Capítulo quinto

Diez días para el solsticio de invierno

El día en que se cumplieron dos lunas de adiestramiento, Zheit comprendió que había llegado el momento. Se quedó absorto mirando la algarabía de los titiriteros, frente a la posada. También ellos habían concluido sus labores en la casa y practicaban con todo aquello que habían podido traer de la cocina; los saltimbanquis ensayaban sus piruetas. Sus instrumentos estaban arriba, en las cumbres, junto a los carromatos enterrados por la tormenta y todo cuanto poseían. El juglar echaba de menos su laúd y los músicos no podían ensayar sin tamboriles ni flautas. Zheit se rascó la barbilla, pensativo. El sol calentaba la nieve que cubría como un manto todo el Valle del Trébol. Había prometido a la Curiosa Compañía que al día siguiente subirían a las cumbres para recuperar sus pertenencias. Una ocasión propicia.

Queda muy poco tiempo. Ha llegado el momento de saber si estamos preparados.

Carraspeando, llamó la atención de sus dos pupilos. Vestida con sus pantalones de hombre, la joven kranyal ejercitaba unas fintas. Nadie podía mirar en su dirección sin quedarse embelesado. Todo en ella era admirable y conjugaba de una manera prodigiosa la feminidad y el vigor en la lucha, algo en verdad magnífico de contemplar. Ajena a las miradas de las que era objeto, Ailsa se secó el sudor de su frente, satisfecha de su esfuerzo, y se reunió con Saghan para acudir a su llamada.

—Mi corazón se alegra por vuestros progresos —admitió Zheit—. No obstante, hoy haremos algo nuevo. Una prueba.

—¿Una prueba? —indagó Saghan, temiendo que no iba a ser de su agrado.

Zheit intercambió una mirada cómplice con Shöjka y esta asintió, enviando a uno de los mozos de la posada a un recado. Momentos más tarde, Sigfred se reunió con ellos. El anciano djendel notó la tensión en su sobrino al verle llegar. Traía una espada enfundada, lo que aceleró el corazón de su prima.

—¿Me habéis hecho llamar? —preguntó, extrañado por lo inesperado de la solicitud. Se atusaba la barba negra, a la espera de sus indicaciones.

—Así es, joven Bäradlig —respondió Shöjka—. Me preguntaba si podrías realizar con tu prima unos sencillos ejercicios de espada. Puedes negarte, dado tu estado…

—Será bueno ver hasta dónde puedo llegar —afirmó, y comprobó el estado de su hombro.

Shöjka asintió satisfecha. Tomó al guerrero por el brazo, se lo llevó aparte y le advirtió algo al oído, que nadie más pudo escuchar.

El semblante de Sigfred se ensombreció. Shöjka esperó una respuesta y, finalmente, él asintió con el gesto contrariado.

—No esperaba menos de un kranyal —afirmó la anciana, severa—. No dudo que eres un maestro entre los tuyos y un guerrero experimentado, pero permíteme una advertencia: aunque se trate de un ejercicio, no bajes la guardia en ningún momento. No estamos jugando con espadas de madera.

Algunos curiosos se acercaron, atraídos por el duelo. Ignorando el aire frío de las montañas, Sigfred se despojó de su ropa de abrigo hasta quedarse únicamente con un delgado jubón; su respiración ascendía en nubecillas hacia el cielo glaciar. Ailsa tanteó con la vista a su primo mientras trenzaba su cabello y lo ataba con una cinta de cuero. La gruesa cicatriz que asomaba por el jubón de Sigfred le recordaba que no era la misma persona que había retado en el pasado, pero parecía en buena forma, a pesar de todo. Una vez preparados para la contienda, los dos parientes tomaron posiciones, uno frente al otro, impacientes por empezar.

—Sigfred Bäradlig, desnuda tu acero —ordenó la vieja maestra—. Señora, en guardia. Que Tyr contemple con agrado esta lucha.

