Luz de América

Ecuador

(abril-mayo, 2011)

Llegamos a la frontera por la mañana, no llueve, incluso parece que el día se va a levantar, pero nada más salir de Tulcán empieza el diluvio. Podemos dar media vuelta y pasar el día en la ciudad fronteriza, pero convenzo a Alice para continuar mientras predigo que va a parar de llover. Pero, nada. Llueve muchísimo y tenemos que subir un puerto a 3.350 metros. Ya arriba, el termómetro marca seis grados, y no es que sea una temperatura muy baja, pero en la bajada nos enfriamos. Alice está dispuesta a parar en la primera casa que ve y preguntar por alojamiento. Pero deja de llover y la persuado para llegar a San Gabriel e ir a una pensión y ducharnos con agua caliente. A veces viajar acompañado es un inconveniente. En el momento en que todo va bien no pasa nada, el problema es cuando no se comparten los mismos propósitos. Si bien con Alice no hay muchas discrepancias a la hora de decidir; para avanzar o parar, coger esa ruta o la otra, dormir aquí o allá. Muchas veces quiero pedalear más tiempo y encontrar el lugar perfecto para descansar. Alice es más conformista y tiene que aguantar mis caprichosas exigencias, muchas veces no hemos estado de acuerdo, hemos discutido y aguantado, siempre hemos estado juntos. En cambio, Maia está contenta. Ella va perfectamente en su ciclo-remolque bien protegida y abrigada. Dentro de su burbuja escucha música, pinta garabatos con sus lápices de colores, mira sus cuentos o echa una siesta mientras avanzamos como podemos. Llegamos a San Gabriel bastante mojados y enfriados. Alice está algo enfadada porque hemos tirado hasta última hora, y aún más, por pedalear bajo una lluvia intensa.

El día amanece casi despejado y podemos disfrutar del paisaje ecuatoriano. El panorama no tiene nada que ver con lo recorrido hasta el momento en la cordillera de los Andes. Los valles verdosos son muy abiertos y las altas cimas se pierden en el infinito. De vez en cuando admiramos la perfecta mole cónica de un volcán. Estamos locos de alegría por el espectáculo que nos ofrece la cordillera. Las subidas no son tan exigentes como las colombianas; son más largas, pero sube gradualmente y nunca supera el siete por ciento de pendiente.

Forzamos bastante para llegar hasta Ibarra, donde nos espera Graham. Su casa está a las afueras de la ciudad, en la falda del volcán Imbabura (4.609 metros) y con una preciosa vista de Ibarra, el perfecto lugar para descansar unos días, quizás semanas; Graham nos comenta que podemos quedarnos en su casa el tiempo que queramos. Nos cuenta que una pareja de españoles estuvo un mes, y regresaron a casa precisamente porque ella estaba embarazada y querían tener a su hijo en España. Volverían en unos meses.

Nosotros decidimos tener a nuestro hijo en el camino, quizás en Argentina. Un día recibimos un correo electrónico de un tal Jérôme Maurice, un francés que, sin saber cómo, nos contacta para ofrecernos un trabajo de administrador en su hotel, que está en San José de Chiquitos (Los Llanos, Bolivia oriental). A pesar de que San José no está para nada en nuestra ruta, las condiciones parecen apetitosas; alojamiento, dietas y un salario. Decidimos probar suerte e ir hasta allá. Jérôme nos espera para principios de agosto, así que ya tenemos fechas.

A la hora de comer paramos en Otavalo, famoso por su mercado. Dejamos las bicicletas en la estación de bomberos para que nos las cuiden mientras visitamos el mercado. El bombero de turno nos dice que podemos quedarnos a dormir en el salón y así visitar el mercado con más tranquilidad, pero queremos continuar. En Cayambe también hay una estación de bomberos. La siguiente subida, a 3.200 metros, es más larga de lo que pensamos, pero no es nada dura. Mientras bajamos de un flash vemos aún más cerca el deslumbrante volcán Cayambe (5.790 metros), uno de los más bellos volcanes ecuatorianos, aunque rápidamente unas nubes ennegrecidas lo cubren por completo. Aceleramos el ritmo para llegar cuanto antes a Cayambe y evitar el chaparrón. Los bomberos dudan cuando les pedimos hospitalidad, ya que hay una pareja cicloviajera colombiana en la habitación de invitados. Pero al vernos con Maia nos dejan pasar y dormimos todos en una misma habitación con dos literas. Juan Carlos y Susana quieren viajar por toda Latinoamérica en bicicleta. Se ganan la vida haciendo malabares en la calle. Siempre hemos admirado a estos viajeros sudamericanos, mientras los europeos solo necesitan trabajar un par de años para ahorrar el dinero suficiente y viajar tranquilamente, ellos tienen que ganarse la vida mientras viajan. Algunos tocan música, otros hacen artesanía, venden bizcochos, actúan en la calle y tienen un sinfín de imaginación para sacar unas monedas y aprovecharlas al máximo. En cambio a nosotros es como si el dinero nos cayese del cielo. Algo injusto.

 

Reposamos durante unos días en la casa ciclista de Tumbaco (Quito). Desde algunos años Santiago y su familia reciben a todo tipo de cicloviajeros. A veces se juntan una marabunta, pero nosotros solo coincidimos con la pareja colombiana. Maia hace rápidamente migas con una de sus hijas, la quinceañera Micaela, la babysitter perfecta. También juega con unos de sus sobrinos, Tommy, casi de la misma edad que Maia. Se llevan perfectamente bien. Por segunda vez hacemos una ecografía, todo va como está previsto, y será un niño. «Ya tenéis la pareja», nos dice el doctor alegremente. Aunque esta vez nos dicen que nacerá a principios de octubre.

