Una visita inesperada

Kazajstán

(mayo-junio, 2005)

—¿Turistas? —A la funcionaria le entra una risa sarcástica que no puede parar—. ¡Mirad, turistas! —le grita a sus compañeros y vuelve a reírse con unas carcajadas que retumban en todo el edificio. Nos mira nuevamente y vuelve a preguntarnos aún sin creérselo—: ¿Turistas?

—Pues sí, señora. En el impreso de solicitud de entrada solo hay cinco posibilidades; negocios, visita oficial, estudios, deporte y turismo. Y en nuestro caso, como viajamos, pues marcamos «turista» como la causa de la visita.

—¿Pero qué vais a visitar en este país, y en bicicleta? —me pregunta mientras de nuevo le entra la risa.

 

A su compañera no le hace ni pizca de gracia. Ella es más seria. La típica funcionaria de un país exsoviético con el pelo recogido con un gran moño. Le cuesta sonreír y muestra mucha autoridad con su seriedad mientras mira mi pasaporte. La señora lo revisa muy bien, página por página. Observa detenidamente mi foto de identidad y empieza hablar con su compañera con aires sospechosos. Ambas giran sus cabezas de la fotografía del pasaporte a mi rostro simultáneamente. Hasta el punto de que la funcionaria más seria pone mi pasaporte al raso de mi cara para verificar si soy yo realmente. En la fotografía de mi documento tengo la cara hinchada y el pelo más corto. En mi rostro actual me faltan los mofletes y tengo el pelo bastante largo. No se creen que sea el mismo de la fotografía. «Renové mi pasaporte antes de partir de viaje, cuando pesaba casi noventa kilos —les comento con una sonrisa amistosa—, y he perdido nada menos que dieciséis kilos desde que viajo en bicicleta».

La mujer no sabe qué hacer; ya tengo el visado, pero sospechan. Encima, haciendo turismo en uno de los países menos atractivos del planeta. Tras pensárselo mucho y consultar con su supervisor, me dejan pasar. Son las dos y media de la madrugada y hasta el centro de Aktau hay doce kilómetros. No sabemos si hay una pensión abierta a estas horas, así que nos quedamos a dormir en la terminal del puerto, dentro de la furgoneta de Karim, un suizo que viaja en un Volkswagen clásico de los años ochenta; él también va hacia Asia Central. Al pobre lo tienen frito de tanto papeleo para registrar su vehículo y tiene que esperar varias horas.

Junto a Karim alquilamos un apartamento de dos habitaciones, lo más barato que encontramos. Originalmente Aktau fue construido como campamento para los trabajadores de la industria petrolera. Hoy en día la ciudad consiste en grandes avenidas con inmensos bloques de hormigón. Sus calles ni tienen nombre. Las direcciones consisten en tres números; la calle, el edificio y la puerta. Tenemos que pasar tres noches en esta ciudad fea, llegamos en fin de semana y el lunes es festivo por la conmemoración del sesenta aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. No hay nada que ver en Aktau, así que pasamos la mayoría del tiempo en el apartamento y hablando con Karim. El lunes asistimos al desfile militar, que da más pena que gloria. Un señor de edad avanzada nos comenta algo enojado: «Los estadounidenses no fueron los que salvaron a Europa de la Alemania nazi. Los soviéticos incluso hicieron más para acabar con la guerra. —Y mientras refunfuña, sigue con su descontento—: Ellos llegaron ya tarde y fueron recibidos como héroes».

 

El martes vamos a la oficina de migración para inscribirnos. Empleamos toda la mañana para encontrar la dichosa oficina, y, cuando la hallamos, está cerrada. Nos tenemos que quedar un día más en Aktau. Y ya son cuatro noches. Demasiados días si solo tenemos treinta de estancia y sin derecho a renovar el visado. Hasta Almaty hay casi tres mil kilómetros, y es imposible recorrerlos en menos de un mes, menos aún cuando necesitamos pasar una semana en la antigua capital para obtener los visados kirguís y chino. El miércoles tenemos más éxito, pero la oficina de la OVIR ha permanecido varios días cerrada y las oficinas están repletas de gente, y como aquí no hay turno ni fila, el más espabilado y descarado se cuela. Ante mi frustración por ser atendido, un oficial me hace pasar antes que a esa muchedumbre y al mediodía estamos ya en ruta.