En silencio, Zheit observó que su sobrino era el único allí que no experimentaba ninguna excitación por el combate que estaba a punto de tener lugar.

¿Te encuentras bien?

No es nada, tío.

Esta prueba es por ti, Saghan, no por ella. Esta vez haremos algo diferente. Quiero que te vincules a Sigfred, ¿entiendes?

¿A Sigfred?

Me has oído bien, sobrino. Esta vez no ayudarás a Ailsa: te enfrentarás a ella. No me importa lo que pienses o sientas. Tan solo quiero que te fundas a ese kranyal, y que lo hagas limpiamente, que te dejes llevar y no te opongas a cualquier pensamiento que proceda de él. No tienes que hacer nada más. Solo observar. ¿Preparado?

¡No! ¡Claro que no estoy preparado! No lo entiendo. Todo este tiempo me has advertido de los peligros de un vínculo tan profundo, me has enseñado a protegerme de los recuerdos, ¿y ahora quieres que me una a… a este hombre? ¡Podría matarle!

Sí, podrías hacerlo.

Un frío sonido recorrió la pradera nevada cuando los dos primos desenvainaron sus espadas. La hoja azul cobalto de Thyrkaya brilló como un rayo bajo el sol y el acero gris de Sigfred se adelantó sin temor. La visión de los combatientes no tardó en reclamar la atención de los huéspedes de la posada, que salieron al exterior entusiasmados por ver un duelo semejante. Los miembros de la Curiosa Compañía abandonaron sus ensayos y se unieron a los curiosos. Los más pequeños gritaban de emoción.

Demasiadas distracciones —se lamentó Saghan.

No menos de las que tendrás cuando te enfrentes al dios del Norte, sobrino.

Pese a la experiencia adquirida en todo aquel tiempo, Saghan se sumergió en el Nifflheim con aprensión. El bullicio era atronador, la adrenalina podía olerse en el aire, y el apresurado latir de los corazones sonaba en sus oídos como los tambores de un ejército. Sin darse cuenta se encontró recitando la invocación a la serenidad que su padre le había enseñado.

La emoción es violencia. Renuncio a la emoción.

La serenidad conduce a la razón, y la razón a la serenidad.

Soy serenidad.

Soy serenidad.

Serenidad.

Poco a poco, los gritos, risas y los vítores fueron apagándose, hasta que únicamente quedó un silencio absoluto. El vacío le rodeaba y formaba parte de él. Ya no era un hombre, ahora era uno en el Gran Todo que era el mundo, participando de su espiritualidad en grado sumo. La quietud de las montañas, la brisa, la nieve que envolvía todo con su pureza le reconfortaron, y le hicieron sentirse más seguro cuando encontró el alma de Sigfred Bäradlig y se fundió a él.

Sus músculos estaban tensos como un hierro, la excitación del reto se mezclaba con la cauta actitud de una fiera que evalúa a su rival. Su hombro se resentía dolorosamente, pero la ansiedad por probar sus fuerzas era más acuciante. Se sintió tentado de unirse a él y potenciar su energía cuando se adelantó para descargar el primer golpe.

Sin involucrarme, se recordó. Debo permanecer ajeno a la lucha.

Contundentes estocadas abrieron el duelo. Thyrkaya refulgía en su fuego azul cada vez que tocaba el acero contrario, y emitía un sonido vibrante, como una campana. Los pies, atrapados por la nieve, levantaban terrones al moverse. La sangre ardía y el viento soplaba y se arremolinaba en torno a ellos, como si quisiera unirse a la contienda. La emoción del combate le aceleraba el corazón.

El guerrero manejaba su espada con cautela, por las heridas sufridas. Era correcto y limpio en sus golpes, se movía con inteligencia. No se precipitaba, recibía las estocadas de Ailsa con firmeza y las desviaba con movimientos muy estudiados. Le gustaba ese estilo depurado; seguramente, si un djendel tuviera que luchar, lo haría como él.

