Verde que te quiero verde
Azerbaiyán
(mayo, 2005)
—¡Mira! Allí cerca del río es un lugar perfecto para acampar.
—¡Allí no! Las personas que pasan por la carretera nos ven. Mejor allá, mas escondidos —le respondo a Alice.
—¡No! Allí entre los matorrales no es un sitio guapo, y hay mucha humedad. Yo quiero acampar en la orilla del río. Además, es más fácil para lavarnos —me comenta Alice algo enojada.
—Si acampamos cerca del río, mejor detrás de ese árbol —le digo con un ultimátum.
Entre que ese lugar no está bien, mejor aquel, yo prefiero ese... empleamos casi una hora para poner la dichosa tienda de campaña, ya que no nos ponemos de acuerdo. A Alice, como siempre, no le importa acampar a la vista de todos; en cambio, yo voy con más cautela y quiero evitar que alguien nos vea. Cuando la tienda de campaña está casi montada, se acerca un señor con cuatro chavales. Nos dice que su aldea está al otro lado del río y nos invita a dormir en su casa. Sin pensarlo dos veces, aceptamos. Nos ayudan para transportar las bicicletas y atravesar el río. Luego, empujan las bicicletas por un estrecho camino muy empinado y embarrado. Su forma de actuar me hace sospechar, empujan las bicicletas como si tuvieran prisa y algo excitados. Miro a Alice y le digo:
—¿Qué pasa si ahora nos asaltan? Nadie nos ha visto con ellos.
—Qué dices, Andoni, siempre pensando mal. Hay que confiar en la gente.
—Sí, pero algún día nos podemos llevar una sorpresa —le digo mientras avanzo algo asustado.
No veo la aldea y el camino no tiene pinta de conducir hasta el poblado. Aunque nada más dar un giro drástico de noventa grados, veo al fondo del frondoso bosque unas cuantas casas y mujeres afuera. Con solo verlas se me quitan quinientos kilos de encima. Estoy más relajado y quizás algo avergonzado de mí mismo por sospechar de esta gente. No entiendo por qué a veces soy tan desconfiado en este tipo de situaciones, como aquella vez en Turquía en los montes Tauro.
La primavera está mucho más avanzada y todo está muy verde. Desde que dejamos Europa central diez meses atrás, no hemos visto unos campos tan frescos. Estamos maravillados mientras pedaleamos por los pies de las montañas del Cáucaso. Sus bosques milenarios están repletos de robles, hayas, castaños, nogales y arces, incluso la ausencia del tráfico nos permite oír el canto de los pájaros. Aunque llegar a Seki no es tan fácil como pensamos. La carretera está destrozada por las riadas que descienden de las altas montañas del Cáucaso. Varias veces tenemos que cruzar el río a pie. El peor es el último antes de llegar, el cauce nos cubre hasta la cintura. Menos mal que un chico nos ayuda, ya que nosotros somos nulos. Mientras yo he cruzado el río con una par de bolsas, él ya ha pasado las dos bicicletas. Llegamos a última hora y reventados por el estado de la carretera. Por lo menos, tenemos la recompensa de dormir en el antiguo carvanserai, restaurado y transformado en hotel.
Después de Seki la carretera está en mejor estado, pero el paisaje ya no es tan bello como los días anteriores. Las altas montañas ya no están tan cerca y el panorama es más colinoso y semidesértico. Además, el relieve es más duro, hay muchas subidas con fuertes pendientes y es un continuo subir y bajar. Tenemos ganas de llegar a Baku, así que recorremos una media de cien kilómetros diarios para alcanzar la capital azerí. También vemos por primera vez un accidente mortal. Mientras pedaleamos, de repente presenciamos cómo el cuerpo sin vida de un señor yace en el suelo bajo una intensa lluvia. Su mujer, ahora viuda, llora en sus brazos.
Nada más llegar a Baku vamos directamente al puerto para saber cuándo zarpa el barco que va hacia Turkmenistán, ya que no tiene fechas ni horarios fijos. En el mismo puerto nos enteramos de que también hay un barco que va hasta Aktau. Tras estudiar la ruta, decidimos ir por Kazajstán. Según nos comenta el consulado kazajo por teléfono, podemos obtener visado de un mes y en el mismo día. Pasar por Turkmenistán sería mucho más complicado; además, nos tomaría días de espera por el visado, y antes, deberíamos obtener el visado uzbeco, y solo nos darían cinco días para recorrer setecientos kilómetros por un desierto. Sin olvidar que Turkmenistán es una dictadura donde el viajero está muy controlado por la policía.
Baku es algo caótico, sobre todo al tener que hacerlo todo a la carrera. En un mismo día tenemos que ir al consulado kazajo, al puerto para informarnos de los horarios del barco, buscar material como rollos de películas fotográficas y reparar los piñones de la bicicleta de Alice. Apenas visitamos la capital, porque al tercer día de espera, el barco zarpa hacia Kazajstán. Cuando compramos el billete un empleado nos comenta: «Tenéis suerte, a veces hay que esperar más de una semana».