Capítulo octavo

El mundo era un lugar de eterna oscuridad, frío y pesadillas.

Cuando despertó, Saghan se debatió entre la debilidad y una terrible somnolencia. Apenas podía percibir la claridad del alba. Seguía lloviendo y la arboleda que había sido su refugio durante la noche ya no los guarecía. Las gotas se deslizaban entre las ramas, la humedad se había colado en sus huesos. Cuando le condujeron hasta una montura no tuvo fuerzas para oponerse. El resto de la jornada transcurrió haciendo un terrible esfuerzo por no caerse de la grupa. Respirar era un ejercicio cada vez más costoso. Todo lo que quería era dormir.

Los días que siguieron fueron aún peores. Apenas distinguía los delirios de la vigilia. El rostro de Vije ondulaba cerca de él. Vagamente notaba su preocupación, sus ojos cargados de angustia, que iban y venían. El dasarin reía. Decía cosas que no podía comprender.

Y el mundo se tornó en tinieblas.

Su madre le miraba. Drumilda. No. Eran los ojos grises de Eyra. Le tendía los brazos. Él quería llegar a su lado, pero no podía. Nunca llegaba a ellos.

Me abandonaste, hijo. Abandonaste a tu pueblo.

Una sala infinita, llena de gente. Las altísimas paredes devolvían mil veces un indignado griterío. Kranyal y djendel hablaban al mismo tiempo, alzando sus voces cada vez más fuerte. Cientos, miles de rostros desconocidos. Todos le miraban, cargados de decepción y de resentimiento. Su madre estaba a su lado, pero también se alejaba. Sus ropas estaban empapadas de rojo. Se había cubierto el rostro con las manos y por debajo de sus dedos se deslizaban silenciosas lágrimas. En ella no había reproche, sino pena. Una honda amargura.

Ignoraste tu deber.

Todos le repudiaban. Su padre también estaba allí. Su túnica colgaba hecha jirones y su barba rala estaba empapada de sangre. Su cuello, destrozado por las dentelladas. Caminaba hacia él, penosamente. Sus ojos brillaban amenazadores mientras alzaba hacia él sus dedos esqueléticos.

¿Para esto dejé mi vida? ¿Eres tú mi digno sucesor? ¡El Primero de los Djendel!

De pronto, un chorro de luz lo inundó todo y una sensación de alivio se coló en su alma.

—Ya despierta…

Un rostro felino le miraba, adornado con una sonrisa ladeada y grandes ojos almendrados… No eran humanos. A su lado, una niña de aspecto frágil y preocupado, con el pelo rojo ensortijado.

Sobre su cabeza, un techo bajo atravesado por grandes vigas de madera. Era una habitación humilde. Un tragaluz arrojaba una mortecina claridad. Podía oír llover sobre el tejado.

En cuanto se sintió un poco mejor le pusieron en antecedentes. Llevaba mucho tiempo postrado, gravemente enfermo, pero Vije había insistido en que no debían demorar su viaje al norte. Saghan se lo agradeció profundamente. Contaban con las monedas que les había entregado el regente de El Estandarte Bermellón, de manera que podían descansar en fondas y posadas que encontraban por el camino. Su última recaída había sido especialmente dura, pero Illzar conocía algunos extraños rituales, le explicó Vije, con los que le había mantenido con vida, aunque no había sido capaz de acabar con el mal que marchitaba su cuerpo.

De nuevo volvieron los días sobre los caballos, abrigados en sus capas bajo una lluvia perpetua. Las mañanas eran siempre oscuras y frías. El agua escurriéndose por su cuello, los caminos embarrados, las monturas quejumbrosas, exhalando vapores. Un lugar igual de incómodo y húmedo que el anterior. Arboledas que perdían sus hojas y se cernían sobre ellos, como largas garras ominosas. Ya no distinguía el día de la noche. Todo era una eterna y fría oscuridad. La debilidad volvió a apoderarse de él.

Una tempestad en el mar. Los océanos rugían y, entre las gigantescas olas, dos barcos sorteaban esquirlas de hielo que aparecían y desaparecían entre la espuma. Eran embarcaciones prodigiosas, esbeltas, azotadas sin piedad por la furia de los elementos. Golpes de mar barrían las cubiertas y sus navegantes permanecían sujetos como podían. Eran djendel. Entonaban súplicas a la Gran Madre. También había guerreros kranyal. Un grupo numeroso. Las espadas colgaban de sus cintos y pronto serían empuñadas. Las afiladas hojas beberían la sangre de sus enemigos. Había una fuerte sensación de discordia en el corazón de los guerreros. Un rencor oculto. Una traición que los separaba. Gursti estaba allí. Y Drumilda. Eyra, cuya cabellera negra y rizada estaba empapada por el agua salada, dirigía las oraciones con voz alta y clara. Ella era la fuerza de su clan.

Un hombre secundaba a Gursti: un kranyal alto y robusto, de barba gris trenzada. Había un blasón en su armadura. Un águila pescadora con un pez entre sus garras. Su yelmo alado daba fuerza a su mirada, altiva y llena de determinación. El hombre que había retado a Ailsa. Sus ojos no se apartaban de los djendel, especialmente de Eyra.

«Nadie nos dirá ya si nuestros reyes están vivos o muertos, y entretanto esta tierra se tambalea, ingobernada y sacudida por la penuria y el hambre. Nuestro pueblo necesita un brazo fuerte que lo sostenga y devuelva el orden perdido. Hoy solo los Vhalen tienen esa fuerza».

Ocultos entre las brumas, una hueste de guerreros. Cientos, miles, engalanados con sus antiguas armaduras. Les guiaba un motivo noble: alimentar a sus familias hambrientas. Se encomendaban al Padre de Todos para morir con dignidad.

Su líder, apoyado en el respaldo de su sillón de madera, reunía a sus fieles en la oscuridad. De su barba rubia y canosa colgaban dos finas trenzas. Así se distinguían los servidores de Tyr, Señor de la Guerra.

«Esos malditos djendel palidecerán cuando nos vean surgir de la niebla de Schenneval».

Muerte. Muerte en el sagrado lecho del Lebensáeth.

De nuevo el chorro de luz. La paz invadía su alma. Un instante de alivio.

Experimentó una quietud extrema, y vio una llanura helada de horizonte infinito. No había vida allí, pero era una visión tan hermosa…

Un sufrimiento terrible yacía allí, en algún lugar. Un cuerpo delgado y marchito se debatía en un lecho guardado por largos doseles. Su alma vagaba en un tormento de dolor y visiones macabras. Deliraba, clamando la justicia de los Altos. Su cabello seco caía sobre su semblante, la piel tirante marcaba sus pómulos. Ella notó su presencia. Se incorporó y abrió sus ojos de pupilas vacías. Su horrible mirada estaba clavada en él, aun en la distancia.

¡Por la piedad de los Altos! ¡No quise esto para ti! ¡Te lo ruego, perdóname!

Saghan despertó con la boca abierta como un pez. No podía respirar. Algo le ahogaba, como si una garra afilada le oprimiera el pecho. Una luz brilló delante de sus ojos, cegándole, y el aire pasó a sus pulmones. El alivio le permitió un instante de descanso. Una terrible debilidad invadía todo su cuerpo.

—Que Freyr castigue mi virilidad si alguna vez vi algo parecido —escuchó en alguna parte.

