Capítulo segundo

Ailsa despertó de pronto, sobresaltada sin saber por qué. Por un instante no supo dónde se encontraba, únicamente pudo escuchar el apresurado latir de su corazón y su respiración. Luego percibió la claridad que se filtraba por las rendijas de las contraventanas, y finalmente reconoció la estancia de las mujeres de la posada Neimhaim.

¿Ha amanecido ya?

Algunas muchachas se vestían a oscuras. Hablaban entre ellas, pero no era capaz de entender lo que decían. Al fondo de la sala, una anciana envuelta en un manto negro permanecía inmóvil en una mecedora. Sostenía una madeja cuyo hilo amasaba pacientemente entre los nudosos dedos. Aquella mujer le produjo un escalofrío.

Todo es tan diferente aquí y, al mismo tiempo, tan familiar…

Se trenzó el cabello y, mientras se vestía, estremecida por el frío de la estancia, oyó el viento soplando con fuerza sobre el tejado. La tormenta no había amainado.

Si tengo que permanecer encerrada en este lugar todo el invierno, creo que enloqueceré.

Salió al largo pasillo de bóveda ramificada. A un lado se oía el bullicio que llegaba del comedor, escaleras abajo. En la otra dirección, el silencio. Allí se encontraba la estancia de los heridos.

Sigfred.

Se asomó sigilosamente para no molestar a los convalecientes. Todo estaba tranquilo y cálido, como recordaba. Ya quedaban pocos, había un gran fuego en la chimenea y todos dormían, excepto el ocupante del último lecho, un hombre mayor que, apoyado en los almohadones, estaba siendo alimentado por una anciana, de largo y espeso cabello blanco, que llevaba suelto. Ninguno de los dos prestó atención a su llegada.

Le alivió encontrar cierta mejoría en su primo. Se arrodilló junto a él y tomó con cuidado una de las manos vendadas, estrechándola entre las suyas. Habían retirado los vendajes de su cabeza, dejando sanar al aire las cicatrices. Tenía mejor color y las ojeras oscuras se habían desvanecido, pero seguía sumido en ese sueño profundo que le arrastraba lejos de allí. Su respiración era lenta y relajada.

En la cama contigua, la muchachita pelirroja se agitaba en sueños. Murmuraba cosas que no podía entender, asustada. Se preguntó si Saghan habría acudido a verla esa mañana.

—Ojalá pudieras ver esto, Sigfred. ¡Me recuerda tanto a casa! —suspiró Ailsa. Acarició su cara con infinito cuidado. Tal vez, desde lo más profundo de su sueño podía escucharla—. Aquí todos hablan de forma extraña, pero me siento como en casa. No parece que estemos tan lejos de Neimhaim.

La mano de su primo, aunque inerte, seguía siendo grande y fuerte entre las suyas. Le miró largamente, y al cabo de un rato le confesó:

—Te alegraría saber que ha desaparecido toda la locura que me dominó en la tierra de hielo. Mi mente está ya libre. Sin embargo…

Calló antes de pronunciar en voz alta su último pensamiento. Ahora sabía que ella nunca había sido Assenilah, que jamás había paseado por los jardines de la Ciudad Dorada ni había amado a Nordkinn. Esos falsos recuerdos se habían disipado como la suciedad que arrastra la lluvia. Pero algo seguía muy presente en su interior. Una sensación que, lejos de menguar, se hacía más grande cada día. Y la temía cada vez más.

Puedo sentir la nieve cayendo ahí fuera. Siento la fuerza del viento y el rugido de la tormenta; parece que me llamaran.

Cuando pensaba en el dios del Norte, le asaltaban dos emociones opuestas. Por un lado, recordaba al cortés anfitrión que, apiadado por verla agonizar, la había dejado marchar. Por otro lado estaba el dios destructor, vengativo y frío. El asesino. No conseguía comprender cómo ambas facetas podían convivir en un mismo ser, pero tenía el presentimiento de que una parte no podía existir sin la otra.

Una mano estrechó su hombro y se sobresaltó. La anciana de pelo blanco, envuelta en su chal, le sonreía afectuosamente. Le sorprendió un extraño detalle: su dentadura era perfecta, no le faltaba una sola pieza. Adroon había sido así. Y también Zheit. Además, la vieja mujer mantenía una postura erguida, saludable. Las arrugas surcaban su rostro, un rostro quemado por el sol de las montañas y ajado por la dureza de los elementos, pero lleno de vida.

