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El estudio fotográfico se parecía muchísimo a otros estudios que Amity había visto: salvo por la enorme jaula de hierro forjado que había en un rincón. Penny estaba acurrucada en el suelo de dicha jaula. Llevaba un sencillo vestido para estar en casa y las zapatillas que tenía puestas cuando la vio por última vez esa noche. Se puso de pie como pudo cuando Amity entró en la habitación, seguida de Virgil Warwick.

—Amity, mi querida hermana. —En los ojos de Penny se veía el espanto y el horror—. Ya me temía esto. Dijo que vendrías por tu propia voluntad en cuanto supieras que me había secuestrado.

Amity echó un vistazo a su alrededor. Había una cámara muy grande y cara sobre un trípode, en el centro de la estancia. La lente de la cámara enfocaba un sillón muy elegante, tapizado con satén blanco. Un jarroncito con un ramo de azucenas blancas adornaba una mesa cercana. En un rincón había un biombo de los que se usaban para garantizar la intimidad durante el cambio de ropa. Los paneles del biombo tenían un elaborado diseño floral.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —preguntó Amity con brusquedad—. No te preocupes, las dos nos iremos enseguida. Warwick está loco de atar. Por definición, eso quiere decir que es incapaz de pensar con lógica. En cambio, Benedict y el inspector Logan son muy capaces de desarrollar el pensamiento racional. Nos encontrarán muy pronto.

—Cierra la boca, puta mentirosa —masculló Virgil—. O mataré a tu hermana mientras miras. —Se acercó a la jaula y apuntó a Penny con la pistola.

Amity lo miró, pero no replicó.

Virgil esbozó una sonrisa fría.

Por algún motivo, lo más horripilante de Virgil Warwick era que aparecía muy normal. No había nada fuera de lugar en su pelo castaño bien peinado, en su cara enjuta o en su cuerpo delgado. Habría sido muy fácil cruzárselo por la calle sin prestarle la menor atención. Sin embargo, eso era lo que tenían los monstruos de ese mundo, pensó Amity. Eran tan peligrosos porque podían esconderse a plena vista.

—Excelente —dijo Virgil—. Parece que has comprendido el hecho de que esta noche no tienes el control. —Señaló el biombo—. Es hora de que te pongas el vestido de novia para el retrato.

Amity se miró las manos atadas.

—¿Cómo se supone que me voy a quitar un vestido y ponerme el otro con las manos atadas?

Virgil frunció el ceño. Amity se dio cuenta de que no había pensado en ese pequeño problema.

—¿Cómo logró que se cambiaran de ropa las otras novias? —preguntó ella, manteniendo un tono tranquilo.

—Hice que se cambiaran dentro de la jaula —contestó él.

Parecía molesto. Durante un espantoso segundo, Amity creyó que mataría a Penny para eliminar el problema.

—Hay espacio de sobra para las dos dentro —se apresuró a decir ella.

Virgil tomó una decisión.

—Muy bien. El vestido que lucirás para el retrato está al otro lado del biombo. Cógelo.

Amity rodeó el biombo y cogió el vestido de satén y encaje del perchero. Se estremeció al reconocer el diseño del corpiño. Era el mismo vestido que las víctimas llevaban en las fotografías.

—Es muy bonito —dijo.

—Solo lo mejor para una novia virtuosa y pura —replicó Virgil—. Claro que tú no eres precisamente virtuosa o pura, ¿verdad? No, estás mancillada. Tal vez Stanbridge no se dé cuenta, pero le estoy haciendo un favor. Cuando recupere el sentido común, me lo agradecerá. Al fin y al cabo, la que es puta una vez lo es para siempre. Entra en la jaula con el vestido. Deprisa.

El vestido pesaba mucho. La modista había usado mucha tela para confeccionar las capas de la falda. El corpiño tenía tantas cuentas bordadas que Amity creía que pesaba varios kilos por sí solo.

Virgil le hizo un gesto a Penny para que se apartara de la puerta. Cuando obedeció, se sacó una llave del bolsillo de la chaqueta y abrió la puerta de la jaula. Amity entró con el vestido de novia.

Virgil cerró la puerta de golpe y echó la llave. Después, se acercó a un banco de trabajo, cogió un cuchillo y regresó junto a la jaula.

—Saca las manos por los barrotes —le ordenó.

Amity obedeció. Virgil cortó las cuerdas que le ataban las muñecas. El alivio la inundó. No se podía decir que Penny y ella estuvieran libres ni mucho menos, pero al menos estaban las dos libres de ataduras.

Virgil cruzó la estancia, cogió el biombo y lo colocó delante de la jaula. Amity miró a Penny con las cejas enarcadas.

—Es evidente que el señor Warwick muestra cierto respeto por el pudor de una dama —dijo Penny con voz gélida.

Al otro lado del biombo, Virgil soltó una carcajada ronca.

—Ya sabes lo que dicen, da mala suerte ver a la novia antes de la boda —replicó él con voz alegre.

Sin embargo, había algo más, se percató Amity.

