Eterno otoño
Italia, Francia y País Vasco
(octubre-noviembre, 2012)
Escocia llegó a ser mi segunda patria, aquel país legendario que en 1995 me acogió bastante perdido. Nunca había salido de mi tierra natal y me sentía algo huérfano cuando paseaba por las calles grisáceas de Aberdeen, la ciudad del granito. Tardé bastante tiempo en adaptarme y, sobre todo, ganarme la confianza y simpatía de los escoceses, un pueblo con una reputación bárbara y vigoroso en tradiciones. Me enamoré de Escocia, pero dos años más tarde encontré otro amor, Alice. Y en el verano de 1997 tuve que elegir quedarme en Escocia o abandonar esas tierras de ensueño para marcharme a Londres con Alice. Mi corazón se decantó por mi nuevo amor y desde entonces no nos hemos separado. Escocia siempre ha tenido un hueco en nuestros corazones y teníamos la ilusión de volver un día y recordar esos maravillosos años.
Después de visitar los países escandinavos, nos planteamos dar el salto a la isla de Gran Bretaña y volver a Escocia, pero ya en Noruega nos enteramos de que la compañía de ferry que cruza el mar del Norte ya no opera, así que toda nuestra ilusión se va por la borda. No nos queda otra alternativa que seguir pedaleando por el sur de los países nórdicos con el invierno pisándonos los talones. Tras estudiar nuestra ruta, decidimos escapar del frío y cambiar radicalmente de aires. Nuestro trayecto se modifica nuevamente por vía aérea y elegimos el destino más económico para huir del frío y emigrar al Mediterráneo. Volamos a Roma. Al menos Alice puede cumplir uno de sus sueños, pedalear por la Bella Italia.
Mientras observamos una preciosa vista panorámica de Roma desde el parque del monte Mario, le comento a Alice: «Conociendo Londres, París, Tokio, Nueva York y ahora Roma, ya puedo morir tranquilo».
Hacía tiempo que Roma estaba en nuestra lista de ciudades que queríamos visitar. En sí, la capital romana tiene la mayor concentración de bienes históricos, arquitectónicos y artísticos del mundo. El cambio es tremendo. De las verdosas, frías y salvajes tierras vikingas, en unas horas estamos pedaleando por un agradable clima mediterráneo y en una caótica ciudad milenaria, corazón de una de las civilizaciones más importante del mundo, el Imperio romano. A estas alturas, tanto Unai como a Maia ya no les afectan estos cambios tan radicales. Incluso les da igual la hora. Salimos muy tarde del aeropuerto y pedaleamos a las doce de la noche para encontrar un camping al otro lado de la cuidad. Estamos maravillados cuando paseamos por las calles romanas: la noche es calurosa, nuestros niños duermen tranquilamente en su ciclo-remolque y nosotros pedaleamos por la calles vacías admirando sus tesoros arquitectónicos iluminados.
Dos días más tarde nos trasladamos al apartamento de Caterina, una simpática italiana miembro de la Warm Showers. Su apartamento es bastante reducido, y nos deja su habitación para alojar a toda la familia. Estamos complacidos.
No tenemos ni idea sobre la ruta que vamos a coger en Italia, hay tantas posibilidades que no lo tenemos muy claro. Todo el mundo nos habla maravillas de la Toscana, pero esta región ya la conocemos de nuestros tiempos de mochileros. A final, decidimos ir por el norte, vamos hacia el centro de la península por Umbría, región famosa por sus ciudades medievales y paisajes montañosos. Los contactos de la Warm Showers nos dictan más o menos el trayecto, así que nuestro próximo destino tras visitar Roma es Peruggia.
Tardamos cuatro días para alcanzar la capital de Umbría, entre montañas y colinas que no son muy altas, pero las subidas tienen muchas pendientes y se hace duro, aunque sus hermosos paisajes hacen olvidar las dificultades y disfrutamos muchísimo.
En Peruggia nos acoge Frediano, un compositor cuarentón y algo delgaducho. En su casa celebramos el primer aniversario de Unai con un pastel de cumpleaños y una velita. Frediano está encantado de hospedar a una familia, y sobre todo, de vivir todas esas experiencias que raramente tendría, ya que Frediano es un solterón y la mayor parte de su tiempo lo dedica a la música.
