5
—No creo que mi reputación resista más cotilleos —dijo Amity. Soltó el ejemplar de El divulgador volante y cogió la taza de café—. Han pasado tres semanas desde que me atacaron y todavía aparezco en todos los periódicos matinales. Por si no tuviera bastante con que los idiotas de la alta sociedad se estuvieran entreteniendo con rumores sobre mi relación con el señor Stanbridge.
—Stanbridge es un caballero muy rico que proviene de una familia distinguida y muy antigua —le recordó Penny—. También está soltero. Además, hace varios años se vio involucrado en un gran escándalo cuando su prometida lo dejó plantado en el altar. Esa mezcla hace que su vida privada sea un asunto de gran interés en determinados círculos sociales.
Amity parpadeó.
—¿Lo dejaron plantado en el altar? No me lo habías dicho.
—La joven en cuestión se fugó con su amante. Han pasado ya varios años, pero se habló mucho del tema en su momento. Todo el mundo se preguntó por qué esa joven abandonaría a un caballero del estatus y la riqueza de Stanbridge.
—Entiendo. —Amity sopesó la información—. Tal vez se cansó de que desapareciera de su vida como hizo conmigo.
—Puede ser.
—En fin, yo lo conocí como el señor Stanbridge, un ingeniero que estaba de viaje por el Caribe —dijo Amity—. Ni una sola vez se molestó en hablarme de sus finanzas ni de sus relaciones sociales. Como decía, los rumores sobre nuestra supuesta aventura a bordo del Estrella del Norte han sido muy molestos, pero esperaba que se disiparan antes de la publicación de mi libro. Por desgracia, los morbosos informes de mi huida del Novio no parece que vayan a desaparecer. Incluso pueden convertirse en la ruina de mi carrera como escritora de guías de viajes.
—Por el amor de Dios, Amity, casi te matan —protestó Penny. Soltó el tenedor y la miró con una expresión ansiosa y alarmada en los ojos—. Según los periódicos, eres la única víctima potencial de ese monstruo desalmado que ha conseguido escapar de sus garras. Es normal que tu nombre aparezca en los periódicos. Debemos dar gracias porque estés viva.
—Y doy gracias... doy muchísimas gracias. Pero no disfruto viéndome dibujada en las portadas de Noticias policiacas ilustradas ni en las del Gráfico. Ambas revistas me dibujaron huyendo del carruaje del asesino ataviada únicamente con un camisón.
Penny suspiró.
—Todo el mundo sabe que esos periódicos están plagados de ilustraciones exageradas y melodramáticas.
—¿Cuándo acabará? —Un mal presentimiento se apoderó de Amity—. Temo que mi carrera como escritora de guías de viaje para damas está destinada al fracaso incluso antes de que publiquen mi primer libro. Estoy segura de que es cuestión de tiempo que el señor Galbraith se ponga en contacto conmigo para decirme que ha decidido no publicar la Guía del trotamundos para damas.
Penny esbozó una sonrisa tranquilizadora desde el otro lado de la mesa.
—A lo mejor el señor Galbraith considera que todo el ruido mediático es una buena publicidad para tu guía de viajes.
Así era Penny, pensó Amity. Su hermana siempre era un ejemplo de elegancia y de serenidad, sin importar del desastre que hubiera a las puertas. Claro que Penny era un ejemplo de perfección femenina en todos los ámbitos, incluido el de la viudez. Hacía seis meses, Penny había perdido a su marido tras menos de un año de matrimonio. Amity sabía que su hermana se había quedado desolada. Nigel era el amor de su vida. Sin embargo, Penny ocultaba su dolor tras una máscara de estoicismo y fortaleza.
Por suerte, Penny estaba exquisita vestida de negro. Claro que estaba espectacular con casi cualquier color, se dijo Amity. De todas formas, era imposible negar que los tonos oscuros del luto resaltaban el pelo rubio platino de Penny, su piel de alabastro y sus ojos azules, confiriéndole un aspecto etéreo. Parecía salida de un cuadro prerrafaelita.