—¡Al fin te encuentro despierta, niña! —exclamó, hablando con total claridad en la lengua de Neimhaim—. Ailsa, de la Casa Bäradlig. He visto a pocos sobrevivir en tus circunstancias. Y a nadie recuperarse tan rápido, he de decirlo. El Padre de Todos está contigo, muchacha. Aquí muchos me llaman señora, pero tú puedes llamarme Shöjka.

Estrechó sus antebrazos con firmeza y Ailsa se emocionó al recibir el saludo kranyal, después de tanto tiempo. Únicamente podía tratarse de la esposa del anciano djendel. De forma impulsiva respondió a su saludo con un abrazo, contenta de encontrar al fin a una mujer como ella, con quien poder entenderse, entre tanta gente extraña y desconocida. Le pareció que la anciana, secretamente, estaba aún más conmovida que ella. Sus ojos oscuros chispeaban como los de una gata, lo que le hizo pensar que en otro tiempo había sido una guerrera impetuosa. En más de un sentido, sintió que se hallaba ante un alma pareja a la suya.

—Chiquilla —repuso ella, más severa—, he de advertirte de que en esta casa los que se demoran en el desayuno se quedan sin probar bocado hasta la comida. No esperes un trato especial, nadie te hará reverencias.

Pese a la reprimenda, Ailsa no pudo evitar sonreír. La trataba como a una igual, aunque sin duda ya sabía quién era ella. Tenía la corazonada de que en otros tiempos Shöjka se hubiera batido espada en mano para comprobar su valía como líder. Eso le encantaba, porque demostraba un respeto genuino que no era fruto de la pleitesía.

—Bajaré enseguida —dijo Ailsa—. Solo quería ver a mi primo.

—Ah, otro Bäradlig. Para sobrevivir a los verkuur se necesita algo más que un buen acero. Pero el Señor de las Batallas cuida de los que derraman la sangre de sus enemigos en su nombre.

La anciana hablaba de esos demonios pálidos como si hubiera tenido alguna experiencia al respecto. Sin embargo, a simple vista no parecía más que una vieja gruñona, especialmente cuando la apartó sin miramientos para revisar los vendajes del guerrero.

—Debo decirte algo sobre tu deudo, sin embargo —le indicó Shöjka, más comedida—. La nieve y el frío evitaron que muriera desangrado, y eso fue bueno. Pero ese veneno… Nunca será el mismo de antes.

Le cubrió cuidadosamente con la manta y trató de disipar sus temores.

—Zheit ha alejado a la Señora Oscura de su lecho, y eso es mucho. Este muchacho posee una entereza poco común. Debe de ser un gran guerrero, como tú. Aunque tu destino está más alto, ¿verdad?

Shöjka sonrió de una forma enigmática.

—Ailsa Bäradlig, no permitas que la impaciencia te invada: tendrás la oportunidad de mostrar que eres digna de tu acero y de quienes lo trabajaron para ti. «La No Forjada»… Su nombre será recordado —le vaticinó.

—¿Cómo sabes tanto sobre mi espada? —inquirió Ailsa.

—Me lo ha dicho ella —contestó Shöjka con naturalidad.

Ailsa no supo si hablaba en serio, pero en cuanto la vio sonreír se sonrojó. Aquella mujer la hacía sentir como una niña ingenua.

—Hay un lugar para guardar las armas en esta casa —explicó la vieja kranyal, señalando el lugar donde colgaba la espada de su primo, junto a sus ropas—. Allí guardamos las pertenencias más preciadas de nuestros huéspedes durante el invierno. Te lo mostraré más tarde, ahora debes bajar al comedor sin demora. ¡No hay un día que sobren las gachas de Jlonna!

Un viento gélido reinaba al alba en las costas norteñas de Neimhaim. Las olas se despedazaban contra los acantilados que protegían la bahía de Adertral. Sus salpicaduras eran arrastradas por el viento y casi parecían alcanzar el cielo ceniciento. Aitne se sentía intimidada por aquella masa de agua infinita que los aislaba y protegía del resto del mundo.