—No le gusta ver a mujeres desnudas, ¿verdad? —quiso saber ella.

Virgil gruñó al otro lado del biombo.

—Las mujeres como tú son impuras. Sucias. Están mancilladas. Sus vestidos de novia ocultan su verdadera cara hasta que el novio es engañado y se casa.

Penny ayudó a Amity a quitarse el dominó y el sencillo vestido que llevaba debajo. Las dos lo hicieron todo lo despacio que se atrevieron. Intentando ganar tiempo, pensó Amity. Se tocó el Collar de la Rosa, que aún llevaba puesto como si fuera un talismán. Benedict y Logan ya las estarían buscando.

—¿Por eso mató a su propia novia? —preguntó Penny, con el mismo tono de voz que emplearía en una reunión social—. ¿Porque creía que lo había engañado?

Se produjo un breve y estupefacto silencio al otro lado del biombo.

—¿Cómo lo has descubierto? —quiso saber Virgil.

—Es el vestido de su novia, ¿no? —dijo Amity—. ¿Cuánto tiempo tardó en darse cuenta de que no era la virgen que usted creía?

—Creía que era un dechado de virtudes femeninas —contestó Virgil—. Pero se atrevió a venir a mí embarazada con el hijo de otro hombre. Intentó engañarme y durante un tiempo creí sus mentiras. Pero cuando perdió el bebé tres semanas después de la boda, averigüé la verdad.

Amity se puso las pesadas faldas blancas y tiró del corpiño. Se dio cuenta de que el vestido era bastante ancho en la cintura. Madame Dubois se las había apañado de maravilla para ocultar ese hecho.

—A decir verdad, usted también la engañó, ¿no? —replicó Amity.

—¿De qué hablas? —masculló Virgil.

—Supongo que se le olvidó mencionar el ramalazo de locura que sufre su familia —comentó Penny como si nada.

—La sangre de los Warwick es impoluta —rugió Virgil. Apartó el biombo de repente, justo cuando Penny empezaba a abrochar el corpiño. Tenía la cara enrojecida por la rabia—. ¿¡Cómo te atreves a insinuar que la locura forma parte de mi familia!?

—He mantenido una interesante conversación con su hermana esta noche, antes de que la matara —dijo Amity—. Por curiosidad, ¿puedo preguntarle por qué la mató en medio de un salón de baile?

—¿Crees que la he matado yo? —preguntó Virgil. Pasó de la sorpresa en un primer momento a la sorna—. Qué idiota eres. Ponte el velo. Es hora del retrato.

Penny cogió el velo. Tenía una expresión aterrada en la mirada.

Amity se volvió hacia ella, ocultándola brevemente a ojos de Virgil. Le puso a Penny el bolsito que había llevado al baile de disfraces en la mano. Los dedos de su hermana se cerraron sobre el bolsito y una expresión elocuente apareció en su cara. Amity sabía que acababa de recordar el pequeño estuche de costura que llevaba dentro.

—Adiós, hermana... —dijo Amity, que alzó la voz hasta convertirla en un quejido lastimero—. Me matará en cuanto me retrate y después te matará a ti también. Está loco de atar.

Penny se apresuró a abrir el bolsito y a sacar unas tijeritas.

—¡Ya basta! —gritó Virgil—. Ni una sola palabra más sobre la locura.

—Prepárate. —De espaldas a Virgil, Amity articuló las palabras con los labios, sin pronunciarlas, de la misma manera que cuando Penny y ella eran pequeñas y querían comunicarse a través de la mesa de comedor sin que sus padres se dieran cuenta.

Penny ocultó las tijeras en los pliegues de su falda.

Amity se preparó. Hasta ese momento, se había estado moviendo despacio, sin hacer movimientos que pudieran alarmar a Virgil. Suplicó en silencio que su repentino arrebato lo tomara por sorpresa.

—Saca las manos por los barrotes —le ordenó Virgil.

Amity se dio la vuelta y extendió los brazos. Virgil se vio obligado a dejar la pistola mientras le ataba las muñecas.

—Retroceded, las dos —ordenó Virgil, que recuperó la pistola a toda prisa.

Amity y Penny obedecieron.

Virgil metió la llave en la cerradura. Necesitó dos intentos para abrir la puerta. En ese momento, lo embargaba una emoción febril.

Cuando la cerradura por fin se abrió, Virgil tiró de la pesada puerta. En ese preciso momento, se vio obligado a lidiar con la puerta, con la cerradura y la pistola.

Amity soltó un chillido ensordecedor mientras se abalanzaba contra la puerta. El impacto de su cuerpo contra los barrotes pilló desprevenido a Virgil, que retrocedió unos pasos, tambaleándose.

—¡Puta mentirosa! —gritó—. ¡Puta mentirosa y traicionera! Yo te enseñaré cuál es tu sitio.

Intentó cerrar la puerta de golpe, pero Penny, que usó las tijeritas como si de unas garras se trataran, le apuñaló la mano. Las afiladas puntas se le clavaron en la carne.