Penny era una de esas mujeres que llamaba la atención de todos los presentes en una estancia, ya fueran hombres o mujeres, al entrar. No solo era guapa, sino que poseía un encanto natural y una ternura que la congraciaban con todo aquel que conocía.
Lo que la mayoría no conseguía comprender, pensó Amity, era que bajo toda su belleza y sus buenas cualidades, Penny también contaba con un gran talento para la inversión. Esa habilidad le había proporcionado una buena posición después de que Nigel se rompiera el cuello al caer del caballo. Le había dejado una fortuna a su mujer.
A diferencia de Penny, que se parecía a su madre, Amity era muy consciente de que le debía el pelo oscuro, los ojos verdosos y una nariz más que prominente a la familia paterna. Por desgracia, las mujeres Doncaster que habían tenido la mala suerte de heredar semejantes cualidades se habían granjeado cierta reputación a lo largo de los años. Todavía se contaba la historia de una tatarabuela que se había salvado por los pelos de que la quemaran por bruja allá por el siglo XVII. Un siglo más tarde, una briosa tía había conseguido que la familia cayera en desgracia al fugarse con un salteador de caminos. Después, estaba la tía que había desaparecido durante un trayecto en globo aerostático para reaparecer como la amante de un conde casado.
Había más mujeres que habían mancillado el apellido Doncaster a lo largo de los siglos... y todas las que se habían labrado una especie de leyenda compartían el mismo color de pelo y de ojos, y también la misma nariz.
Amity había escuchado los susurros a sus espaldas desde que era pequeña. Todo aquel que conocía la historia de la familia Doncaster consideraba que había una vena salvaje en las mujeres. Y si bien dicha vena salvaje estaba bien vista en los hombres (desde luego hacía que resultaran más interesantes a ojos de las mujeres), se consideraba algo negativo en las féminas. Con diecinueve años, Amity había aprendido por las malas que no debía confiar en los caballeros que se sentían atraídos por ella a causa de la historia de la familia.
Nadie, mucho menos Amity, entendía cómo sus poco respetables antepasadas habían conseguido meterse en tantas situaciones tan escandalosas. Su aspecto no era nada del otro mundo... salvo por la nariz, claro. En cuanto a su figura, todo tenía un límite, incluso lo que la maravillosa modista de Penny era capaz de hacer con un cuerpo con tan pocas curvas femeninas que cuando se cubría con un atuendo masculino, Amity había sido capaz de pasar por un joven en más de una ocasión durante sus viajes por el extranjero.
Bebió un buen sorbo del café cargado de la señora Houston para infundirse valor y depositó la taza con fuerza.
—No creo que al señor Galbraith le parezca que la publicidad que he conseguido le sirva de mucho a la hora de vender mi libro —comentó—. Cuesta imaginarse que las personas quieran comprar una guía de viaje para damas si descubren que su autora tiene la costumbre de caer en las garras de asesinos desalmados como el Novio. Ese incidente desde luego que no me hace parecer una experta en cómo debe viajar una dama por el mundo con total seguridad.
El montón de periódicos y de revistas morbosas la estaba esperando en la mesa del desayuno poco antes, cuando entró en el comedor matinal, tal como había sucedido desde que consiguió escapar del carruaje del asesino. Normalmente, solo había un periódico en la mesa del desayuno, El divulgador volante. Pero de un tiempo a esa parte, la señora Houston, una gran seguidora de los folletines de terror, acostumbraba a salir muy temprano para comprar una gran variedad de material de lectura para la mañana. En opinión de Amity, cada informe nuevo de su encuentro con el Novio tenía más descripciones aterradoras y más detalles espeluznantes que el anterior.
