Nos vamos al sur
España
(septiembre-octubre, 2010)
Tras una pausa de casi dos meses en Euskadi volvemos a la carretera, aunque esta vez con nuevas sensaciones. Atravesar Francia fue fácil, como unas verdaderas vacaciones. Largos días soleados, gente alegre y relajada por ser época vacacional y buen ambiente en los camping franceses, sobre todo para Maia, donde pudo jugar con otros niños. El otoño está a la vuelta de la esquina y empieza otra temporada. Todo el mundo vuelve a su rutina, pero nosotros seguimos viajando. Elegimos Bilbao como salida para esta etapa, aunque en seguida pasamos a la histórica Castilla la Vieja, por la provincia de Burgos. «Bienvenido a España», reza un gran cartel supuestamente colocado por unos independistas vascos. Me parece raro verlo sin que las autoridades no lo hayan quitado con los tiempos que corren.
Maia quiere parar frecuentemente para hacer sus necesidades. Toma su tiempo, ya que no quiere hacerlo en cualquier sitio y le cuesta, así que en el primer bazar chino que vemos compramos un orinal y resolvemos el problema. En territorio burgalés tenemos algunas dificultares para encontrar un lugar y acampar. La zona está muy poblada y no queremos estar a la vista. Preguntamos a un señor que repara el tejado de una iglesia si podemos plantar la tienda de campaña detrás del templo. Se lo piensa bastante y al final nos dice algo angustiado: «No, lo siento ¡Qué va a decir la gente del pueblo!».
Aunque con calma siempre se encuentra un hueco, un lugar algo escondido para acampar. Desde que viajamos con Maia, Alice es aún más impaciente para buscar un lugar y pasar la noche; en cambio yo siempre quiero seguir con la esperanza de encontrar algo mejor que lo que Alice propone.
Tenemos algún puerto que otro antes de alcanzar el embalse del Ebro y, tras subir al puerto de Palombera (1.260 metros), volvemos a atravesar la cordillera Cantábrica. La serpenteante bajada promete un lugar espectacular, pero una densa niebla cumple el paisaje por completo. Encima, unas negruzcas nubes amenazan lluvia y vemos el camping de Valle de Cabuérniga como un perfecto refugio. El camping nos parece carísimo, o por lo menos, no estamos acostumbrados a estos precios. Por la mañana llueve a ratos. La suerte se pone de nuestra parte y en las subidas para de llover. Llegamos a Quintanilla cuando ya se hace de noche y acampamos a las afueras. Las nubes no derraman ni una sola gota cuando montamos la tienda, pero diluvia durante toda la noche. La mañana amanece con un día de perros y Alice no quiere salir. Un chico del pueblo se asombra al vernos acampando a las afueras del pueblo y nos comenta que podríamos haber acampado en la ermita del pueblo.
Alice da una vuelta previa y, tras ver el perfecto porche de la ermita para cobijarnos y el lugar idóneo para instalar la tienda, nos mudamos. Nuestro campo base no inquieta a los aldeanos y el bar de enfrente es nuestra sala de estar. Por siete euros, tenemos un menú montañés a voluntad. Estamos como dios en el cobijo, donde secamos la ropa que no pudimos secar en el camping.
Salimos con unos tímidos rayos sol y nada más dejar el pueblo empezamos a subir al collado de Hoz (682 metros). Sus pendientes son bastantes empinadas y sufro más de lo normal; afortunadamente, luego viene la recompensa, una espléndida y serpenteante bajada por el desfiladero de la Ermida. Ya abajo mi altímetro no supera los cien metros y el sol nos calienta. La carretera llanea y podemos avanzar bastante. Aunque tenemos problemas para acampar, no encontramos ningún sitio y a última hora tenemos que subir otro puerto. Alice se enfada conmigo porque Maia está cansada y deberíamos haber parado mucho antes, pero, como siempre, la suerte nos sonríe y encontramos una campa con una preciosa vista de los Picos de Europa.
En Cangas de Onís tomamos nuestro tiempo, aunque no visitamos gran cosa. Simplemente comemos fabada con almejas y lavamos nuestra ropa en el río junto al puente romano. Nuestra siguiente dificultad es el puerto del Pontón (1.280 metros), nada menos que treinta kilómetros de subida y un poco más de mil metros de desnivel, aunque el lugar promete un bello paisaje y es que nos adentramos en el desfiladero de los Beyos. Las paredes verticales son impresionantes y solo dejan un estrecho espacio por donde discurre el río y la carretera. Paramos antes de lo pensado, ya que los desfiladeros, gargantas y cañones siempre han sido un obstáculo para acampar, apenas hay un metro cuadrado para poner la tienda de campaña.
