Capítulo tercero

Solsticio de verano del año octavo

Espadas y escudos chocaban con un timbre acerado, la sangre salpicaba la arena de los rediles, el clamor de los vítores era ensordecedor. Sigfred Bäradlig defendió su puesto entre el apretado gentío para ver en primera fila a los dos guerreros que se enfrentaban y absorbió cada instante con la impaciencia de quien ya se cree dispuesto a morir en la lucha. Las Jornadas de Tyr. Ni siquiera la lluvia lograba enturbiar su entusiasmo. Solo una vez se le había permitido presenciar aquella festividad en honor al dios de la Guerra, y entonces era un crío en brazos de su madre. Ahora, a sus trece años, podía recorrer a sus anchas los recintos de las pruebas; durante el invierno había superado la prueba de la madurez y ya no le impresionaban los miembros amputados ni las caras cortadas. Había soñado mucho tiempo con asistir a las jornadas. Ahora anhelaba empuñar su espada y ser uno de los que medían sus fuerzas al otro lado de los palenques.

Solo una vez al año la ciudad de Kranyalarn acogía tanto bullicio. Cuando los serbales del valle florecían, anunciando la cercanía del solsticio de verano, todos afilaban sus armas y limpiaban yelmos, corazas y escudos. Mientras el clan Djendel se reunía en la llanura para realizar sus ofrendas a la Gran Madre, las estribaciones sureñas de Lonjard se convertían en lugar de reunión para guerreros venidos de todos los rincones del reino. Algunos recorrían muchos días de camino y todos llegaban dispuestos a morir en las pruebas si era necesario, pues quien ofrecía su vida a Tyr en sus jornadas tenía ganado el favor de los Altos para él y los que llevaban su nombre.

Las praderas y los rediles del ganado albergaban combates con toda clase de armas. También había lugar para la puntería de los arqueros y para la fuerza bruta, con el levantamiento de tajos. Como no podía ser menos, las pruebas a caballo eran las más espectaculares: doma, lucha de sementales, combate a grupa y carreras. Todas las contiendas atraían una multitud de curiosos, pero la prueba más esperada, la más cruda y emocionante, era el combate a campo abierto, que enfrentaba a familias que pugnaban por dejar su pendón en lo más alto del poste de abedul que presidía el recinto. Desde tiempos inmemoriales, el oso rampante de los Bäradlig y el águila pescadora con un pez apresado, emblema de la Casa Vhalen, habían competido por tal honor. Eran las estirpes más fuertes y eternas rivales, pero la invasión de los saqueadores, años atrás, puso fin a su enemistad. Gursti Bäradlig combatió codo con codo con su mayor rival hasta entonces, Skutvik Vhalen, cabeza de su familia. Tenían un enemigo común y sellaron un pacto de amistad. Pero nadie olvidaba que ambos cruzaron espadas en unas gloriosas Jornadas de Tyr de las que todavía se hablaba, un duelo épico en el que Gursti se proclamó vencedor. Aquel día honró la memoria de sus antepasados, que ya gozaban del aguamiel en los Prados Eternos.

Su padre le había explicado que, una vez cada generación, todas aquellas pruebas servían para elegir al Señor de todos los Kranyal. Así fue como su tío Gursti ganó su lugar entre los suyos y desde entonces él asistía dispuesto a aceptar algún desafío, por si algún incauto se creía capaz de superar su habilidad o ponía en duda su liderazgo. El vencedor tenía el derecho de convertirse en el nuevo señor del clan. Siempre había sido así, pero nadie había logrado vencer a su tío y hacía mucho tiempo que nadie se atrevía a retarle o no sentía el ánimo para hacerlo. Los kranyal estaban satisfechos de contar con un líder como Gursti el Justo.

Sigfred se sentía orgulloso de haber nacido allí, en el valle de los serbales, donde se levantaba la capital del clan Kranyal. La belleza etérea de Vilaarn quedaba ahora muy lejos. Kranyalarn, con sus calles llenas de barro y estiércol, el olor a cuero de los puestos de los curtidores, sus altos tejados de doble vertiente coronados por figuras de bestias, era mucho más emocionante. Amaba el sonido de los martillos en las fraguas donde se templaba el metal, el aroma de la carne asada en su jugo en las hogueras. Ubicada en la falda de la montaña, la ciudad disfrutaba de una vista única: incluso en los días nublados podía divisarse todo el valle y el mar interior en el horizonte. Los días despejados, además, era posible avistar la isla Fadden, hogar de los kranyal amantes del mar, donde se fabricaban las mejores embarcaciones.

