Viva el vino y viva Georgia

Georgia

(abril, 2005)

Mejor bienvenida no podemos tener en Georgia, un buen sol primaveral y una botella de vino para celebrar nuestra llegada al Cáucaso. Después de nuestra larga estancia en Turquía, nos alegramos de pasar la frontera y brindar con el hostelero de la pequeña y bonita pensión en Batumi. Cuando le digo que soy vasco me da un gran abrazo y me dice alegremente: «Los vascos y georgianos somos hermanos. ¡Vamos a beber vino para celebrarlo!».

Orgullosamente nos enseña su bodega y saca varias botellas de vino tinto para celebrarlo. Según los georgianos, los vascos, antes de asentarse en el Pirineo Occidental, vivieron en el Cáucaso y ambas lenguas tienen similitud, aunque hasta la fecha, esta hipótesis no es concluyente.

El señor nos informa de que la situación en Georgia es estable, aunque debemos tener cuidado en ciertas regiones conflictivas, como Abjasia y Osetia Sur, y sobre todo, con los bandidos.

Pasear por Batumi es agradable. Su arquitectura art déco y art nouveau embellece la ciudad, aunque a simple vista vemos que Batumi tuvo mejores tiempos. Ninguno de sus edificios está restaurado y se caen a pedazos. Todo está muy viejo y bastante descuidado, ya que no hay dinero para restaurar su patrimonio. Mientras paseamos por sus alamedas veo a Alice más contenta y suelta. Ya no es la única mujer en la calle, como ocurría en Anatolia. Intentamos comprar un mapa de carreteras, pero es imposible encontrar uno. Lo único que podemos hallar es un gran mapa topográfico de pared, que solo indica los minerales y las reservas de gas; aun así, lo compramos porque las carreteras principales están marcadas.

Por la noche vamos a cenar a un restaurante típico para degustar la gastronomía georgiana. El camarero nos da la carta. Le echamos un vistazo como si estuviéramos viendo un papel en blanco, no entendemos nada de la escritura georgiana. Mientras nos reímos con aires de frustración, una chica que habla bien francés se acerca para traducirlo. Ella es periodista y está cenando con sus compañeros de trabajo. Nos proponen cenar con ellos y aceptamos. Ya en su mesa, empezamos a comer y brindar, más aún, cuando se enteran de que soy vasco. A los georgianos les encanta brindar, aunque lo más importante es el tos, cuando uno se levanta de la mesa y recita unas palabras por la amistad, el amor y Georgia. Entre brindis, cánticos y bailes, salimos del restaurante pasada la medianoche.

Afuera hay un grupo de chicos con aires provocadores y rápidamente empiezan a discutir con los periodistas. Veo que Aleksnedre, el chico con el que mejor me llevo, saca una cosa de entre la barriga y el pantalón, y se empieza a rascar la cabeza con el objeto. Cuando me fijo con más detalle, veo que el objeto con el que se está rascando es una pistola del calibre 45. En sí, les está amenazando discretamente con su arma. Natia, la chica que nos ayudó a traducir, se mete en medio y les grita como diciendo que no tiene sentido este enfrentamiento. Los chicos se van. Su mirada lo dice todo: «Nos volveremos a encontrar, chicos». Nosotros no entendemos nada. Aunque es evidente que los chicos querían camorra. Natia, con toda naturalidad, nos dice que no debemos preocuparnos, que son cosas que pasan en Georgia. Asuntos internos, nada tiene que ver con nosotros.

 

Dejo Batumi con la primera resaca. La carretera que bordea la costa está en muy mal estado y la gente conduce a lo loco. Antes de llegar a Kobuleti mi bicicleta pierde la virginidad, sufro el primer pinchazo después de ¡12.300 kilómetros! Mientras atravesamos el pueblo, vemos el paseo de la playa en unas condiciones deprimentes. Todos los hoteles de la época soviética y atracciones están en ruinas. Cuando ya tenemos Kobuleti a nuestras espaldas, un señor viudo que vive con su hijo nos invita a dormir en su casa. Cenamos en su jardín con unas preciosas vistas del mar Negro.

Por la mañana temprano la temperatura es agradable. Aunque no nos libramos del viento fuerte en contra, pero, al ser cálido, nos consuela. Los georgianos siempre nos saludan, y cuando tienen la oportunidad, nos invitan a beber vino casero. Incluso antes de marcharnos llenan nuestras botellas de vino blanco. El vino es el orgullo nacional; según ellos, los georgianos lo inventaron. Ya que las invitaciones no son tan espontáneas como en Turquía, las provocamos. Cuando llega la hora de parar para pasar la noche, preguntamos a algún georgiano, que normalmente están en su huerta, si podemos instalar la tienda de campaña en su terreno. Siempre nos invitan a dormir en sus inmensas casas, ya que tienen habitaciones de sobra. Para ellos, somos la excusa perfecta para festejar nuestra visita con vino, poemas y cánticos.