En la playa, rodeada por un grupo de djendel como ella, una muchacha de rizos dorados miraba con añoranza la inmensidad del océano. Aitne Ulaet vestía la misma túnica ocre que sus compañeros, sacerdotes consagrados. Al igual que ellos, había entregado su vida al servicio de la Gran Madre para cumplir con sus ritos, ese era su lugar en el clan. Sin embargo, algo la separaba por completo de sus iguales: su vida había transcurrido entre guerreros, en el corazón del dominio de Skutvik Vhalen. Había nacido en Sköll y tenía el raro privilegio de ser la primera djendel oriunda de los fiordos.

Hacía más de un ciclo lunar que su padre, el Mayor Dhero Ulaet, la había obligado a salir de Sköll con el resto de su familia. La amenaza se cernía allí sobre cualquiera que vistiera túnicas. La acogedora población al pie del fiordo, entre las altas pendientes, ya no era el hermoso lugar que recordaba, ahora era un sombrío nido de intrigas. La tensión había llegado a ser insostenible para cualquier djendel, la hostilidad apenas se contenía. Familias kranyal procedentes de todo el reino llegaban cada día y solo un djendel permanecía allí: su padre. Él había sido el primer sacerdote que había emigrado a esas tierras montañosas, y también era el último que quedaba.

Se negaba a renunciar a su deber, y para desempeñarlo recibía el respaldo de Boriax Kalere. El Primer Maestro de la Escuela de Guerra era el hombre apropiado para llevar cortas las riendas de la Marca de los Fiordos, un hombre rígido y de recia voluntad, el candidato ideal para sustituir a Skutvik Vhalen, y como tal fue recomendado por los Regentes en el Consejo. Había logrado mantener cierto orden en Sköll y hacía cuanto estaba en su mano por proteger a su padre de los kranyal insurrectos. Aun así, Aitne temía que las correas que había afianzado Kalere se romperían tarde o temprano y, en ese momento, la vida de su padre correría peligro.

Entretanto, Aitne y su madre habían encontrado refugio al otro extremo del reino, en Djendelarn, en la casa de su hermano Elner. Allí las noticias de Sköll eran escasas o muy desvirtuadas. Temía lo peor y nadie parecía querer hacer nada para evitarlo.

Las voces de sus compañeros la sacaron de su ensimismamiento, a tiempo para ver llegar a la Regente djendel.

Shon Eyra vestía una sencilla túnica gris y una capa azul de suave tejido, pero su presencia, serena y digna a un mismo tiempo, no dejaba dudas sobre su condición. La acompañaba una guarnición de Jinetes Arthal que la habían escoltado desde Vilaarn en un viaje destinado a bendecir las dos naves de Adertral, construidas de forma conjunta por maestros djendel y kranyal para partir en busca de sus reyes. Shon Eyra había solicitado en Djendelarn que un grupo de sacerdotes y sacerdotisas consagrados la acompañara para llevar a cabo los ritos. Aitne estaba entre ellos.

Entonando sus cantos a los Altos, el grupo djendel partió tras la regente y su escolta, caminando sin prisas por la bahía y subiendo después por los acantilados hasta llegar a lo alto de un talud. Un puñado de nativos de Adertral los acompañaban, atraídos por la mística ceremonia.

Cuando alcanzaron el punto más alto del farallón, Shon Eyra se detuvo. Era una mujer hermosa en la madurez, pensó Aitne. Los oscuros rizos de su cabello enmarcaban un semblante proporcionado y una mirada triste. Tan llena de melancolía y tan bella a su manera. Tal vez en aquellos momentos pensaba en su hijo, Arthayl Saghan.

Aitne recordaba bien el día que conoció a su futuro rey, en el inmenso salón del trono. Era la primera vez que viajaba a Vilaarn y estaba deslumbrada, pero nada la dejó tan ensimismada como la visión de su Arthayl. En aquella ocasión, Shon Eyra prácticamente pasó desapercibida para ella. La recordaba asumiendo con naturalidad su puesto al lado de su hijo. Ahora era la regente quien atraía todas las miradas.

Si me atreviera, se dijo Aitne. Si pudiera hablar con ella

Pero casi al instante desechó aquella idea. La madre del Primero de los Djendel era inaccesible para cualquiera. En estos instantes, aún más.