En Beynue preguntamos a unos señores por la carretera que va directamente a la ciudad de Aralsk por una pista marcada en nuestro mapa, pero nos dicen que es para perderse; además, la pista es arenosa y hay bastante fango cerca del mar Aral. Sin conocer bien la zona, sería de locos meterse por allí, apenas hay asentamientos en los próximos quinientos kilómetros que separan ambas ciudades. La única posibilidad es ir por Aktobe, cerca de la frontera con Rusia, y daríamos todo un rodeo. Así que decidimos coger un tren e ir hasta Aralsk. Estamos un poco tristes, pero no nos apetece dar una vuelta de mil doscientos kilómetros en un paisaje árido y con solo un mes de visado. En Emba, a unos cuatrocientos kilómetros antes de Aralsk, vemos que la carretera está en buen estado, así que nos bajamos del tren. Nada más salir de Emba, la carretera asfaltada se convierte en una pista arenosa. Ante nosotros tenemos un paisaje desértico, la vista se pierde en un infinito horizonte. El viento sopla fuerte y en contra, recorremos noventa kilómetros en diez horas. Me arrepiento una y mil veces, con lo bien que estábamos en el tren. ¡Ahora estamos en la mitad de la nada!

En Shalkar preguntamos a un señor por la carretera que nos llevará hasta Aralsk. Nos indica la carretera nacional que va hacia el noreste. Le comentamos que vamos directamente hacia Aralsk. No queremos ir por la carretera principal, sino por la secundaria que está indicada en nuestro mapa. Pero nos dice que es imposible: en realidad, tal carretera ya no existe. A cierto punto hay dunas y no hay manera de pasar por allí, solo lo hace el tren. «¡Una vuelta de cuatrocientos kilómetros!», grito con frustración.

Así que cogemos nuevamente el tren para ir hasta Aralsk.

 

En la sala de espera de la estación de Aralsk hay un gran mosaico. Ilustra cómo los camaradas daban pescado fresco en abundancia a los hambrientos rusos después de la revolución en 1917. Me imagino la reacción de esa gente si viese el estado de la ciudad casi un siglo después. Aralsk es el lugar más deprimente y triste que he visto en mi vida. Es apocalíptico. No nos podemos imaginar que Aralsk llegara a ser el pulmón económico de la región por su flota pesquera, y lugar de veraneo por sus playas cristalinas. En 1959 el gobierno soviético decidió canalizar los ríos Sir-Daria y Amu-Daria para regar las plantaciones de algodón. El cuarto lago más grande del mundo empezó a perder su volumen, y el mar se alejó treinta kilómetros de la ciudad portuaria.

La disminución del mar Aral ha devastado la región, cambiando el clima y el ecosistema, su gente sufre frecuentemente tormentas de arena y hay serios problemas de salud por los residuos de los pesticidas utilizados para la producción del algodón. Lo ocurrido en el mar Aral es uno de los mayores desastres ecológicos del planeta, y lo más doloroso es que el gobierno soviético sabía lo que iba a ocurrir. Mientras paseamos, vemos a simple vista dónde llegaba el mar; estamos anonadados ante de tanto despropósito. Aquellas grúas que sacaban toneladas de pescado están oxidadas, así como varios barcos pudriéndose en la arena. La bonita luz del atardecer es un antídoto para tal melancolía.

Antes de abandonar Aralsk voy al banco a sacar dinero; hasta Turkestan, a ochocientos kilómetros, ya no encontraremos otro banco. Voy a la ventanilla, ya que en Kazakstán los cajeros automáticos se cuentan con los dedos de la mano, en sí, aparte de en las grandes ciudades como Aktau, Almaty y Astana, no existen tales máquinas. En el banco hay muchísima gente, sobre todo ancianos, como si hoy cobraran la pensión. En plena guerra a empujones consigo llegar a una ventanilla diminuta. Pido cuatrocientos dólares para estar seguro: ante cualquier problema, mejor tener dinero en metálico. La señora se toma su tiempo, entre que no habla una palabra de inglés y que revisa a fondo mi tarjeta de crédito, la gente de detrás se impacienta y hay empujones. La empleada me da un fajo de billetes de diez y veinte dólares, y por no ponerme a contarlos delante de toda esa muchedumbre, menos aún, por la cantidad elevada, salgo del banco y los cuento.