Antes de la independencia de Georgia en 1991 y del colapso económico, Kutaisi era la ciudad más industrializada del país. Tras la crisis, muchos de sus habitantes tuvieron que dejar la ciudad para trabajar fuera Kutaisi también tuvo su época dorada, sobre todo cuando fue la capital del antiguo Reino de Colchis (siglos x-xii) y del unificado Reino Georgiano (siglos xv-xix). Pero el Kutaisi del siglo xxi es mustio; como Batumi, se echó a perder por las escasas inversiones. La ciudad no tiene ni dinero para alumbrar sus calles por la noche. Al anochecer hay como un toque de queda psicológico, ya con las calles oscuras hay que tener mucho cuidado para no ser asaltado. Así que antes del anochecer estamos ya en el homestay. La única razón para parar en esta ciudad, tradicionalmente rival de Tbilisi, es visitar el monasterio de Gelati, ubicado en un alto con guapísimas vistas. Y es que en Georgia casi todos los monasterios están construidos en lo alto de una montaña, en un punto estratégico con vistas de pájaro.

Por una vez nos animamos a acampar por libre. En Georgia oímos tantas historias de atracos que evitamos acampar a la intemperie. Alice ve, desde un alto, un lugar discreto cerca del río y lejos de la carretera. Cuando estamos inspeccionando el terreno vemos a un señor pescando de una manera muy particular. En su espalda lleva una batería de coche y con sus manos agarra una barra metálica conectada con un cable y una red de pescar al final. Según va sumergiendo la barra en el agua, va dando cargas eléctricas para matar a los peces que están alrededor. Le quiero sacar una fotografía, pero al señor no le gusta la idea, su pesca chapucera no es nada legal. Cuando le decimos que vamos a acampar cerca del río para pasar la noche, nos invita a dormir en su casa. Tiene visita y nos invita a cenar pescado y a beber vino casero junto a sus huéspedes. Algunos ya llevan unos tragos de más y cada diez minutos tengo que brindar. A veces tengo que beber el vaso de un trago porque no tiene culo, y tengo que posarlo boca arriba para mostrar que lo he bebido de un golpe. Según avanza la tarde van sacando todo tipo de vasos.

En Georgia hay muchos cuencos para beber vino, el más importante es el cuerno. Cuando se saca, la cosa es muy seria, el ambiente se caldea, los brindis y los recitales son más importantes, profundos y con muchos sentimientos. Me despierto desorientado. Todo está a oscuras. Busco mi reloj mientras intento descifrar dónde demonios estoy. Son las cinco de la mañana y estoy acostado en una cama individual. Mi bicicleta está apoyada en una mesita junto a mi cama, tal como la dejé cuando llegamos a la casa. Alice duerme profundamente en otra cama. Mientras reconcilio el sueño intento acordarme en vano de cómo he llegado hasta aquí. Alice me lo cuenta todo por la mañana. Estaba tan borracho que perdí el conocimiento. Me desplomé cuando bebí otro cuerno de vino de un trago. Entre todos me llevaron a la cama. Lo sorprendente es que no tengo resaca, aunque estoy un poco avergonzado por la escena de la noche anterior. El señor se ríe mientras me dice: «¡Tranquilo, hombre! En Georgia hay más gente que se ahoga con el vino que con el agua».

El viento sigue soplando fuerte y en contra. Encima, tenemos que subir por una carretera en muy malas condiciones. Alice quiere parar, pero la convenzo para llegar hasta Gori, ciudad natal de Josep Dzhugashvili, Stalin. La pensión que está indicada en la guía ya no existe, y el único lugar para hospedarnos es el Intourist, un hotel de la época soviética en unas penosas condiciones. Nos quieren cobrar cuarenta laris (dieciocho euros) por una habitación que da pena verla, ni tiene duchas. Nos negamos a pagar por aquello; para eso preferimos alquilar una habitación a un particular. Empezamos la búsqueda en la plaza principal, y no sabemos cómo, de repente estamos rodeados de gente y escoltados por la policía. Tienen como misión encontrar alojamiento a unos turistas que se niegan a pagar la tarifa del Intourist. Entre la confusión aparece un sacerdote y nos conduce al monasterio de Gori para pasar la noche. Él habla algo de inglés y mientras cenamos nos explica cosas sobre la religión ortodoxa georgiana y cómo los comunistas perseguían a la Iglesia y destruían sus templos.

Por la mañana visitamos el monasterio en plena restauración y después vamos al Museo Memorial de Stalin. Hay dos salas grandes sin apenas luz y con fotografías de la vida privada y pública del líder comunista. El museo es más propagandista que otra cosa. Tras el chasco y pérdida de tiempo dejamos Gori a media tarde. De camino a Mtskheta un agente de policía nos manda parar. Nada más bajarse del coche se cae al suelo, completamente borracho. Quiere practicar las dos palabras de inglés que sabe con nosotros. El agente es un pesado y algo desagradable. Discretamente nos escapamos, ya que queremos llegar a Mtskheta antes de que anochezca, para visitar el monasterio pronto por la mañana. Mtskheta es una de las ciudades más antiguas de Georgia, incluso del mundo, y corazón espiritual desde que se estableció el cristianismo en el siglo iv.