Los huesos le dolían como si fueran a quebrarse, pero su agotamiento le impidió siquiera poder emitir una leve queja. No supo qué era peor: el dolor de la vida o sus pesadillas.

Poco a poco fue consciente de que el mundo se movía bruscamente a su alrededor. Una lona descolorida se tambaleaba sobre su cabeza. Se encontraba en el interior de un carro inestable; cada tumbo era como un martillo que golpeaba sus doloridos y cansados huesos. Reconoció al dasarin, sentado a su lado. En sus ojos faltaba la picardía que creía recordar.

—Fue lo mejor que pude encontrar —se explicó, haciendo referencia al precario transporte—. Esa niña loca quiere llevarte al norte aunque te cueste la vida.

Saghan hubiera querido explicarle que los djendel jamás viajaban en carromatos, que para ellos era inmoral abusar de la fuerza de un animal, pero su lengua y su garganta se lo impidieron. Estaban secas como la arena. Illzar le ayudó a incorporarse y vertió un líquido sobre sus labios. Demasiado dulzón para ser agua. Más bien era un brebaje fuerte, aunque apenas podía notar el gusto.

—Un compuesto de mi invención. ¡Resucita a los muertos!

La risa del dasarin empezó a sonar lejos, cada vez más lejos…

—¡Eh! ¡No, albino! ¡Ni hablar de dormir otra vez!

Notó unas sacudidas y abrió los ojos con dificultad.

—Tienes que comer algo; luego descansarás. Amigo mío, deberías echarte un vistazo…

Algo se agitó frente a su cara. Era una cosa alargada, como una rama desnutrida. Su propio brazo. Sus dedos eran finos como lo fueron los de Adroon. Su padre… era él ahora. Pronto se reunirían en la muerte.

Después de un agónico intento por tragar algo sólido, el dasarin dejó su lugar a Vije. Ella hizo grandes esfuerzos por tratar de que comiera. Sus lágrimas corrían silenciosamente por sus mejillas.

No hubo más pesadillas en los días que siguieron, pero las tenebrosas visiones que le habían asaltado no se apartaron de su mente. El sufrimiento le arrastraba a una espiral de debilidad. Renunció a protestar por viajar en carromato. No sentía fuerzas y dormitaba casi todo el tiempo, sin poder conciliar un descanso verdadero. No se había sentido capaz de decir una sola palabra desde que despertó en aquella situación. Se encontraba tan agotado que ni siquiera podía pensar. Se entretenía en mirar a través de las rendijas de los gastados tablones que eran el suelo del carromato, viendo pasar el terreno encharcado. Los días transcurrían lentamente, sin sol, engullidos cada vez más presurosamente por la noche. Los huesos comenzaban a tensar su piel. Solo quería que el sufrimiento pasara. Únicamente quería sentir la luz sanadora del dasarin otra vez. Ansiaba los momentos de alivio que Illzar le prodigaba. Los necesitaba. Pero únicamente quería descansar.

Un día, la oscuridad volvió sin avisar.

Estaba perdido en una ciénaga. La niebla lamía las putrefactas ramas de los árboles que habían crecido alguna vez allí. Alguien le aguardaba, frente a él. Conocía su figura envuelta en una capa sinuosa, su cabeza coronada con astas entrelazadas. La belleza siniestra de sus ojos, negros como pozos. Extendió su mano hacia él, en silencio. Una sonrisa seductora se dibujó en su rostro femenino.

Dos ojos del color del hielo se abrieron de pronto, despertando de un sueño pasajero con lucidez, y el Señor de los Hielos vio y sintió la causa que le había sacado tan bruscamente de su ensoñación. Una tormenta de nieve nublaba el glaciar Vatnajökull, pero lo advertía con la claridad de un día despejado.

—Hella —musitó—. Aquí, en esta tierra. Reclamando lo que es mío.

La voz de Nordkinn sonó distante y fría. Pese a su tono desapasionado, experimentó una leve sensación de inquietud.

Desde que Assenilah había renacido en sus dominios, no había sido necesaria la esfera Rutnir para seguir su vida, sus pensamientos. Su presencia era tan intensa que podía perderse en sus sueños con extrema facilidad. Con ella volvía a sentirse en la Ciudad Dorada y su regreso era desgarradoramente real… Tan real que a veces llegó a creer que había sido perdonado. Aún no era ella del todo, pero faltaba muy poco. No permitiría que nadie se la arrebatara, no tan cerca del final.

Permaneció erguido en su trono de hielo, indiferente a la tempestad que arrastraba su capa y su pelo, cruzándose a rachas sobre su rostro inmortal. Sus manos se crisparon casi imperceptiblemente.

Pero no solo mi Assenilah. Más allá de estos mares, la Dama de Hell también reclama mi deshonra. ¿Tanto y tan profundamente he dormido?

Eitranan se acercó a su lado. Nordkinn se reclinó en su asiento y se acarició la sien, dubitativo. Debía poner muchos pensamientos en orden antes de tomar una decisión.

Aquello que distinguía a sus elegidos del resto de los mortales se había diluido en muerte y enfermedad.

—Ella no puede morir —murmuró, tajante.

Por un instante, una insoportable punzada de debilidad entró en su alma. Hundió las manos en su rostro y se dejó mecer por el viento huracanado. Pero cuando levantó la vista de nuevo ya no hubo vacilación en sus ojos inmortales.

—Juré que olvidaría —admitió Nordkinn—. No debí permitirlo; ella ha cegado mi juicio. ¡Hielos que me rodean, ella es mi perdición!

Acompañando a sus palabras, los rayos iluminaron las nubes de tormenta. Del corazón del glaciar emanó la fuerza del norte que, pulsante como la sangre, llenó sus miembros, su alma entera, hasta colmarle con el poder que reclamaba.

Glorioso, el temporal incrementó su fuerza y el sitial tembló bajo su azote.

—Los hielos —musitó el dios del Norte—. Ellos poseen la virtud más preciada en los Nueve Mundos: la frialdad.

De pronto percibió un sonido inaudito en sus tierras. El rugido de la ventisca hubiera impedido a cualquier mortal escuchar lo que sus sentidos advertían. Pero el viento traía un mensaje inconfundible, sorprendente.

Eitranan, a los pies del trono, se había erguido y olfateaba el aire, tratando de encontrar el origen de la inquietud de su amo. Su lomo se erizó al reconocerlo. Mostró sus dientes en un gruñido.

—Silencio, lobo —advirtió el dios del Norte.

El animal obedeció, pero permaneció expectante.

Entonces, Nordkinn lo escuchó con claridad. Era un cuerno. Una llamada que retumbaba en los cielos, acallando la fuerza de los vientos.

Era Gjallarnhorn, cuyas notas resuenan en los Nueve Mundos. Solo existía un instrumento capaz de desgarrar el aire con la fuerza de las tempestades. Solo los labios de Heimdall podían arrancar el bramido al místico cuerno para abrir el paso del mundo de los dioses.

Un arco multicolor encendió el cielo y vio descender entre nubes la oscura silueta de Huggin y Muninn, los cuervos mensajeros del Padre de Todos. Pero esta vez no venían solos.

—En verdad, una inesperada visita —comprendió Nordkinn, y su sorpresa no le pudo arrebatar cierto triunfo—. Mi padre, aquí.