Me faltan cuarenta dólares. Algo enojado vuelvo a la ventanilla como puedo. La señora habla con su supervisor del caso, y el joven me dice que tengo que esperar a que cierren el banco y hagan la contabilidad, así sabrán si es verdad. Ya tenemos las bicicletas preparadas para salir, pero preferimos esperar: cuarenta dólares es bastante dinero y esperamos hasta las seis de la tarde. El chico abre la puerta y rápidamente me da dos billetes de veinte dólares mientras se disculpa. Salimos de Aralsk ya tarde; aun así, recorremos casi setenta kilómetros. Acampamos en el desierto cuando apenas quedan unos rayos de sol.

Por primera vez en el viaje sufrimos unas condiciones extremas; ventarrón en contra, pésimo estado de la carretera, tormentas de arena, aislamiento, escasez de agua y abastecimiento. Pedaleamos por la estepa más grande del mundo. Kilómetros y kilómetros por una llanura donde nos sentimos minúsculos. Los días son eternos, pasamos más de diez horas sentados sobre el sillín; a diario superamos el centenar de kilómetros con el único objetivo de llegar hasta Almaty a dos mil kilómetros. Me desquicia. La única ocupación es ver esos carteles anunciando nuestra llegada a Almaty; «1.800», «1.593», «1.000», «525»… Todavía tan lejos y a un ritmo de tortuga. Metemos el piloto automático, la mente entra en un estado meditativo. Aprendemos a apreciar este árido paisaje y a entretenernos con nuestros pensamientos. Nunca habría imaginado lo que puedo llegar a pensar. Me autoentrevisto, analizo la política y el mundo donde vivimos, hasta sueño con los ojos abiertos y fantaseo. Así, hasta que vemos cómo la puesta de sol alarga nuestras sombras hasta perderse y empezamos a buscar un lugar para acampar.

Antes de llegar a Bayqongyr, en Leninsk, cerca del cosmódromo de donde salió el primer hombre al espacio, nos sorprende una tormenta de arena. De repente, el cielo se oscurece y el viento sopla violentamente en forma de tornado, es imposible avanzar en esas condiciones y, de la nada, aparece un coche con cuatro hombres y se paran para ayudarnos. Como un juego de magia, se las arreglan para que entremos todos apiñados y huimos del aprieto. Llegamos tarde a Kyzylorda. El hotel más barato cuesta cincuenta dólares, así que decidimos acampar a las afueras de ciudad. Pero antes tenemos que pasar un control de la policía. Como de costumbre, nos registran, y como ya es de noche, acampamos a escasos metros del puesto de control.

Después de Kyzylorda la zona está más poblada y hay más tráfico. Ya no es tan fácil acampar a la intemperie, así que preguntamos en una casa si podemos poner nuestra tienda de campaña en su terreno. El matrimonio se lo piensa bastante mientras me miran con recelo, mi pelo largo y barba de varios días crean sospechas, en cambio, observan a Alice con otros ojos, asi que acaban aceptando. Más tarde nos comentan que no se fiaban de mí.

Los rayos de sol nos pegan tan fuerte que paramos a la desesperada en un cementerio para echar una siesta. Una extraña ráfaga de viento me despierta. Desorientado me levanto y veo que el viento ha girado por completo. Grito. Alice salta del susto:

—¿Qué pasa, Andoni?

—¡El viento sopla a favor! —le respondo mientras bailo cerca de un gran panteón.

—Entonces, ¿qué hacemos aquí? Salgamos zumbando.