Empleamos toda la mañana para subir el puerto y ya arriba apenas descendemos hasta el embalse de Riaño. El paisaje cambia radicalmente, el lugar es mucho más abierto, seco y el color ocre sustituye al verde. Maia no echa siesta y forzamos algo para llegar hasta Sabero, donde tenemos casa para pasar la noche. Nos duchamos y damos una vuelta por el pueblo para encontrar un bar-restaurante, cenar y en seguida ir a dormir. Nos da pereza cocinar. Sorprendentemente en ningún restaurante nos dan de cenar antes de las nueve y media de la noche. O sea, en Francia a partir de las nueve de la noche ya no dan de cenar y en España ¡ni siquiera el cocinero ha llegado! Siempre nos ha llamado la atención lo tarde que cenan los españoles.
Nada más dejar el pueblo minero, salimos de la cordillera Cantábrica y entramos en la agrícola y grande meseta castellana. Dejamos las dificultades montañosas, pero ahora es el viento quien pone a prueba nuestra capacidad física. Pasamos rápidamente por las áridas provincias de León, Zamora y Salamanca. Acampamos siempre a la intemperie en los pelados campos de cultivo y disfrutando de los bellos atardeceres mientras cenamos.
Todo va según lo previsto, aunque antes de llegar a Salamanca tenemos un violento viento en contra que supera los cien kilómetros por hora. Aun así, intentamos llegar a la capital salmantina. Nos quedan solo treinta kilómetros y cuando a un vasco se le mete algo en la cabeza, ¡llega! Maia va bien protegida en su carrito y, tras ver lo que le espera fuera, no quiere ni salir del ciclo-remolque. Paramos en Arcediano y, después de reflexionar, me doy por vencido: es imposible llegar a Salamanca. Pero tenemos otro problema: ¿dónde instalamos la tienda de campaña? Intentamos montarla detrás de la iglesia, dirección opuesta al viento, pero hasta aquí las ráfagas llegan violentamente. Vamos al único bar del pueblo y preguntamos al camarero por el cura. Queremos preguntarle si podemos dormir dentro de la iglesia, pero el cura ya no vive en el pueblo. Alice pide un simple local público para dormir, ya que es imposible montar la tienda de campaña en esas condiciones. El propietario llama a la alcaldesa del pueblo para que busque una solución. En seguida llega al bar y se disculpa por ofrecernos como única solución el salón de la casa consistorial, aunque para nosotros es todo un lujo.
Ya en Salamanca nos alojamos en casa de Manu, el primer miembro de la Warm Showers que responde. Rápidamente hace migas con Maia y pasamos un buen rato con él. Salamanca tiene buen ambiente, y es que tiene todos los ingredientes: ciudad universitaria por excelencia, un agradable patrimonio arquitectónico, cultura y calles peatonales. Una ciudad que tienta a volver.
Nada más dejar Salamanca nos para la Guardia Civil. Sin cortesía alguna, nos dice arrogantemente:
—¿No sabéis que el casco es obligatorio en este país?
—¡No! —le respondo algo enojado, ya que nos entra sin educación alguna.
El policía, que en un principio piensa que somos extranjeros, me pregunta:
—Tú eres español, ¿no? Dame tu documento de identidad. —Y me contesta de mala manera—: Siendo nacional, deberías saber que el casco es obligatorio.
—No lo sabía, yo vivo en Bélgica.
—No me importa. Tú deberías saberlo cuando entras en este país —me contesta poniendo en duda mi respuesta.
Yo, todavía molesto, le pregunto:
—¿Dónde está escrita tal ley?
El guardia civil saca un librito y me ensaña la ley.
—¡Ah! Mira, también pone que está prohibido transportar personas en un ciclo-remolque. Además, no están homologados en España. Ya tienes dos multas. —Y saca su libreta de multas para sancionarme con doscientos ochenta euros y me quita tres puntos en mi carné de conducir. Aun así, tengo que agradecerle que no han inmovilizado las bicicletas.