Atraído por los gritos de ánimo, Sigfred se dirigió a una de las pruebas que más expectación estaba levantando. Se hizo un hueco tras la valla de madera y se quedó embelesado.

Se trataba de la prueba de doma. Tres muchachos intentaban aproximarse a un semental de guerra casi tan alto como dos hombres, y recio como un roble. El barro le salpicaba la piel, del más puro blanco que hubiera visto nunca; incluso bajo la lluvia el animal resplandecía como si tuviera luz propia. Era una bestia magnífica: de vigorosa musculatura, capaz de embestir muros y aplastar armaduras. Coceaba y mordía a cuantos intentaban montarle. Digno corcel del Padre de las Batallas, pensó Sigfred, ensimismado. El ser más bello que había visto nunca.

Reconoció a dos de los muchachos que se enfrentaban a la salvaje cabalgadura: uno de ellos era Thomrik Vhalen, sobrino del Señor de los Fiordos. Se decía que era un fanfarrón y que se jactaba de su habilidad con las dagas porque no tenía muchas otras.

—Aparta, Agujeros. Aquí estorbas —protestó mientras tiraba al barro a uno de sus rivales.

A la vista estaba que Thomrik estaba molesto por tener que competir con un mozo de cuadras. A ese Sigfred le conocía mejor. El que se ponía en pie, sacudiéndose el barro, era el pelirrojo Sven Krimson, caballerizo en Vilaarn. Solo los más insolentes se atrevían a llamarle Agujeros: el mote se debía a los orificios que los saqueadores habían dejado en lugar de sus orejas, tras cercenárselas. Huérfano y sin parientes —todos murieron aquel año—, se ganaba el sustento cuidando de los caballos. Sigfred sentía simpatía por él. Todo kranyal tenía permiso para acudir a las Jornadas de Tyr si lo deseaba, y Sven conocía bien a los sementales. Antes de que el orgulloso Vhalen tuviera la menor oportunidad, Krimson pilló desprevenido al caballo de guerra y saltó a su grupa. Muchos gritaron su nombre mientras la bestia se debatía furiosa, alejando a los curiosos cuando se acercaba demasiado a la valla. Las manos que se aferraban a las crines eran expertas, pero no lo suficiente. En una de sus sacudidas, el semental se deshizo del osado jinete, que rodó por el barro y logró a duras penas escapar de sus cascos. La decepción cundió en el público. Thomrik soltó una risotada y Sven se sacudió la inmundicia y escupió mientras abandonaba el redil.

Nadie más se atrevió a acercarse a la bestia y los espectadores, desanimados, abandonaron el lugar. Sigfred se quedó observando los ojos oscuros del animal, y vio auténtica majestad en ellos.

Un rey entre los suyos, pensó. Si le mostrara que no soy su enemigo…

Con el corazón palpitante, Sigfred pasó la cabeza por debajo de la cerca y puso un pie sobre el barro del recinto, que se hundió hasta el tobillo. El caballo se volvió hacia él y resopló, evaluándole. Sigfred se sintió intimidado, pero tuvo el pálpito de que él llegaría donde otros no habían llegado. El pánico pugnaba por paralizar sus piernas. Alguien gritó una advertencia, pero él ya solo tenía sentidos para ese caballo. Avanzó un paso más, luego otro. Los belfos del animal se dilataron. Le olía. No debía tener miedo, lo detectaría. Dio otro paso muy despacio, sin hacer nada que pudiera asustarle. De cerca, el caballo era aún más imponente. Un movimiento en falso y aquel animal sería capaz de matarle. Se aproximó más, hasta que sintió en su cara su fuerte respiración. El silencio a su alrededor era absoluto. Levantó suavemente una mano hacia sus belfos. No intentó tocarle, simplemente ofreció su palma abierta en señal de amistad, dejó que le oliera, que le reconociera. El caballo de guerra resopló, sin mostrar signos de hostilidad. Sigfred creyó que el corazón se le saldría del pecho. Los latidos golpeaban sus oídos como un martillo, pero no dejó que la emoción le perturbara. Rodeó su flanco y posó las manos sobre su cuerpo mojado. El semental no se movió. El vapor emanaba de su piel, su olor era penetrante. Con una caricia, Sigfred deslizó las manos hasta encontrar las crines blancas. Sus dedos se adentraron entre el duro pelo, se aferró a él. Y entonces, saltó a la grupa.

