Año decimoctavo. Visión séptima

Año decimoctavo después del nacimiento de los Blancos

Tercera luna, Valle del Trébol

Vije incendia la posada del Valle del Trébol y escapa.

Me llaman el Viajero, y también el Aventurero. Lo reconozco: no son calificativos propios de mi raza, pero yo no soy un dasarin cualquiera. Esa dulce palabra, dasarin. «Guardián de la armonía», en nuestra propia lengua. Cualquiera que haya tenido el placer de conocerme bien puede decir que puedo ser custodio y protector de muchas cosas, pero no precisamente del equilibrio en el mundo.

Nadie entre los míos ha sabido jamás entender el placer de vagar libre como el viento, ni ha apreciado como yo la pasión de los humanos, en especial de sus hembras. De mi boca, lo confieso, han salido verdades endulzadas, pero os aseguro, amigos míos, que mis pies han hollado más caminos que nadie en los Nueve Mundos; mis ojos han visto lugares bellos y extraños, algunos vetados a los mortales y otros tan terribles que he querido borrar de mi memoria sin conseguirlo. Hay uno cuyo recuerdo evoca en mi mente el delicioso néctar de un tiempo irrepetible: la posada del Valle del Trébol. Bajo su caprichoso tejado de ramas entrelazadas se ocultaban muchos más secretos de los que cualquier fonda puede albergar. Mas no podréis adivinar lo extraordinario de este lugar sin entender la importancia de su enclave.

Rodeada por un circo de cumbres nevadas, la posada constituía el único refugio para aquellos incautos, almas osadas y seducidas por las leyendas, que trataban de hallar el paso a Ljósálfheim, místico lugar que tuvo a bien verme nacer y que siempre permaneció a una cómoda distancia del hombre gracias a sus fronteras difusas.

Ah, la curiosidad. Bien puedo afirmar que esta cualidad no se encuentra con facilidad entre mi gente, pero yo soy una emocionante excepción en un pueblo condenado a languidecer, perdido en la memoria del tiempo.

Unos imprudentes compañeros de viaje, humanos, como no podría ser de otro modo, me llevaron a desafiar terribles peligros en dichas montañas. Un temporal nos atrapó en el Valle del Trébol y dimos con nuestros huesos en la posada, donde nos vimos obligados a hospedarnos durante el invierno. En aquellos días, el destino de los Nueve Mundos pendía de un hilo y allí fui testigo de hechos maravillosos que hoy no voy a desvelar.

Os diré, a cambio, que la posada del Valle del Trébol no era un albergue cualquiera. Más bien se trataba de un santuario, construido en lo alto de una solitaria loma, a salvo de aludes y protegido del viento del norte por dos abetos gigantescos. Debido a su aislamiento no era un lugar bullicioso como cualquier otra fonda; más bien constituía un hogar apacible y algunos huéspedes tenían por costumbre alojarse allí expresamente, buscando un lugar de retiro.

Al amor del fuego en su enorme chimenea, una encantadora muchacha me contó cómo todo eso había cambiado el invierno anterior, cuando una extraña chiquilla llamada Vije irrumpió en sus vidas.

Fue Zheit, el viejo propietario de la fonda, quien la encontró medio muerta en algún lugar de los riscos nevados. Zheit era un sanador lleno de sabiduría y remedios que, junto con su esposa, había construido ese remanso de hospitalidad tantos años atrás que nadie era capaz de recordarlo. Como era costumbre entre los montañeses, acogieron a la muchacha y nunca se cuestionaron cómo una chiquilla había accedido en lo más crudo del invierno a un valle que era tan inexpugnable como el nido de un águila, sola, sin fardos ni alimentos y sin ropa alguna.

Ella misma desconocía las respuestas. Una vez que hubo despertado, no fue capaz de recordar quién era ni de dónde venía. Tampoco pudo expresarlo con palabras: de su garganta no salía un sonido.

Con el paso de los días, las heridas de su cuerpo fueron sanando, pero no las de su mente. Postrada en el lecho, todo cuanto miraban sus ojos velados parecía extraño y aterrador; la atormentaban pesadillas por las noches y padecía una inexplicable angustia por el día. Un terrible pesar la consumía. Día tras día, Zheit aplicaba sus curas, en tanto que su esposa, Shöjka, robaba todo el tiempo que podía de sus quehaceres para estar al pie de su lecho, cuidándola como a una hija.