Nuestro próximo destino está ya en la costa, en Marina di Massa, donde nos esperan Valter y Marinella. Nuestro ritmo, a pesar de las dificultades respecto al relieve, es bueno y el buen tiempo nos acompaña. Pero cuando llueve, llueve de verdad. Lluvias torrenciales con fuertes tormentas, estampidos de truenos y rayos que caen a escasos metros de la tienda campaña. Maia le tiene pánico.
Italia es increíble, cada pueblo es una pequeña joya arquitectónica, con palacios, calles estrechas, plazoletas, incluso todavía siguen en pie todas esas murallas que en otros tiempos les protegían de posibles invasiones. Los italianos han sabido guardar perfectamente su patrimonio y sus ciudades están muy bien conservadas. Pero hay tantas cosas que al final no le damos toda la atención que se merece porque, si no, tardaríamos meses en cruzar la península Itálica.
Después de cinco meses pedaleando por Europa por fin llega una invitación espontánea. Michele nos invita a pasar la noche en su casa cuando subimos hacia Bagno di Ripio. A pesar de que todavía es mediodía, aceptamos la invitación. Michele y su mujer viven en una inmensa casa del siglo xii. Maia se lo pasa en grande. La pareja, como todos los italianos, trata a nuestros hijos con adoración y además tienen por lo menos veinte gatos para jugar. Salimos con la intención de almorzar en Florencia, ciudad que ya conocimos en el verano de 2001. Tras comer un bocadillo en la plaza de la catedral y degustar un rico helado, emprendemos la ruta. Paramos para pasar la noche entre unos olivos y en lo alto de una colina con hermosas vistas. Siempre intentamos visitar las ciudades a la hora de almorzar, cuando Unai está despierto y bien activo. A la hora de pedalear se porta perfectamente y echa largas siestas, aunque por las noches se despierta bastantes veces, así que nosotros no recuperamos mucho y el cansancio se va acumulando.
Marina di Massa nos viene como anillo al dedo. Descansamos durante cinco días, dormimos en una cama confortable y degustamos la deliciosa comida italiana. Marinella nos cocina unos exquisitos platos para chuparse los dedos. Cada día nos sorprende con una receta nueva. A Maia la trata como a una princesa y le regala una Barbie, vestidos, una bolsa de maquillaje y golosinas. Hacen grandes amigas y no se separan ni un minuto. También aprovechamos la estancia para darnos un baño que otro en el mar Mediterráneo y visitar los pueblos de Cinque Terres, uno de los lugares más bellos de Italia.
Después de una semana de descanso, salimos. Valter y Marinella nos acompañan en bicicleta hasta la hora de almorzar, y, tras despedirnos, Maia derrama algunas lágrimas. Está muy contenta con Marinella y no quiere irse. Hasta ahora, estábamos soprendidos con la adaptabilidad de nuestra hija. Siempre estaba contenta de llegar a un sitio nuevo, hacer amigos en cuestión de un segundo, y cuando nos íbamos, ella se despedía simplemente, se montaba en su ciclo-remolque y a vivir nuevas aventuras. Ahora que crece, poco a poco está cambiando, las despedidas son más difíciles, es consciente de que ya no verá a esa persona y, aunque le gusta la idea de ir al encuentro otras personas, como nosotros, no puede evitar algunas lágrimas.
En la costa tenemos dificultades para encontrar un lugar y acampar. O bien porque todos los terrenos particulares están bien vallados, o porque el suelo no lo permite. Intentamos ir al camping, pero todos están cerrados, así que a la desesperada llamamos a los timbres para preguntar si podemos instalar la tienda de campaña en su terreno, pero no contestan o la persona que está no es la dueña. Una tarde cuando ya nos damos por vencidos, nos topamos con un holandés y, tras explicarle nuestra situación, nos deja instalar la tienda de campaña en la minúscula terraza del restaurante que está construyendo.