Todo sucedió muy rápido: Sigfred se vio arriba, como un rey en las alturas. A sus pies, una multitud se había agrupado en torno al redil. Los rostros estaban llenos de asombro. Sigfred sintió un enorme poder. Tuvo la certeza de que con aquel caballo sería capaz de las más heroicas gestas… Y, de pronto, notó una gran sacudida, hiriente, más emocional que física. Por un instante se vio suspendido en el aire y después se encontró violentamente en el fango. Algo le golpeó en la frente, dejándole tendido boca arriba. Notó el peligro que se cernía sobre él. Unos brazos le rodearon, arrastrándole hacia algún lado, pero él apenas podía ver nada. Su vista se había nublado y su corazón se había hundido.

El mundo se hizo oscuro a su alrededor. No sentía dolor, pero la punzada de humillación seguía ahí, ardiente como una brasa. La gloria efímera se había convertido en la más honda de las derrotas. Se sintió estúpido por haberse creído mejor que los demás. No era más que un pelele, la vergüenza de su sangre. Sí, nadie lo sabía, pero el pecado estaba ahí, de todas formas. Él era el culpable del exilio de los Herederos.

Ojalá nunca hubiera entrado en ese bosque…

Habían transcurrido cinco años desde el incidente. Su pelo había vuelto a crecer, negro y denso, pero Sigfred nunca olvidaba aquel día. Sus padres le habían asegurado que fue un accidente, pero siempre creía ver miradas, gestos, rumores que le apuntaban de forma acusadora. Tal y como le correspondía por pertenecer a una de las Casas Mayores de Neimhaim, Sigfred vivía en el Palacio Real de Vilaarn y recibía adiestramiento en todas las disciplinas. Sus maestros insistían en afirmar que había heredado la destreza de los Bäradlig, pero él sentía que solo eran elogios destinados a agradar a su familia. Todas aquellas comodidades y privilegios no hacían más que recordarle las hostiles montañas de Karajard, donde los futuros reyes de Neimhaim debían sobrevivir a duras penas, con austeridad y peligros constantes. Habían sido condenados a la soledad y, por esa razón, él se había infligido el mismo castigo. Prefería aislarse de los demás, se sentía distinto, incomprendido. No podía compartir con nadie su oscuro secreto.

Con los años, su sentimiento de culpa había crecido. Nadie, ni siquiera sus padres, conocía el dolor que le producía ver a su tío Gursti alejado de su familia. En dos años se marcharía de Vilaarn para tomar el relevo a su tía Drumilda durante otros siete inviernos. Eso significaba que pasarían separados más de catorce años a causa de un error suyo.

Gursti era la persona que más admiraba en el mundo y por esa razón siempre había tratado de evitarle. Con seguridad, no debía soportar su presencia. ¿Cómo podría?

—¡Eh, muchacho! ¿Has perdido el juicio?

Sobresaltado, Sigfred abrió los ojos. El pelo mojado y la lluvia resbalaban sobre su cara. Al principio no supo dónde se encontraba y su corazón se detuvo cuando se encontró ante el Señor de los Kranyal. Trató de levantarse, pero la cabeza le dolía como si hubiera recibido un mazo en plena frente.

—¿Te das cuenta de lo que tu madre haría conmigo si llegara a saber lo que ha ocurrido aquí? —le increpó su tío. Le había sacado del redil y ahora se encontraba a salvo al otro lado de la valla. El semental había sido reducido y pugnaba por liberarse de las cuerdas que lo ataban—. Me ensartaría como a un jabalí. ¿Me oyes? ¡Me cortaría en pedazos con su cuchillo y me echaría a los perros!

—Yo… Lo siento, mi Señor —se disculpó sin saber muy bien en qué había errado—. Os aseguro que no era mi intención…

—¡Basta!

Sigfred enmudeció. Gursti, erguido en toda su corpulencia de oso, le juzgaba con su mirada cavernosa y él no se atrevió a levantar la vista. Trató de tragar saliva, pero su boca estaba llena de barro. Lamió las gotas de lluvia que resbalaban por sus labios.

—Si tu abuelo, que bien murió en batalla, te viera ahora, volvería a la vida para cogerte del pescuezo y espabilarte a golpes. ¡Soy tu tío, por todos los Altos, no me hables como si fuera un extraño! La culpa es de esa mujer que te trajo al mundo, con esos modales que está extendiendo por todo Vilaarn como una plaga. —Su tío le tocó la frente. En sus gruesos dedos había sangre cuando retiró la mano, que se diluía con la lluvia—. Bien, Kanra podrá decir lo que quiera… pero el hijo de sus entrañas ha mostrado hoy un coraje digno de Thor. Podrás presumir de una buena cicatriz, sobrino.