 

Ya son tres las visitas de Vinciane, la tía de Alice. Beaune, Sevilla y ahora Quito. Con ella recorremos una parte de Ecuador en un coche alquilado. Nuestra forma de viajar cambia radicalmente. Nos hospedamos en buenos hoteles y comemos en buenos restaurantes. Vinciane nunca nos deja pagar. La convivencia es algo paradójica, para ella es la primera vez que sale de Europa y no para de hacer comparaciones. Vive un choque cultural y todo le parece extraño. En cambio, nosotros estamos ya adaptados al estilo de vida sudamericano y a vivir el día a día; sus remarcas y su comportamiento con la gente son insoportables.

Con ella seguimos la hermosa y extraordinaria avenida de los volcanes, una ruta de unos trescientos kilómetros donde surgen más de setenta volcanes mirándose unos a otros, treinta de ellos están aún activos, una de las rutas mas espectacular que hemos recorrido. Este apelativo fue ya ideado en 1802 por el berlinés Alejandro de Humboldt. En el mismo siglo, el inglés Edward Whymper coronó los catorce volcanes activos y durmientes a más de 4.500 metros de altitud. A lo largo de esta ruta se encuentran volcanes impresionantes, como el caso del Cotopaxi, uno de los volcanes activos más altos del mundo. La escalofriante presencia del Cotopaxi, con una mole cónica perfecta a casi 6.000 metros de altitud, se asienta en medio de una llanura inmensa y coronada por una espectacular capa de hielo. También está el Chimborazo (6.310 metros). Su cima es el lugar de la tierra más cercano al sol debido a su proximidad con la línea ecuatorial. Según cuenta la leyenda, el Chimborazo y el Cotopaxi pelearon durante años con erupciones constantes por el amor de la bella Tungurahua, uno de los volcanes más activos del país. Ganó el primero, y fruto de aquella victoria nació el Guagua Pichincha (cercano a Quito), por eso ahora, insisten los quechuas, cuando el niño llora o tiembla, la madre le responde.

Tras la visita de Vinciane continuamos la ruta hacia el sur desde Riobamba. Dejamos la «ciudad Sultana de los Andes» ya tarde y solo podemos avanzar hasta el lago de Colta. Empieza a llover y nos cobijamos en una casa semiabandonada. Alice no quiere seguir, ni montar la tienda de campaña con este aguacero. Así que a las cuatro y media de la tarde empezamos a buscar un lugar para pasar la noche. A lo lejos vemos la casa consistorial. Intentamos en vano averiguar quién es el responsable del edificio y preguntarle si podemos pasar la noche allí. Un señor nos comenta que podemos pedir alojamiento en las misiones evangelistas, que está a dos cuadradas, pero, ya allí, nos enteramos de que los religiosos abandonaron la misión hace ya tiempo. Por suerte una señora quechua muy simpática vestida con el traje tradicional nos invita a pasar la noche en su casa. Es la primera vez que en Sudamérica alguien nos invita espontáneamente a dormir en su casa. Maia pasa una de las peores noches de su vida. Se despierta como mínimo quince veces y se pega a nosotros como una lapa. Esta es una de las cosas negativas con la nueva ciclo-aventurera: si ella pasa una mala noche, nosotros también. Durante el día ella puede echar una siesta y recuperar, pero nosotros tenemos que pedalear. Me levanto con muy mal humor y cansado.

Desde lejos vemos el volcán Tungurahua (5.023 metros) en plena erupción y expulsando ceniza con tal violencia que podemos ver una gran nube de humo desde cuarenta kilómetros. Llegamos fácilmente a Alausí, ciudad escondida entre altas montañas. Días antes estuvimos aquí con la tía de Alice para recorrer un tramo del antiguo tren, llamado la Nariz del Diablo. El trayecto transcurre por un vertiginoso y emocionante recorrido. Los ingenieros tuvieron que inventar un sistema para que el ferrocarril pudiera zigzaguear por el cañón y así sortear un lugar tan accidentado.

El buen tiempo se alía con nosotros y nuevamente disfrutamos de un paisaje espectacular, la serpenteante carretera sube y baja sin parar. A media tarde Alice está bastante fatigada y paramos en el primer lugar disponible, en una campa con una bella vista. Pero el buen tiempo se desvanece y nuevamente las dichosas nubes ocultan todo lo que pilla en su camino. Una vez que otra llueve, y con este tiempo siempre intentamos tener un techo para pasar la noche, algunas veces en la municipalidad, otras, en la estación de bomberos.

En Cuenca nos hospedamos en casa de Anita y Stefan. Una pareja cicloviajera que conocimos en Pokhara (Nepal) en el 2005. Con ellos pasamos una grata semana, y aunque la ciudad nos ofrece unas bellas calles coloniales para pasear con sus vías adoquinadas y viejos edificios al estilo damero, preferimos estar con la pareja austríaca y conversar con ellos en su casa. En Cuenca no vemos ni un tímido rayo de sol y dudamos si hacemos bien en continuar por la cordillera; llueve y hace fresco. Así que a última hora decidimos bajar por la costa.

Pensamos que la bajada será un camino de rosas, ya que descendemos dos mil ochocientos metros, pero en realidad subimos bastante, más o menos un tercio del recorrido. Encima nos molesta el imperecedero viento térmico. El paisaje cambia muchísimo: de un paisaje montañoso a uno desértico, y, por fin, tropical. Según perdemos altura, la temperatura sube drásticamente.

En la costa también llueve, como si la dichosa lluvia nos pisara los talones. El paisaje es llano y monótono. Ya tarde llegamos a Huaquillas, ciudad fronteriza, dormimos en la estación de bomberos.

El mundo en bicicleta
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