Era temprano y Vije conducía el carromato que los había llevado a través de los valles de Jarhenvall. El viento soplaba con fuerza en el desfiladero, la efímera época estival había concluido, definitivamente. Las nieves no tardarían en llegar. Cuando alzó la mirada y vio lo que tenía ante ella, tiró de las riendas y detuvo el carro en seco. No se percató del abismo que se abría a escasas pulgadas de las ruedas ni de la maraña boscosa que se extendía mucho más abajo. Tampoco escuchó las protestas del caballo, molesto por la violenta parada. Era un castrado de color ceniza al que llamaba Strokkur, un manso palafrén que aceptaba con resignación su papel de animal de tiro. Ajena a todo esto, Vije se sentía descorazonada, diminuta como una mota de polvo.

—La última frontera de los reinos de los hombres —pronunció Illzar, a lomos del corcel que le había regalado el dueño de El Estandarte Bermellón—. Aquí termina Jarhenvall.

No había demasiada alegría en él cuando miraba al frente y, ciertamente, no parecía haber razones para ello.

Una infranqueable muralla de montañas se levantaba frente a ellos, sus afiladas cumbres eran almenas que rozaban el cielo y sus laderas, desnudas, escarpadas y negras como el basalto. Las nubes se rasgaban en los picos más altos, donde se veían nieves perpetuas.

—Así que tu mundo está al otro lado —susurró Vije, sobrecogida.

No le extrañaba que los dasarin se sintieran a salvo tras aquella cordillera, que era como un ejército de gigantes de piedra dispuestos a descargar su mazo. Nadie podía osar cruzar esas montañas, estaba segura, no al menos en aquella estación. ¿Cómo podría hacerlo ella y, más aún, un enfermo? Habían pasado muchas dificultades en todo su viaje al norte, pero aquello parecía sobrepasar sus fuerzas.

—Kamjyn —le llamó la muchacha, desechando sus propios temores—. Estamos cerca…

Su intención era animarle, pero no pudo mantener su forzada sonrisa. Saghan no se había movido en su improvisado lecho, en el interior del carro. Sus ojos hundidos se dirigían hacia la lona, aunque únicamente veían hacia dentro. Vije quería recordar aquella mirada suya tan cristalina, pero solo veía un espeluznante vacío.

—Kamjyn…

Él cerró los ojos, inmensamente fatigado. Su aspecto empeoraba con rapidez. Era milagroso que hubiera sobrevivido tanto tiempo en aquellas circunstancias.

Tienes que aguantar. Solo un poco más.

Hacía más de una luna que atravesaban los valles de Jarhenvall. Aún no había podido perdonar al dasarin por lo sucedido en aquella fonda, pero no podía imaginar qué hubiera sido de ellos si él no hubiera estado a su lado. Desde que Illzar los acompañaba, las condiciones de su viaje habían mejorado notablemente.

Gracias a él, sus pies ya no habían tenido que sufrir los duros caminos por las montañas. Se había ocupado de todo: víveres, ropa de abrigo y todos los pertrechos necesarios para realizar un largo trayecto. La generosa donación del posadero les había permitido comprar un carro al que engancharon a Strokkur. Por su parte, Illzar prefería montar al otro animal, un inquieto tordo. También había comprado un magnífico arco y un carcaj lleno de flechas. Para completar su indumentaria, solía decir. Jamás bajaba la guardia. Ciertamente, la situación lo requería: los caminos no eran seguros, y en cuanto al carromato, Saghan no hubiera podido seguir adelante sin él. Se consumía día a día. Aquel extraño mal le estaba devorando la vida.

Aunque Illzar se burlara constantemente, lo cierto es que no había escatimado en cuidados para el enfermo. No había día que desistiera de emplear sus artes para sanarle, a pesar de que el origen de su mal parecía estar lejos de su alcance. Detrás de su insoportable carácter, escondía una gran virtud: a su lado ninguna dificultad parecía imposible de superar.

—Imaginaba que nuestro amigo albino se alegraría de llegar hasta aquí, pero no esperaba un entusiasmo tan desbordante —comentó con ironía al ver a su compañero.

Vije censuró enfurecida sus palabras ligeras.

—Te adoro cuando me miras así, petirrojo —le susurró Illzar con expresión soñadora—. Ah, sí, eso. —Volvió su vista hacia la mole de lóbregas cimas y silbó—. Te han impresionado, ¿eh? Las Svartáed.

Aquel nombre evocaba algo terrible, pese al dulce timbre de la lengua dasarin. Se parecía demasiado a Svartálfheim, una palabra que inspiraba terror, pues se refería al mundo de los verkuur.

—Sí, pequeña, es exactamente lo que parece: Svartáed significa «bastión oscuro», y no sin razón, te lo aseguro —explicó Illzar—. Forma parte de lo que los verkuur llaman el Reino Negro, y esas laderas cuentan con buena parte de sus accesos al mundo exterior.

Strokkur relinchó, quejándose del brusco tirón que Vije había dado a las riendas.

—Da miedo, ¿eh? —dijo Illzar, y rio de buena gana—. No iremos por allí, tengo aprecio por mi vida. ¿No pensarías que…?

El dasarin rio aún más ante su silencio y obligó al castrado a reanudar la marcha.

—Mi niña, las fronteras de mi querido hogar, Ljósálfheim, son difusas como la niebla. Solo hay dos pasos firmes, ambos secretos, que permiten el acceso: uno está en alta mar y queda al oeste. El otro no lo tomaremos porque para llegar a él es necesario atravesar esos peñascos que tienes delante: una tierra infectada por siniestras criaturas. Nuestro camino, pues, se desvía ahora hacia el oeste. Debemos bordear esta cordillera y llegar a la costa. Y después… ¡eh, eh! ¿Qué ocurre?

Reyk había emprendido el galope, tomando un sendero que se desviaba del camino principal y descendía por el desfiladero. Aquella bifurcación conducía a las Svartáed, y el caballo de guerra lo recorría poseído por una repentina urgencia.

—Maldito animal —masculló Illzar, perdiendo la paciencia—. ¡Albino, despierta!

Vije le miró con pavor: Saghan se había desvanecido. La manta que le cubría se deslizó hacia un lado y uno de sus brazos cayó sin fuerzas.

Como una exhalación, el dasarin saltó dentro del carro y derramó sobre su amigo su luz purificadora mientras murmuraba a toda prisa palabras rituales. En esta ocasión tuvo que forzar al máximo sus artes.

—Ha faltado poco. —Con un silbido, acomodó a Saghan y le cubrió con la manta, protegiéndole del viento del norte—. Quizá deberíamos dejar pasar el invierno antes de intentar acceder a Ljósálfheim. Un poco más adelante conozco una posada ideal para…

—¡No! —le interrumpió Vije, tan bruscamente que sorprendió al dasarin—. Se le está acabando el tiempo, ¿no lo ves? ¡Hay que llegar al norte! ¡Cueste lo que cueste!

Illzar estuvo a punto de replicar, pero percibió algo extraordinario en la muchacha y se conmovió.

—Escucha, mi niña. Hasta ahora he mantenido la lengua atada por respeto a nuestro amigo, pero te hablaré con franqueza: Ljósálfheim es un mundo extenso, sin embargo allí no hay humanos, ni hombres ni mujeres. Y aunque fuéramos capaces de encontrar a la esposa de nuestro amigo… Las hembras hacéis milagros, lo reconozco, preciosa —le dijo, tomando su barbilla con cariño—. Pero dudo que ella pudiera salvarle.