Sigfred fue incapaz de reaccionar. No terminaba de comprender si estaba siendo amonestado o se trataba de una felicitación.

—Vamos, muchacho. —Para su sorpresa, el Señor de los Kranyal le estrechó entre sus brazos como a un hijo—. Te daré un buen consejo: guarda esa palabrería para cortejar a una muchacha de grandes tetas. Antes de que te des cuenta, se habrá levantado las faldas para recibir esa lanza que tienes entre las piernas…

Sigfred contempló con curiosidad a su tío. Era tan diferente de su padre que a veces costaba creer que ambos fueran de la misma sangre.

—Prefiero practicar con la espada —contestó al fin.

—¡Grandioso Tyr, escucha a este siervo tuyo! Bien dicho, hijo. Cambiarás de opinión, no me cabe duda, pero bien dicho. Cuando te sientas preparado, te estaré esperando con esta —dijo aporreando la espada mandoble que colgaba de su cintura—. Gunnar, el acero de los Bäradlig. Rebanó más de trescientos cuellos saqueadores. Solo hay otro acero capaz de batirse con este y se llama Askell. Pero te recomiendo que no te encuentres con su dueño.

Estalló en carcajadas como si hubiera dicho algo muy gracioso y después le evaluó con más detenimiento. Observó su complexión, su manera de moverse.

—¿Cuánto tiempo tienes, muchacho? El suficiente, diría yo, para entrar en la Escuela de Guerra. Sería un orgullo que el hijo de mi hermano formara parte del ejército que estoy preparando.

Gursti hablaba en serio, notó con sorpresa Sigfred. La Escuela de Guerra había nacido un par de años atrás con el objetivo de organizar la defensa de todo Neimhaim. Su tío se había inspirado en las viejas leyendas, que hablaban de guerreros ordenados y disciplinados, organizados de forma jerárquica. Así fue en la época de los Antiguos, y se decía que eran invencibles. Gursti convocó en Vilaarn a los mejores maestros en cada una de las disciplinas del combate, veteranos que batallaron contra los saqueadores. Pronto, la fama de los adiestramientos atrajo a muchachos y muchachas de todas las regiones. Y aún seguía haciéndolo. La Escuela de Guerra gozaba de gran prestigio. Se exigían pruebas muy duras para ser admitido: eran privilegiados los aspirantes que se convertían en alumnos, y no todos soportaban el severo entrenamiento. Al final, únicamente los mejores llegaban un día a cubrir sus hombros con el manto de lana sin tintar que distinguía a los que juraban cumplir el Pacto de la Alianza, los protectores de Neimhaim. Así se había formado el Ejército Blanco, que ya no contaba con guerreros en sus filas, sino con instruidos soldados. Y de entre ellos, los que durante su adiestramiento demostraban aptitudes extraordinarias eran invitados a formar parte de un cuerpo de élite cuya misión era velar por sus futuros soberanos. Todos eran expertos luchadores a caballo, por eso los llamaban los Jinetes Arthal, que en la Lengua Antigua hacía referencia a los que estaban más alto. Cuando un soldado era elegido para formar parte de este grupo selecto, hundía su capa blanca en tintura de glastum, que la impregnaba de un intenso color azul índigo. Así se le distinguía del resto.

—Tío, no puedo —le contestó Sigfred, haciendo acopio de valor.

—¿Por qué no? —se extrañó Gursti—. ¿Qué ocurre?

Sigfred tardó en contestar.

—En estos últimos años me han respetado porque mi padre es hermano del Señor de los Kranyal. Todo sería diferente en la Escuela de Guerra. Mis compañeros… ¿Cómo podrían aceptarme? ¿Cómo podría yo estar a su altura? ¡Fue culpa mía!

Cuando Sigfred se enfrentó a los ojos de su tío, tenebrosos bajo sus pobladas cejas, su corazón se atenazó. La mirada del Señor de los Kranyal era capaz de intimidar a los lobos.

—¿Qué estás diciendo?

—Mi… Mi padre me hizo mantener el secreto, pero parece que todos lo supieran. Todo empezó a ir mal desde que me metí en aquel bosque y por mi culpa…

—¡Silencio! —le interrumpió Gursti, haciendo grandes esfuerzos por contener su ira. Por un instante, Sigfred conoció la ferocidad con la que debió de acabar con sus enemigos en el pasado—. ¡Maldito sea el Padre de las Mentiras y sus enredos! ¿De verdad creíste eso? ¡Todos estos años!

Sigfred dio un paso atrás, pero Gursti le retuvo por los hombros, sus manos le apretaron con tanta fuerza que le hizo daño. Al mismo tiempo, le inundó un gran alivio. Su tío, la persona que había creído con más razones para odiarle, ¿le defendía?

