¡Que no soy una gringuita! Soy una niña

Perú

(junio-julio, 2011)

—¿Pasa algo? —le comento a un vendedor con cara de pocos amigos, mientras él alza mi billete de 100 nuevos soles a contraluz para ver si es auténtico.

—Hay muchos billetes falsos. Y este parece sospechoso —me responde sin más.

—Es un billete que he sacado ahora mismo del cajero automático.

—No importa. No me fío de nadie, y menos de los bancos. Tenéis que tener mucho cuidado con los billetes falsos, sobre todo en la frontera —me comenta cuando tiene que salir para buscar cambio.

En un principio queremos recorrer la cordillera Blanca, una de las etapas que más nos atraía en Latinoamérica, pero Alice está embarazada de cinco meses y no quiere más aventuras. Además, a principios de agosto tenemos que estar en Bolivia y andamos justos de tiempo, así que cogemos un confortable autobús para ir directamente a Lima, un business-class sobre ruedas.

En mi vida nunca he visto una ciudad tan horrible como Lima. Quizás, porque la visitamos durante el invierno, cuando la garúa (una fina niebla) cubre la megalópolis. Mientras caminamos, buscamos algo interesante que visitar, una pizca de belleza, pero es en vano. Lima es gris, ruidoso, denso y hay muchísimo tráfico. Tardamos horas para ir al centro histórico. La chispa que alegra nuestra estancia es el encuentro con Daniel Romero, un amigo ermutarra de la infancia y casado con una limeña.

A pesar del estado de Alice, elegimos la ruta menos directa y más exigente para ir hasta Cusco, nuestro próximo destino. Aunque dudamos si seremos capaces de hacerlo todo en bicicleta. Nada más dejar la capital peruana, empezamos a subir el puerto de Ticlio (4.818 metros), una larga y eterna subida de unos ciento cuarenta kilómetros. A la noche, nos cuesta encontrar un lugar tranquilo y decente para dormir. Los peruanos son muy ruidosos y no tienen nada de cuidado para no molestar al prójimo. En San Mateo encontramos una pensión apartada de la transitada carretera y lejos de la discoteca del pueblo. Cuando parece que la noche se presenta tranquila, de repente se convierte en una pesadilla. A las diez de la noche empezamos a escuchar música a todo volumen y gente gritando «¡aleluya!». Me levanto para investigar de dónde sale la música del órgano eléctrico. A escasos metros hay un local y desde la puerta observo una reunión religiosa, sus participantes bailan al son de la música y gritan como locos «¡aleluyaaaaaaaaa!», como si estuvieran fuera de sí. De repente veo que un brazo me agarra y tira bruscamente para que me siente en una silla de plástico. Con una sonrisa farisea, me dice un señor:

—Bienvenido a nuestra iglesia.

Me levanto de un salto y le grito,

—¡Suéltame! ¡Qué demonios estás haciendo!

—Solo quiero que estés cómodo, la noche es larga.

Vuelvo a la habitación con muy mal humor y pensando cuánto tiempo durará la asamblea. Nunca me habría imaginado que estarían toda la santa noche gritando al ritmo de la música. Menuda noche nos dieron.

Nuestro ritmo es lento y no avanzamos mucho. Pedaleamos hasta la caída del sol, cuando los grados de mi termómetro empiezan a bajar a una rapidez vertiginosa. Encontrar un lugar para dormir no es tan fácil, o bien porque no hay un lugar llano para instalar la tienda de campaña, porque las pensiones son un desastre y nos quieren cobrar demasiado o porque están todas ocupadas, como en Casapalca. Entonces preguntamos al vigilante de la municipalidad si podemos instalar nuestra tienda de campaña en algún rincón del edificio, y, como siempre, terminamos durmiendo en el pasillo del ayuntamiento.