Poco a poco, los ancianos consiguieron que su ánimo mejorara, hasta que una mañana la chiquilla se levantó y habló.

La primera vez que Vije derramó palabras por su boca fue como escuchar el canto de las aves; al menos, así me lo aseguró aquella muchacha de la fonda. Era el suyo un acento que nadie había escuchado antes, pese a los innumerables viajeros que habían pasado por allí. Todos estaban intrigados por conocer su origen, y fue Zheit el primero en saberlo.

Durante pacientes charlas junto al fuego, la muchacha, de apenas catorce años, habló al anciano de sus recuerdos recuperados: procedía de una isla de los mares del norte. Huérfana desde temprana edad, su hermano había llenado el vacío dejado por sus padres. Ella era tímida y asustadiza por naturaleza, y él siempre fue su fuerza, su protector. Pero cuando tomó esposa, una inevitable distancia se interpuso entre ellos; el nacimiento de su hijo hizo las cosas aún más difíciles. Vije buscó consuelo entre las montañas de manuscritos que acumulaban polvo en los sótanos de la ciudadela, donde había pasado gran parte de su vida, leyendo relatos que ya a nadie interesaban. A su corta edad era una verdadera erudita: conocía varias lenguas, incluyendo la de los dasarin. Zheit no tardó en deducir lo que ella misma le confesó más tarde: que su hermano era rey entre los suyos y que el único hogar que había conocido era la ciudadela de Ijerlönya, baluarte de Hertejänen. El anciano, siempre prudente, guardó para sí esa información con el fin de proteger a la joven. Vije habló largo y tendido sobre estas y otras muchas cosas, pero jamás fue capaz de explicar cómo había llegado al Valle del Trébol. Si lo sabía, mantuvo un férreo silencio al respecto.

Dos lunas después de que el anciano la encontrara en las cumbres, un dasarin llegó a la posada. No era el primero en hacerlo, teniendo en cuenta que la fonda se encontraba a las puertas de Ljósálfheim, ni tampoco sería el último, bien puedo jurarlo. Se había extraviado y había traspasado sin saberlo el umbral del mundo de los mortales. Aquel dasarin había sido testigo de un suceso inquietante, unas lunas atrás. Se trataba de algo que concernía a la joven princesa de Hertejänen. Zheit lo condujo hasta la presencia de Vije, y allí el dasarin habló de este modo:

—Se escuchó un estruendo procedente del mar, como si los cielos se quebraran —le susurró con voz trémula, puedo adivinar—. Una luz azul iluminó el horizonte; las olas se encresparon y una ventisca azotó la costa, helando los acantilados. Nuestro rey prohibió a los navíos ir más allá de la Frontera de Niebla, pero hay quien asegura que, en los días despejados, es posible avistar las costas de Hertejänen, y juran que esta tierra ya no es la misma: todo cuanto queda a la vista es una planicie escarchada y desprovista de vida. Mi corazón llora por vuestra pérdida, joven humana —aseguran que añadió—. Mas puedo decir sin dudar que las que moran en las raíces del Gran Árbol protegen vuestro destino. No queda nadie vivo en vuestra tierra; sois la última entre los vuestros.

Tras aquella visita, Vije lloró con amargura durante días. Finalmente, comprendió que ya no tenía más hogar que el que le brindaban los ancianos. Arropada por su cariño y paciencia, quiso corresponder a la amabilidad recibida.

Aunque Zheit guardó el secreto de su procedencia, pronto se hizo evidente que la muchacha desconocía la menor de las labores. Todo cuanto pasaba por sus manos terminaba en desastre. Shöjka intentó facilitarle las tareas más sencillas, pero Vije fracasó en cada una de ellas. Nadie pronunció un reproche, considerando el esfuerzo que la pequeña ponía en todo lo que hacía y que su torpeza no había ocasionado ningún problema serio.

Los ancianos temían que llegara un día en que esto dejara de ser así, pero callaban. Por desgracia para ellos, terminaron por tener razón.

