Todos, ayúdanos a afrontar esta dura prueba, rogó para sus adentros. Protégelos.

A su lado, Eyra, que no había pronunciado palabra desde que se había separado de su hijo, se descubrió la cabeza. La joven sacerdotisa, ahora convertida en Regente del clan Djendel, mostraba una expresión muy extraña. Los primeros rayos de sol iluminaron su rostro, completamente sereno. Gursti la miró sorprendido.

—No has llorado. Ni siquiera pareces triste.

La brisa matutina agitó sus oscuros cabellos, ocultando su mirada.

—Los muertos no lloran —pronunció.