Se nos hace duro y eterno pedalear por las últimas rampas serpenteantes antes de coronar el puerto, aunque el lugar es espectacular y nos hace olvidar los obstáculos. Escalamos a un palmo de las altas cumbres nevadas y el entorno es un festival de minerales coloreados. Hacemos una parada en el alto del Ticlio para sacarnos unas fotografías tras el logro, 4.818 metros. En sí, estamos en el punto vial más alto de toda la cordillera Central, y hemos subido nada menos que 4.690 metros en una sola subida. Un poco más arriba esta la línea ferroviaria Lima-Huancavelica. En su día llegó a ser el tren más alto del mundo cuando rebasa el Ticlio, pero los chinos lo desbancaron en 2006 cuando construyeron el trayecto Beijing-Lhasa, donde su punto más culminante está en el puerto de Tanggula a 5.072 metros. Hoy en día, los peruanos reclaman el cruce férreo más alto del mundo. A media tarde llegamos a la Oroya (3.745 metros), una de las ciudades más contaminadas del planeta. Debido a su industria minera, la ciudad está cubierta de hollín. Durante décadas, la población ha estado expuesta a altos niveles de contaminación del aire debido a las emisiones tóxicas, de sustan- cias como plomo, cadmio y dióxido de azufre. La mayoría de sus habitantes muestran altos niveles de plomo en la sangre, con efectos de intoxicación irreversibles.

Tras dejar atrás las montañas cerradas repletas de minas, entramos en el fértil y abierto valle de Montano. Huancayo nos da la bienvenida con una manifestación estudiantil. Esta ciudad es para volverse loco, hay una polución acústica inaguantable. Cientos de taxistas y minibuses tocan continuamente la bocina para atraer clientes. Tomamos tiempo para encontrar una pensión económica y alejada de las ruidosas calles principales. Ya de noche nos vamos a la cama convencidos de que encontramos el lugar ideal para descansar, pero a las cuatro de la mañana nos despierta el canto de unos gallos, como si estuvieran en la habitación de al lado. Me levanto para averiguar lo que está pasando. No puede ser ¿Gallos en un hotel? Creo que estoy soñando. Pero cuando abro la puerta de la siguiente habitación me quedo pasmado. Veo una especie de patio con una decena de gallos enjaulados. No lo puedo creer. ¡Están criando gallos de pelea en un hotel! No sé si echarme a reír o llorar ¡A quién se le ocurre criar gallos junto a las habitaciones de los huéspedes! Por la mañana nos largamos a otra pensión más tranquila.

 

Nada más dejar Huancayo empezamos a subir el puerto Imperial (4.180 metros) con la eterna duda de si podremos recorrer la segunda etapa en bicicleta hasta Ayacucho. La subida parece fácil, pero después de almorzar a Alice se le acaban las baterías. Ya casi arriba le propongo parar y acampar cerca de una casa, pero quiere seguir y pasar el puerto de una vez por todas. Algunas veces en bicicleta y otras a pie, llegamos al puerto a última hora. Nos abrigamos bien para descender mientras buscamos un lugar para acampar. Descendemos por un cañón muy cerrado y apenas hay espacio para la estrecha carretera. Ya casi abajo y con la noche encima acampamos junto a un restaurante cerrado.

Después del histórico y bello puente de cal en Izcuchaca se acaba el asfalto y pedaleamos por una estrecha carretera empolvada. Acompañamos el río Mantaro por un valle tan cerrado que el sol tiene dificultades para llegar al valle. A pesar de seguir el curso del río, tenemos bastantes subidas y bajadas. Nuestro ritmo diésel baja muchísimo. Alice va más despacio y con mucho cuidado. En mi caso, el remolque me frena bastante y voy lento porque zigzagueo para esquivar los baches. Hay muchos, aunque parece que a Maia no le importa, excepto cuando quiere echar su siesta habitual. Sin éxito gruñe durante media hora. A medida que bajamos al valle, atravesamos aldeas muy tradicionales con casas construidas de adobe, rodeadas por un paisaje casi desértico. La gente local es más simpática, se aglomera alrededor de nosotros para hacernos miles de preguntas y dar comida a nuestra hija «la gringuita». «¡Que no soy una gringuita! Soy una niña», repite una y otra vez. Cuando llegamos a un pueblo, la única misión de Maia es que le compremos una chuchería, cualquier cosa. Menuda tabarra, cada cinco minutos grita histéricamente «¡cómprame esto!», cuando pasamos junto a una tienda.

