La isla de los caprichos

Nueva Zelanda

(marzo-mayo, 2012)

Aterrizamos en el aeropuerto de Auckland un viernes a las cuatro de la mañana y Leanne ya nos está esperando en la puerta de desembarque para llevarnos a su casa. Unos días antes habíamos contactado con ella mediante la lista de hospitalidad Warm Showers para preguntarle si podíamos alojarnos en su casa. Aceptó sin problemas, y, encima, a pesar del madrugón, nos viene a recoger al aeropuerto. Estamos algo avergonzados, el domingo tenemos otro vuelo para ir hasta Queenstown, en la isla del sur, y Leanne también nos ofrece llevarnos al aeropuerto a las seis de la mañana. Increíble la generosidad de algunas personas. Sin conocernos, nos atiende como a su propia familia. Sonriendo nos comenta:

—¡Tranquilos! No os avergoncéis. Vosotros habríais hecho lo mismo.

—¡Pues sí! —le respondemos bastante agradecidos.

Durante estos años viajando por el mundo nos han dado tanto que también haríamos cualquier cosa para ayudar a gente que viaja como nosotros. Nos han dado tanto que si nos cobraran de más, perdiéramos dinero o nos robaran (afortunadamente aún no se ha dado el caso), todavía saldríamos ganando.

Sus cinco hijos hacen todo lo posible para que Maia esté a gusto. Nuestra hija está algo disgustada y frustrada, no entiende una palabra de inglés. Intenta comunicarse con un idioma inventado, insignificante, aunque para ella es un inglés entendible. En Latinoamérica estaba como pez en el agua, pero ahora ella es más tímida. También el cambio del horario rompe sus esquemas. No entiende que a la hora de dormir el sol todavía está puesto. Al mediodía ya quiere irse a la cama, y a su edad, es casi imposible mantenerla despierta.

Dave, el marido de Leanne, nos lleva en coche al centro de Auckland para visitar el parque de Cornwall y el paseo marítimo. La ciudad está algo ajetreada. Mucha gente festeja el día de San Patricio, el patrón de los irlandeses, vestida de verde con largos sombreros de copa decorados con tréboles. Como en las islas británicas, las chicas van bastante ligeras de ropa para salir de fiesta. Le comento a Dave sorprendido: «Cuántos descendientes irlandeses hay aquí». Pero luego nos damos cuenta de que es una fiesta más, la excusa per- fecta para emborracharse y pasárselo a lo grande. Y es que San Patricio es probablemente el santoral más celebrado en el mundo. Me hace gracia el ambiente. Al mismo tiempo me acuerdo de Austin (Texas). Allí también coincidimos con el día de los irlandeses. Los tejanos lo celebraban debajo de una inmensa carpa. Aquello era un mar verde, pero, de repente, vimos algo que desenfocaba, como un náufrago en la mitad de la gran marea. En medio de ese alboroto un individuo vestía una camiseta blanca con una cruz roja, la bandera inglesa. Llevaba ya unas cuantas cervezas de más, pero todavía seguía erguido y orgullosamente sostenía una pinta en la mano. Alice le comentó: «Creo que estás en el lugar erróneo».

Su acento lo delató. Un inglés. Con una gran carcajada nos dijo: «¡Ya lo sé! Pero estos estúpidos americanos no tienen ni idea de historia y aquí me lo puedo permitir».

En Irlanda o en algunas comunidades irlandesas afincadas en Inglaterra se lo comerían, pero en Texas se sentía como Mamés en los tiempos bíblicos, rodeado de mansos leones con la única misión de beber el mayor número de cervezas. No sé cómo me sentiría si fuera irlandés, pero, bueno, son cosas que pasan en el nuevo mundo y que nunca entenderíamos en nuestro viejo y emulado continente tan conservador.

Tardo casi dos horas en montar las bicicletas en el aeropuerto de Queenstown, ya en la isla del sur, y, cuando salimos de la terminal, empieza a llover. Decidimos pasar la noche en Queenstown. El lugar más económico para pasar la noche es un camping. Nos cobran la friolera de sesenta y cinco dólares neozelandeses (unos cuarenta euros); encima, la ducha caliente y el wifi no están incluidos en la tarifa. A pesar de que estamos ya fuera de temporada, hay bastantes turistas abarrotando las cuatro oficinas de turismo que hay en la calle principal. Todas están muy comercializadas y por cualquier actividad o visita piden un pastón. Por lo que decidimos huir de la ciudad sin visitar uno de los lugares más turístico del país, el estrecho de Milford en el parque nacional de Fiordland. Seguro que es un lugar maravilloso, pero, al viajar tanto tiempo, para nosotros, los sitios de interés turísticos ya no son tan importantes, no nos importa visitar y fotografiar todo lo que muestran los panfletos en las oficinas de turismo. Nosotros viajamos por los encuentros, la rutina misma de la carratera, porque todo tiene su encanto, no solo el lugar contado por la Unesco. Y que, muchas veces, encontrar por suerte un bello lugar, nos parece más bonito que sitios superturísticos donde hay que pelearse con otros paparazzi para tener el mejor ángulo.