Vije no respondió. Contempló una vez más el macizo que se interponía entre ellos y su destino. Luego siguió la línea montañosa hacia el oeste: el camino continuaba por la falda de la cordillera y se perdía en el horizonte.

—Veo que eres tan tozuda como ese inútil caballo. Bien, te lo diré de otra manera: si seguimos el camino del valle, no llegaremos a la costa hasta la próxima luna; allí tendríamos que encontrar un capitán que quisiera arriesgarse a encontrar el Paso Marino, lo cual es poco probable. Ni tan siquiera yo estaría seguro de encontrarlo. Si nos desviamos hacia las Svartáed, encontraremos el Paso de la Tierra; sí, es el camino más corto, siempre que sobrevivamos a él. Es un trayecto muy peligroso, suicida en esta época del año, a punto de caer las primeras nieves. Solo lo buscan aquellos que no tienen apego a la vida o no temen a los verkuur, y yo no me encuentro en ninguno de esos casos. La sangre me hierve ante la llamada de la aventura, es cierto, pero ¡la aprecio más dentro de mis venas!

La mención de estos seres la sobresaltó. Miró largamente las cumbres negras.

—Quizá no sea tan peligroso…

—¿Has perdido el juicio? —Illzar ya no bromeaba—. Sí, tal vez nosotros podríamos tener suerte. Podríamos escapar al frío, al agotamiento y a la despiadada raza de asesinos que habitan allí. Pero te diré algo: él no.

Saghan comenzó a temblar. Ladera abajo, el caballo de batalla seguía descendiendo hacia el bosque.

—No vivirá, de todos modos. ¡Tú lo has dicho! —insistió Vije, suplicante—. Además, no debe de ser tan peligroso… Tú llegaste a los reinos humanos por allí arriba, ¿no es cierto? ¡Por eso conoces tan bien el camino de las Svartáed!

Illzar resopló. Se puso en pie y volvió a la grupa de su caballo tordo. El animal reculó, nervioso, y él tiró de las riendas con determinación.

—Estás loca —dijo en voz baja—. Maldita sea… Y yo debo de ser el dasarin más loco de los Nueve Mundos.

Finalmente, fustigó al caballo y partió a galope tendido por el sendero que había tomado Reyk. Con una sonrisa, Vije pensó que se hubiera arrojado a sus brazos si hubiera podido y emprendió la marcha tras él. Echó una última mirada a las laderas empinadas y deseó que la buena suerte que las leyendas atribuían a los dasarin los acompañara.

Sumida en un profundo letargo, Ailsa se aferró a la vida más allá de lo posible. La estación cálida había sucumbido con ella y, a medida que los días habían ido pasando, la noche había robado más tiempo a la calidez del sol.

Esa mañana, extraños fenómenos se habían dado en el horizonte blanco, donde en días despejados solía divisarse la silueta azul del glaciar. Un temporal se había desatado en la cumbre, iluminado por raros juegos de luces. Más tarde, fuertes rachas de viento descendieron hasta la llanura, llenando el palacio de extraños bramidos encolerizados. Fulgurantes rayos sacudieron el cielo y la tierra, el mundo entero pareció a punto de quebrarse.

Temiendo por la estabilidad de los muros, Sigfred no se había separado del lecho de su prima ni un instante. Mantuvo su espada desenvainada, aunque bien sabía que de nada le valdría frente a los enemigos que siseaban entre las paredes.

Cuando todo pasó y las tierras de hielo recuperaron cierta calma, Sigfred se consumió por la desesperación. Había hecho todo lo posible por alargar su vida, pero no podía alejar de ella su mal.

No pasaba una jornada sin que intentara varias veces alimentarla y en pocas ocasiones lo había logrado. Ailsa apenas tenía ya fuerzas para hablar o moverse cuando deliraba. La incorporó, la colocó contra su pecho y su corazón se dolió de encontrarla tan ligera. Era triste ver aquellas hebras retorcidas que antes habían sido un cabello puro y lleno de luz.

Desechó sus pensamientos, tomó una botella de cuello delgado, abrió con cuidado los labios agrietados y dejó que un poco de agua se deslizara a través de ellos. Otras veces había resultado, y de esa forma había conseguido que bebiera un poco, pero esta vez resultó inútil. Ya ni siquiera tenía fuerzas para tragar.

Volvió a intentarlo, con mucho cuidado.

—Vamos, prima. Solo es un poco de agua.

El líquido volvió a mojar los labios de la joven, pero los resultados fueron los mismos. Seguía sin responder, tan laxa en sus brazos como un muñeco roto.

—Ailsa, me pediste que no te dejara morir… Saldremos de aquí, lo juro, pero tienes que mejorar. ¡Tienes que ayudarme!

Hizo un intento más, y fracasó igualmente.

—¡Ailsa!

Consumido por la impotencia, Sigfred arrojó la botella con todas sus fuerzas, que estalló en mil pedazos al pie de una columna. El líquido se esparció por el suelo de hielo, cristalizándose casi al instante, atrapando los pedazos de la botella rota. Algo se movió tras la columna. Una sombra blanca.

Reconoció a Eitranan, aunque solo alcanzó a ver parte de su hocico y un ojo avizor. Le sorprendió encontrarle de nuevo en el palacio, tras su larga ausencia.

—Ya es un poco tarde para cuidar de ella, ¿no crees? Vete al infierno de donde has venido —le increpó, colérico.

Loados dioses, debería estar muerta ya. Cualquiera hubiera muerto hace mucho en esta situación. La Señora Oscura está rondando, y lo único que puedo hacer es contemplar cómo agoniza lentamente…

Dando rienda suelta a su dolor, la tomó como si aún fuera una niña y la apretó fieramente contra sí, como si en ese abrazo pudiera transfundir algo de vida a su cuerpo marchito. Por primera vez en su vida, hizo un verdadero esfuerzo por no echarse a llorar. Puso su mano sobre su rostro y deseó poder hundir sus dedos ahí, en sus huesudas mejillas, y arrancar el oscuro mal de ella para luego arrojarlo lejos. Había tanto sufrimiento en ella… Desvió la vista, incapaz de seguir mirando las lacras que la enfermedad había dejado en sus facciones.

No puedo soportarlo. ¿Por qué los Altos no nos ayudan? ¿Y aquel que la trajo aquí? ¿Cómo puede él permitirlo?

Contempló los restos cristalizados de la botella. El lobo los olfateaba con curiosidad, pero se sintió observado y alzó la cabeza.

—¡Eitranan! —le llamó Sigfred, presa de una repentina ira—. Tú velabas por ella, ¿no es así? ¿Por qué no está aquí tu señor, cuando ella se está muriendo? ¿Acaso no tiene alma? ¡Nordkinn!

El animal ignoró sus reproches. Se sacudió el pelaje con indiferencia y tomó asiento.

Un vendaval llenó de pronto la estancia, arrastrando los doseles de la cama. Y una voz llenó la estancia. Una voz tan profunda como si procediera de las entrañas de la tierra.

—No es necesario que Eitranan vaya a buscar a su señor, porque su señor ya está aquí.

Sigfred no pudo volver la mirada. Tan solo fue capaz de deslizar sus dedos hasta la empuñadura de su espada. Aquella voz le paralizaba los miembros como una presa ante su cazador.