 

Tardamos seis días en llegar hasta Ayacucho, conocida como la ciudad de las iglesias por sus treinta y tres templos. Ayacucho, una de las ciudades más antiguas del país, tiene su encanto. En tiempos coloniales fue una ciudad importante, a mitad de camino entre las riquezas de Cusco y la Administración de Lima. Todas las mañanas los universitarios invaden la plaza de Armas para manifestarse contra la dirección, piden mejoras en la universidad y unas elecciones justas. Lo que parece una manifestación pacífica al final se convierte en una batalla campal. Se nota que es una región rebelde, y no es de extrañar que fuera aquí donde se fundara a finales de la década de los sesenta Sendero Luminoso, la organización terrorista de tendencia ideológica maoísta.

Solo nos queda la tercera etapa, la última para llegar hasta Cusco. Pero Alice quiere recorrer esos seiscientos kilómetros en autobús. La ruta es aún más exigente, con varios puertos a más de cuatro mil metros de altitud y con descensos de dos mil metros por una pista más deteriorada. Además, no hay que arriesgar, Alice está ya en su sexto mes de embarazo y le cuesta pedalear, aunque ella no quiere que lo parezca.

En Cusco coincidimos con nuestro amigo Paul Elorrieta y su mujer, Úrsula. Él es cusqueño, pero vive en Bruselas. Nos alojamos en la casa de sus tíos, Fernando y Ruth. Borga, la mujer que se ocupa de la abuela de Paul, tiene una hija de la misma edad que Maia y juegan juntas de sol a sol. Son inseparables, incluso Maia prefiere quedarse con Manuelita en la casa que visitar la ciudad con nosotros, así que la visitamos tranquilamente en pareja. La Roma de los Incas es una joya arquitectónica, y una de las ciudades más atractivas del continente. Alice la encuentra diferente, ya que estuvo de visita en 1998 y no recuerda haber visto una ciudad tan desarrollada turísticamente. Ahora la plaza de Armas está repleta de tiendas de recuerdos y establecimientos con productos caros.

Junto a Paul, su primo Lucas y un amigo guía de la familia, visitamos sus alrededores: como la fortaleza de Sacsayhuamán, las terrazas circulares de Moray, posiblemente un centro de investigación agrícola incaico donde se llevaban a cabo experimentos de cultivos, el sitio arqueológico de Chinchero y las salineras de Maras.

A Machu Picchu voy solo. Alice quiere quedarse con el recuerdo de un lugar donde apenas había turistas y todavía se podía viajar con la gente local a un precio asequible. Ahora, casi todo está privatizado y vale una fortuna visitar este impresionante lugar. Para evitar el costoso tren, voy en un colectivo hasta Santa Teresa, y de allí, en otro hasta la central hidroeléctrica. Llego tarde, y bajo la luz de la luna recorro a pie el trazado de la la vía férrea que me lleva hasta Aguas Calientes. Duermo en una esquina del centro de investigación de mariposas, y me levanto a las tres de la mañana para empezar a subir a las ruinas. Las primeras cuatrocientas personas que compran una entrada tienen derecho a visitar Huayna Picchu, y las doscientas primeras pueden elegir la hora. Cuando llego a la primera puerta, abajo, ya hay un gentío esperando. Nada más abrir la puerta a las cuatro de la mañana, empieza la carrera, toda la multitud sale pitando para ser unos de los primeros. El sendero es bastante empinado, y muchos empiezan a notar el cansancio en los primeros metros, en total hay que subir unos quinientos de desnivel. Llego a las cinco menos cuarto de la mañana, uno de los primeros.