Dejamos Queenstown ya tarde. Por la mañana llueve bastante y aprovechamos bien esos dólares que pagamos por el camping. Aunque son carísimos, hay que admitir que están muy bien equipados. A última hora de la tarde empezamos a subir la espectacular subida de Crown Saddle (1.080 metros), el puerto más alto de Nueva Zelanda por carretera. Tras superar la primera parte de la subida empezamos a buscar un lugar para acampar. Pero todo está vallado y no hay ninguna posibilidad para encontrar un lugar discreto para po- ner la tienda de campaña. Preguntamos en casas privadas para montar la tienda en su jardín, pero todas ofrecen pensión. Así que no tenemos otra alternativa y nos alojamos en un lodge que nos ofrece un cincuenta por ciento de descuento. Aunque se agradece tras la noche fría que se avecina, y, sobre todo, por las comodidades. De esta forma es más fácil viajar con niños, aunque estos lujos no podemos permitírnoslos todos los días. Tras coronar el puerto, bajamos hasta el lago Malawi, donde preguntamos a un granjero si podemos instalar la tienda de campaña en su terreno. No pone ninguna pega, incluso nos ofrece una habitación que tiene en la granja.

A partir de la región de Westland entramos en los profundos bosques pluviales y apenas hay lugar para plantar la tienda de campaña. Si hay un hueco, siempre hay un cartel que advierte: «NO CAMPING», y mejor hacer caso para evitar una multa de 200 $. Intentamos huir de todo este circo turístico, de todas esas tentaciones que la comercializada industria del turismo nos ofrece. El turista puede visitar el país de El señor de los anillos a vista de pájaro, ya puede ser en helicóptero, avioneta o paracaídas. Desde el mar, navegando por sus estrechos y bahías o ir a alta mar en velero para observar delfines y ballenas. O por tierra, mediante excursiones guiadas, senderismo, bicicleta de montaña o tour en 4x4. Todo está muy bien organizado para el consumidor, pero vale su peso en oro. Y es que hay un dicho en Nueva Zelanda: «Si vienes hasta aquí, ¡entonces gasta!».

Nada más entrar en la costa empieza a llover; sin embargo, lo vemos hasta lógico, ya que estamos pedaleando por una de las regiones más lluviosas del planeta. Aunque tenemos bastante suerte y solo llueve un par de días. Y no sé lo que es peor, porque cuando para de llover, tenemos encima unos minúsculos mosquitos desesperados por picarnos. A pesar de echarnos producto antimosquitos, siempre encuentran un hueco para picarnos. La mejor solución que encontramos es vestirse con la ropa impermeable. Y, aunque no nos pican, tenemos miles de mosquitos alrededor nuestro intentando entrar en los agujeros de las orejas, la nariz e incluso por la boca.

Paramos un día para visitar el glaciar de Fox. Con la excusa de que es peligroso pasear por los alrededores, no dejan ni acercarse a doscientos metros. Y apenas se ve. Hay decenas de carteles que advierten que no podemos salirnos del sendero bien marcado y las consecuencias si rompemos las normas. Las autoridades neozelandesas saben cómo intimidar a las personas que no quieren seguir las reglas. Si queremos ver el glaciar de cerca o tocarlo, tenemos que pagar unos cien dólares por una visita guiada. Dudo que, más que por la seguridad y evitar una desgracia, sea para sacar dinero al turista. Nunca me imaginaría estos carteles en los Alpes o los Pirineos, a pesar de que cada año muere algún montañero.

Forzamos algo para llegar hasta Ross, donde paramos unos días en casa de Xabi y Lisa, una pareja vasco-neozelandesa que también viajó por el mundo en bicicleta. Tienen dos hijos, Tana y Ainhoa. Maia juega todo el día con ellos. Nuestra hija está más suelta, y el idioma ya no es una barrera, incluso empieza a soltar alguna palabra que otra en inglés.