Ailsa compensaba la técnica depurada de su primo con astucia y agilidad. Su forma de combatir era salvaje, pero efectiva. Se movía con la gracia de un felino, le gustaba tentar y retroceder, hacer pasos en falso y desconcertar a su adversario.

—Esta será una digna revancha, primo —le tentó.

La bravata estuvo a punto de costarle muy caro: Ailsa falló en una de sus fintas y evitó por muy poco una estocada que le pasó rozando la cara. Rodó por la nieve y se puso en pie con la misma facilidad, pero Sigfred le cerró el paso con su espada.

—Acepto el desafío —respondió el guerrero.

Ella se liberó con un golpe lateral y, antes de concluir el giro, cambió el sentido de la trayectoria, tomando por sorpresa a su primo. Sigfred se tambaleó hacia atrás y Saghan acudió de forma inconsciente en su ayuda. El guerrero recuperó el equilibrio y, aprovechando el desconcierto de su prima, rompió su guardia con un golpe ascendente.

Ailsa gritó. El acero había rasgado su manga, que pronto se empañó de sangre.

¿Cómo te atreves?, estalló Saghan. Su propio brazo le ardía.

Primo, has demostrado estar a la altura de las circunstancias, pero ya no volverás a sorprenderme. ¡Se acabaron las cortesías!

Ese recuerdo no era suyo, pero resonó en su cabeza como si lo fuera. A sus pies todo seguía siendo blanco, sin embargo no era nieve lo que había bajo sus pies, sino hielo. Todo cuanto le rodeaba era gélido como un glaciar: las altísimas paredes, la bóveda. Un palacio modelado en el más puro hielo. En las esquinas, gigantescos cristales daban forma a una arquitectura ideada por una mente superior. El aire estaba cargado de adrenalina. Miles de emociones se respiraban entre aquellas paredes, le tentaban a unirse a ellas. Su primer impulso fue apartarse de allí, salir de aquellos recuerdos que no le pertenecían.

No debo resistirme, se recordó Saghan. Esta vez no.

Muchas historias querían ser contadas. Esta vez escucharía.

Ante él, Ailsa recuperaba el aliento. Sus muslos, firmes y torneados, asomaban por entre los pliegues de su falda. Sus mejillas estaban sonrojadas por el esfuerzo. La sangre se deslizaba por su brazo, empapando la manga de su vestido. Aquello le excitaba de una forma inesperada, hacía la liza más real.

Entre la agitación del combate, otra sensación comenzó a hacerse más fuerte. Soledad. Una desesperada sensación de soledad.

¿Nunca encontraste una mujer con la que quisieras desposarte?

Una estancia recogida y oscura. Un lecho cubierto de pieles. Confidencias compartidas en la noche. Ailsa olía a cuero de armaduras y a acero. Un baile improvisado bajo la cúpula de hielo, el sonido de las esquirlas de la llanura barridas por el viento.

La locura. Susurros que hablaban de una vida que no era suya, entre las divinas estancias de la Ciudad Dorada. Ailsa en la escalinata, bajo una miríada de estrellas.

Ya no sé quién soy, ni lo que siento…

Nordkinn. Estaba allí, siempre cerca pero invisible a los ojos mortales.

Puedo advertir su olor. Es su esencia divina, resulta embriagadora.

Nordkinn, envuelto en su ondeante capa blanca. Su rostro oculto bajo la sombra del vano del balcón.

Mi nombre es Assenilah, nuestras almas se unieron al principio de los tiempos…

Angustia. Impotencia. Deseo. El aliento de Ailsa en sus labios. Una fiera debilidad. Gemidos en la noche, su piel blanca, estremeciéndose bajo sus caricias. Su aroma. La sensación de penetrarla, de sentir su goce en cada una de sus embestidas. El éxtasis final, una explosión de placer infinito.

El horror. La vida se escapaba de su cuerpo débil y quebradizo. Sus manos delgadas como sarmientos. Su mirada vacía.

