¿Dónde está la carretera?
Kirguistán
(junio, 2005)
Tras salir de la oficina de migración kazaja buscamos la kirguís para que nos estampen el sello de entrada. Pero aparte de una típica yurta a unos doscientos metros, no vemos nada en un amplio paraje con altas montañas nevadas al fondo. Volvemos a entrar a la oficina:
—Disculpe, ¿a cuántos kilómetros está la oficina de inmigración kirguís?
—¡Ahí mismo! —nos dice el policía kazajo como si estuviéramos ciegos. Volvemos a salir y, mientras miramos alrededor y sorprendidos, poniendo en duda su indicación, él insiste—: ¡Ahí mismo! Enfrente de vosotros.
Al mismo tiempo que señala la yurta, pega un grito para decirle a su homólogo que tiene visita. Un señor vestido de militar sale de la yurta algo molesto, parece que está bastante ocupado en sus tareas y le hemos interrumpido. Se acerca. Pide nuestros pasaportes mientras saca un matasellos de su bolsillo y nos lo estampa. El oficial es de pocas palabras, y antes de que se dé la media vuelta, le preguntamos:
—Perdone, ¿le importaría si acampamos cerca de su yurta?
El oficial nos mira y echa una sonrisa mientras nos dice:
—¡Por supuesto que no! Estáis en tierra de nómadas.
En un principio pensamos sumergirnos entre los valles cerrados de la cadena montañosa de Terskey Alatau para visitar el glaciar de Inylchek, pero el oficial nos advierte que es muy difícil meterse por esa ruta. El invierno pasado nevó bastante y la nieve está todavía presente a una cota de tres mil metros, así que vamos a Karakol por la vía rápida. La ruta no es tan fácil como pensamos. La carretera sin asfaltar está en muy mal estado y hay mucha pendiente, aunque el paisaje es espectacular. Pedaleamos por un entorno increíble, pastos verdes rodeados de frondosos bosques y altas montañas con sus cumbres nevadas. Nada más llegar a Karakol entramos a una pensión para preguntar el precio, y, por sorpresa, vemos a Karim, el suizo que encontramos en el barco para cruzar el mar Caspio. Está viajando con un compatriota que encontró en Uzbekistán, Boris. Karakol es una ciudad apacible y bonita, con un estilo arquitectónico ruso tradicional del siglo xix. Paseamos por sus tranquilas calles arboladas, flanqueadas por casas blancas decoradas con postigos y cornisas de madera esculpidas.
Ya descansados, hacemos una caminata de tres días, pasando por el lago Ala-kol y el pase con el mismo nombre a 3.860 metros. Desde lo alto tenemos una espectacular vista de la cadena montañosa de Tian Shan.
Tras dos semanas sin pedalear emprendemos la ruta hacia el centro del país para atravesar la cadena montañosa de Fergana. Acampamos en una playa de Issyk-Kul, el segundo lago de montaña más grande del mundo tras el Titicaca en los Andes. Por casualidad, cuando estamos montando la tienda de campaña, aparecen Karim y Boris en la furgoneta. Con ellos hacemos una fogata y mientras cenamos contemplamos la bonita luz de atardecer reflejada en sus aguas cristalinas.
De nuevo cambiamos de trayecto y decidimos seguir por la ruta que bordea el lago. Pensábamos meternos en el interior de la cadena montañosa de Terskey Alatau y pasar por el puerto de Suek a 4.031 metros, para luego bajar por el cañón del valle de Naryn, pero los nubarrones negros que sobrevuelan las altas cumbres nos quitan las ganas de subir. Además, dudamos si el puerto está abierto.
A media tarde encontramos nuevamente a los dos suizos. Esta vez van en compañía de dos kirguís. Se paran para saludarnos mientras nos ofrecen un trago de vodka. Los cuatro están borrachos. Quedamos en Ak-Say para dormir en casa de uno de ellos, pero cuando llegamos al pueblo nadie habla bien de los dos borrachos. Aun así les esperamos. Casi todos los hombres del pueblo están bebidos e insisten en que durmamos en su casa mientras nos ofrecen vodka. Al ver que no aparecen los suizos, decidimos continuar y escapar de la pesadez de todos esos borrachos. Pero cuando ya empezamos a pedalear, aparece una chica. Ella es profesora de inglés y nos invita a su casa para estar más seguros. Por la mañana, cuando ya vamos a partir, la mujer nos comenta sorprendida:
—¿No me vais a pagar?
—¿Qué? Ayer nos invitas a dormir en tu casa y ahora nos quieres cobrar… ¡No te voy a pagar! —le reprocha Alice mientras empieza a pedalear.
—Venga, Alice, vamos a darle unos cuantos Som. Parece enfadada.
—Ni hablar. Lo tenía que haber dicho antes.
Y mientras sigo a Alice, le comento:
—¡Qué extraño! Desde que salimos de Bruselas nunca nos ha pasado algo así.