—Puedes mirar, mortal. Yo te lo permito.

Obedeció sin voluntad, como si alguien le manejara con hilos invisibles. Sus ojos se dirigieron al arco apuntado que daba al balcón, donde las altas puertas dejaban pasar la luz del día. Tanta claridad le deslumbraba, pero percibió una silueta humana y experimentó una clase de miedo que jamás había sentido.

No era más que una figura que se recortaba en el umbral del balcón, sin embargo la presencia del dios le erizó los cabellos. No podía ver su rostro, pero sentía sus ojos sobre él con la fuerza de una losa.

—La inmortalidad. Ni siquiera ella aleja la presencia de la Dama de Hell —pronunció Nordkinn, y sus palabras parecieron antiguas y llenas de sabiduría.

Sigfred no quería escucharle. Se esforzó por recordar a los inocentes que murieron a causa de un capricho, los amigos que perdió. Aquel ser era el único responsable, culpable de su cautiverio y de su desesperación. Apretó con fuerza la empuñadura de su espada, dispuesto a cumplir la venganza que ardía en sus venas, pero un extraño influjo le impidió mover un músculo. Su silueta era atrayente como los destellos del sol sobre el agua y su voz era el murmullo de un río, imponente pero sereno. Nordkinn era increíblemente cautivador.

—Eitranan —pronunció el Señor de los Hielos y el lobo acudió a su lado. Halagó al animal con una leve caricia—. El mejor de los compañeros, leal y noble, en verdad. Como el joven Sigfred Bäradlig.

Se estremeció al escuchar su nombre pronunciado por boca de un dios. Serenamente, el Señor de los Hielos abandonó su lugar en el arco. Al ver que se acercaba, un inusitado terror se apoderó de él. La luz del balcón dejó de deslumbrarle, y entonces, cuando supo que iba a ver su rostro, quiso apartar la mirada, pero no pudo. Y al verle, se le detuvo el corazón.

Saghan…

Era la viva imagen de su rey. El mismo cabello níveo le caía hasta los hombros y cada uno de sus rasgos era terriblemente familiar; los mismos que él había observado en el joven djendel, y también en Ailsa.

A pesar de todo, cuando le observó con más atención tuvo que corregir su primera impresión: el semblante del dios era perfecto, como cincelado, y carecía de la cicatriz que cruzaba el rostro de Saghan. A diferencia de él, la piel del dios del Norte tenía el matiz azulado del hielo. Su mirada poseía una serenidad estremecedora, como si ya no quedara nada en el mundo que escapara a su conocimiento o su experiencia. A pesar de su juvenil apariencia, Sigfred sintió que se hallaba ante un anciano, incluso cuando su imperturbable mirada se contrajo al posarse sobre la demacrada figura que yacía en el lecho.

—Le queda poco tiempo —murmuró—. Mi presencia la acompañará hasta su final.

Sigfred le miró incrédulo, como si no hubiera comprendido bien sus palabras.

—¿No la ayudaréis?

Al instante, sintió el peso de su osadía. La mirada del Señor de los Hielos relampagueó.

—Cuida tu tono, guerrero, ese descaro no te favorece en absoluto —le avisó, amedrentándole con su sola voz.

Después caminó hasta el lecho donde descansaba la joven reina de Neimhaim. Tras observarla largamente, posó sus ojos en el filo de la espada que Sigfred aún sostenía y sonrió como si aquello fuera alguna clase de broma.

—¿Crees que eso te sirve de algo? ¿Para protegerte? ¿Para obligarme a sanarla, tal vez? —inquirió Nordkinn. Su mirada era humillante, pero Sigfred hizo frente a la sorna del dios y se aferró a la empuñadura—. Retírate de mi presencia, ahora quiero despedirme.

En contra de su voluntad, Sigfred se hizo a un lado, pese a su deseo de tomar su acero y hundirlo en el pecho de su enemigo.

Nordkinn, en cambio, olvidó su presencia en solo un instante. Toda su atención se centró en la joven yaciente. Tomó asiento junto a ella. Acarició con suavidad sus mejillas huesudas y besó sus labios secos.

—Aquella noche rondaba un viento apacible en la morada de los divinos. Lo recuerdo bien —susurró.

Todo invitaba a gozar de la vida y a soñar sin preocupaciones. Reinaba una quietud hermosa y el silencio, bajo la noche estrellada de la Ciudad Dorada, era sobrecogedor. Ella era la criatura más bella y gentil de toda la creación. Siempre lo había sido y había traspasado su corazón como nunca nadie lo había hecho. Por eso fue tan duro resistirse a su súplica.

—Tan solo quiero llevar un hijo tuyo en mi vientre —le rogó Assenilah.

El sufrimiento que llenaba su mirada cristalina fue un puñal que atravesó su corazón. En su fuero interno había anhelado esas palabras y, al mismo tiempo, había temido tanto ese momento…

El deseo los había embriagado aquella noche, y Nordkinn la abrazaba, tendidos desnudos en su lecho, envueltos por la calidez del verano. Hasta aquel momento, únicamente una firme entereza le había ayudado a contener el ansia que le atormentaba desde la noche de bodas, tras desposarla en presencia de todos los divinos.

—Assenilah, mi amor —le reprendió una vez más, pese a que había susurrado mil veces la misma advertencia—. Si me entrego a tus brazos, morirás. He yacido con otras mujeres; ninguna sobrevivió. Se me prohibió la descendencia; ese fue el pago por mi inmortalidad. Mi simiente está envenenada como el aliento de una sierpe.

Desesperada, ella desvió la vista y escondió el rostro entre sus cabellos níveos para que no la viera llorar. Su corazón se rompió al verla así. Retiró su pelo para contemplar su semblante perfecto y estuvo a punto de llorar con ella. Pero la cólera dominaba su corazón, por el dolor que su estigma la estaba causando. Maldijo mil veces el día en que el Padre le tentó con la vida entre los Altos a cambio de un precio que, en aquel tiempo, en el que era joven y arrogante, le pareció baladí. Un precio que ahora le enloquecía.

Ella le besó sin decir nada más y le dio calor con su cuerpo desnudo, volviéndole loco de deseo. Aunque su entereza era grande como dios, su debilidad aumentaba por momentos. ¿Cómo podía negarse a su ruego?

—Esposo mío, ¿qué puede haber de malo en nuestro amor? —le dijo ella—. Resplandece como la aurora boreal, es profundo como la noche. El Padre de Todos no puede ser tan cruel. Bendijo nuestra unión, ¿recuerdas? Nuestro amor vencerá tu estigma, lo sé. Ven, mi vida. Solo una vez.

La amaba demasiado y, en aquel instante, bajo la belleza del firmamento encendido, la creyó. Quería con todas sus fuerzas creer en ello. Ojalá no hubiera sido así. Tiernamente, la envolvió entre sus brazos y se abandonó a su deseo y también al suyo. Accedió a su ruego, olvidando los designios prohibidos. Y la amó, con toda la pasión de la que es capaz un dios.

Después, todo hizo pensar que nada malo había ocurrido. Había quedado encinta. Su vientre estaba lleno de vida, su hijo crecía en él. En aquel instante, pensó que su amor infinito había roto su maldición. Qué equivocado estaba…

A medida que se acercaba el día del alumbramiento, colmando a ambos con la esperanza de su futuro hijo, la alegría de Assenilah fue marchitándose. Su rostro perdió la juventud. Y el peso de los cientos, miles de años que habían transcurrido desde su nacimiento, comenzaron a hacer mella en su cuerpo. De nada sirvieron los frutos de Idún. La inmortalidad la abandonaba. Y Nordkinn se sentía morir con ella. Al fin comprendió la osadía que tan ligeramente habían cometido.