La barriga de Alice va creciendo y tiene que pedalear con las piernas más abiertas porque le molesta. En las subidas alguna vez que otra tiene contracciones. Alice está muy cansada cuando llegamos a Combapata; además, tiene muchas contracciones y no paran. Un poco a la desesperada pido alojamiento en la iglesia del pueblo. El cura neozelandés está hablando con alguien, y me dice sin escucharme que puedo alojarme en el dormitorio, como si se tratase de otro cicloviajero más que pregunta por una cama. Cuando vuelvo con Alice y Maia nos mira sorprendido, no sale de su asombro y empieza a contar con su dedo; un hombre con una mujer embarazada, una cría en un remolque, dos bicicletas. Y nos dice muy sorprendido: «Por aquí han pasado muchos cicloviajeros, pero nunca como vosotros. ¡Válgame Dios!».

Después de Sicuani viene nuestro próximo obstáculo, el puerto de Abra la Raya (4.335 metros). Alice está convencida de que no puede subirlo: si en una simple cuesta ya tiene contracciones, pedalear cuesta arriba durante cuarenta kilómetros sería aún más duro. En otros tiempos habría sido pan comido, pero en su estado no está para muchos trotes. Así que ella y Maia van hasta Puno en autobús y yo recorro en solitario los doscientos cincuenta kilómetros que separan ambas ciudades. Me despido con un nudo en la garganta. No sé. Igual no estoy acostumbrado a despedirme de ellas. Después de tanto tiempo viajando las veinticuatro horas del día juntos, se hace algo raro. Aunque solo sean dos días, seguro que las echo de menos.

Nada más ayudarlas a cargar las bolsas, la bicicleta y el remolque en el autobús, salgo dirección Puno como si se tratase de una contrarreloj. Sin el remolque vuelo rumbo al puerto y de un tirón lo corono antes del mediodía. Pasada la única dificultad montañosa, entro en un altiplano y con el viento a favor no bajo de los treinta kilómetros por hora. Disfruto muchísimo pedaleando por este espléndido y solitario lugar, aunque me falta algo, Alice. El no poder compartir este hermoso paisaje con un limpio y enorme cielo azulado y grandes prados ocráceos. Incluso echo de menos los gritos de Maia: ¡Aitaaaaaaaa…. Pipíííí! Y parar en la cuneta, y mientras, esperar y observar el paisaje sin moverme. Duermo en una pensión en Puraca con ciento sesenta kilómetros en mis piernas. A las siete de la mañana ya estoy pedaleando cuando aún hiela. El paisaje no es tan espectacular como el del día anterior; además, paso por una de las ciudades más caóticas y horribles de mis días como cicloviajero, Juliaca. ¡Qué espanto atravesarla! Todo está muy sucio y en construcción. Las calles están repletas de bolsas de basura y casi todas las casas tienen los estribos estructurales al aire con la esperanza que algún día puedan ampliar la casa con un piso más arriba. El tráfico es infernal y el centro de la ciudad caótico. Todos los automovilistas pitan a la desesperada para ser los primeros en pasar. Un policía con guantes blancos intenta dirigir el tráfico como puede. Cuando me ve, rápidamente me advierte:

—Cuidado con los carros. Hace un par de semanas mataron a un argentino que circulaba como tú, en bicicleta.

—Gracias por la advertencia —le comento al policía mientras pienso en el pobre argentino.

Dos minutos más tarde un camión de gran tonelaje me rebasa y bruscamente gira a la derecha para meterse en un pabellón. Por muy poco no me tragan las ruedas del remolque. Gracias a mis reflejos estoy vivo, aunque creo que la advertencia del policía fue una señal para que estuviera más atento. Llego a Puno al mediodía, con ciento veinte kilómetros en el marcador. Lo que pensaba hacer con ellas en tres o cuatro días, en solitario lo hago en día y medio.