Llegamos a Rochkor en el mismo día, aunque nos metemos una paliza. La carretera está bien asfaltada, pero tenemos que subir bastante, el viento sopla en contra y hace mucho calor. El paisaje cambia mucho, de los verdes pastos y bosques alpinos pasamos a un lugar árido y rocoso.
Al día siguiente nos topamos de nuevo con Karim y Boris. Al final echaron a los dos Vodka-terrorists de su furgoneta y durmieron en la cuneta porque ni podían conducir de la borrachera. En todos los estados postsoviéticos hay que tener mucho cuidado con el alcohol, muchos hombres están buscando cualquier excusa para inclinar la botella de vodka y beber hasta perder el conocimiento. Hasta el momento, Kirguistán es el país donde más problemas hemos visto con el alcohol. Un legado que les dejaron los rusos antes de marcharse. Rochkor no tiene nada que ver con Karakol; aun así, hay algún turista que otro, ya que esta ciudad hace cruce con Biskek, Karakol y Naryn. En Rochkor utilizamos la asociación CBT, una oficina de turismo sostenible que opera con la vecindad para buscar alojamiento con una familia local y organizar excursiones. Nosotros nos alojamos con una simpática anciana en una casa tradicional con la típica bania, baño ruso parecido a una sauna. Estamos muy a gusto en su casa, así que nos quedamos un par de días más.
Al salir de Koshgor tenemos el viento en contra, llueve y la carretera ripia que sube hasta el lago Song-Kol se inclina demasiado. Por suerte, los kirguís siguen siendo tan hospitalarios como el resto de los países del Gran Turkestán y nos cobijamos en sus granjas o yurtas cuando nos cae una tormenta. Siempre están dispuestos a darnos lo poco que tienen. A todas horas nos ofrecen kumis, bebida a base de leche de yegua que detesto, aunque la bebo por educación.
Los últimos cinco kilómetros antes de pasar el puerto que nos separa del lago (3.455 metros) se hacen durísimos, especialmente para Alice. La carretera está cubierta de nieve y hielo. No sabíamos que el puerto estaba todavía cerrado al tráfico. Si bien, el esfuerzo está recompensado por un paisaje espectacular. Tenemos una preciosa vista del lago en un entorno espacioso y rodeado de altas montañas nevadas. El lago Song-Kul es una joya de la naturaleza, y con razón, es el lugar favorito de los nómadas para que su ganado paste en un paraje increíble. Nos cruzamos con los primeros pastores de la temporada. La mayoría están montando su yurta o subiendo con su ganado. Mientras pedaleamos cerca del lago, los niños vienen galopando con sus bellos caballos para mirarnos orgullosamente desde la altura de su semental. Se les ve felices, libres, orgullosos de poder pasar el verano en un paraje con tanta belleza.
Tras acampar una noche cerca del lago bajamos por una carretera que zigzaguea por una empinada ladera. ¡Impresionante! Tenemos que bajar con mucho cuidado, puesto que la carretera está en muy mal estado. Según perdemos altura vamos entrando en un bosque alpino; desde los alrededores de Karakol no hemos visto un árbol y nos alegra. Antes de llegar a Ak-tal paramos para descansar. Analizamos más de una hora el mapa porque no nos ponemos de acuerdo en elegir la ruta para cruzar la cadena montañosa de Fergana. Al final nos decantamos por la carretera del sur, la más corta. Tras recorrer unos treinta kilómetros, nos damos cuenta de que la carretera ya no existe. Según nos comenta un señor, desapareció durante la última riada. Tenemos que cambiar de rumbo y coger otra vía para ir hasta Kongorchok. El dichoso camino es arenoso y las ruedas de las bicicletas de hunden de tal manera que es durísimo avanzar. Para colmo, tenemos que cruzar un río varias veces donde el agua nos llega hasta las rodillas. Estamos hartos de tantas calamidades. Pedalear por carreteras alternativas a las nacionales en Kirguistán es toda una odisea; siempre encontramos problemas y vemos casi imposible cruzar la cadena montañosa de Fergana. En realidad, esta cadena montañosa hace de frontera. Al norte de la cadena viven los túrquido-mongoles; al sur, ya en el valle de Ferganá, los uzbecos. Así que no hay necesidad de conexión. Cuando el gobierno de Stalin decidió marcar las fronteras étnicas en Asia Central, trazó las líneas divisorias sin sentido alguno; el valle de Ferganá, por ejemplo, quedó dividido en tres repúblicas soviéticas. Reventados, llegamos a una aldea y vamos a la única tienda que hay para comprar un refresco. La dependienta nos ve tan cansados que nos invita a dormir en su casa.
Nuestra visita a Osh se frustra, más aún, cuando nos enteramos de que Uzbekistán ha cerrado sus fronteras por las revueltas y ya no tiene sentido pasar por el valle de Ferganá. Además, no sabemos si es posible pasar a Tayikistán para recorrer la Pamir Highway, así que cambiamos de planes y nos vamos directamente a China.