Tendida sobre la nieve, con el cabello achicharrado y las ropas calcinadas, Vije de Hertejänen contempló el enorme fuego que devoraba la posada. Las lenguas rojas escapaban por las ventanas de la cocina, trepaban hacia el tejado e iluminaban la noche cerrada. Se enjugó las lágrimas que salían involuntariamente de sus ojos, esparciendo el hollín que ensuciaba su cara. El viento del norte soplaba muy fuerte y le hacía daño en los oídos; su bramido parecía querer acallar los gritos de alerta que se repetían en el interior de la casa. Algunos huéspedes habían salido por la puerta trasera. Llenaban cubos de nieve para apagar el fuego que avanzaba por el tejado y amenazaba el ala de los dormitorios. Enormes vigas caían con estrépito. La cocina se había consumido hasta los cimientos.

Nadie reparaba en su presencia. Y Vije solo podía contemplar todo aquello y llorar. Ella era la responsable, aunque nadie lo supiera. Y no era capaz de explicarse cómo había ocurrido.

Tan solo recordaba que, con motivo del primer aniversario de su llegada a la posada, había decidido preparar un festín especial. Era aún de madrugada cuando se coló en la cocina con un candil en la mano, aprovechando que los demás dormían. Al cabo de un rato, el pan con semillas y jengibre que había aprendido a hacer se cocía en el horno y una olla con dulce de frutas bullía en la chimenea. El olor era delicioso. En un último recuerdo nítido, se veía removiendo la compota. Inesperadamente, una esquina de su falda se prendió y comenzó a arder.

A partir de ese momento, su memoria se diluía en una pesadilla. Llamas por todas partes, un torrente apresurado de palabras que manaban de su boca y, después, una inmensa bola de calor. Se sintió volar.

Cuando recobró el sentido, se descubrió fuera de la casa, tendida sobre la nieve.

—Gottvak, ¿qué he hecho?

Estremecida por el miedo y la culpa, se encogió en su chal de lana agujereado por las cenizas, tratando de arroparse aunque no sentía frío. Le ardía la cara y le alivió el frescor de las lágrimas, que brillaron a la luz de las llamas.

Bajo la acusadora mirada de las estrellas, tomó conciencia de lo ocurrido. Pensó en la bondad con la que la habían tratado, en el cariño de los ancianos, en los cuidados que había recibido cuando no le quedaba ningún ánimo por vivir.

—Zheit… Shöjka… Lo… lo siento —sollozó, cubriéndose el rostro.

Había sido un milagro encontrar a alguien tan bueno cuando más ayuda necesitaba. Y ella había destruido su hogar.

¿Cómo podré volver a mirarlos a la cara después de esto?

Enajenada por la vergüenza y comprendiendo que era un peligro para cuantos la querían, huyó a la oscuridad. A ciegas, se internó en la noche estrellada, avanzando por la nieve, que le llegaba hasta los muslos, hasta caer rendida. Pasó un buen rato llorando desconsoladamente contra la gélida nieve, pero no tardó en reanudar la marcha, alejándose tan rápido como le permitían sus piernas, agarrotadas por el frío. No le importó que las negras montañas que se perfilaban frente a ella fueran un muro infranqueable. Ya nada tenía importancia, ni siquiera la posibilidad de que empezara a nevar y quedara atrapada sin comida ni abrigo suficiente. Su dolor, la vergüenza y el sentimiento de culpa eran infinitamente más fuertes que todo eso.

De alguna manera, alcanzó la falda de la montaña, aunque se hallaba completamente aterida por el frío y temblaba de forma convulsiva. Logró ver la posada, mucho más atrás. El ala derecha había quedado reducida a cenizas. Arrasada como Ijerlönya.

—Siempre por mi culpa —se lamentó—. ¿Por qué todos tienen que morir… menos yo?

Con el corazón encogido, hizo un gran esfuerzo por recuperar el control de sus miembros congelados y se arrastró por la nieve, alejándose cuanto podía de su segundo hogar. Un aura de fatalidad parecía perseguirla igual que un cazador a su mejor presa.

Solo quería sentir el abrazo de la Señora Oscura, y que Ella la reuniera con su hermano y sus padres en el pabellón de los muertos, allá donde se encontrara.

Lo siento, anciano, se dijo mientras se limpiaba con la manga las lágrimas que le volvían a enturbiar los ojos. Me hiciste comprender lo valioso de mi vida, y que tenía que vivirla con alegría por los míos, que ya no tienen esa oportunidad. Pero es demasiado duro…

Miró una última vez hacia atrás, hacia el valle en forma de trébol que quedaba a su espalda. Ya no era posible distinguir la posada.

Nunca olvidaré tu nombre, Zheit Geffast.