Bordeamos ya juntos el lago Titicaca por una carretera con bastante tráfico. Por las noches hace bastante frío e intentamos llegar a un pueblo para dormir bajo un techo. Tenemos que forzar algo, ya que las distancias son más largas. Después de Juli el paisaje se embellece y disfrutamos de unas preciosas vistas del lago. Y sin darnos cuenta, llegamos a la tranquila frontera boliviana. Rápidamente llegamos a Copacabana, uno de los lugares más turísticos de Bolivia por su proximidad a la Isla del Sol en el lago Titicaca. Aunque nosotros no la visitamos.

El recorrido se endurece en el lado boliviano, pero el paisaje es aún más bonito. Alice va mejor y sube bien el puerto (4.250 metros). Ya por la tarde le cuesta pedalear. Insisto para llegar hasta Chua y pasar la noche en una pensión, pero las indicaciones no son muy claras y no lo encontramos. Alice quiere parar a toda costa y me da un ultimátum:

—¡En el próximo pueblo paramos! Y tú preguntas por alojamiento.

Al rato llegamos a una aldea y veo a un lado el colegio municipal y al otro una iglesia evangelista del Séptimo Día.

—¿A cuál voy? —me pregunto mientras giro la cabeza de un lado para otro de la carretera.

La escuela es siempre una buena opción, aunque parece que está abandonada y no hay nadie. Mientras me fijo en la iglesia, veo a un señor salir rápidamente de su casa:

—¿Queréis dormir en la iglesia? Puedo llamar al pastor para que os abra la puerta.

—Sí, claro. Esperamos aquí. Gracias —respondemos creyendo que el pastor vive muy cerca.

Pero pasa una hora y el pastor no aparece. Alice se impacienta. La noche está al caer y nosotros sin saber dónde vamos a dormir en la noche fría que se acerca. Maia juega con un niño. Se lo pasa bien y parece que no le importa la larga espera.

—¡Mira! Tenemos que tomar ejemplo de nuestra hija; ella no se preocupa, es feliz jugando.

Aparece el pastor y me pregunta a secas:

—¿Por qué no vas a un hotel?

—Estoy viajando en bicicleta con una niña de tres años y una mujer embarazada. Ella está cansada y no quiere continuar.

—Hay varios hoteles a cuatros cuadras.

—¿Cuadras? Si estamos en mitad de la nada y esta aldea tiene cuatro casas.

—Están a media hora de aquí —me responde el otro señor.

—¿Media hora? Eso es en coche, ¿no?

—¡No! Están a cinco minutos —responde ahora el pastor.

—¿No nos puedes dejar dormir dentro de la iglesia?

—Es que hace mucho frío.

—Tenemos buenos sacos de dormir, no importa.

Al final, nos deja dormir en un local pequeño y sucio contiguo a la iglesia.

 

La Paz está al alcance y salimos con la idea que igual llegamos este mismo día. Aunque son noventa kilómetros y hay que subir un puerto. El viento nos empuja hasta arriba y vamos bien, pero cuando llegamos a El Alto Alice se desmorona y no quiere continuar. Está muy cansada y empieza a tener contracciones; además, tiene mucho frío. Descansamos en una gasolinera. Ya más calmada y descansada la convenzo para llegar a La Paz, es todo bajada y no veo el punto de quedarnos en los suburbios y a las puertas de la capital boliviana. Nos alojamos en la casa ciclista de Christian y Laura, aunque más que una casa ciclista parece una casa ocupa. El ambiente es bonito y acogedor. Nos juntamos hasta quince cicloviajeros y pasamos seis días estupendos hablando de viajes.

Alice ya no puede más; su estado de gestación está avanzado y al mínimo esfuerzo sobre la bicicleta tiene contracciones, así que descartamos pedalear por el altiplano boliviano y el salar de Uyuni. Ponemos punto final a una etapa. La próxima vez que reanudemos el pedaleo seremos ya cuatro.

Vamos hasta San José de Chiquitos en autobús y tren, en total veinticuatro horas para recorrer mil kilómetros.

El mundo en bicicleta
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