Alzando los brazos, la regente se volvió hacia el mar y se acercó hasta el mismo borde del acantilado. Estaba tan cerca del filo que Aitne llegó a pensar que se arrojaría al vacío, pero entonces vio que, más abajo, en la playa, dos enormes siluetas se alzaban desafiantes, de cara al océano. Los barcos.

—¡Njörd! —gritó Eyra, invocando al dios del Mar—. ¡Njörd!

A su llamada, el viento se levantó y las olas estallaron con fuerza en las rocas. Un kranyal fornido, vestido con atuendos propios de un herrero y con el rostro ajado por el viento salado, se detuvo a unos pasos de Shon Eyra. Por lo que sabía, aquel hombre procedía de la isla Fadden y era el mejor maestro constructor de naves de todo el reino.

Le acompañaba un djendel, un maestro de la tierra, más o menos de la misma edad. A pesar de su túnica, no le costó imaginarle como un kranyal más, dispuesto a la batalla. Su piel estaba bronceada, como la de su compañero kranyal.

—¡Njörd! ¡Somos tus siervos! —gritó de nuevo Eyra—. Hoy acudimos a presentarte estas naves, que honrarán tus dominios y respetarán las criaturas que en ellos habitan.

Los cánticos se alzaron de nuevo en el acantilado, y Aitne empleó toda su alma en ellos.

«Que los vientos guíen su rumbo —decía la canción—. Señor de los Mares, bendice estas naves y protégelas bajo tu manto de la adversidad».

—¡Njörd! —dijo la regente por tercera vez, y los cantos silenciaron—. Ahora te rogamos que nos escuches, porque aquellos cuyas manos construyeron estas naves te dirán los nombres por los que serán conocidas.

—¡Orgullo de Huggin! —gritó el maestro kranyal.

—¡Alas de Muninn! —dijo el maestro djendel.

El viento volvió a azotar la costa, obligando a los presentes a cubrirse la cabeza. Hasta allí les llegaba la humedad salina del mar, procedente de los rompientes. Al levantar la cabeza, Aitne vio un resplandor en el horizonte marino. Un relámpago. Thor también participaba en la bendición de estos barcos.

Pero nunca saldrán de aquí, pensó Aitne con pesadumbre.

Un mismo rumor se repetía por todas partes. Lo había escuchado en los fiordos y también en Djendelarn: la misión era una argucia para ganar tiempo y decidir qué ocurriría con el reino si sus reyes no regresaban. Si eso era verdad, aquellos maestros, que tan duro y con tanto afán habían trabajado, se habían esforzado en balde.

Sin embargo, no se podía negar que habían dado lugar a una obra magnífica y hermosa. Había visto otros barcos en su vida, pero ninguno parecido a aquellos.

Más tarde, tuvo ocasión de observarlos desde muy cerca. Armándose de valor, Aitne se separó del grupo cuando terminaron los ritos y siguió a Shon Eyra, que había expresado su deseo de inspeccionar las naves acompañada de los dos maestros.

Las dos embarcaciones, Orgullo de Huggin y Alas de Muninn, reposaban erguidas sobre la arena en el lugar donde habían sido construidas. La madre del rey y sus acompañantes se dirigían a la zona de proa, donde sendos cuervos negros habían sido modelados sobre la quilla.

—El mar no ha conocido naves como estas, mi Señora —dijo el maestro de la isla Fadden—. Hemos seguido los patrones de acería y carpintería tradicionales, pero los djendel redujeron al mínimo grosor la cubierta, hasta dejar una fina plancha, lisa por completo y sin una sola fisura, pero resistente como la raíz de roble. Son las naves más ligeras que se han construido nunca y las más rápidas, me atrevo a jurar. Si os fijáis en la quilla, la hemos estrechado para que corte las olas como un cuchillo. También hemos ampliado el velamen. En toda mi vida jamás hubiera creído posible una embarcación así, mi Señora.

—¿Y serán estables? —preguntó la regente—. ¿Aun en las tormentas más violentas?

—Así lo esperamos, Shon Eyra —dijo el maestro djendel—. El maestro Thondal y yo tenemos la certeza de que soportarán el azote de un temporal, pero, ciertamente, aún no han sido probadas.