Por la mañana diluvia y Alice no quiere pedalear. Con el temporal encima, cogemos un tren y evitamos toda esa zona poblada de Génova. Tenemos la intención de pasar la noche en el camping de Imperia, pero está cerrado y nos encontramos en la misma situación que los días anteriores. Con la noche a la vuelta de la esquina seguimos una ciclopista que va hasta San Remo con la esperanza de encontrar un hueco, pero resulta dificilísimo. Ya de noche y a un par de kilómetros de San Remo encontramos un lugar bonito con vistas guapas de la ciudad. Rápidamente montamos la tienda de campaña y empezamos a cocinar. Se avecina una tormenta fuerte, así que salgo para asegurar las cuerdas de la tienda de campaña y ver que todo está bien atado. De repente, veo a cuatro hombres mal vestidos y con grandes sacos que me rodean mientras uno grita:
—¡Turistas! —como diciendo, según mi interpretación: «¡Hemos cazado!».
—¡Turista no, viajero! —les digo asustado y algo nervioso. Viajo en bicicleta con mi familia.
Uno de ellos se para hablar conmigo mientras los otros pasan de largo y empiezan a levantar un campamento. Aparece más gente, incluso mujeres. Me explica que son rumanos y trabajan en los invernaderos a las afueras de San Remo. Desde hace seis años acampan aquí. Por la mañana recogen todo y lo vuelven a montar al atardecer. Alice sale con Maia y Unai en sus brazos para ver qué pasa. No sale de su asombro, los rumanos han montado un campamento en cuestión de minutos. El chico nos dice que no debemos preocuparnos, el lugar es bastante seguro. Antes de levantarnos ellos ya han recogido todo y se han marchado a trabajar.
Dejamos atrás el temporal y según no acercamos a Francia el tiempo mejora. Llegamos al Principado de Mónaco a la hora de almorzar. La ciudad está bastante apagada respecto a la última vez que la visitamos en la primavera del 1998. Quiero darme una vuelta en bicicleta por la ciudad, pero Alice desea salir de allí. No le gusta el ambiente. Mónaco, por mucho que sea, sigue siendo un paraíso fiscal donde los ricos se pasean con sus flamantes coches y evitan pagar altos impuestos en sus respectivos países. Salir de Mónaco es un lío, hay una autopista bajo tierra y dentro parece un laberinto. La etapa se hace larga, aunque disfrutamos pedaleando por la costa mientras dejamos atrás ciudades tan conocidas como San Remo, Mónaco y Niza. Por suerte, tenemos un contacto de la Warm Showers y evitamos buscar a la desesperada un lugar para pasar la noche en una costa hiperedificada.
Tras pasar el fin de semana con Jean-Michel y su esposa emprendemos la ruta para atravesar Francia de costa a costa. El sol sigue apareciendo, pero sus rayos apenas calientan y por las noches hiela. Aunque lo que más nos afecta es la luz solar, cada día que pasa el sol desaparece antes y tenemos que acampar más temprano.
Pedalear por Francia es siempre agradable. Aquí nos tratan tal como somos, viajeros. En los países vecinos del sur, algunas personas nos miran de reojo como diciendo: «¡Estos están locos!».
Incluso algunos nos toman por hippies, a pesar de que no tenemos la apariencia. Me acuerdo de cuando Michele nos invitó a su casa en Italia. Se sorprendió cuando le comenté que teníamos estudios universitarios, que yo trabajé de ingeniero y éramos una familia políglota. Él se imaginaba que éramos gitanos que vagabundean por el mundo. Pero en Francia cada vez que nos cruzamos con gente oímos comentarios positivos y nos animan. Además, tienen un gran interés en escuchar nuestra historia, como en Taradeau. Cuando nos paramos en la plaza del pueblo para almorzar, una señora se acerca para curiosear. Tras charlar durante un buen rato con ella, nos invita a pasar la noche en su casa. Su marido también tiene una bonita historia que contar. Joseph fue enviado a Saigón como soldado a principios de los años cincuenta. Lo pasó tan mal en el barco que cuando tuvo que regresar a Francia decidió comprar una Vespa en Vietnam y regresar a casa en motocicleta. Nos enseña su álbum de fotografías en blanco y negro que todavía guarda como oro en paño. ¡Qué tiempos! Hemos recorrido mucho lugares por donde él pasó. Reconocemos ciudades, templos, paisajes, y nada que ver con lo que vimos. Casi todas las carreteras estaban sin asfaltar, muchas ciudades no habían crecido, no había turistas, todo parece tan exótico; hasta los campos Elíseos, donde llegó al final su viaje, no había tráfico.
