Capítulo undécimo

Con su serena presencia, Staat acompañó a Saghan cuando este se arrodilló junto a su madre. Eyra estaba tendida de lado y un suave manto de nieve cubría su túnica y su cabello rizado, extendido sobre el hielo. Parecía dormida.

Ya estoy aquí, madre, a tu lado.

Saghan le tomó la mano, le acarició el rostro inerte. Quería decirle cuánto la quería, pero no pudo hacerlo. Había demasiadas emociones contenidas dentro de él, que se derramaron inevitablemente. Con todo el cuidado del mundo, retiró las flechas de su cuerpo y limpió la sangre, preparándola para que se la llevaran de regreso al barco con el resto de los djendel caídos. Quería que yaciera en la tierra del Bosque Sagrado de Vilaarn. Deseaba tenerla cerca el resto de su vida.

Mientras la atendía, lo hizo con las maneras solemnes que merecía, pero el llanto finalmente traicionó su serenidad cuando asimiló que la había perdido de una forma definitiva e irremediable. Había estado tan sola, tan sola toda su vida. Ya nunca podría darle el amor que se merecía. Ya nunca podría hacerle saber hasta qué punto era ella importante en su vida, en la de todos.

En su corazón se había hecho un hueco que jamás se volvería a llenar.

A su lado, hundida en un pozo de dolor, Ailsa buscó una señal de vida en el cuerpo tibio de su madre, ensartado por las flechas.

—Mi niña… —musitó Drumilda.

Aún le quedaba aliento y una débil sonrisa asomó a sus labios.

—Madre —gimió, sorprendida, Ailsa, frotando sus manos con renovadas esperanzas, sin querer ver que en su rostro exangüe llevaba la marca de la Señora Oscura.

—Estoy tan orgullosa… tan orgullosa. No llores por mí… Ni por tu padre. Hemos tenido una buena muerte.

Una gran calma se apoderó de ella y, sin dolor, Drumilda se desvaneció y dejó de respirar.

Ailsa oprimió las manos laxas, las lágrimas inundaron sus ojos. Su dolor era inconmensurable y se derramó en un amargo llanto para el que no había consuelo alguno.

La joven reina perdió la cuenta del tiempo que pasó llorando junto a su madre. Despertó de su tristeza cuando percibió que había alguien de pie, frente a ella. Alzó la vista turbia y tardó en reconocer al robusto kranyal de barba gris que traía el cuerpo de su padre en brazos.

—Mi Señora —pronunció Skutvik Vhalen—. Gursti Bäradlig murió con la espada en la mano, como siempre deseó. Su nombre inspirará los más heroicos cantos que nuestra tierra haya conocido.

Ailsa le dio las gracias con la mirada. El viejo guerrero depositó a sus pies el enorme cuerpo de su padre, aún envuelto en su capa de piel de oso, y Ailsa lo acogió con el mismo desconsuelo con el que había tomado el de su madre. Le estrechó contra su pecho, apretó las mejillas contra su densa barba llena de hebras blancas y calentó su rostro con sus lágrimas.

En medio de su desdicha, Ailsa distinguió a lo lejos a su primo, gravemente herido. Hoffdakulur le había llevado junto a sus padres muertos, Sodjel y Kanra, y Sigfred los velaba con el rostro macilento, sin derramar una lágrima. Era milagroso que aún se mantuviera con vida.

La experta espada de Hoffdakulur Vhalen había salvado a Dhero Ulaet y a muchos djendel, pero no había podido hacer nada por su propia hermana. Skutvik se reunió con su hijo y se miraron en silencio. Ailsa vio en los ojos del viejo guerrero de los fiordos que, aunque la muerte de su hija pequeña le hería salvajemente, que Hoffdakulur siguiera con vida era un gran regalo para él. Así se lo hizo saber, sin necesidad de pronunciar una palabra. Después, recogió en sus cansados brazos el cuerpo inerte de su niña y se la llevó por la llanura con la mirada perdida. Acababa de saber que su hermano Murik también había caído. Lo había hecho como siempre había deseado, honrando a su dios Tyr.