Con cautela, Aitne bordeó el casco hasta que tuvo a la regente en su punto de mira. Su corazón palpitaba con fuerza.

Ahora no puedo echarme atrás, pensó, apaciguando su agitación con sus dones. Ella era la hija de un Mayor, sabía cómo comportarse. Pero ¿cómo debía presentarse ante la regente, en esas circunstancias?

Entretanto, Shon Eyra contemplaba en silencio las majestuosas naves, protegiéndose del fuerte viento con su capa. Parecía tan distante…

De improviso, la regente bajó la vista y sus miradas se cruzaron. Su corazón se paró por un instante. Se escondió a toda prisa, con el rostro ardiendo por la vergüenza.

¿Qué estoy haciendo?, gritó para sus adentros. ¡Ahora pensará lo peor!

—No tengas miedo, ven aquí —oyó que decía.

Con el corazón desbocado, Aitne salió de detrás del barco y se apresuró a postrarse ante ella, en cuerpo y alma.

—Disculpadme, Shon Eyra, os lo ruego. No pretendía escuchar vuestra conversación.

—¿No? —dudó ella, y Aitne se sobresaltó al sentir su mano tomándola suavemente del brazo, invitándola a levantarse—. ¿Qué os trae hasta aquí, entonces?

—Necesitaba hablar con vos, Shon Eyra. Antes de que os marcharais.

El cordial recibimiento de la regente se tornó en un gesto de extrañeza. La observó por un instante y reparó en sus largos rizos rubios, su nariz pecosa y sus ojos, de un azul intenso como el estandarte de Neimhaim.

—¿No eres tú la hija de Dhero Ulaet, de los fiordos?

Sorprendida y halagada, Aitne afirmó con la cabeza.

—Sí, te pareces mucho a tu padre, aunque tienes la cabellera dorada de tu madre —observó Shon Eyra—. Bien, te escucho.

Al oír la voz de la regente en sus pensamientos, Aitne se conmovió. Aquella intimidad, además de conveniente, era un honor raramente concedido. Se sentía muy agitada, pero tenía claro lo que debía hacer.

Temo por mi padre, Shon Eyra —empezó a decir Aitne, mirando de reojo a los maestros—. Y apelo a vuestro amparo, ya que sus advertencias no han sido escuchadas.

¿Sus advertencias? —inquirió la regente.

Oscuros nubarrones comenzaron a cerrarse sobre la costa.

Los fiordos están a punto de levantarse en armas —le explicó Aitne con el corazón desbocado por lo que estaba desvelando— y Sköll es el germen de todas las tramas. Todos los partidarios de la familia Vhalen se están reuniendo allí. Sern Boriax los mantiene a raya, pero si a él le ocurriera algo, y temo que eso pueda suceder pronto, la Marca entera se alzará contra Vilaarn.

Un viento helado levantó remolinos en la playa, obligando a la joven djendel a protegerse del azote de la arena.

Señora —Aitne dudó un instante antes de proseguir, con las mejillas encendidas—. Debéis saber algo más. Estos barcos… Se dice que nunca saldrán de Adertral. Algunos incluso aseguran que los regentes han dado por perdidos a sus hijos.

El fragor de un trueno retumbó en toda la costa y Shon Eyra desvió la mirada al horizonte, donde el océano se encolerizaba. Al verla tan sumida en su propio dolor, Aitne ya no vio a la regente, sino a una mujer que había sido cruelmente separada de su hijo y supo que aquellas habladurías eran falsas. Una madre nunca podría perder la esperanza.

—¿Os encontráis bien, Shon Eyra? —intervino uno de los maestros, notando que había palidecido.

Un galope lejano los interrumpió. Por el camino de Adertral, levantando la arena a su paso, se acercaba un jinete a toda velocidad. Cuando estuvo más cerca, Aitne pudo distinguir en su librea la media luna de Vilaarn.

Un mensajero de la capital, comprendió.

El jinete reconoció a la regente y saltó a tierra antes de que el caballo detuviera su carrera. Postrándose a sus pies con tanta dignidad como le permitía su agotamiento, le ofreció el mensaje que portaba. Tanto el jinete como su cabalgadura parecían no haber descansado en varios días.

Después de leer el contenido, Shon Eyra cerró los ojos, consternada. Pero cuando se dirigió a los maestros su voz estaba llena de compostura.

