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—La señora Warwick ha hecho una pregunta excelente —dijo Benedict, que observaba la alta verja de hierro forjado de Hawthorne Hall con una abrumadora certeza. En ese lugar había respuestas, pensó—. ¿Por qué ha permitido el director de Cresswell Manor que Warwick abandone el sanatorio?

Amity y él habían partido en dirección a Hawthorne Hall nada más ponerle fin a la entrevista con Charlotte Warwick. Solo había permitido una breve parada en Exton Street para que Amity pudiera coger su capa y unas cuantas cosas necesarias para el viaje en tren. No habían tenido tiempo para visitar a Logan. Penny había prometido que compartiría lo antes posible con el inspector la información que habían descubierto.

El pueblo donde se emplazaba Hawthorne Hall se encontraba a una hora en tren desde Londres, tal como había dicho Charlotte Warwick. Sin embargo, el trayecto en coche de alquiler desde la estación hasta el antiguo orfanato fueron cuarenta minutos de traqueteo sobre caminos en mal estado.

Hawthorne Hall demostró ser una antigua mansión que se estaba desmoronando poco a poco. Se alzaba, siniestra y solitaria, al final de una larga avenida.

Benedict miró hacia atrás. Le había pagado al cochero para que los esperara. El carruaje se encontraba a escasa distancia, pero la niebla que se había levantado con la llegada del atardecer lo engullía por momentos.

—No sabremos por qué Dunning sacó a Warwick de Cresswell Manor hasta que la interroguemos —dijo Amity.

Benedict siguió mirando la verja.

—Un comentario muy lógico.

La verja estaba cerrada, pero no tenía candado. Seguramente porque habría poco que proteger, pensó Benedict. En algunos lugares de la propiedad crecía la maleza, pero en su mayor parte no quedaba nada del jardín salvo la tierra desnuda.

La última de las huérfanas había sido trasladada hacía años, según el cochero. También les había explicado que la señora Dunning era la única ocupante de la casa. No había personal de servicio. Una mujer del pueblo iba dos veces por semana para limpiar. Les había dicho a todos que la señora Dunning vivía en la planta baja, que las plantas superiores estaban cerradas y el mobiliario, cubierto por sábanas. La señora Dunning iba al pueblo a comprar de vez en cuando y a veces tomaba el tren a Londres, donde se quedaba varias semanas. Pero aparte de esos datos, era un misterio para la gente de la zona.

Benedict abrió una de las hojas de la verja de hierro, que se movió despacio y emitió un espantoso chirrido.

Después, tomó a Amity del brazo y juntos caminaron hasta los escalones de la entrada de la antigua mansión. Las piedras del pavimento estaban agrietadas y a algunas les faltaban trozos. Las ventanas de las plantas superiores estaban a oscuras, pero tras las cortinas de las ventanas de la planta baja se veía la débil luz de una lámpara.

Una vez que llegaron al escalón superior, Benedict llamó con la aldaba. El sonido resonó en el interior de la casa, pero no hubo una respuesta inmediata.

—Alguien está en la casa —señaló Amity—. Las lámparas están encendidas.

Benedict llamó con más fuerza que antes, pero tampoco obtuvo respuesta en esa ocasión.

—Está dentro y no vamos a marcharnos hasta que hablemos con ella —dijo—. A lo mejor no ha oído que estamos llamando. Probemos por la puerta trasera.

—¿Y de qué va a servirnos? —replicó Amity—. Si no quiere vernos, tampoco la abrirá.

—Nunca se sabe —repuso Benedict.

Aunque lo dijo con un tono de voz descuidado, vio que Amity lo entendía. Había comprendido exactamente qué pretendía hacer.

—Ah —exclamó ella, y bajó la voz un poco—. Entiendo. Sabes que entrar en una casa sin permiso es ilegal...

—Por eso vamos a rodear la casa. Porque desde allí el cochero que nos ha traído no podrá vernos.

Amity sonrió.

—Siempre tienes un plan, ¿verdad?

—Intento idear uno siempre que puedo.

—Supongo que es el ingeniero que vive en ti.

No pareció desanimada por ese hecho, concluyó Benedict. Se limitaba a aceptarlo como parte de su personalidad.

Amity lo siguió mientras bajaban los escalones y rodeaban la enorme mansión. Los jardines traseros estaban delimitados por altos muros, pero la verja no tenía candado. Dentro de los muros descubrieron otra extensión de terreno desnudo.

Benedict llamó con rudeza a la puerta de la cocina. En esa ocasión, al ver que no obtenía respuesta, intentó girar el pomo. La puerta no estaba cerrada con pestillo. Sintió un escalofrío, consciente de lo que iba a encontrar.

—Igual que esta mañana —dijo, dirigiéndose más a sí mismo que a Amity.

Ella lo miró con extrañeza.

—¿Te refieres a cuando encontrasteis el cadáver del doctor Norcott?

—Sí. —Benedict se sacó la pistola del bolsillo.

Amity soltó despacio el aire, como si estuviera armándose de valor. Después, introdujo la mano bajo la capa y soltó el tessen de la cadena. Sujetó el arma cerrada en la mano enguantada.