—Si quieres un culpable, pídeles cuentas a las Hilanderas, que así lo dispusieron —dijo con severidad—. Debes creer esa verdad si pretendes hacerte valer. ¡Que me arranquen la piel si no es cierto!

Por primera vez en muchos años, vio la verdad en la rabia de su tío, y pensó que tal vez las cosas no fueran como él había creído. Gursti el Justo le creía inocente.

—Haré lo que me digas. Si es tu voluntad, entraré en la Escuela de Guerra.

—No, no has entendido nada, muchacho. No es mi voluntad, tiene que ser la tuya: luchar por ser el mejor. ¿Es ese tu deseo?

En ese momento, Sigfred lo vio claro.

—Lucharé por ser el mejor. Y algún día, si soy digno, teñiré mi capa de índigo y tendré un lugar entre los guardianes de nuestros reyes. Te lo juro, tío.

—Eso es, hijo. Con decisión. Dentro de unos años, cuando hablen de Sigfred Bäradlig dirán que es la mejor espada al servicio de los reyes de Neimhaim. El kranyal más leal. —Satisfecho, Gursti palmeó con fuerza a su sobrino—. Para empezar, necesitarás una buena montura. Olvida a ese ridículo corcel de paseo que te regalaron tus padres; un Bäradlig debe montar un auténtico caballo de batalla. ¿Has visto los animales que llegaron ayer al mercado? Valen su peso en acero. Criados por los djendel en Schenneval. Un encargo nuestro, nunca se ha visto nada semejante. ¡Muchacho! Si te quedas ahí boquiabierto, tendré que escoger por ti.

Sigfred se pasó la mano por la frente empapada de sangre, demasiado aturdido como para pensar con claridad. Casi sin darse cuenta, sus ojos se desviaron hacia el caballo que le había derribado. El semental que nadie había logrado montar.

—Ese —murmuró—. Esa es la montura que quiero.

Las carcajadas de su tío le sacaron bruscamente de su ensoñación.

—¡Tienes un ojo excelente! —admitió—. Es Reyk, Sigfred. Estaba seguro de que ya lo habías visto antes.

Sigfred quedó desolado. Reyk, la legendaria cabalgadura que, generación tras generación, había llevado a la victoria al Señor de los Kranyal en las batallas. Era un animal mítico, todos los kranyal habían oído hablar de él. Se decía que fue un presente de los Altos al primer Señor del clan y que era inmortal.

—Perteneció a mi padre antes que a mí, y en aquellos tiempos poseía el mismo brío que ahora —recordó Gursti sin dejar de mirar a su compañero de fatigas—. Este animal ha sido herido muchas veces, pero no le queda una señal de aquellas heridas ni de otras que se hiciera antes de que mi padre naciera. Es medio salvaje, corre libre con el viento y solo acude a la llamada del Señor de los Kranyal, su único y legítimo jinete. Ya ves que muchos tratan de montar su grupa sin conseguirlo. Ganarse el favor de Reyk es la prueba definitiva para ser reconocido Señor de los Kranyal; por eso muchos lo intentan. Tú has llegado más lejos que ninguno; deberías estar orgulloso, hijo.

Sigfred agradeció el cumplido de su tío, pero la decepción por no tener ese caballo le había desalentado.

—Hay otras bestias dignas de un Bäradlig, te lo aseguro —le animó Gursti—. Ven, elegirás al semental que más te guste. Acaban de llegar de los fiordos un par de potros soberbios, los han apartado a la espera de un postor ambicioso. Son hermanos, Zukunft y Körn, se llaman; podrás elegir uno de ellos. No tienen nada que envidiar a Reyk, lo verás con tus propios ojos.

Sigfred miró por última vez al caballo inmortal. Escogería otra montura, pero siempre conservaría en su recuerdo el breve instante en el que logró subirse a la grupa reservada al Señor de los Kranyal.

Sintiéndose más animado, se limpió la sangre que aún goteaba por su frente y siguió a su tío a través de la pradera.

La mirada del Señor de los Kranyal se dirigió hacia la línea aserrada de la cordillera Lonjard, que se levantaba a espaldas de la ciudad y se extendía hacia el nordeste. En esa dirección, a varios días a caballo, se encontraba Karajard. Nadie sabía lo que había ocurrido tras sus vedadas cumbres. La Profecía se hacía cada año más presente, los rumores se magnificaban. Sigfred sospechaba que su tío solo anhelaba saber si su familia aún vivía.