Tengo que admitir que cada vez que veo a la Guardia Civil me echo a temblar y me pongo nervioso. No los quiero ni ver. A mediados de los años ochenta, cuando volvía a casa con mi hermano Pedro tras caminar por el monte Egoarbitza, atravesamos la autopista. Normalmente la cruzábamos por un canal subterráneo, pero aquella vez se nos ocurrió cruzarla, ya que no circulaba ningún automóvil. A unos trescientos metros había un control antiterrorista de la Guardia Civil y al vernos todo aquel batallón se abalanzó sobre nosotros. Eché a correr, pero rápidamente mi hermano Pedro me agarro del jersey y me dijo fríamente: «¡No corras, que es peor! Te pueden disparar». No entendía. ¿Dispararnos por cruzar la autopista?
Tendría unos doce años, no más. Mi hermano, dieciséis. Un guardia civil no paraba de gritar a mi hermano mientras le apuntaba con su metralleta:
—¿Qué diablos habéis escondido allá?
—Nada, solo venimos de pasear por el monte —le respondía simplemente al guardia civil y algo asustado.
Pero el guardia civil no paraba de amenazarle:
—Como no me digas la verdad, os llevamos al cuartel —mientras maldecía a todos los etarras.
Un día antes ETA había cometido un atentado contra sus compañeros en Eibar y se veía que estaban muy enfadados. Por fin un guardia civil entró en razón:
—¡Déjalos en paz, que son unos críos!
Pero el cabecilla le respondió:
—¡Con esta gentuza nunca se sabe!
Al final nos dejaron marchar, sospechosos de ser terroristas y sin regaño alguno por haber cruzado la autopista estando prohibido. A mi madre nunca se le olvidará aquel día cuando entré en casa con la cara blanca y pálida.
Para Alice es la primera experiencia con la Guardia Civil y no entiende sus aires de superioridad. Incluso cuando me dice algo en francés, uno de ellos contesta con mal genio:
—Tú qué te crees, ¿que la jandarma francesa habla español?
— Yo soy belga, y no francesa.
El paisaje abulense es bonito, pero no tengo mucha motivación y no pedaleo a gusto. Igual nos para otra vez la Guardia Civil. ¿Por qué hay tantas leyes para los ciclistas? ¿Por qué es tan grave no llevar el casco o que mi hija vaya en un ciclo-remolque? Veo absurdo poner tales leyes y que otros las sigan a rajatabla.
Tras visitar la espléndida ciudad de Ávila, refugiada entre sus grandes murallas, tomamos la ruta hacia Madrid. El viento fuerte y la lluvia vuelven a ser los protagonistas. A los quince kilómetros Alice me proponer volver a Ávila para coger un tren e ir directamente a la capital de España. En otros tiempos lo habría pensado, me gusta recorrer todo en bicicleta, pero esta vez apenas pongo resistencia. Le respondo con un contundente «sí».
Llegamos a Madrid y todo se olvida. Nos hospedamos en Embajadores, en casa de Álvaro y Sonia, muy cerca del barrio multicultural de Lavapiés. Todo es perfecto mientras visitamos la capital de España. Encontramos un ambiente ameno y buena gente, sobre todo en el barrio donde nos alojamos. Maia está encantada en la casa, Álvaro tiene un perro y tres gatos. A menudo vamos a la Tabacalera. Antiguamente era una fábrica de tabaco; ahora es un centro social autogestionado, donde hay música, teatro, danza, pintura, conferencias, reuniones, audiovisuales, talleres y eventos. Intentamos que ninguna actividad predomine sobre otras, y que el carácter colectivo, público y de transformación social esté presente en todas ellas
Dejar grandes ciudades como Madrid, con tres millones y medio de habitantes, siempre es complicado, y sobre todo, cuando buscamos una carretera precisa. Estudiamos el mapa, y como lo vemos lioso, decidimos abandonar la capital española en tren y evitar todos esos inmensos pueblos dormitorio de sus alrededores. Aunque al final, parece que es más difícil salir en tren que por nuestros propios medios, porque el revisor del tren nos pone pegas y nos hace la vida imposible.