—He de regresar a Vilaarn —les anunció—. Sin más tardanza.

Ambos miraron a la regente con lógica sorpresa. Esperaban de ella alguna clase de resolución respecto a aquellas naves. Sin duda se preguntaban dónde estaban los hombres y mujeres que debían partir en ellas.

—Os felicito por vuestro trabajo, maestros; es una obra digna de vuestro prestigio —se limitó a decirles, no sin franqueza—. En Adertral se os entregará vuestra compensación y después podréis regresar al lado de vuestras familias. En cuanto a ti, joven Ulaet, prepárate para viajar conmigo. Han surgido asuntos urgentes en Vilaarn y tu presencia allí será más que oportuna.

Sin poder disimular su sorpresa, la muchacha siguió a buen paso a la madre del rey, que ya marchaba de regreso al pueblo.

¿Puedo preguntar qué ocurre, Señora?

Que me conste, no hemos recibido advertencia alguna de Sköll. De hecho, no hemos recibido misivas en muchos días. Quiero que hables de ello con el regente.

¡Los Vhalen! —comprendió Aitne—. ¡Han interceptado los mensajes!

Más que nunca, temió por la vida de su padre. Los dos Mayores quedaban ahora a merced de los adversarios de la Alianza, sin más protección que la guarnición del Ejército Blanco asentado allí. Shon Eyra aflojó su marcha para caminar a su misma altura y la miró como si hubiera recordado algo importante.

Conoces al capitán de la guarnición de Sköll. Es un Vhalen, ¿no es cierto?

Sorprendida por la pregunta, trató de imaginar qué era lo que la regente deseaba saber.

Señora, os aseguro que la lealtad de Hoffdakulur está fuera de toda duda. No es fácil llevar el manto blanco en Sköll en los tiempos que corren, más aún tratándose de un hijo que ha renegado de su padre. Sí, sigue llamándose Vhalen, pero os aseguro que está sufriendo más que nadie por la Alianza, con una dignidad admirable.

Le defendéis con mucho ardor.

El énfasis oculto en ese comentario la ruborizó en contra de su voluntad.

Shon Eyra sonrió, casi imperceptiblemente, y siguió su camino, satisfecha de la respuesta obtenida.

El aroma del pan recién horneado acuciaba el hambre de los treinta o cuarenta comensales que habían acudido al comedor para desayunar bajo la bóveda de ramas entrelazadas. Muchos vivían allí todo el año, con sus familias, lo que explicaba el nutrido grupo de niños que correteaba entre las mesas persiguiendo a un huidizo felino.

Tras esperar su turno, Saghan e Illzar acogieron con gusto las gachas que les sirvieron en sendos cuencos de madera. Olía estupendamente. También tomaron una ración de pan caliente.

—Andando, quedan muchos por servir. ¡Los dos! —les regañó Jlonna, señalando con el cucharón la larga cola que quedaba tras ellos.

Asintiendo, los dos amigos buscaron un lugar para tomar asiento. Las mesas más cercanas a la chimenea estaban ocupadas, así que tuvieron que ir a un rincón menos concurrido, donde distribuían a hurtadillas alguna clase de bebida de un barril.

No era fácil distinguir los nuevos huéspedes de los que vivían allí de forma permanente. Para Saghan todos los rostros eran desconocidos por igual y, a juzgar por la mezcolanza de lenguas que llegaba hasta sus oídos y la variopinta apariencia, contaban con las más diversas procedencias. En cualquier mesa había grupos charlando animadamente, riendo y gesticulando cuando no lograban entenderse.

Saghan dio un mordisco al pan y observó que tanto Illzar como él eran objeto de miradas indiscretas. Suponía que no se veía a menudo a un dasarin, menos aún acompañado de alguien con una apariencia como la suya.

Entretanto, Jlonna seguía sirviendo y reía con todos. No hacía ni un día que la conocía y Saghan ya sentía una gran simpatía por ella; parecía siempre preocupada por todo y por todos, era amable y cercana. Le recordaba a Drumilda, al verla era fácil imaginar a su madre de crianza en su juventud.

El olor de las gachas bajo su nariz hizo rugir su estómago, así que no esperó más para empezar a comer. A su lado, Illzar miraba codicioso un vaso de cerveza que uno de sus vecinos de mesa bebía a placer.