Nuestro ritmo es formidable hasta que el viento lo rompe por completo. Tenemos un ventarrón en contra que supera los cien kilómetros por hora. Abatidos y desmoralizados acampamos a las afueras de Carcassonne. Por la mañana nos llevamos una grata sorpresa, la ciudad vieja está fortificada como en tiempos medievales. La Cité es una belleza, una joya única de casi dos milenios y medio. Pasamos toda la mañana paseando por sus calles estrechas y visitando el castillo y la catedral. Al mediodía empieza a llover más fuerte, hace frío y el viento sopla con más fuerza que nunca. Sin pensárnoslo dos veces vamos a la estación y cogemos el primer tren que va a Toulouse, donde nos reunimos con la familia Costes. Los conocimos en el norte de Argentina, estaban dando la vuelta al mundo en bicicleta durante un año sabático. Cuando se enteraron de que estábamos pedaleando por el sur de Europa nos escribieron para abrirnos las puertas de su casa. Necesitamos realmente un descanso y disfrutar del calor de un hogar. Los cuatro hijos de Sandrine y Phillipe están de vacaciones, y, junto con los vecinos, Maia juega con ellos sin descansar. Apenas la vemos. Incluso las niñas cuidan de Unai.
La familia Coste tiene dos tándems muy peculiares, el Hase-Pino. Nosotros ya lo conocemos, pero nunca lo hemos probado. En los días que estamos en Toulouse Alice lo prueba mientras pasea con Maia. Están encantadas, sobre todo Maia, ella va delante reclinada y puede presenciarlo todo. Y por casualidad, unos amigos de Sandrine venden el mismo tándem y nos lo dejan a un buen precio. Esta oportunidad no se pierde, ya que no hay muchos tándems como este y menos de ocasión. Así que lo compramos y decidimos ir a Euskadi con el Hase-Pino. Alice y Maia van en el tándem y yo con Unai en el ciclo-remolque.
La familia Coste ya se ha marchado. Cierro la puerta del garaje con un fuerte portazo para asegurarme de que está bien cerrada. Agarro mi bicicleta y antes de pedalear vuelvo la mirada al garaje y rápidamente miro a Alice mientras le digo con algo de tristeza:
—Tu bicicleta se queda dentro, apoyada en un viejo armario y sin saber cuándo vamos a recuperarla. ¿No estás entristecida?
Pero ella me responde con toda naturalidad:
—Así es. Hay que adaptarse a los nuevos tiempos.
Alice está más excitada con la idea de salir con el tándem que hemos comprado y apenas piensa en su bicicleta. Quizás ella no es tan melancólica como yo. No sé si soportaría abandonar a Ardi Beltza en aquel garaje. La bicicleta que me ha llevado por medio mundo mientras he pasado cientos de batallas sobre su sillín. Siento simpatía por mi bicicleta. Cariño. Hasta el punto de acariciarla tras alcanzar un puerto a más de cinco mil metros de altitud, al disfrutar de un hermosísimo paisaje o haber tenido un logro afanoso. Aunque también he llegado a odiarla mientras la tiraba al suelo y le pateaba por alguna patética situación en la que nos hemos encontrado.
Maia roza los cinco años de edad y el ciclo-remolque se le queda pequeño. Unai duerme cada vez menos y empieza a haber conflictos. Que si me agarra el libro, de los pelos, que me quita mi juguete, que me molestan sus lloriqueos, así pasa una gran parte del tiempo. Muchas veces tengo que girar bruscamente la cabeza para ejercer de árbitro y pegar un grito para que reine la paz. Así que desde hacía unos meses estábamos buscando una solución. Y la encontramos. Los primeros kilómetros son extraños. Siento pena de no ver a Maia dentro del ciclo-remolque. Incluso la echo de menos. Dos años y medio tirando de ella y de repente cuando giro la cabeza ya no la veo. Hay silencio. Unai duerme profundamente, ya que su hermana no le molesta. En cambio Maia va encantada en el tándem, fuera de su cascarón. Ahora ve cómo el mundo se le echa encima. Hay demasiada información, muchas cosas que ver y no para de preguntar a su madre, que se encuentra a escasos centímetros. Alice tiene que adaptarse al nuevo manejo. No es lo mismo pedalear con una bicicleta que con un tándem como el nuestro. Además, ahora tiene más peso, por lo que va más lento.