Creíamos que pedalear por Castilla la Mancha sería aún más aburrido que por Castilla León, pero es todo lo contrario: atravesamos sierras y su accidentado paisaje es variado y deshabitado. Sierra de Toledo, Puertollano, Madraso, Morena, cruzamos sierra tras sierra hasta llegar sin darnos cuenta a Andalucía. Pedaleamos por carreteras locales sin apenas tráfico e incluso llegamos a hacer ochenta kilómetros sin ver una aldea. Así que tenemos que cargarnos de agua desde muy pronto por la mañana. Los más espectacular es el parque nacional de Andújar, lugar plagado de ciervos. Los machos no paran de vocear para atraer a las hembras en época de celo. Maia disfruta en plena naturaleza.
Todo va sobre ruedas y, tras pasar por Andújar nos adentramos en un mar de olivos hasta llegar a Córdoba, una visita obligatoria por su impresionante mezquita (siglo viii), uno de los monumentos más importantes de la arquitectura andalusí, y sin olvidar el barrio que rodea el templo, la Judería.
Partimos con la intención de llegar el día veintiocho de octubre a Sevilla, donde hemos quedado con la tía de Alice, Vinciane, para visitar la ciudad hispalense. La ruta es bastante aburrida. Llana. Campos y más campos de olivos y naranjos, aunque siempre hay un pueblo coqueto que rompe esa monotonía. Paramos antes para acampar y así aprovechar más horas de luz solar. Es fácil vivaquear. Discretamente nos adentramos entre los olivos o naranjos. Encontramos a varios clandestinos acampando a lo largo del río Guadalquivir. Una noche conocemos a tres chicos que han construido en su orilla una chabola pequeña con plásticos y cartón, donde vivirán como mínimo un par de meses. Están esperando a que el propietario de los naranjos y olivos que nos rodean les llamen para trabajar en la recogida de sus frutos. Hablamos de la situación en la que se encuentran, pero no me atrevo a preguntarles por sus salarios. Unos días antes encontramos a un rumano que cobraba tan solo veinte euros al día por cuidar un rebaño de ovejas, muchos días tenía que dormir a la intemperie.
Sevilla es mucho Sevilla, y, como dicen los sevillanos, tiene arte. Nuestra hija sí que tiene arte, pero de vivir. Su jornada empieza con un vaso de leche caliente con unas gotas de café y churros en la barra de un bar. Callejea y juega en los jardines del Alcázar y parques. Cuando le entra hambre nos dice: «Yo comer tapas». Y no elige cualquiera; Maia tiene un gusto gourmet: pescaíto frito, boquerones, calamares y bacalao. Y por las noches escucha flamenco en vivo. Le apasiona. Cuando la cantaora grita «¡¡¡Aaaaaaaayyyyyy!!! ¡¡¡Aaayyy!!! ¡¡¡Qué penaaaaaaaa!!!», ella rompe el silencio de un público entusiasmado para preguntar en voz alta: «¿Que le pasa a madame? Elle est malade (“está enferma”)», aunque los golpes secos de los tacones sobre el tablado del bailaor hace que olvide las penas de la madame flamenca.
Salimos de Sevilla para dar nuestro último zigzagueo por la península, ya que queremos visitar los pueblos blancos, con Ronda como punto de referencia. Después de Morón, empezamos a subir por la sierra de Ronda, donde la carretera se empina demasiado. Tras el boom económico que tuvo España no hace mucho tiempo, sus carreteras han sufrido una transformación considerable. Ahora con la nueva tecnología y en los tiempos que corremos, los automóviles tienen motores más potentes y las carreteras suben directamente al puerto con pendientes grandes y sin apenas curvas. A veces se puede ver cómo zigzagueaba la antigua carretera para evitar pendientes grandes, pero ahora están abandonadas, olvidadas a su suerte. Encima, los pueblos blancos están siempre en lo alto de una colina y hay que subir bastante. El famoso puente de Ronda, el pueblo más turístico, quita protagonismo a los otros pueblos de los alrededores, aunque no debería envidiar a Ronda.
Después de Ronda el relieve es menos duro físicamente y el paisaje es más espectacular. Desde el último puerto podemos ver el peñón de Gibraltar y, con algo de imaginación, África. Aquello nos da alas y sin darnos cuenta llegamos al centenar de kilómetros. Forzamos más de la cuenta porque tenemos la excusa perfecta. En San Roque nos esperan Maria y Zigor, miembros de la Warm Showers, para hospedarnos en su casa. Con ellos pasamos unos diez días estupendos.
Dos meses más tarde estamos al otro lado de la península. África, nuestro próximo continente, está al otro lado del estrecho, tan cerca que incluso podemos ver cómo circulan los coches por las carreteras marroquíes.