Era bastante increíble, pensó ella, que por más escalofriante que fuera el relato que los periódicos hacían del secuestro y de su milagrosa huida, ninguno hubiera conseguido captar el pánico tan atroz que experimentó. Pese a las dos generosas dosis de brandi que se tomaba antes de acostarse todas las noches desde que rozó el desastre, no había dormido bien. Su mente estaba llena de imágenes espantosas, no del pánico que sintió y de la fuerza con la que se debatió, sino de cómo suponía que habían sido los últimos momentos de las otras víctimas.
Esa mañana, como sucedía todas las mañanas desde hacía tres semanas, casi todo el miedo fue reemplazado por una rabia silenciosa y ardiente. Esa mañana, como las otras mañanas, había bajado a desayunar con la esperanza de descubrir que los periódicos anunciarían que la policía había encontrado el cadáver del Novio. Pero se había llevado otra decepción. En cambio, había muchas especulaciones acerca de la suerte que había corrido. Era muy probable que semejante pérdida de sangre fuera mortal, insistía la prensa. Era cuestión de tiempo que encontrasen el cadáver del asesino.
Amity no estaba tan segura. Durante los viajes por el extranjero con su padre, había cosido las heridas de muchas personas, heridas infligidas por distintos objetos muy punzantes, entre los que se encontraban lanzas, cuchillas, cuchillos de caza y cristales rotos. Incluso una pequeña cantidad de sangre podía parecer mucha si salpicaba de forma lo bastante espectacular. Cierto que su vestido de paseo nuevo quedó destrozado por la sangre del Novio, pero no creía haberle asestado un golpe mortal.
—Debes adoptar una actitud positiva en esta situación —le aconsejó Penny—. No hay nada que le guste más a la opinión pública que una gran noticia relacionada con un asesinato y una dama interesante. Tu encontronazo con el Novio desde luego que cumple ambos requisitos. Estoy segura de que al final todo esto aumentará las ventas de tu libro. El señor Galbraith es muy pragmático en lo tocante al mundo editorial.
—Ojalá que tengas razón —repuso Amity—. Desde luego que tú estás más versada que yo en cómo se comporta la alta sociedad. Tienes un don para superar situaciones incómodas. Me pongo en tus manos.
Penny la sorprendió dirigiéndole una mirada elocuente.
—Has recorrido las llanuras del Salvaje Oeste y las junglas de los Mares del Sur. Has sobrevivido a un naufragio y te enfrentaste a un aprendiz de ladrón en una habitación de hotel de San Francisco. Has montando en camello y en elefante. Para más inri, ahora mismo eres la única mujer en todo Londres que se sepa que ha sobrevivido al ataque de un criminal que ha matado a tres mujeres de momento. Sin embargo, te echas a temblar por la mera idea de enfrentarte a la alta sociedad.
Amity suspiró.
—No me fue muy bien la última vez que me moví en círculos sociales, por si no te acuerdas.
—Eso fue hace mucho. Solo tenías diecinueve años y mamá no te protegió como debía. Ahora eres mucho mayor y, estoy segura, también mucho más lista.
Amity hizo una mueca al escuchar ese «mucho mayor» y sintió que le ardían las mejillas. Sabía que había adoptado una tonalidad roja nada favorecedora, pero no podía negar el hecho de que con veinticinco años había cruzado el límite que separaba a las jóvenes casaderas de las solteronas sin remisión.
El recuerdo de la Debacle Nash, como llamaba al incidente, siempre le provocaba un escalofrío. Su corazón roto se había curado bastante bien, pero el daño a su orgullo era permanente. Le dolía reconocer lo inocente que fue. Tras descubrir que las intenciones de Humphrey Nash eran cualquier cosa menos honorables, Amity llegó a la conclusión de que no había nada para ella en Londres. La última carta de su padre llegó desde Japón. Hizo el equipaje y compró un pasaje en un barco de vapor en dirección al Lejano Oriente.
