Una pausa en Göçek

Suroeste de Turquía

(diciembre, 2004-enero, 2005)

En el interior de la región del Egeo la temperatura baja muchísimo; por lo menos, hay una diferencia de dieciocho grados respecto a la costa. Los turcos no entienden que viajemos en bicicleta, menos aún, siendo europeos. Piensan que todos los occidentales tienen coche y mucho dinero. Constantemente nos gritan: «¡Soguk, soguk!» («¡frío, frío!»), y nos preguntan a dónde vamos en bicicleta con el frío que hace. No paran de darnos naranjas y mandarinas, una sobredosis de vitamina C para combatir el frío.

Paramos para pasar la noche en un pueblecito a veinte kilómetros de Pamukkale, nuestro plan consiste en preguntar dónde podemos dormir: como no hay pensiones, habrá alguien que nos invite a su casa. Y así, al día siguiente, salir pronto para visitar las ruinas romanas de Hierápolis y la montaña blanca al mediodía.

Damos con un chico que habla algo de inglés y nos ofrece dormir en su restaurante cerrado en invierno a las afuera del pueblo. Nos enseña el lugar y se despide de nosotros, tiene que ir a Denilzi muy pronto por la mañana y ya no lo veremos. Nos dice que solamente tenemos que cerrar bien la puerta antes de irnos. Nos advierte que, aunque el perro está bien atado, hay que tener mucho cuidado con él, ya que es muy agresivo con los desconocidos.

Nada más abrir los ojos por la mañana, veo al inmenso y monstruoso Kangal mirando por la ventana y olfateando para averiguar quiénes somos. Mientras me levanto, el perro me amenaza con sus largos colmillos y empieza a ladrar. No sabemos cómo, pero el perro se ha soltado. El propietario ya no vuelve y tenemos que salir por nuestra cuenta. Recogemos todo e intentamos salir, pero la primera tentativa es un fracaso. El canino con una masa de por lo menos ciento veinte kilogramos se lanza agresivamente hacia la puerta.

—¡Hostias! Este va en serio —le comento a Alice con el corazón a cien pulsaciones. ¿Qué hacemos ahora? –le pregunto algo preocupado.

—Tenemos que distraerle —me dice Alice mientras mira alrededor. Intentaré distraerlo por la ventana del fondo, así tú sales por la puerta rápidamente.

Pero, nada más salir a la terraza, el Kangal corre superrápido hacia mí para morderme. El perro es muy ágil a pesar de su envergadura. Tras algunos intentos fallidos se me ocurre otra idea:

—Lo distraeremos con azucarillos —le digo a Alice como si fuera nuestra última esperanza.

 

Tiro uno al suelo, y el perro se lo come en menos de un segundo. Le tiro el segundo más lejos y corre rapidísimo para comérselo; el tercero, aún más lejos, y así hasta ver que el Kangal está más distraído con los azucarillos que con la vigilancia. De esta manera, podemos recorrer esos quince metros que nos separan de la puerta de la verja.

Somos los únicos visitantes en las ruinas arqueológicas de Hierápolis (190 a. C.), antiguo balneario y centro de curación en época romana y bizantina. A escasos metros está Pamukkale, la montaña de algodón, una de las típicas imágenes de Turquía, y quizás el lugar más visitado del país. Pamukkale es una extraña formación geológica. A simple vista, es una serie de terrazas escalonadas de increíble belleza, formadas por el calcio y llenas de agua. Aunque el boom turístico de los años noventa arruinó el lugar. Los hoteles cerca de la montaña canalizaron las aguas termales para construir sus propias terrazas o balnearios. A pesar de ser todavía muy visitado, el lugar ha perdido su encanto y belleza, apenas hay agua corriendo por la montaña y casi todas las terrazas están secas. Tuvieron que pasar miles de años para esta montaña se formara, y solo diez para echarla a perder.

Nos planteamos pasar la noche en Pamukkale, pero se nos quitan las ganas al ver a todos los hosteleros corriendo detrás de nosotros para que vayamos a su pensión o restaurante. Huimos del lugar y sin darnos cuenta llegamos hasta Denizli a última hora de la tarde.

Paramos cuatro días en Denizli. Una ciudad industrial nada atractiva y con un desagradable olor a carbón. Alice no quiere salir cuando se asoma por la ventana de la pensión y ve cómo llueve y hace frío, aun más, cuando tenemos que subir un puerto, supuestamente nevado. Pero el tiempo no mejora, incluso empeora. Dejamos Denizli con el termómetro bajo cero. Hasta Tavas tenemos que subir un puerto a 1.250 metros. Según vamos subiendo, la nieve aumenta y la temperatura baja. Toda la gente nos saluda y nos dice, como si estuviéramos locos: «¿A dónde vais?, ¿no veis que está nevando?».

Es la primera vez que pedaleamos en estas condiciones climatológicas. Aunque con el esfuerzo físico apenas tenemos frío. Al coger la botella de agua para darle un trago me doy cuenta de que está congelada; miro el termómetro algo sorprendido, mi reloj marca menos diez grados a la dos de la tarde. Tras coronar el puerto, bajamos unos metros y entramos en una especie de altiplano. Todo está cubierto con un manto blanco glaciar. Según avanza la tarde, empieza hacer más frío, así que nos desviamos de la carretera principal por una pista de hielo para ir a una aldea y provocar una invitación.