Benedict sopesó la idea de ordenarle que se quedara fuera, pero después llegó a la conclusión de que no estaría más segura que si se mantenía a su lado. Juntos podrían protegerse si resultaba que Warwick los estaba esperando en el interior de la casa.

Usó la punta de la bota para abrir la puerta. Frente a ellos se extendía un pasillo tenuemente iluminado. Cuando comprobó que no se abalanzaba sobre ellos ningún loco armado con un escalpelo, se introdujo en la penumbra de la estancia. Amity lo siguió.

El vacío reverberaba en la casa. El haz de luz de una solitaria lámpara emplazada en una estancia se derramaba sobre el pasillo.

—Vigila las habitaciones situadas a la izquierda —dijo Benedict—. Yo estaré atento a las de la derecha.

—De acuerdo.

Caminaron hacia el haz de luz, pasando por la cocina, un comedor matinal, una despensa y un armario. Todas las puertas estaban abiertas salvo la del armario. Benedict giró el pomo y la puerta se abrió con facilidad. Las estanterías estaban ocupadas por sábanas y utensilios de limpieza.

Siguieron por el largo pasillo. El inconfundible olor de la muerte impregnaba la estancia iluminada por la lámpara.

—¡Dios mío! —exclamó Amity.

Benedict se detuvo en la puerta y echó un vistazo, abarcando toda la habitación. El cadáver de una mujer de mediana edad ataviada con un vestido oscuro yacía en el suelo, al lado de un escritorio. Exactamente igual que en el caso de Norcott, se encontraba en medio de un charco de sangre. La alfombra había absorbido la mayor parte, que parecía estar seca.

—Charlotte Warwick se equivocaba al pensar que su hijo no conocía a la señora Dunning —comentó Benedict—. Ese malnacido le tiene mucho cariño al escalpelo. La ha degollado.

—La ha matado de la misma manera que mató a sus otras víctimas.

—Quédate aquí. Quiero asegurarme de que no nos esperan sorpresas en el vestíbulo.

Comprobó la última estancia situada en la planta baja, una biblioteca escasamente amueblada. Los pocos volúmenes encuadernados en cuero que descansaban en las estanterías estaban cubiertos de polvo. Regresó sin más demora junto a Amity, que lo esperaba blandiendo el abanico.

—¿Qué está pasando? —le preguntó ella—. ¿Por qué está matando Warwick a toda esta gente?

—Seguramente no sea muy sensato especular sobre las motivaciones de un loco, pero tengo la impresión de que está matando a todos aquellos que conocen su secreto.

—Pero ¿por qué ahora? Y ¿por qué a estas dos personas? Es más que probable que el doctor Norcott le salvara la vida el día que lo ataqué con el tessen. Y es evidente que la señora Dunning ha sido quien lo ha sacado de Cresswell Manor.

—Tal vez piense que ya no los necesita —sugirió Benedict—. Que se han convertido en un peligro porque conocen la verdad sobre él.

Amity abrió los ojos al comprenderlo todo.

—Y porque sabe que vamos tras él. Se ha dado cuenta de que tarde o temprano localizaríamos tanto a Norcott como a Dunning.

—Debemos regresar a Londres de inmediato e informar al inspector Logan de lo que hemos descubierto.

—¿Y qué pasa con el cadáver? No podemos dejarlo ahí sin más.

—Sí —la contradijo Benedict—. Eso es lo que vamos a hacer.

Amity se colocó de nuevo el tessen en la cadena de la cintura y examinó el escritorio con una mirada crítica.

—La señora Dunning es una pieza muy interesante de este rompecabezas —afirmó—. Tal vez debamos echarles un rápido vistazo a los cajones del escritorio.

—Qué raro que lo menciones —replicó Benedict—. Yo estaba pensando lo mismo.

Dio dos pasos y sintió que había un objeto bajo la alfombra. En ese mismo momento escuchó un chasquido metálico muy débil y vio que una chispa se prendía bajo el escritorio.

—¡Corre! —gritó—. Hacia la puerta trasera, es la más cercana. ¡Rápido, mujer!

Amity se dio media vuelta, se levantó las faldas y la capa con las manos, y corrió por el pasillo. Benedict la siguió.

En un momento dado, Amity tropezó, soltó un improperio, recuperó el equilibrio y siguió corriendo. Pero no se movía lo bastante rápido. Benedict comprendió que el peso del vestido y de la capa la ralentizaban. La pesada ropa hacía que tropezara. De modo que la aferró por un brazo y medio la arrastró, medio la llevó en volandas por el resto del pasillo.

Salieron en tromba por la puerta del jardín trasero segundos antes de que se produjera la explosión en el despacho de Dunning.

Al cabo de un momento, las llamas devoraban la mansión. Una humareda negra se alzaba en el aire.

Benedict tomó de nuevo a Amity del brazo y la condujo hasta la verja de hierro. Una vez que estuvieron fuera de los muros del jardín, la instó a detenerse. Ambos se volvieron para ver cómo ardía la mansión.

—Nos ha tendido una trampa —dijo Benedict—. Vaya, vaya, ¿no te parece interesante?