Hace bastante frío, pero los radiantes rayos de sol nos maravillan y su luz es preciosa. Disfrutamos del paisaje otoñal, es una fiesta de rojo, amarillo y cielo azul electrizante.
Seguimos contactando con miembros de la Warm Showers para evitar acampar a la intemperie en las noches frías y, sobre todo, por lo bien que lo pasamos con sus miembros. El primer día paramos en Cassagne, en casa de Sam y su novia, o en Soumoulou, en casa de Joana. La única vez que vamos a acampar en un prado, un granjero se acerca para invitarnos en su casa. También pasamos una noche en el albergue de peregrinos en Orthez, por donde pasa el Camino de Santiago.
Los días son placenteros y sin ninguna dificultad, y es que pedalear por Francia es demasiado fácil. Rodamos en los pies de los Pirineos mientras gozamos de las vistas de sus picos nevados. Y sin darnos cuenta llegamos rápidamente a Euskal Herria, mi tierra natal. La primera noche en tierras vascas la pasamos en casa de Ingrid y Jon, un matrimonio vasco-belga que vive en Urruña. Con ellos pasamos una grata estancia mientras charlamos de viajes y de todo este mundillo de cicloviajero, y es que Ingrid, mediante Internet, conoce a muchísimos.
El día nace nublado. Las nubes negras amenazan lluvia y hace bastante viento. Aun así, decidimos subir al puerto de Jaizkibel para ir a Donostia/San Sebastián. Ya es nuestra cuarta llegada en bicicleta por esta esquina de Euskal Herria y nunca hemos subido a esta montaña. Pese a su modesta altitud (543 metros), su situación costera le otorga una elevada eminencia, y hace posible que su silueta sea visible desde toda la costa vasco-francesa. Desde lo alto, se puede apreciar casi todo el litoral de Iparralde (zona norte), la parte del País Vasco francés, así como el valle del Bidasoa. Ingrid y Jon nos acompañan en bicicleta hasta la capital gipuzkoana. Lo pasamos bien, aunque yo me siento algo raro, como si no estuviera en el lugar correcto. Llegar a mi casa no significa el final del viaje. No es la meta como en otras ocasiones. Incluso nadie sabe que llegamos. Seguimos actuando como si viajaríamos un día más y continuamos contactando con gente de la Warm Showers a pesar de estar a escasos kilómetros de Ermua. Se nos hace tarde y cogemos un tren para ir hasta Orio, donde Juanan, Sara y su hijo Beñat nos esperan para pasar la noche en su casa. Sin darnos cuenta ya les conocíamos, habíamos pedaleando juntos en un encuentro que hicimos con unas familias para recorrer la vía verde del Bidasoa.
El domingo por la mañana llueve fuerte y el viento sigue soplando reciamente. Alice no está por la labor de pedalear, estamos condenados a seguir la N-643, así que damos un salto en tren hasta Elgoibar y de allí pedaleamos hasta Ermua, ya en la provincia de Bizkaia. Le damos una sorpresa a mi madre, aunque ella ya sospechaba que llegaríamos un día de estos. Maia llama a la puerta y cuando mi madre la abre ve a su nieta con una sonrisa de oreja a oreja. Lloros, emociones y alegría, sus nietos están ya en su casa.
Los días pasan rapidísimo, pensando en lo que vamos hacer en las próximas semanas, si quedarnos en Euskadi o ir a Bélgica. Echando cuentas, llevo diez años sin comer el turrón en casa y tengo ganas de pasar las fiestas de Navidad con mi familia, aún más, cuando mi hermana Mertxe viene de México con mi sobrina.
Maia va a la ikastola («escuela»), para que esté con otros niños A su edad, quiere hacer lo que los otros niños hacen, ir al colegio, aunque nunca ha estado en un aula encerrada, la adaptación es más fácil de lo que pensamos, va a la escuela muy contenta, con motivación y ganas de aprender. En cambio nosotros seguimos pensando sobre nuestro futuro algo incierto. Alice ya tiene en la mente algunos proyectos, pero yo sigo todavía enclavado en el viaje, no quiero que termine.