No dejes que muera así.

El olor a enfermedad y a muerte. Días de impotencia, noches de desesperación.

Nordkinn.

Su capa ondeaba como un estandarte al viento. Su presencia imponente, doblegándole. Su voz, antigua como el mundo.

El reino que conocisteis y amasteis ya no existe, y nunca volverá a ser el mismo.

Quiero que Neimhaim sea mío.

Un anillo de cristal, tan hermoso como terrible, cayendo sobre su mano.

Señor de los Hielos, he aquí vuestro servidor.

La princesa de Hertejänen, temblando bajo el filo de su espada. Su mirada inocente bajo el cielo crepuscular.

No soy un asesino.

Frío, un frío glaciar. Las aguas de un arroyo, cortándole la respiración.

Ya no habrá más traiciones, ni más servidumbre a un dios renegado.

Dolor. El filo de su espada, abriendo la carne de sus manos.

Un fuerte relincho, interrumpido en un espantoso gorgoteo. Zukunft, degollado.

Una extraña arma emponzoñada vibrando en su dirección. La noche helada.

No. No era de noche. No estaba en ningún bosque. La nieve brillaba bajo el sol.

Neimhaim.

Esquivó una estocada lateral y contraatacó con firmeza.

La posada Neimhaim.

Sorprendido, Saghan despertó a su propia conciencia y se encontró que su alma estaba firmemente enlazada a la de Sigfred.

¡Ahora es el momento! —gritó una voz en su interior, exultante. Era Zheit—. Únete a Ailsa. ¡Únete a ella!

Aún envuelto en la bruma del Nifflheim, Saghan se separó del guerrero y se dirigió a un lugar confortable que ya conocía bien. Ailsa le acogió con alegría y él se enlazó hasta la última fibra de su ser, intensamente, con una facilidad que le sorprendió.

En ese instante, Saghan dejó de ser uno solo. La emoción le embargaba en cada arremetida y sentía el temblor de cada golpe en la empuñadura como si fueran sus manos las que sostuvieran a Thyrkaya. Era ella en el combate, aumentando su potencia, agilidad y rapidez en el instante preciso. Aliviaba los músculos sobrecargados por el esfuerzo como hubiera hecho con los suyos, de una manera inconsciente, mientras la lucha despertaba todos sus instintos. Estaba tan entregado al combate que tardó en darse cuenta de que no era él quien pensaba hacia dónde dirigir cada arremetida, cómo esquivar, cuál era su treta siguiente.

¡Por la sangre de Tyr!

Los presentes lanzaron gritos de admiración. A sus ojos, Ailsa parecía poseída por fuerzas más allá de lo humano, se movía tan rápido que el ojo no podía seguir el movimiento, golpeaba a su contrincante con una agilidad imposible para un mortal.

Eran uno en el combate. Saghan estaba aturdido: lo habían logrado. Lo que Zheit les había prometido. La total afinidad, la unión de dos almas. El camino descrito en la Alle-Taühien.

—Ha llegado el momento. ¡Estamos preparados para la lucha!

Thyrkaya describió una trayectoria fulgurante y la espada gris del guerrero saltó en pedazos al ir a su encuentro, arrancando exclamaciones de asombro y una oleada de vítores entre los asistentes.

El capitán cayó hacia atrás sobre la nieve y miró con estupor la empuñadura de su espada rota. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no caer desmayado por el agotamiento. Su rostro estaba perlado de sudor y su cabello, empapado. Con dificultad, alzó la mirada hacia Ailsa.

—Por la estirpe de los Altos. Sí, ha llegado el momento —repitió el kranyal, sin aliento—. Y aunque mi acero ya no sirva, yo te seguiré, prima, si me lo permites.

Saghan también miró a Ailsa con admiración. Había sido su boca, y no la de él, quien había pronunciado ese pensamiento victorioso. Los dos habían estado unidos en ese mandoble poderoso que había quebrado la espada.