—Desde luego que ahora soy mayor —admitió—. Pero empiezo a preguntarme si me han echado una maldición con respecto a Londres. No llevo ni un mes aquí y mi nombre ya está en boca de todos. ¿Qué probabilidades había de que me mezclara no en uno, sino en dos escándalos? Por cierto, me temo que es solo cuestión de tiempo que el señor Stanbridge averigüe que su nombre está siendo arrastrado por el barro por la prensa.
—En el caso de que el señor Stanbridge descubra, si acaso lo hace, que su nombre ha salido mencionado en una aventura ilícita a bordo de un barco, estoy segura de que comprenderá que no es culpa tuya —le aseguró Penny.
—Yo no lo tengo tan claro —replicó Amity.
En su fuero interno, esperaba que al menos descubriera que su nombre no era el único que había aparecido en los periódicos de un tiempo a esa parte. Tal vez eso lo llevaría a mandarle una carta o un telegrama para comunicarle su desagrado. Un mensaje de cualquier tipo que le asegurase que se encontraba sano y salvo.
No había tenido noticias de Benedict desde que el Estrella del Norte atracó en Nueva York. Al día siguiente, él subió a un tren con rumbo a California. A todos los efectos, se había esfumado. Cierto que le dijo algo acerca de que iría a verla cuando volviese a Londres, y durante un tiempo Amity albergó la esperanza de encontrárselo algún día en su puerta. Pero había pasado un mes y seguía sin tener noticias de él. No sabía si sentirse dolida por el hecho de que se hubiera olvidado de ella con tanta facilidad o si preocuparse por la posibilidad de que quien le hubiera disparado en Saint Clare lo hubiera seguido y hubiera intentado matarlo de nuevo, con éxito en esa ocasión.
Fue Penny quien le aseguró que si un caballero de la talla y de la riqueza de Stanbridge hubiera sido asesinado en el extranjero, los periódicos habrían dado la noticia. Por desgracia, pensó Amity, esa lógica la dejaba con la deprimente realidad de que si bien Benedict sentía cierta gratitud hacia ella (después de todo le había salvado la vida), desde luego que no había desarrollado sentimientos de índole romántica.
Pese al ardiente beso que se dieron en la cubierta de paseo la víspera de atracar en Nueva York.
Noche tras noche se decía que debía desterrar esos absurdos sueños. Pero noche tras noche se descubría recordando esos mágicos momentos a bordo del Estrella del Norte. Mientras Benedict se recuperaba de su herida, habían paseado por la cubierta y habían jugado a las cartas en el salón. Por las noches, se habían sentado el uno frente al otro en la larga mesa donde cenaban los pasajeros de primera clase. Habían hablado de infinidad de temas hasta altas horas de la madrugada. Había descubierto que Benedict era un hombre de muchos intereses, pero solo cuando la conversación se centraba en los nuevos avances de la ingeniería y de la ciencia sus ojos se iluminaban con un entusiasmo que rayaba en la verdadera pasión.
La señora Houston entró desde la cocina con una cafetera recién hecha. Era una mujer atractiva y robusta de mediana edad. Tenía el pelo castaño salpicado de canas. Penny la había contratado después de abandonar la enorme casa moderna a la que se había mudado al casarse con Nigel.
Penny se había instalado en una casa mucho más pequeña, en una zona respetable, pero tranquila y en absoluto demandada por la alta sociedad. En el proceso, había despedido a todo el servicio de la mansión. En ese momento, solo contaban con la señora Houston, a quien habían contratado a través de una agencia.
Amity tenía la sensación de que había algo más en esa historia. Cierto que Penny ya no necesitaba muchos criados. De todas formas, su personal doméstico se había reducido a lo esencial. Cuando preguntó por qué la señora Houston era la única que vivía en la casa, Penny le comentó con vaguedad algo acerca de que no quería tener a mucha gente a su alrededor.