Terribles dolores la convulsionaban noche y día. Su alma palidecía lenta pero inexorablemente. Se quedó sin voz y sus ojos se secaron de tanto llorar. No había nada capaz de calmarla.

Nordkinn perdió la cordura al verla en tal estado. Cerca del fin, enloquecido por su sufrimiento, tomó una daga y, con la mente enajenada por el dolor, abrió su vientre para arrancarle la criatura que le había arrebatado la vida. Su hijo, el ser que había engendrado en ella, estaba muerto. Entonces, viendo que Assenilah agonizaba, la besó por última vez y la envolvió salvajemente entre sus brazos hasta arrebatarle su último aliento. Cuando ella expiró, Nordkinn gritó como un animal. Gritó hasta que pensó que se le saldría el alma por la garganta.

En aquel momento, el Padre de Todos le miró con su único ojo desde su sitial, y le vio bañado en la sangre de su amada, con su hijo muerto a sus pies, aún unido al vientre de su madre. Fue juzgado por su crimen, repudiado y expulsado de la Ciudad Dorada para siempre. Sus propios hermanos le miraron como a un asesino. Nada de eso le importaba. Su corazón ya estaba hueco, desposeído de toda emoción. Su fiel Eitranan fue el único que cruzó con él las puertas de la Alta Morada, abandonando para siempre la tierra de los divinos.

—Assenilah murió, y también lo hará tu reina, guerrero —sentenció Nordkinn—. Te equivocas al creer que yo tengo el poder de decidir sobre su vida. Su mal tiene una raíz profunda y germinó antes incluso de que hubiera nacido.

A sus palabras, el viento se convirtió en una leve brisa. Los doseles se deslizaron levemente y el dios del Norte siguió sus ondulaciones con la mirada perdida.

—Oh, sí, cualquier divino recuerda el santuario, la tierra que llamáis Neimhaim, y añora a aquellos que durante mucho tiempo habitaron sobre ella. Una estirpe privilegiada, ágiles luchadores como el mundo jamás había conocido: combinaban la destreza en las artes del combate con la nobleza de un alma encomendada a la naturaleza y la vida. Jamás se agotaban sus fuerzas, sus heridas sanaban de inmediato y se movían con la ligereza de un halcón. Las huestes perfectas. Por ello Wotan los creó. Para que se convirtieran en sus einherjes, los campeones que debían luchar bajo el Estandarte del Cuervo en la Última Batalla, el día del Ragnarök.

—El fin del mundo —pronunció Sigfred.

Muy a su pesar, el joven mortal se sentía fascinado por sus palabras. Nordkinn no le reprochó su ignorancia. Sus ojos habían visto más allá del tiempo humano, había conocido lo que muchos de los suyos creían una leyenda.

—Los Alle-tauh, con ese nombre fueron conocidos. Los seres-todo. Una raza completa en todas y cada una de sus facultades —recordó con cierta melancolía, y caminó sin prisa hacia el balcón—. Sí, ellos tenían un alto deber. Y terminaron siendo una profunda decepción cuando se dividieron. Pero eso está cambiando, ¿no es así? En el santuario, el pueblo quebrado se ha reunido bajo los lazos de la Alianza, que funde la brecha que los separó. Y el Padre de Todos aguarda con renovada esperanza el retorno de los Alle-tauh, profetizado mucho tiempo atrás. Por eso su ojo miró a las dos criaturas que harían posible tal propósito: los que nacieron para ser reyes de su raza elegida, y les otorgó su protección. Saldrán airosos de cualquier peligro, porque ellos son la Alianza.

—Si el Padre de Todos los protege, ¿por qué está muriendo entonces? —replicó el guerrero, desalentado.

Esta vez Nordkinn se volvió ligeramente hacia él, con una leve sonrisa en su rostro helado.

—Ellos son la Alianza —repitió como si no le hubiera escuchado—. Nacieron para fundir a sus pueblos en un mismo crisol. Una y otra unión se corresponden en perfecto grado, tal es la bendición del Padre de Todos. Si sus almas permanecen unidas, así lo harán sus gentes. Pero la bendición es un arma de doble filo: si su unión se marchita, la Alianza que les hizo nacer también languidecerá. Y si la Alianza muere, ellos también lo harán, en cuerpo y alma. En ese instante, guerreros y sacerdotes tomarán senderos diferentes y la Profecía se habrá truncado. Qué lástima, ¿no es cierto? Su vínculo se ha quebrado, por eso sus vidas se están agotando. Su existencia ya no tiene razón de ser. Simple, pero real. Ese es el mal que los consume; un mal cuya cura reside en sus corazones. Me siento indirectamente responsable de ello, lo admito: traje aquí, sin saberlo, el elemento de la discordia.

Golpeado por el alcance de sus revelaciones, Sigfred retrocedió hasta tropezar con el lobo blanco. Su corazón latía como un caballo desbocado. Contempló la carne demacrada de su prima, a la que él había amado por una noche.

Yo, ¡he sido el culpable!

Cayó al suelo de rodillas.

—Un solo roce entre ellos bastaría para devolverles el aliento vital —prosiguió el dios del Norte—. La salud volvería a sus maltrechos cuerpos, al menos por un tiempo. Porque para restaurar la Alianza y, por ende, salvar definitivamente sus vidas, solo les queda una vía: concebir al que traerá de vuelta a los Alle-tauh. Una sencilla manera de enmendarse, ¿no crees? Tan natural en unas circunstancias, tan ardua en otras… Realmente perverso. Pero no fui yo quien impuso esas reglas. —Hizo una pequeña pausa, y suspiró largamente—. De todas formas, lo que te he revelado no son más que conjeturas, pues no permitiré que ella deje mi morada ni consentiré que su hermano mancille este lugar con su presencia.

—¡Conocéis el remedio y no estáis dispuesto a ceder! —exclamó Sigfred, indignado—. ¿Cómo podéis permitirlo?

—Tú deberías entenderlo mejor que nadie —le interrumpió Nordkinn, y su gesto se volvió terriblemente duro—. Prefiero que ella muera mía a que yazca con mi abominación.

Al escuchar aquellas palabras, Sigfred comprendió una gran verdad, una verdad que tal vez el dios del Norte mismo ignoraba. Aquel ser que tenía frente a sí era como una cáscara de nuez vacía, hueco por dentro, e incapaz de albergar el más mínimo sentimiento. Que sus ojos se hubieran fijado en Ailsa no tenía nada que ver con el amor, el deseo o la codicia. Eran simples reflejos de sentimientos que una vez sí debió de tener.

No hay esperanza, pensó Sigfred, estremecido. Todo está perdido.

Nordkinn sonrió. Parecía deleitarse con su desesperación.

—Te consume el pesimismo, joven capitán. Es cierto que no estoy dispuesto a conceder la libertad a la más preciada de mis pertenencias. Sin embargo, quizá podría reconsiderar mi decisión a cambio de… —Nordkinn se detuvo, pensando en las palabras más apropiadas— una compensación.