Compartiendo su alegría, Ailsa clavó a Thyrkaya sobre la nieve y se pasó una mano por la frente. Sus mejillas estaban sonrojadas por el esfuerzo. Durante la contienda había perdido las cintas que ataban su cabello y ahora su melena blanca caía libre y salvaje sobre su rostro, pero ella era ajena a todo eso. Jamás la había visto tan hermosa.

Los miembros de la Curiosa Compañía rodearon a la vencedora entre vítores. Todos querían ser los primeros en felicitarla. Su desbordante júbilo solo era comparable a la satisfacción de los ancianos, que los observaban con un silencio aprobador.

Saghan sonrió complacido, pero prefirió alejarse un poco del bullicio.

—En pie, capitán —dijo, y tendió una mano al guerrero vencido.

Sorprendido, él aceptó el gesto de su rey y se incorporó.

—Gracias, Arthayl.

—Debo admitirlo: tienes mucho valor.

El kranyal se enjugó el sudor y trató de desvelar la intención de sus palabras. Le dolía mucho el hombro y no lograba comprenderle.

—No os burléis de mí —le pidió.

Shöjka le había advertido que sus almas se enlazarían, que sus recuerdos quedarían expuestos. No debía haber sido fácil para el guerrero, pero no había perdido su dignidad.

—Es difícil resistirse a Ailsa, esa debilidad la puedo entender —le concedió Saghan—. Pero jamás te hubiera creído capaz de unirte a nuestro mayor enemigo.

Sigfred exhaló su aliento como si fuera el último y se postró ante él.

—Admito las dos traiciones, Arthayl —dijo con voz firme—. No tengo palabras para defenderme.

—He dicho en pie, capitán —insistió Saghan. Sigfred levantó la mirada, extrañado por no encontrar ira ni rencor en esa voz que le hablaba—. Sí, en verdad se necesita mucho coraje para desnudar ante mí tus más íntimos deseos. Tus emociones han sido, por un instante, las mías. Y he sentido algo en tu corazón, mucho más intenso que la atracción que Ailsa aún te inspira: una voluntad inquebrantable por protegernos, a ella, y a mí también. En realidad, Sigfred Bäradlig, yo estaría muerto si no te hubieras arrodillado ante el Señor de los Hielos. Tu sentido de la lealtad es excepcional. Ojalá que todo termine bien, allá en el norte, para que guíes a los Jinetes Arthal por mucho tiempo.

Sigfred se sintió incapaz de ponerse en pie, tal y como su rey le pedía.

—Sois generoso en vuestra indulgencia, Arthayl. Pero no la merezco.

—Repite en voz alta el juramento que te ata como Capitán de la Guardia Real. ¿Cuál es tu deber?

—Velar por la vida de mis reyes. Y sacrificar la mía en tal cometido, si fuera preciso.

Pronunció aquellas palabras con evidente pesar, como si hubieran tenido para él un valor muy preciado y hubieran perdido todo significado.

—Entonces no has faltado a tu palabra: eres el Primer Protector de los reyes, y actuaste como tal. Sacrificaste algo que era para ti más preciado que tu propia vida, tu honor, pero tu lealtad nunca ha dejado de estar con nosotros —le explicó Saghan—. Sí, has traicionado, pero no a tus reyes ni a Neimhaim, pues en nada nos has perjudicado, sino al dios del Norte: quebraste el juramento que le hiciste por perdonar la vida a Vije y me siento en deuda contigo por ello, capitán.

Entre los gritos y muestras de entusiasmo, el joven rey estrechó afectuosamente el antebrazo del Primero de los Jinetes Arthal, a la manera kranyal.

Había en ese gesto un aprecio sincero y Sigfred lo acogió desconcertado pero agradecido. Ailsa los vio desde lejos, y un gran peso se alivió en su corazón.