—Estoy segura de que solo es cuestión de tiempo que encuentren el cuerpo del Novio —afirmó la señora Houston—. He leído todos los informes de los periódicos, señorita Amity. Las heridas que le infligió tuvieron que ser de gravedad, sin duda. Es imposible que sobreviva. Cualquier día de estos lo encontrarán en un callejón o en el río.
—Esos informes fueron escritos por periodistas, ninguno estuvo presente en la escena del crimen —replicó Amity—. En mi opinión, es más que posible que ese monstruo haya sobrevivido, siempre y cuando recibiera la debida atención médica.
—¿Tienes que ser tan negativa? —la reprendió Penny.
—Atención médica —repitió la señora Houston. Parecía sorprendida por esa idea—. Si sufrió heridas tan graves, habría buscado la ayuda de un médico. Sin duda, cualquier doctor a quien le requiriesen tratar semejantes heridas se daría cuenta de que tenía delante a una persona violenta. Informaría de ello a la policía.
—No si el asesino consiguió convencer al médico de que las heridas se las hizo en un accidente o se las infligió un ladrón —repuso Amity—. ¿Me sirve más café, señora Houston? Creo que voy a necesitarlo en cantidades ingentes para poder soportar el interrogatorio de ese hombre de Scotland Yard que envió el mensaje preguntando si podía venir esta mañana.
—Se llama inspector Logan —dijo Penny.
—En fin, ojalá que sea más competente que su predecesor. El inspector que habló conmigo después de escapar del asesino no me causó una gran impresión. Dudo mucho de que sea capaz de atrapar a un ladronzuelo normal y corriente, mucho menos a un monstruo como el Novio.
—Según el mensaje del inspector Logan, no vendrá hasta las once de la mañana —puntualizó Penny—. Parece que no has dormido bien. A lo mejor deberías echarte una siesta después del desayuno.
—Estoy bien, Penny. —Amity cogió la taza—. Nunca he sido capaz de echarme una siesta durante el día.
El sonido amortiguado de la aldaba resonó por el pasillo. Amity y Penny se miraron con expresión sorprendida.
La señora Houston adoptó un gesto adusto.
—¿Quién diantres viene a esta hora?
Amity soltó la taza.
—Supongo que será el inspector Logan.
—¿Le digo al inspector que venga a una hora más decente?
—¿Para qué? —preguntó Amity. Arrugó la servilleta y la dejó junto a su plato—. Bien puedo quitarme de encima la conversación ahora mismo. No tiene sentido posponer lo inevitable. A lo mejor el inspector Logan ha venido antes porque tiene noticias.
—Sí, por supuesto —dijo Penny—. Ojalá que hayan encontrado el cuerpo.
La señora Houston enfiló el pasillo para abrir la puerta.
Se hizo el silencio en el comedor. Amity aguzó el oído mientras la señora Houston saludaba al visitante. Una voz masculina, grave, gruñona y asustada, teñida de impaciencia y dominio, le respondió.
—¿Dónde narices está la señorita Doncaster?
Amity tuvo la sensación de que la hubiera golpeado una enorme ola oceánica.
—Ay, Dios —susurró—. No es el inspector Logan.
Pese a las noches en vela y al exceso de café, o tal vez precisamente por esas dos cosas, sintió cómo el miedo y la emoción la recorrían en oleadas. Los aguijonazos de emoción le pusieron los nervios de punta y le aceleraron el pulso. A lo largo de todos sus viajes, solo había conocido a un hombre que le provocara semejante efecto.
—La señorita Doncaster está desayunando, señor —contestó la señora Houston—. Le haré saber que usted pregunta por ella.
—Da igual, ya la busco yo.
Se escucharon los pasos de unas botas por el pasillo.
Penny miró a Amity por encima de la mesa, un tanto ceñuda.
—¿Quién diantres...? —preguntó.
Antes de que Amity pudiera contestarle, Benedict entró en la estancia. Llevaba el pelo alborotado por el viento y lucía ropa de viaje. Llevaba un maletín de cuero debajo del brazo.