Sigfred se incorporó, dispuesto a todo. Pero era imposible no advertir que el dios estaba jugando con él.

—¿Qué es lo que deseáis? —preguntó; pero antes de que Nordkinn contestara, sintió que la respuesta le daba miedo.

—Quiero que Neimhaim sea mío.

Los labios azulados de Nordkinn se torcieron en una sonrisa fría y calculadora. Sigfred se sostuvo contra el lecho de Ailsa y bajó la mirada.

—No es necesario que digas nada, noble Sigfred. —El énfasis irónico del adjetivo le despejó como un jarro de agua fría—. Conozco tu determinación. Estás dispuesto a cualquier cosa con tal de salvar su vida, ¿no es cierto?

Se hallaba demasiado consternado para sentirse ofendido o insultado. Había comprendido que el Señor de los Hielos se divertía con él, como un gato juega con un ratón antes de devorarlo. A pesar de todo, fue muy difícil mantener la templanza. Cuando habló, su voz estaba llena de amargura.

—No puedo entregar lo que no me pertenece.

Su respuesta pareció contrariar por un instante a Nordkinn, pero enseguida repuso:

—Serán mis hielos los que conquisten Neimhaim, de eso puedes estar seguro. Tu tarea será simple: servirme. Tengo una misión para ti.

—Serviros —exhaló Sigfred, desalentado.

—Eso bastará para salvarles la vida, hasta donde yo pueda intervenir, por supuesto —asintió Nordkinn sin mover su vista del horizonte—. Ya conoces las condiciones, deliciosamente irónicas. Podrías tratar de advertirles, pero ¿en verdad soportarías ver a tu adorada prima en el lecho de otro? ¿Aun sabiendo lo que ella siente por su apuesto Capitán de la Guardia?

Sigfred apretó con fuerza los nudillos, conteniendo a duras penas la rabia.

—¿Cómo sabré que no intentaréis nada después? —susurró entre dientes.

La desconfianza molestó aparentemente al Señor de los Hielos.

—La palabra de un dios es sagrada. Y si aún dudas de ello, a causa de tu limitada mente mortal, te recuerdo que no se me permite alzar una mano contra ellos porque son protegidos del Padre de Todos. Hay, eso sí, una excepción: si soy atacado, tendré derecho a defenderme. Así es la ley de los hombres y de los dioses.

Sigfred miró fijamente a Ailsa.

—No. No podéis pedirme eso —se lamentó—. Sería incapaz de tamaña traición, ¡seguramente lo sabéis!

—Sí, es posible —admitió Nordkinn. Con cautela, señaló el lugar donde Ailsa yacía, respirando cada vez más despacio—. Mas creo que te ata un juramento: entregar tu vida, si es preciso, por defender a tus reyes. Yo no te pido tanto, tan solo quiero tu lealtad.

El dios del Norte acariciaba en sus manos un pequeño objeto, como si de una preciada promesa se tratara. Después lo depositó junto a la moribunda joven. Era un anillo de cristal de hielo, con unas preciosas vetas en su interior.

—Con esto sabré cuándo has concluido la misión que he de encomendarte.

Sigfred sintió un estremecimiento cuando vio aquel objeto. Si lo tomaba, se convertiría en esclavo de su mayor enemigo. Permitiría que Neimhaim quedara sometida.

—En todos estos años de soledad, no he perdido mi sentido de la cortesía —murmuró Nordkinn, adivinando sus pensamientos—. Te daré tiempo para que adviertas a tu pueblo sobre mi llegada; si huyen o no, no es asunto mío. Ah, noble guerrero, no dejes que la duda te consuma. ¿Acaso no sabes que Neimhaim está ya condenada? Sin mi ayuda, vuestros reyes morirán, muriendo también la Alianza. El reino que conociste nunca volverá a ser el mismo, ocurra lo que ocurra.

Sigfred no contestó. Se limitó a observar la agonía de su prima. Su rostro demacrado se contraía. Después la invadió una serenidad que hizo de su respiración algo imperceptible. Tan serena como ausente.

¿Cómo puedo elegir entre su vida… y Neimhaim?, se lamentó.

Lejos de allí, Saghan también agonizaba, si lo dicho por el dios era cierto.

Sus reyes por Neimhaim. Neimhaim por sus reyes.

—El tiempo se agota —le instó Nordkinn. Empezaba a ver tentada su paciencia—. La Dama Oscura se acerca.

Sigfred cerró el puño, temblando. Miles de voces gritaban a un mismo tiempo en su cabeza, cada vez más alto. No podía pensar. Apretó su sien hasta que el dolor se hizo más fuerte que las voces que gritaban dentro de ella. Y quiso morir… Quiso morir antes que escoger entre tan fatales destinos.

La voz de Drumilda llenó su mente:

¿Quién eres, Sigfred Bäradlig, hoy, en los tiempos venideros y para el fin de tus días?

A media tarde Reyk alcanzó la cima de las Svartáed. El ascenso había sido muy duro, pero lo habían conseguido.

Illzar, que seguía a la carreta a lomos de su corcel tordo, suspiró. Durante todo el día habían atravesado un paraje de pesadilla. La dura vegetación rastrera aliviaba con su verdor las pedregosas laderas de afiladas rocas negras. En lo alto, el camino se perdía; afortunadamente, algunas huellas de herraduras y carros, recientes para su sorpresa, indicaban la dirección correcta a través de los neveros que habían sobrevivido al estío. Se consoló pensando que al menos no eran los únicos locos que habían tomado aquellos derroteros.

La cresta que dividía la barrera montañosa era un ventisquero. Incluso el pesado caballo de batalla tenía dificultades para soportar la embestida de las corrientes de aire. Las nubes se movían con rapidez por toda la cumbre. No le gustaba el aspecto que estaba tomando el cielo. Se echó la capucha, preparándose para recibir el golpe de viento. La pequeña pelirroja, que dirigía con tesón la destartalada carreta, se había quedado rezagada.

—¡No me atrevo a seguir! —gritó Vije—. ¡El viento hará volcar el carro!

Illzar espoleó su corcel, se situó a la altura del castrado y desabrochó sus cinchas.

—Ha llegado el momento de decir adiós a un viejo amigo —dijo, y se deleitó comprobando la turbación que sus palabras habían causado en la muchachita—. Me refiero a este inútil trasto.

Tardaron un rato en envolver las pertenencias más indispensables y repartirlas entre las dos monturas. Cuando estuvieron preparados, apartaron el carro a un lado del camino.

—Lástima —se quejó Illzar—. ¡No fue precisamente barato!

Tendió a Saghan sobre la grupa de su corcel y montó junto a él, sujetándole con firmeza. Su montura protestó por el peso extra. No se lo reprochó. El castrado también estaba agotado. Había aguantado mucho más que cualquier otro animal de tiro y estaba consumido tras el duro ascenso, pero no había tiempo para descansar. No hasta haber encontrado un lugar seguro para pasar la noche.

—Bien, albino. Mi inquieto tordo no es tan apacible como el carro, pero no hay más remedio.

Ni siquiera había protestado durante el cambio. Illzar le cubrió la cabeza y Vije prefirió seguir a pie junto a Strokkur.