—Te felicito, Señora de los Kranyal —la interrumpió Shöjka.

—El guerrero ha demostrado con creces que merece abandonar la sala de enfermos —intervino Romhart, uniéndose a las albricias—. Esto merece una celebración.

Zheit aceptó la propuesta.

—Sea, entonces —convino Shöjka—. Mañana partiréis a las cumbres con el alba y por la noche celebraremos una fiesta tan grande que hará temblar las Svartáed.

—Será una gran noche —prometieron los miembros de la Curiosa Compañía nada más saber la noticia—. ¡No habrá en los Nuevos Mundos una fiesta igual!

A lomos de su cabalgadura, envuelta en una niebla cerrada y soportando una humedad que helaba los huesos, Vinka agradeció que su guarnición emprendiera el regreso a Vilaarn. Tiró de las riendas y obligó a su agotado caballo a volver grupas, mientras sus compañeros hacían lo propio.

Desde que se había decretado el estado de guerra, hacía más de cincuenta días, el Ejército Blanco barría las Planicies de Schenneval en medio del peor invierno que se recordaba en mucho tiempo. Sus órdenes eran prevenir una incursión de los traidores, pero más de uno sospechaba que en realidad buscaban cualquier rastro del campamento enemigo.

Yo los podría llevar hasta allí, tan fácilmente, pensó la joven guerrera con amargura. Si supieran que yo soy uno de esos conspiradores a los que les gustaría tener delante de su acero…

Entre sus compañeros circulaban toda clase de rumores. Se comentaba que había un traidor en el seno mismo del Consejo y que había sido una djendel de la Marca de los Fiordos quien había alertado a Shon Eyra sobre estos asuntos.

Una djendel de Sköll.

Vinka se echó la capucha sobre los ojos y deslizó sus dedos hasta la helada empuñadura de su espada.

—Gracias al Padre Eterno que volvemos a casa —masculló uno de sus compañeros, poniendo el caballo a su altura—. Estoy deseando quitarme de encima la armadura. Es como llevar una maldita capa de hielo encima, ¿no crees?

Ella sonrió sin ganas.

Se echó sobre los hombros su pesado manto y espoleó a su montura para avanzar un poco. No sentía ánimo de conversar con nadie, especialmente con los que le inspiraban simpatía. Pronto se enfrentaría a ellos, y no quería tener lazos con los que tendría que matar. Su corazón, sin embargo, albergaba una emoción muy diferente. Sus compañeros nunca la habían tratado de manera distinta por ser hija de Skutvik Vhalen. Siempre la habían acogido como una más y la defendían cuando otros la miraban con hostilidad o desprecio, a causa de su padre.

Le parecía que había envejecido años en unas pocas lunas.

Siguiendo las instrucciones de Murik, ya había informado a su padre de su próxima liberación. La sonrisa con la que recibió la noticia le heló el corazón. Había cambiado mucho. Aquel encierro le estaba tornando extraño y cada vez se mostraba más agresivo e impaciente. Le dolía visitarle, porque cada vez que lo hacía le llenaba los oídos de injurias y maldiciones dirigidas a Hoffdakulur y hacia los djendel que habían envenenado la mente del único hijo varón que le quedaba.

Su padre había sido uno de los hombres de armas más grandes que había conocido Neimhaim. No quería imaginar de lo que sería capaz cuando fuera libre de manejar su acero sin ninguna traba moral.

Aquel día estaba próximo. Los fieles a su padre aguardaban en una casa abandonada de Vilaarn, impacientes por ver llegar la ocasión apropiada para que ella los guiara por las entrañas del Palacio Real hasta la Torre Kranyal. También liberarían a su hermana Yrnut. No le habían permitido verla, pero alguien le había hecho llegar un mensaje al respecto.

¿Por qué no siento ninguna impaciencia de que llegue ese momento?, se preguntó.

El resto del viaje permaneció encogida sobre su montura y con el corazón torturado por sentimientos enfrentados.