La acogida es mucho más fácil en estas condiciones climáticas. Sobre todo, si nos topamos con mujeres, ya que son más conscientes y entienden nuestra situación. Nos ofrecen una ducha caliente para limpiarnos y entrar en calor, comida y una cama para dormir. De ser un hombre, simplemente nos preguntaría a dónde vamos para indicarnos el camino. Raramente se preguntaría dónde vamos a dormir con la noche ya encima. Incluso dejamos de preguntar a los hombres por una dirección. Si no lo saben, siempre dirán: «Todo recto». Nunca admitirán su ignorancia y no dirán: «No lo sé». A veces les preguntamos si se sube mucho para ir a tal pueblo, y siempre dicen: «No, no, es todo llano». Pero luego, hay unas pendientes que uno echa hasta chispas.

Alcanzar nuestro último puerto antes de llegar al Mediterráneo es toda una fiesta. Cuando estamos bajando, un señor junto a su familia nos invita a tomar un té en su casa. Se hace tarde, y pensamos, como de costumbre, que el siguiente paso será invitarnos a dormir. Pero el tiempo pasa y nadie dice nada. Alice, tan directa como siempre, le pregunta al señor si podemos dormir en su casa. Nos dice que no puede, que tienen que ir a Mugla, a cuarenta kilómetros. La casa donde estamos es solo para pasar los fines de semana. Salimos pitando de la casa ya de noche en busca de una aldea.

Propongo a Alice montar la tienda de campaña, pero no quiere, todo está cubierto de nieve y no ve el lugar ideal, aunque es más una excusa para no dormir sobre la nieve con una temperatura de menos diez grados. Llegamos a una aldea. Hay un señor caminando y Alice le pregunta a la desesperada si podemos dormir en su casa. Él no vive allí, pero conoce a la gente de la casa que está al lado. Está seguro de que nos acogerán. A pesar de ser una familia muy numerosa, nos buscan un hueco para dormir calentitos. Como de costumbre, por la mañana está todo congelado, pero según bajamos hacia la costa del Mediterráneo, la nieve desaparece y una abundante vegetación mediterránea hace su presencia. Naranjos, limoneros, granados… todos están repletos de sus frutos y flores. Estamos locos de alegría: por fin, el sol nos calienta.

Nada más llegar a Koycegiz nos sentamos en un banco del puerto para comer un helado. ¡Estamos a dieciocho grados! Parece mentira que mi termómetro marcara tres grados bajo cero cuando salimos de la casa. Mientras disfrutamos del helado, nos planteamos alquilar un apartamento en la costa Mediterránea para descansar durante un mes.

Han pasado seis meses desde que dejamos Bélgica y la verdad es que no hemos descansado mucho. Estamos exhaustos. Hemos recorrido casi diez mil kilómetros. Un grupo de alemanes prejubilados se pone a hablar con nosotros. Viven aquí desde hace un par de años y conocen muy bien la zona, así que les preguntamos qué lugar nos aconsejarían para parar una temporada. Un holandés que está con ellos nos ofrece su velero para alojarnos. Está en Goçek, a treinta kilómetros. Nos deja su número de teléfono por si queremos quedarnos en su barco. Nos coge de camino, y, aunque sea una semana, estaría bien alojarse en un velero junto al mar. Se hace tarde y vamos a una pensión.

Philip y su capitán nos enseñan su barco de madera de doble mástil, más conocido como Caiques. Durante el verano lo alquilan para navegar por la travesía turística de Blue Voyage. En el invierno ni lo mueve del puerto. Philip nos propone quedarnos en el barco; podemos dormir en uno de sus camarotes. Nos gusta la idea. Además, el pueblo parece tranquilo y decidimos parar al menos un mes.

Philip viene a menudo al barco para hacer comidas y cenas junto a Tunçais, su capitán, Sehun, otro turco que habla muy bien el castellano y algún amigo que otro. Después de beber unas cuantas botellas de raki (bebida alcohólica anisada de 45°), terminamos bailando en el disco-bar del pueblo completamente borrachos. Philip tiene problemas de amores y nos cuenta que su socio turco le engañó en el negocio. A simple vista vemos que es una persona que tiene problemas, así como sus amigos con el alcohol. Todos se mueven en el mundo de la inmobiliaria y solo saben hablar de negocios.

Tras pasar tres semanas en el barco, Philip cambia de parecer. Nos dice que tenemos que pagar diez euros diarios por alojarnos en su barco. Entendemos que nuestra estancia causa gastos, bueno, también se lo mantenemos, limpiamos e incluso les cocinamos, pero diez euros diarios es demasiado para nuestro presupuesto. Por siete euros, Sehun nos ofrece un apartamento con dos habitaciones, salón-cocina y ducha caliente. En el barco no tenemos ducha y, lo más importante, el apartamento no se mueve. En el barco ha habido días que no hemos podido dormir bien por el balanceo y el ruido de las cuerdas al tensarse. Lo extraño es su cambio de idea. Días antes nos ofrecía alojarnos hasta febrero y ahora nos cobra.

En el apartamento estamos más tranquilos y desde entonces nos relacionamos con otro tipo de gente, más cerca de nuestras ideas. También coincidimos con otro cicloviajero, Lorenzo Rojo, de Vitoria-Gasteiz. Llega justamente en el día de Navidad para estar unos días con nosotros. Un par de meses atrás había contactado con nosotros tras saber que también viajábamos en bicicleta por Turquía. Txentxo lleva desde 1997 recorriendo el mundo en bicicleta. Ahora está recorriendo la ruta desde Cabo Norte (Noruega) hasta Cabo Sur (Sudáfrica). Con él pasamos unos días agradables, hablando de viajes e intercambiando experiencias y anécdotas.

 

El mundo en bicicleta
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