Cuando Saghan dejó que su madre partiera hacia la costa, el sol se había puesto y el campo de batalla estaba teñido por las luces del crepúsculo. Se ocupó de que Nesbyen Geffast fuera tratado con los honores que merecía. Zheit y Shöjka se habían unido a los djendel en la extenuante tarea de atender a los muchos heridos. Staat calmó el sufrimiento de los que ya no tenían esperanza. Por su parte, Illzar y Lhuan recogieron los cuerpos del capitán Cythan Gaell y del resto de los dasarin caídos para embarcarlos en su último viaje a Naehlyn.

Nunca podrían agradecerle lo suficiente al Señor de Ljósálfheim toda su ayuda, y así se lo hicieron saber Saghan y Ailsa a los que partieron de vuelta, jurando que Neimhaim acudiría en su ayuda siempre que lo necesitaran.

En la planicie de Hertejänen asomaba por primera vez en mucho tiempo una oscura y fértil tierra, toda una promesa de vida. Eitranan había desaparecido y el esbelto palacio era un sueño reducido a un montón de hielo quebrado. Ahora eran los muertos los que llenaban la llanura hasta donde llegaba la vista. La enseña del Lobo Rampante había caído: ningún guerrero de Ijerlönya quedaba en pie para sostenerla. La extraña vida que les había dado aliento los había abandonado cuando la Señora Oscura regresó a sus dominios, llevándose con ella su preciada carga. Ahora, hombres y monturas yacían por todas partes, tendidos pacíficamente como un juguete olvidado.

Fue entonces cuando el lejano rumor de un cuerno levantó todas las miradas.

Como en un sueño, Ailsa se puso en pie y su capa carmesí ondeó con la brisa del ocaso. Escuchó de nuevo, con toda claridad, el clamor de la llamada más allá de las regiones celestiales.

Al poco, entre la bruma de la llanura, divisaron un grupo de jinetes. Dos aves negras aleteaban sobre los recién llegados.

—Las Hijas de la Batalla —susurró Ailsa, limpiándose el rostro manchado.

Nadie había visto jamás a las doncellas que eligen a los héroes caídos para conducirlos a las Altas Praderas. Allí, en una morada levantada con lanzas y escudos, la carne asada y el mejor aguamiel agasajarían a los recién llegados, sentados sobre bancos cubiertos de cota de malla. Sus antepasados escucharían sus proezas, y los invitarían a tomar una vida donde podrían batallar hasta el fin de los días sin volver a caer jamás. Se convertirían en los einherjes, los elegidos para combatir en las filas de los Altos.

Incluso en la distancia, las Hijas de Wotan eran estremecedoras. Engalanadas con armaduras plateadas y enarbolando sus lanzas, cantaban a la bravura de los guerreros mientras sus monturas hundían sus cascos en el oscuro campo de batalla impregnado de sangre, espadas perdidas y pendones deshilachados.

A la cabeza iba la más bella de todas, con sus cabellos refulgentes. Sostenía en lo alto el estandarte de un cuervo, y con él saludaba a los que aún estaban vivos. Su caballo, negro como los mensajeros del Padre de Todos, no tenía arreos ni silla, pero obedecía a su jinete con premura. Así se condujo entre los presentes, y desmontó ante los Reyes de Neimhaim.

Sus hermanas habían descendido entre los muertos, y con afecto sincero cerraban los ojos a los que habían luchado tan honrosamente, en uno y otro bando.

—Os saludo, Hijos del Norte —pronunció con una voz que estremeció a cuantos la escucharon—. Mi nombre es Brynhild, Hija Mayor de la Batalla y Señora de las Valkirias. Pido consentimiento para tomar el cuerpo de quienes aquí yacen, para brindarles la gloria de la vida inmortal en las estancias del Valhall.