A pesar de que el sol está todavía muy arriba, no hay que desaprovechar este regalo: por primera vez el viento nos empuja. Con una velocidad media de veinticinco kilómetros por hora pedaleamos por el desierto de Kyzyl-Kum. La carretera hasta Turkestán es toda una recta, nada menos que ciento treinta kilómetros. Al final recorremos ciento ochenta kilómetros en un día. Toda una marca para nosotros.

En Turkestán está el edificio más impresionante y turístico de Kazajstán, el mausoleo del poeta y religioso sufista (místico del islam) Khoja Ahmed Yasawi (siglo xiv). Turkestán es el lugar de peregrinaje de los musulmanes kazajos. El mausoleo es una maravilla, aún más al atardecer, cuando el ocaso refulge en los azulejos azules de la cúpula con una bonita textura.

Por fin el paisaje cambia en Kazajstán. Pedaleamos por un paraje ondulado y, tras recorrer dos mil kilómetros por la estepa kazaja, subimos las primeras cuestas. Nada comparado con lo que vemos al fondo, la cordillera montañosa de Zailiysky Alatau, que hace frontera por Kirguistán. Sus picos nevados superan los cuatro mil metros y por fin disfrutamos del paisaje kazajo. También las tormentas hacen su presencia, aunque a veces nos libramos del chaparrón. Frecuentemente pedaleamos a la par de la tempestad, admirándola en el lejano horizonte. La única dificultad montañosa la tenemos antes de llegar a Almaty. El puerto no es muy alto, 1.233 metros, pero la carretera está en obras y hay mucha polvareda. Además, tengo que parar cada dos por tres para arreglar mi cámara de aire.

Temíamos que Almaty fuera otra ciudad fea como Aktau, pero es todo lo contrario, su entorno es bastante bonito, altas montañas con eternos picos nevados, avenidas cubiertas de árboles plátano y parques con fuentes repletos de niños bañándose.

Tenemos la suerte de estar invitados por un matrimonio kazajo. Karman y Yannan se portan muy bien con nosotros. Cada día nos cocinan un plato típico kazajo y nos explican cómo va su país. A pesar de que ambos tienen el kazajo como lengua materna, entre ellos hablan siempre en ruso: la cultura kazaja casi ha desaparecido. Antes de la llegada de los rusos, Kazajstán fue habitado por nómadas, quienes vivían simplemente de la ganadería, hasta que en el siglo xviiilos colonos rusos avanzaron por la estepa kazaja. Un siglo después pasó a formar parte del Imperio de Rusia. Durante la época soviética sus habitantes fueron forzados a trabajar en los koljós, granjas colectivas. Su ganado pasó a ser propiedad del Estado. Como modo de oposición, los kazajos sacrificaron hasta el ochenta por ciento su ganado. Muchos fueron enviados a campos de concentración o asesinados. Los que pudieron, escaparon a los países vecinos, como Afganistán, Pakistán, pero sobre todo al Turkestán Oriental, Xinjiang. Hoy en día el pueblo kazajo está en busca de su identidad. Dos tercios de la población kazaja vive en las ciudades, con un modo de vida bien diferente del de sus antepasados nómadas.

Pasamos ocho días en Almaty porque esperamos el visado chino, aunque tenemos suerte: el cónsul nos da dos meses de estancia, lo suficiente para atravesar el Tíbet Occidental. También coincidimos con otros cicloviajeros, el inglés Alastair Humphreys, los estadounidenses Bob y Claire Rogers (un matrimonio ya jubilado) y la pareja Martin y Christine.

El último día en Kazajstán podemos obtener el visado de Kirguistán; eso sí, pagando una fortuna para tenerlo en una mañana. Salimos pitando de Almaty porque nos quedan pocas horas de visado kazajo. Vamos hasta Kegen en bus, y los últimos treinta kilómetros hasta la frontera en bicicleta. Estamos algo desilusionados, pedaleamos dos mil quinientos kilómetros en bicicleta por un paisaje árido y monótono, y los más bonitos de Kazajstán lo recorremos en un minibús como sardinas en lata mientras atravesamos el cañón de Charyn y el valle de Karkara. Casi de noche llegamos al paso fronterizo.

El mundo en bicicleta
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