El pronóstico del tiempo predice días soleados indefinidos. Incluso el viento, el elemento más temido por los ciclistas que pedalean por esta parte de la isla, apenas hace presencia. Así que aprovechamos este regalo y continuamos la ruta. En un principio pensamos pasar a la costa este por el puerto de Arthur, pero Lisa y Xabi, y algún neozelandés que otro, nos aconsejan continuar por la costa oeste. Y es un acierto. El litoral occidental es impresionante. A veces, tenemos la sensación de pedalear por un jardín botánico. El recorrido es muy exigente, apenas hay un kilómetro llano y siempre hay que subir y bajar cuestas, y, aunque son cortas, el esfuerzo se va acumulando en las piernas.

Según avanzamos hacia el norte, la zona está más habitada y hay más tráfico. Seguimos durmiendo en los campings tipo DOC, los más económicos y sencillos del país, y, cuando podemos, pedimos permiso para acampar en las granjas. Por las noches refresca, lo suficiente para que Maia y Unai se resfríen. No es nada grave, pero Unai tiene mocos por primera vez y por la noches no puede respirar bien, así que se despierta muchas veces.

 

Un policía nos para cuando ya estamos buscando un lugar para pasar la noche:

—Hola. ¿No sabéis que estáis cometiendo un crimen?

—¡Crimen! ¿Qué hemos hecho? —respondo bastante sorprendido.

—Estáis rompiendo la ley. En Nueva Zelanda es obligatorio llevar el casco y vosotros no lo tenéis puesto.

—No lo sabíamos, ni siquiera tenemos cascos —le respondo haciéndome el loco.

El policía vuelve a su coche y coge su radio para consultar si ya nos han parado antes.

—Esta vez os perdono porque no estáis fichados, pero la próxima vez que os vea sin casco os multo a los cuatro. Los críos también deben llevar casco.

—Te prometemos que en Motueka compraremos unos cascos.

En la entrada de la ciudad otra patrulla de policía nos para. Amablemente nos dice:

—¡Ah! Aquí está la familia ciclista sin cascos. Hemos oído hablar de vosotros en la radio. La tienda de bicicletas está en la avenida principal, a mano derecha.

 

Llevamos días acampando a la intemperie, así que en Motueka buscamos un techo para pasar una mejor noche, y sobre todo, caliente. Pero estamos en las vacaciones de Semana Santa y las pensiones más baratas están ya ocupadas. En un camping alquilamos una caravana, algo caro para lo que es, pero al menos tenemos un colchón y una estufa. Alice y yo estamos tocados físicamente, en los últimos días hemos tirado bastante y ha sido duro. Aun así, nos animamos a subir el temible puerto de Takaka Hill para visitar la bahía Dorada.

En un principio acampamos en el jardín de la casa de Scott, un tipo alto, flacucho y algo raro. Su especialidad son las sopas de verduras. Tiene una huerta en su jardín y a la hora de cocinar sus vegetales, recoge todo lo verde que encuentra y lo mezcla en un gran puchero. Su sopa sabe a demonios. Sus vecinos, Rae, Mark y su hija, Freia, dos meses mayor que Maia, nos ofrecen una habitación para estar más cómodos y calientes. Nuestra hija se lo pasa en grande jugando con Freia. Hace muy buenas migas y a la hora de despedirse vemos alguna lágrima que otra.

De vuelta a Motueka, Guy y su mujer Deborah nos invitan a pasar unos días en su confortable e inmensa casa. Ellos han viajado bastante por el mundo y les encanta hacer excursiones con sus bicicletas de montaña. Pasamos una grata estancia con ellos.

Tras visitar el parque nacional de Abel Tasman, vamos directamente a Picton para coger un ferry y dar el salto a la isla del norte. En la ciudad portuaria tenemos un contacto de la Warm Showers, pero cuando preguntamos a una mujer por la biblioteca municipal para utilizar Internet, nos ofrece su casa para dormir. Insiste tanto que acabamos yendo. Ella es maorí y está políticamente muy activa, su padre firmó la ley de derechos de los maoríes en Nueva Zelanda. Nos habría gustado estar otro día con ella y su familia, pero tenemos ya los billetes del ferry reservados para cruzar el estrecho de Cook a las ocho de la mañana y no se pueden cambiar.

Tras visitar Wellington, la capital del país, damos un salto en autobús para ir hasta Palmerson North. De este modo, evitamos todo ese denso tráfico que se concentra en el cuello de la isla del norte. Además, la Nacional 1 es la única alternativa, ya que la otra carretera, la Nacional 2, está cortada por desprendimientos.