Tal y como le correspondía como Señora de los Kranyal y Reina de Neimhaim, Ailsa se inclinó ante la doncella y le dio la respuesta:

—Brindadles la gloria que merecen, os lo ruego, para que gocen de vuestras mieles hasta el fin de los días.

A un gesto de la Señora de las Doncellas Lanceras, cada una de sus hermanas eligió un guerrero para la grupa de su corcel. El Senescal de Vilaarn, Sodjel Bäradlig, y su esposa Kanra fueron recogidos con veneración, así como la valiente montañesa Dana Altfesen y Karn Dunstan, que había dado su vida por defender a los djendel. Vinka Vhalen estaba entre ellos, también su tío Murik. Todos los que habían muerto con coraje fueron tomados del campo de batalla en medio de un sepulcral silencio.

Ailsa despidió a su madre con un beso en la frente y luego hizo lo mismo con su padre. Ella misma los entregó a los brazos de las doncellas lanceras para que emprendieran su último viaje. Ya no volvería a verlos. Si un día ella lo merecía, se encontrarían de nuevo en los campos de los héroes.

Brynhild tenía la mirada fija en ella. Una de sus hermanas se acercó con un pequeño cofre de madera labrada.

—Señora, recibid este presente que el Rey de los Altos os envía gozoso.

Ailsa recibió el regalo y Saghan contempló, no sin temor, el contenido. Eran dos manzanas, verdes y jugosas.

—Son los frutos de Idún: quien coma de ellos jamás envejecerá —les explicó la Hija Mayor de la Batalla—. Solo aquellos que tienen sangre divina tienen el privilegio de recibirlos.

La doncella percibió su duda, y les anunció:

—Hijos del Norte, el Padre de Todos os aguarda en su trono celestial. Un banquete festejará vuestra llegada a la Ciudad Dorada, donde tomaréis el lugar que os pertenece, entre vuestros iguales, para ocupar el puesto de vuestro padre.

Saghan evaluó la manzana. En el momento en que la mordiera se convertiría en un dios, tanto como Nordkinn lo había sido. Dejaría atrás el mundo de los mortales y Neimhaim quedaría nuevamente ingobernado; su gente, desamparada. Ailsa compartía su misma inquietud.

—Mi Señora, en nuestro corazón pesa aún un gran deber —pronunció Saghan, hablando en nombre de los dos—. Nuestro pueblo nos necesita. El Padre de Todos sin duda debe saber que nuestra carga en este mundo todavía es demasiado grande para abandonarla.

Dicho esto, le devolvió el presente con sincera gratitud. Si la doncella sintió alguna clase de desconcierto, no lo mostró. Tan solo alzó su brazo para recibir a los cuervos Huggin y Muninn, e inclinó su cabeza para escuchar el mensaje que estos le traían.

—Sea, entonces —pronunció, levantando al vuelo las dos negras aves—. El Rey entre los Altos os concede un tiempo. Podréis permanecer en la tierra de los mortales hasta el día en que la criatura que la Hija del Norte lleva en el vientre os suceda en el trono; entonces, seréis llamados de nuevo para sentaros a la mesa de los inmortales.

Dicho esto, Brynhild se inclinó respetuosamente. Quedaba aún por tomar un último guerrero elegido: Thorvald de Tjördemheid. La Hija Mayor de la Batalla tocó la cabeza de su desconsolada hermana, y calmó su desdicha con la promesa de una nueva vida para el valiente joven, donde se reuniría con sus parientes. Así, con el rey de Hertejänen entre los brazos, cabalgó de nuevo.

Con su partida, la isla de Hertejänen se quedó más vacía que nunca. Las primeras estrellas brillaban en el firmamento. En ese instante, sucedió un milagro: el cielo se encendió, convirtiéndose en un resplandeciente mar de onduladas luces verdes y azules que avanzaban y retrocedían como la respiración. Desde la tierra, todos los ojos se quedaron prendados de aquel extraño fenómeno. Era la aurora boreal, el tributo de los Hijos del Norte a los que ya nunca despertarían en ese mundo.