—Ah, sabía que algo le faltaba a este desayuno. ¿Un vaso, albino?

Saghan negó con la cabeza.

—Estupendo. Dos para mí, entonces.

Illzar se marchó en busca de la cerveza y Saghan se quedó solo, pero no por mucho tiempo. Al poco, un hombre le pidió permiso para compartir la mesa. Vestía ropas sobrias, acordes con su cabello negro y su barba algo canosa, bien recortada. Cuando le miró a los ojos, su sorpresa fue mayúscula. Había visto anteriormente aquella mirada gris.

No es posible.

—¡Mirad a quién tenemos aquí! —pronunció el hombre, gratamente sorprendido—. ¡Nuestro amigo de las montañas de Haitsereth!

El Padre le estrechó en un abrazo y Saghan le respondió con igual afecto, contento por encontrarse de nuevo con el jefe de la caravana de la Curiosa Compañía del Águila Esmeralda, aunque no tan complacido por ser el blanco de todas las miradas. Se armó un revuelo a su alrededor, y enseguida reconoció a muchos con los que compartió camino, que no tardaron en acudir a saludarle.

—¡Te lo dije! ¡Era él! —dijo una mujer vestida con pantalones anchos que amamantaba a un bebé.

—Benditos sean los enredos de las Hilanderas —dijo el Padre, alzando la voz por encima del barullo—. ¿Y tu acompañante?

—Vije también está aquí —respondió Saghan, abrumado por los gritos de entusiasmo—. Nos sorprendió el temporal en estas montañas.

—¡Ah, esas viejas y sus ruecas caprichosas! A nosotros también. Conozco bien los peligros de ese valle, pero la Hilandera habló una noche y mencionó el camino de las Svartáed. Ya sabes, todos la respetan y la temen. No hubo elección.

Saghan se inquietó al saber que aquella anciana enigmática se encontraba en algún lugar, bajo aquel mismo techo. Afortunadamente no la vio en el comedor.

El Padre rio al percatarse de su turbación.

—Ha hecho de la estancia de mujeres su refugio y apenas sale de allí. No te preocupes, amigo mío. ¡Hay que celebrar nuestro encuentro!

—¿Qué ocurre aquí, albino? Te dejo un instante y reúnes un séquito —protestó el dasarin, tratando de abrirse paso entre los bulliciosos artistas.

—Illzar —le llamó Saghan—. Quiero presentarte a…

—Vaya, vaya —se sorprendió el dasarin. Una sonrisa torcida adornó su pícara expresión—. ¿Quién iba a decirlo, Lhuan? Suponía que te encontraría tarde o temprano, pero nunca pensé verte en semejante compañía.

Illzar se detuvo frente al jefe de la caravana, si bien mantuvo una prudente distancia. Ambos se conocían bien, de eso no había duda, aunque Saghan no terminaba de vislumbrar si era afecto o desconfianza lo que había entre ellos.

—La mejor que se puede tener. Y para ellos, amigo mío, soy el Padre. —Tras el tono informal de aquellas palabras, Saghan detectó una advertencia velada. Su extraña complicidad hacía pensar que compartían más de un secreto—. Bien, ¿cómo debo llamarte esta vez?

—Por mi nombre, por supuesto —respondió el dasarin, guiñando un ojo—. Illzar de Cendailtan.

—Illzar —repitió el Padre, saboreando aparentemente recuerdos que le traía aquel nombre. Finalmente, ambos compartieron un fuerte abrazo—. Ha pasado demasiado tiempo, dasarin.

—Pero has ganado en atractivo con los años —se jactó Illzar, tirando de su barba.

Todos los miembros de la compañía dejaron escapar exclamaciones de admiración, encantados por el hecho de que su jefe conociera a lo que ellos aún consideraban una criatura de leyenda. Se decía que aquel que veía a un dasarin disfrutaría de buena fortuna durante una luna. Contar con uno de ellos por compañero era un raro privilegio.

Ante el súbito protagonismo, Illzar no ocultó su satisfacción.

—Así que ya os conocíais —intervino Saghan, fascinado por la coincidencia.