Nos levantamos con la idea de pasar por la temida y complicada frontera de Torugart. Alice quiere evitar la nacional que va por Naryn, por lo que elegimos un camino que ataja para ir hasta la frontera. La subida es horrorosa y las ruedas apenas se agarran. ¡Un horror! El neumático de la rueda trasera de la bicicleta de Alice revienta a los dieciséis mil kilómetros. Empiezo a mosquearme, no hemos tenido suficiente con los días anteriores para meternos ahora en una carretera que nadie coge. Subimos un puerto a 3.600 metros y bajamos por una carretera llena de fango. El barro se mete entre las ruedas y los guardabarros y es imposible avanzar. Hay tanto barro en las bicicletas que ni siquiera se ven los frenos y bujes. ¡Un auténtico barrizal! A lo lejos vemos un asentamiento y hacemos todo lo posible para llegar antes del anochecer. Pero cuando llegamos, vemos que en realidad es un koljós algo deprimente. Acampamos a las afueras, cerca de un río. Tengo la moral por los suelos. Todo el día he estado gruñendo y enfadado con Alice porque yo no quería coger esa ruta desde un principio.
Nada más llegar a la carretera principal nos cae una granizada impresionante y tenemos que refugiarnos debajo de un camión abandonado porque los granizos hacen hasta daño. Por suerte hay una tienda en Ak-Bayit y podemos comer, ya que no tenemos comida. En realidad, los pueblos de la zona que están indicados en nuestro mapa son koljós, granjas colectivas de la época soviética. Antes de la invasión rusa, Kirguistán era tierra de nómadas y apenas había poblaciones. Los kirguís permanecieron durante siglos inmutables, manteniendo su estilo de vida nómada y organizados en clanes. La revolución bolchevique de 1917 cambió radicalmente su vida tradicional. Las mejores tierras fueron confiscadas para dedicarlas a la agricultura. Durante el comunismo se tuvieron que integrar en las nuevas cooperativas agrícolas e industriales creadas por el Estado. Las revueltas no tardaron en llegar, pero rápidamente fueron aplastadas por el Ejército Rojo. Desde entonces, los opositores al régimen comunista se refugiaron en las altas montañas del Pamir. A diferencia de los otros países centroasiáticos, muchos Kirguís volvieron a sus viejas costumbres tras la Perestroika.
Subir hasta el paso fronterizo de Torugart es otra odisea por el estado de la carretera, incluso nieva por la noche en pleno mes de julio; sin embargo, el paisaje es espectacular, sobre todo, a la altura del lago Chatyr-Kul («lago celestial»). Nada más llegar a la oficina de migración las autoridades kirguís nos preguntan:
—¿Dónde está el documento de la agencia china?
—¿Qué documento? —le respondo como si no supiera nada.
—Aquel que garantiza que tenéis un taxi esperando al otro lado de la frontera para llevaros hasta Kasghar.
—Nosotros no tenemos ningún papel, viajamos en bicicleta, independientes.
—Si no tenéis un vehículo esperando al otro lado de la frontera, los militares chinos no os van a dejar pasar.
—Pero si viajamos por nuestra cuenta.
—Sí, pero no se puede pasar a China por los medios propios.
—Venga, déjanos pasar —le dice Alice.
—Bueno, podéis pasar. Aquí os pongo el sello de salida, pero os advierto que si no os dejan pasar, ya no podréis entrar a Kirguistán.
Recorremos los siete kilómetros en tierra de nadie hasta llegar al primer control fronterizo. Y, como nos advirtieron, no nos dejan pasar. Les intentamos convencer para que nos dejen continuar, pero nada. Es imposible discutir, las reglas son las reglas. Estamos en tierra de nadie. Atrapados. Cuando vemos que cierran la frontera a las cinco de la tarde, instalamos nuestra tienda de campaña cerca del alambrado. Los militares chinos se quedan sorprendidos. Nos advierten de que hace mucho frío por la noche y que sería mejor volver a Kirguistán. Les explico que ya no podemos volver porque tenemos el sello de salida y no disponemos de otro visado. Nos invitan a cenar. Después de estar comiendo la misma comida durante dos meses, la cocina china nos sabe a gloria. Mientras cenamos nos informan de que la frontera se cierra los fines de semana. Estamos a viernes. Nos levantamos con la idea de tener que matar esas cuarenta y ochos horas de espera, así que lavamos la ropa en un riachuelo y arreglamos algunas cosas. Pero el domingo, a pesar de que la frontera está cerrada, viene un minibús de una agencia de viajes para recogernos, eso sí, tenemos que pagar doscientos dólares. No podemos negarnos si queremos pasar a China. Tampoco disponemos de mucha comida y los militares no están por la labor de vernos cerca de la frontera por mucho tiempo.