Ya sobre las bicicletas continuamos la ruta hacia el noreste para visitar la ciudad de Napier, en la bahía de Hawke. El paisaje no es tan espectacular como en la isla del sur, aun así, es bastante pintoresco. Sobre todo por la luz otoñal, que ilumina el paisaje con una bella textura. Pedalear por la isla del norte es otra historia. Hay más carreteras secundarias, y, aunque para ir a ciertos lugares es más largo y colinoso, preferimos pedalear por esa zona rural que soportar el denso y ruidoso trafico de la Nacional 2. Incluso podemos ir a la par y charlar, mientras admiramos las verdes y amarillentas colinas frecuentadas por ovejas. También tenemos más encuentros, un mundo más rural que siempre nos saluda y está dispuesto a ayudarnos en cualquier momento. Estamos lejos de la Nueva Zelanda hiperturística. De los cuatro días que tardamos para llegar hasta Napier, todas las noches estamos invitados. En Woodville nos invita un amigo de Lance, nuestro anfitrión en Palmerson North. Al día siguiente dormimos en un antiguo vagón-cama en la estación de Ormondville, y el último día, cuando desesperadamente estamos buscando un lugar donde acampar, ya que todo está muy bien vallado, nos cruzamos con un chico y nos invita a pasar la noche en la casa de su tía, que vive a dos kilómetros.

Napier presume de ser una de las ciudades más bonitas y visitadas del país por su arquitectura art déco, aunque nada tiene que ver con el estilo europeo. Las ciudades neozelandesas no tiene tanto interés para un europeo. Son ciudades modernas con anchas calles y grandes avenidas. Las veces que estamos en la ciudad, aprovechamos más la confortabilidad de la casa de nuestros anfitriones.

A pesar de que la información meteorológica anuncia lluvia en los siguientes días, nosotros seguimos sin recibir una gota de agua. Nos habría gustado continuar por la costa este, con más presencia maorí, pero no tenemos tiempo, en unos días hay que estar en Auckland. Cogemos la ruta de los termales, la carretera más directa. Cruzamos la cadena montañosa de Maungaharuru, con tres puertos de casi mil metros de altitud, por lo que no vamos tan rápido como en los días anteriores. Atravesada ya la dificultad montañosa, tenemos otro inconveniente, encontrar un lugar para acampar. Y, como siempre, nuestra estrella de la suerte aparece. Cuando estamos buscando agua, un matrimonio que viaja con su roulotte se detiene para ofrecernos ir con ellos hasta Taupo. Por la mañana ya habíamos rechazado una propuesta, pero esta vez, Alice no duda ni un segundo, no quiere arrepentirse luego, así que metemos todo en la caravana y vamos con ellos. Nos hace un gran favor, ya que nunca habríamos encontrado un lugar para acampar entre los densos arbustos y ni siquiera agua. Nos ahorramos unos sesenta kilómetros, un día de pedaleo. Además, ellos conocen un camping gratuito cerca de un lago.

El paisaje cambia radicalmente, quizás lo más feo que encontramos en Nueva Zelanda. Solo hay bosques de pino y algún campo que otro embarrado con vacas. Según nos acercamos a las montañas de Paeroa, ya cerca de Rotorua, vemos que la zona está llena de aguas termales, incluso nos podemos bañar gratis en un río cerca de Wai O Tau, donde está el Thermal Wonderland (las térmicas del país de las maravillas) y la famosa piscina de barro. La gente local se extraña al ver a unos forasteros. Una mujer nos pregunta con cara alarmante:

—¿Cómo habéis encontrado este lugar?

—Por casualidad. Viajamos en bicicleta y hemos visto a gente bañarse.

—¡Ufff! Menos mal. Pensaba que la guía turística de Lonely Planet hablaba de este lugar. No queremos que se llene de turistas, aquí estamos muy tranquilos.

Tras el baño llega el milagro, por primera vez en Nueva Zelanda encontramos un lugar discreto para acampar a la intemperie sin tener que preguntar a nadie. No sé por qué, pero estamos contentos de encontrar por fin un lugar así y estar tranquilos.

Sin saberlo, estamos en unos de los lugares más turísticos de Nueva Zelanda, ya que alrededor del lago Rotorua hay cientos de piscinas y ríos termales, además, hay una gran concentración de población maorí, donde enseñan mediante espectáculos su cultura y modo de vida. Y, cómo no, muy comercializado.

Ya no hay tiempo para más. Después de alojarnos en casa de Richard, Jenny y sus dos hijos, Benjamin y Simon, cogemos un autobús para ir directamente a Auckland y de allí volar a Japón. Nuevamente nos alojamos en casa de la familia Mete, y, como siempre, nos tratan como reyes. Así da gusto viajar. Leanne también nos lleva al aeropuerto, aunque esta vez no tiene que madrugar.

El mundo en bicicleta
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