—Fueron otros tiempos, ¿verdad? —admitió Illzar, mirando de soslayo al Padre—. Y si tu gente me deja un poco de sitio, contaré en qué extraordinarias circunstancias me topé con el albino. Una historia realmente sorprendente.

—¿Alguna de las tuyas no lo es? —comentó el jefe de la caravana.

En ese momento sonó una campana en la sala, clamando la atención de todos.

La mayoría conocían el significado de aquella llamada, porque se levantaron, recogieron sus cuencos y se dirigieron hacia la cocina.

Entre el revuelo, Saghan descubrió a Ailsa en una mesa retirada. Había estado observándolos todo el tiempo, sin intervenir. Con toda aquella gente hablando de manera incomprensible para ella, debía de sentirse extraña y sola, aunque su expresión también estaba llena de curiosidad.

Saghan decidió ir en su busca, pero ella ya se había unido con naturalidad a los que se habían quedado en el comedor para saber qué ocurría al toque de la campana.

—Ahora veremos qué hacer con vosotros —dijo Jlonna, limpiándose las manos en su delantal, mientras se hacía un lugar entre los desorientados huéspedes. La acompañaba un hombre bigotudo, pequeño y robusto—. Quiero presentaros a Uthn. Él se encarga de la forja y las reparaciones. Mi territorio es la cocina, como ya sabéis. Muchos de vosotros ya conocéis a la señora de la casa, ella se ocupa de que haya un orden entre estas paredes. Para quien no lo sepa aún, el señor de la casa es sanador. Cuida de heridos y enfermos, incluidos los que están en el establo y en la casa de cultivo. Si alguna vez necesitáis de su ayuda, le encontraréis por allí.

Con la soltura de quien ha explicado muchas veces un discurso similar, la maestra cocinera anunció a los presentes que la nieve los había dejado incomunicados en aquella posada y que pasarían allí todo el invierno. Las provisiones eran limitadas y solo saldrían adelante abasteciéndose con lo que ellos mismos produjeran. Cuantas más bocas, más esfuerzo necesario. Todos y cada uno de ellos, incluidos los huéspedes, debían colaborar con su trabajo y compartir sus pertenencias. Casi todo lo que allí podía encontrarse, desde el queso, hasta las jarras y la ropa, había sido fabricado en la posada. Todo lo que los viajeros pudieran aportar sería bienvenido, incluyendo cualquier clase de pericia u oficio. Tras el almuerzo de la mañana, todos tendrían que acudir a sus tareas. Solo los niños, los más ancianos y los enfermos quedaban libres del trabajo, y en cuanto estos últimos se recuperasen debían unirse a los demás. Allí no valían el dinero ni las joyas; estas no daban de comer.

Tras explicar las costumbres de la casa, Jlonna preguntó por las habilidades de cada uno para distribuir el trabajo de forma más eficiente. Unos cuantos fueron enviados a la cocina y la casa de cultivos; entre los componentes de la Curiosa Compañía del Águila Esmeralda algunos conocían el oficio de la madera, de manera que ayudarían a Uthn a habilitar algunas camas, ya que los nuevos huéspedes habían tenido que dormir en el suelo, en improvisados jergones. Ailsa fue destinada al cuidado de los animales del establo, al igual que el Padre y varios miembros de su grupo, otros se harían cargo de lavar la ropa. Una madre y una hija se ofrecieron para remendar la ropa vieja, hilar y tejer. Un hombre fornido fue enviado a cortar leña… Finalmente, Jlonna llegó hasta Saghan y el dasarin.

—Mis hambrientos invitados, ¿de qué os ocuparéis vosotros? —Miró a la pareja de amigos, luego se fijó en Saghan—. Tu tío me ha dicho que eres sanador como él. Ahora tu ayuda es necesaria en la sala de enfermos, después podrías ocuparte de la casa de cultivo. ¿Y qué haré contigo, dasarin?

—Ay, mi dulce doncella —le contestó, acariciando los cabellos de la mujer—. No sería apropiado decirlo en voz alta, con niños presentes, pero creo que ya sabéis lo que se me da mejor.

Soltando una carcajada, la cocinera se deshizo de las caricias del dasarin.

—Ayudarás a tu amigo en sus quehaceres. Cada uno a su lugar, pues. ¡Bienvenidos todos a la posada Neimhaim!