Virgil aulló y empezó a brotar sangre de su mano.

El instinto lo llevó a dejar de sujetar los barrotes y a retroceder para ponerse a salvo. Amity aprovechó la oportunidad para golpear la puerta con fuerza una segunda vez. Se abrió de par en par. Penny salió en primer lugar, seguida de cerca por Amity.

Virgil retrocedió otro paso, sin dejar de mirar a Amity. Levantó la pistola y la apuntó hacia ella. Amity cogió la única arma que tenía a mano, el largo velo con la pesada diadema, y se la lanzó. Los metros de encaje lo golpearon en la cara y en el pecho. Furioso y a todas luces presa del pánico, Virgil intentó apartar el velo con ambas manos.

El rugido del arma fue ensordecedor. Amity no sabía si Virgil apretó el gatillo de forma deliberada o por accidente. Lo único que le importó en ese momento era que Penny y ella seguían de pie. No las había alcanzado.

Penny agarró el objeto pesado que tenía más a mano, que se trataba del maletín del médico, y se lo tiró a Virgil. Lo golpeó en el hombro. No le hizo mucho daño, pero consiguió que se tambaleara. Era evidente que Virgil había abierto el maletín hacía poco, porque el contenido salió disparado. Pequeños tarritos de cristal llenos de medicinas, vendas, un estetoscopio y varios instrumentos médicos quedaron desperdigados por el suelo.

Virgil gritó y apuntó a Penny con la pistola. Amity le agarró el brazo con el que sostenía la pistola con ambas manos y tiró con todas sus fuerzas. El segundo disparo impactó contra el suelo de madera.

Virgil consiguió soltarse de sus manos, pero Penny lo atacó por la espalda, armada con un escalpelo. Intentó apuñalarlo en la nuca, pero falló y le clavó la hoja en el hombro.

Él gritó de dolor y se dio la vuelta. Seguía teniendo el arma en la mano. Intentó apuntar a Penny con ella. Amity se recogió las pesadas faldas del vestido de novia y le dio una patada a Virgil en la corva derecha con toda la fuerza de la que fue capaz.

Virgil gritó de nuevo, perdió el equilibrio y cayó al suelo de rodillas. En esa ocasión, se le escurrió el arma de la mano, cayó al suelo. Amity la alejó de una patada.

Penny arrancó la cámara del trípode. Amity se dio cuenta de que quería estampársela a Virgil en la cabeza.

Se escuchó una detonación. No era la pistola de Virgil, se percató Amity. El ruido estaba amortiguado.

La puerta del estudio se abrió de golpe. Benedict y Logan entraron en tromba. Amity se dio cuenta de que Benedict había volado la cerradura de un disparo.

En ese momento tuvo la impresión de que todo y todos se paralizaban en la habitación salvo Benedict y Logan. Los dos hombres no se detuvieron. Su único objetivo era destruir a su presa. Y dicha presa era Virgil Warwick.

Virgil salió de su breve trance. Se puso de pie de un salto. Amity no hizo ademán de detenerlo, al igual que Penny. Las dos sabían que nunca escaparía de la furia de los dos hombres que se interponían entre la puerta y él.

Virgil debió de ver la frialdad en los ojos de Benedict y de Logan. Se detuvo en seco, presa del pánico.

—¡No! —chilló—. No he hecho nada. Han sido las putas. Intentan matarme.

—Ya basta —dijo Logan—. Queda arrestado por asesinato.

—¡No! —gritó Virgil—. Soy Virgil Warwick. No pueden tocarme.

Se dio la vuelta e intentó agarrar a Amity, que comprendió que quería usarla como escudo. Se apartó de un salto, pero se le enredó un pie en los traicioneros pliegues de las faldas de satén. Aunque perdió el equilibrio, la caída hizo que se alejara de las desesperadas manos de Virgil, que intentaba atraparla.

Virgil cambió de dirección e intentó coger el arma que se le había caído durante la refriega.

Benedict apuntó y disparó.

La detonación de la pistola resonó en la estancia. Virgil se tensó, como si hubiera tocado una corriente eléctrica. Bajó la vista y la clavó con incredulidad en la creciente mancha de sangre de su pulcra camisa blanca. Después, miró fijamente a Benedict, desconcertado.

—Soy Virgil Warwick —dijo—. No puedes hacerme esto.

Cayó al suelo.

Se hizo un silencio sepulcral en la habitación. Amity cogió a Penny de la mano. Los dedos de su hermana le devolvieron el apretón. Las dos vieron cómo Logan se agachaba junto a Virgil.

—¿Está muerto? —preguntó Benedict.

—Todavía no —contestó Logan. Apartó los dedos del cuello de Virgil—. Pero lo estará pronto, algo que, dadas las circunstancias, es bueno. Así no tendremos que preocuparnos de que vuelva a escaparse de un sanatorio.

Virgil parpadeó. Miró a Benedict con expresión cada vez más distante.

—¿Dónde está madre? —preguntó con voz apagada—. Ella lo arreglará todo.

—Esta vez no —replicó Benedict.