Cuando salvaron la cumbre el silbido del viento se hizo ensordecedor, pero la visión que se abría ante ellos mereció unos instantes de demora: un circo montañoso se extendía ante ellos, magnífico como la muralla de la Ciudad Dorada. Parecía custodiar un delicado tesoro: un pequeño valle de tres cuencas, de laderas boscosas. Una llanura se abría en el centro, en el que destacaba una loma solitaria. Aquel valle era como una esmeralda engarzada en la roca negra de las Svartáed. Tal y como Illzar recordaba, la senda de Ljósálfheim comenzaba justo al otro lado, siguiendo la cuerda occidental. Había pasado mucho tiempo desde que había salido por allí al mundo de los mortales, dejando atrás su tierra natal, pero era difícil olvidar aquellas tres vertientes que conformaban el valle, que recordaban tanto a las hojas de un trébol.

Vije contemplaba el paisaje extrañamente perturbada. Parecía querer echarse a llorar.

—El Valle del Trébol —gimió—. Conozco este lugar; viví aquí hace tiempo, en la casa de un anciano sanador. Podría ocuparse de Saghan, estoy segura de que…

—Sí, sí, estoy seguro de ello —le interrumpió Illzar, convencido de que la muchacha se hallaba trastornada por el cansancio. Era fácil confundir los valles, y los dioses sabían bien que últimamente habían recorrido demasiados—. Mira allí, petirrojo: el sol está más bajo de lo que me temía. Hasta ahora el día nos ha protegido del mayor peligro de este lugar, pero no tardará en oscurecer, y no creo que te guste lo que va a ocurrir si la noche nos sorprende al descubierto en un lugar al que llaman el Bastión Oscuro.

—Ese sanador… —insistió ella.

—Me encantaría que fuera cierto —le confesó, escudriñando la lejanía con su aguda vista—. Por si acaso, mi dulce niña, si rezas a algún dios, ruega que esta noche los verkuur tengan algo tan importante que hacer que los retenga a todos en sus infectas cuevas.

Apretando en el regazo a su compañero desfallecido, Illzar partió tras el paso de Reyk, que ya había tomado la delantera, ladera abajo.

Con cierta melancolía, Nordkinn observó el arco de hielo que él mismo había creado en mitad de la estancia. Después, desvió la vista al lecho que había ocupado la joven mortal. Su aroma aún estaba presente. Lamentaba su marcha. Pero aquello significaba que se acercaba a una victoria que llevaba anhelando demasiado tiempo.

—Maldito eres en verdad, Señor del Norte. —Una voz femenina sonó a su espalda y le obligó a despojarse de sus pensamientos—. Me has arrebatado dos jugosas almas. Una de ellas, por segunda vez.

Eitranan, a su lado, tenía el lomo erizado y enseñaba los dientes a una presencia cercana.

—Calma, lobo —ordenó Nordkinn.

Con una sutil reverencia recibió a una mujer envuelta en una capa oscura y le explicó:

—Me he limitado a cumplir la voluntad de mi padre… que tan gentilmente lo ha solicitado. Parece que sus protegidos son más importantes de lo que creía.

—Sí, he visto que tu rodilla se doblaba ante él, pero algo me dice que el Rey de la Ciudad Dorada no te ha doblegado… del todo.

Hella sonrió de una forma que hubiera congelado el corazón de un mortal. Erguida como una reina, su figura tenebrosa contrastaba con la blancura de los hielos que dominaban en la sala. Era terroríficamente bella, tan deseable a sus ojos… Ella se inclinó hacia sus labios, tentándole con su aliento.

—Dama Oscura, bien sabes que tu presencia no inspira el menor temor en mi corazón —dijo él, imperturbable.

—Lo sé, Señor del Norte —respondió ella, y se retiró con una sonrisa—. Fui la única en comprender la belleza de tu sacrificio. Y ahora… cuán grande ha sido tu ceguera, al ver a tu esposa renacida en esa mortal del santuario. Admito que el parecido es perturbador. Assenilah, la Señora del Invierno, poseía tu misma naturaleza, apariencia y condición; al imponer tu sello en un cuerpo de mujer lo modelaste a su imagen y semejanza. Pero eso ya lo sabes, ¿no es cierto? El Padre de Todos ha tenido que descender de su trono para hacértelo ver, para que comprendieras que fue la fuerza de tu anhelo por verla regresar a la vida lo que insufló a la mortal recuerdos que en realidad eran tuyos. Y mientras creías haber recuperado a tu amor perdido, la verdadera Assenilah te ha estado observando todo este tiempo desde mis dominios. Lástima que no puedas acudir a su lado —pronunció con un ademán de falsa condolencia.

Un huracán se levantó desde las planicies heladas y llegó hasta el palacio levantando una ola de escarcha a su paso. La diosa de la Muerte ignoró el azote del viento y dio un paso más hacia su igual, a pesar de los insistentes gruñidos del lobo.

—Te entregué el alma más pura de los Nueve Mundos. —Aunque Nordkinn hablaba con un tono pausado, con toda la frialdad del norte, no pudo evitar que su voz temblara por un instante—. Por aquel sacrificio, sin duda, me debes gratitud por toda la eternidad. Ahora quiero algo de ti.

Una carcajada desafió el silbido del viento y retumbó en las paredes heladas.

—¿Tú deseas algo de mí, dios del Norte? —La cautivadora sonrisa de labios finos era extremadamente cruel—. Conozco bien el mayor de tus deseos, desde que me entregaste a tu esposa. Yo habría accedido gustosa a él, si no hubieras mordido los frutos de la hermosa Idún. ¿Puede el atormentado Señor de los Hielos tener otra pretensión?

Envolviéndose en su capa, Nordkinn dio la espalda a Hella, buscando la placidez de los yermos blancos. Sus ojos contemplaron, más allá de la realidad, finos hilos que se iban entrelazando de manera misteriosa y que dejaban vislumbrar un futuro entramado.

—Para que mis objetivos culminen de forma adecuada, requiero algo que afecta a tus dominios —señaló.

—He acudido a estas tierras para llevarme un espíritu señalado por los Altos, y has hecho que escapara de mis manos —señaló Hella—. Ya lo impediste en otra ocasión, te lo recuerdo, a las puertas de mis dominios. Entonces me aseguraste que sería compensada, pero aún no he recibido nada a cambio. ¿Cuánto vale la palabra de un dios asesino? ¿Y aún te atreves a suplicar más?

Eitranan lanzó un último gruñido de advertencia.

—Asesino, quizá, jamás suplicante —respondió Nordkinn, incisivo como el filo de un cuchillo—. El Señor del Norte no pide favores; tan solo negocia. Y te ofrezco un trato que será de tu agrado. Uno que te hará olvidar esas simples bagatelas por las que te lamentas; te brindaré una presa mucho más satisfactoria: un alma divina para tu reino.

En aquel instante, cuando Hella tuvo conocimiento de la propuesta, sus ojos ponzoñosos se abrieron por la sorpresa. Su sonrisa reveló su perverso deleite por entrar a formar parte del elaborado juego que el dios desterrado había planeado.

—Una trama complicada, pero inteligente —admitió, entornando los ojos. Inclinó la cabeza como muestra de su conformidad y se envolvió en su manto—. Me agrada.

—El solsticio de invierno, recuérdalo bien —le advirtió Nordkinn—. Ese será el día señalado.

Hella asintió, inmensamente divertida.

—Aguardaré con impaciencia.

Lanzando una maliciosa carcajada, la Dama Oscura partió de vuelta a sus dominios. Su risa se extendió con el viento por la fría llanura.