Al verlo, la alegría la consumió. Estaba vivo. Su peor pesadilla solo era eso, una pesadilla.
Y luego llegó la rabia.
—Menuda sorpresa, señor Stanbridge —dijo con el deje más acerado que pudo—. No lo esperábamos esta mañana. Ni ninguna otra mañana, por cierto.
Benedict se detuvo en seco y entrecerró los ojos. Resultaba evidente que no era la bienvenida que había esperado.
—Amity... —dijo él.
Como era de esperar, fue Penny quien se hizo cargo de la áspera situación, con su habitual elegancia y dignidad.
—Señor Stanbridge, permítame que me presente, ya que parece que mi hermana ha olvidado los buenos modales. Soy Penelope Marsden.
Durante un brevísimo segundo, Amity creyó que Benedict no se dejaría distraer por la presentación. A juzgar por su experiencia personal a bordo del Estrella del Norte, tenía unos modales excelentes solo cuando decidía usarlos. Sin embargo, la mayor parte del tiempo no soportaba las costumbres de la alta sociedad.
Pero resultó obvio que era consciente de que había sobrepasado los límites del decoro al invadir el comedor matinal de una dama a una hora tan temprana, porque se volvió hacia Penny de inmediato.
—Benedict Stanbridge, a su servicio. —La saludó con una inclinación de cabeza y una reverencia sorprendentemente elegante—. Siento la intromisión, señora Marsden. Mi barco atracó hace menos de una hora. He venido directo aquí porque he leído la prensa matinal. Decir que estaba preocupado es quedarse corto.
—Absolutamente comprensible —repuso Penny—. ¿Por qué no desayuna con nosotras, señor?
—Gracias —dijo Benedict. Miró la cafetera de plata con algo parecido al deseo—. Le estaría muy agradecido. No he desayunado, ya que hemos atracado antes de lo que había previsto.
Penny miró a la señora Houston, que contemplaba, fascinada, a Benedict.
—Señora Houston, si es tan amable, tráigale un plato al señor Stanbridge.
—Sí, señora. Ahora mismo, señora.
La señora Houston recuperó enseguida su profesionalidad, pero sus ojos relucían por la curiosidad. Se perdió por la puerta de vaivén de la despensa.
Benedict separó una silla de la mesa y se sentó. Dejó el maletín cerca, sobre el aparador, y examinó a Amity como si la tuviera bajo la lente de un microscopio.
—¿Se encuentra bien? —preguntó.
—Solo sufrí unas pocas magulladuras, pero ya han desaparecido, gracias —contestó ella.
Penny frunció el ceño, desaprobando el tono gélido de su hermana. Amity se desentendió de la mirada. Tenía derecho a estar molesta con Benedict, pensó.
—Según la prensa, le infligió un daño considerable al malnacido con ese abanico que siempre lleva encima. —Benedict asintió con la cabeza una sola vez, a todas luces complacido—. Buen trabajo, por cierto.
Amity enarcó las cejas.
—Gracias. Se hace lo que se puede en esas circunstancias, se lo aseguro.
—Claro —replicó Benedict. Su expresión empezaba a tornarse inquieta—. ¿Han encontrado el cuerpo?
—No que sepamos —contestó Amity—. Pero esperamos noticias de un inspector de Scotland Yard, llamado Logan, esta misma mañana. Sin embargo, no albergo muchas esperanzas de que hayan avanzado en la investigación. El predecesor de Logan parecía estar superado.
—Nunca es una buena señal —convino Benedict. Extendió un brazo para servirse una tostada de la bandeja de plata.
Toda mujer tenía sus límites.
Amity golpeó el platillo con la taza.
—Maldita sea, Benedict, ¿cómo se atreve a venir a esta casa como si nada hubiera pasado? Lo menos que podría haber hecho era enviarme un telegrama para decirme que estaba vivo. ¿Era pedir demasiado?