Nada más llegar a la capital vamos a la oficina de correos para saber si ha llegado el paquete con recambios que la tienda de bicicleta, La Maison du Vélo, nos ha enviado. Pero nada. Nos alojamos en el único homestay que está escrito en la guía y muy frecuentados por mochileros. Nazi, la propietaria, es todo un personaje. Está todo el rato detrás de los huéspedes para advertirnos lo que no debemos hacer. Incluso entra en la habitación sin llamar a la puerta para controlar todo lo que hacemos. A pesar de tener que pagarle la ducha aparte, ella cronometra el tiempo que nos duchamos, y si nos pasamos del tiempo acordado, corta el agua caliente. Con Alice tiene varias discusiones, entre otras, porque ella abre la ventana por la mañana para airear la habitación, pero Nazi no quiere porque entra el polvo y estropea sus viejos muebles. Pero lo que más le irrita es cuando nos ve sentados en la cama. Nazi se vuelve loca, nos echa en cara que vamos a deformar el preciado colchón. Coincidimos con Beat Heim, el cicloviajero suizo que encontramos en Kurdistán. Tuvo problemas con el visado azerí en la frontera y tuvo que volver a Tbilisi para obtener otro visado.

 

El lunes vamos a correos para ver si ha llegado el paquete.

¡Niet! —nos responde sin más la vieja funcionaria.

Volvemos el jueves, y lo mismo:

—¡Niet!

—Disculpe, señora, pero el paquete ha sido enviado el mes pasado —le comento a la oficinista algo desesperado.

La señora responde con una risa diabólica y de mala manera:

—Seréis afortunados si llega en un mes. Y si llega.

 

Un chico nos deja su piso mientras esperamos el paquete. El apartamento está alejado del centro, en una zona llena de bloques de edificios de ocho pisos en unas condiciones deprimentes. Lo alquila, pero podemos estar allí hasta que alguien se interese. Al quinto día hay una chica que lo quiere alquilar y se muda con nosotros. Una noche entra alarmada, tenemos que salir del piso corriendo porque hay un escape de gas. Al bajar las escaleras vemos que una de las tuberías principales se ha partido. Me temo lo peor, todo nuestro material está en el piso. Pero a algunos vecinos parece que no les importa mucho, se quedan en sus pisos mirando la agitación desde sus ventanas. Un vecino con un cigarro en la boca nos comenta tranquilamente: «Esto pasa muy a menudo. No os preocupéis».

 

Mientras esperamos el paquete, decidimos ir a Armenia un par de semanas. Incluso podríamos renovar el visado, ya que andamos justos de días. Nada más dejar Tbilisi el tiempo empeora, llueve y el viento sopla muy fuerte y en contra; a la hora de almorzar estamos rendidos y regresamos a Tbilisi.

 

El famoso homestay de Nazi está completo, pero ella siempre encuentra la manera para conseguir más dinero, y nos saca unas camas plegables que instala en la cocina. Al día siguiente nos enteramos de que hay otra casa de huéspedes muy cerca de allí y emigramos. Tenemos una habitación para nosotros solos, la señora es más simpática y la ducha caliente está incluida en el precio.

Volvemos a correos para enviar unas postales y cedés, sin apenas esperanza de que nuestro paquete haya llegado, aunque sorprendentemente, el paquete ha llegado esta misma mañana. Qué alegría nos llevamos, por fin podemos salir. Antes de entregarlo la señora me pide el documento de identidad. Le entrego mi pasaporte:

—¡Niet! Te he pedido el documento de identidad georgiano —me responde con tono desagradable.

—Señora, yo no tengo DNI georgiano, pues no resido en este país. Estamos de paso.

—¡Niet! —me responde algo enfadada.

—Sin carné no hay paquete. —Y se da la vuelta para meterlo nuevamente en una oscura sala llena de baldas.

Intento convencerla, pero es como si le hablase a la pared. Hablo con la policía de mi caso, y me consigue una entrevista con la directora de la oficina de correos. Al final, la mujer hace una excepción y nos entrega el tan preciado paquete. Hasta Katmandú ya no tendremos más recambios y en este paquete tenemos mucho material.

Salimos pitando de Tbilisi porque toda la zona está en alerta roja por riesgo de inundaciones. Ya hemos pasado demasiados días esperando el maldito paquete y no queremos estar atrapados en la capital. Para visitar Sighnaghi tenemos que subir bastante, pero las vistas del Cáucaso son impresionantes. El pueblo no es tan bonito como lo pinta la guía y bajamos rápidamente hacia la frontera con Azerbaiyán. Antes, preguntamos a un granjero si podemos instalar nuestra tienda de campaña en su terreno, y, como siempre, nos ofrece una habitación. Aunque esta vez no hay fiesta.

El mundo en bicicleta
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