25
Madame La Fontaine usó la lupa de Penny para examinar las fotografías que contenían los medallones dispuestos sobre el mostrador. Amity y Penny esperaron, tensas y en silencio. La modista murmuraba algo entre dientes mientras pasaba de una a otra. Cuando llegó a la última, asintió con la cabeza de forma vehemente y soltó la lupa.
—Oui, señora Marsden, su hermana y usted están en lo cierto —anunció con su falso acento francés—. No me cabe duda de que el vestido de los tres retratos es el mismo, y ciertamente fue diseñado para la estación otoñal de hace dos años. La verdad está en los detalles de la manga, en el cuello y en la pedrería incrustada en la diadema del velo.
—Gracias —dijo Penny—. Eso pensábamos, pero no estábamos seguras.
Madame La Fontaine la miró con expresión ladina.
—Es un vestido muy caro. Y de satén blanco, nada menos. Muy poco práctico. Aunque ¿tal vez las tres jóvenes de los retratos sean hermanas que decidieron compartir el vestido para ahorrar dinero?
—No —respondió Amity, que cogió los medallones y los guardó en el bolsito de terciopelo que había llevado consigo—. No eran hermanas.
—¿Amigas suyas, quizá? —preguntó madame La Fontaine.
Amity tiró de los cordones para cerrar el bolsito.
—No. ¿Por qué lo pregunta?
—Soy consciente de que acaba de comprometerse y de que dentro de poco empezará a buscar un vestido de novia —respondió madame La Fontaine con serenidad—. Solo me preguntaba si tal vez una de esas novias le habría ofrecido ese vestido blanco de satén y ese velo a un precio reducido.
—Ah. —Amity logró mantener la compostura—. No, desde luego que no. Le aseguro que este vestido es el último que querría ponerme para cualquier ocasión... mucho menos para el día de mi boda.
—Ah, demuestra usted tener un gusto exquisito para la moda, señorita Doncaster. —La voz de madame La Fontaine se suavizó para expresar la aprobación que sentía—. Ese vestido está tristemente pasado de moda. Ninguna novia que se precie querría que la vieran con él.
Se produjo un breve silencio. Amity carraspeó.
Penny miró a la modista con una sonrisa educada, con la intención de parecer simpática y respetuosa.
—Madame es la modista más a la última que conozco. Por eso jamás acudiría a otro establecimiento. Como es natural, mi hermana vendrá a encargar su vestido de novia aquí cuando llegue el momento.
Madame La Fontaine sonrió de oreja a oreja.
—Será un placer diseñar su vestido y su velo también, señorita Doncaster.
—Sí, bueno, gracias —replicó Amity, consciente de que se había puesto muy colorada.
—Muy amable por su parte, madame —dijo Penny, que añadió como si tal cosa—: Pero, volviendo al tema de este vestido de novia en concreto, ¿hay algo más que pueda decirnos sobre él?
Madame La Fontaine enarcó las cejas.
—No entiendo por qué están interesadas en él. Ya les he dicho que está pasado de moda.
Penny le regaló una sonrisa amable.
—Hemos encontrado los medallones por casualidad. Parecen ser bastante valiosos. Estamos intentando identificar a las tres mujeres de los retratos para poder devolverles las joyas. Como no conocemos a las jóvenes, hemos pensado que sería una buena idea tratar de identificar a la modista que confeccionó el vestido que todas compartieron.
—Entiendo. —Madame La Fontaine se relajó un poco. Evidentemente, cualquier sospecha de que sus clientas estuvieran buscando otra modista para sustituirla había sido apaciguada—. Es un detalle por su parte realizar semejante esfuerzo. Puedo decirles con absoluta seguridad que tanto el vestido como el velo fueron confeccionados por la señora Judkins. Se hace llamar «madame Dubois», pero entre ustedes y yo, es tan francesa como la farola que hay delante de mi tienda.
Amity miró a Penny.
—¿No es sorprendente la cantidad de gente que intenta hacerse pasar por algo que no es?
—Asombroso —contestó Penny.
Unos veinte minutos más tarde, Amity se encontraba junto con Penny delante del mostrador de saldos de madame Dubois, también conocida como señora Judkins. La modista examinó las tres imágenes de los medallones con una mezcla de confusión y desaliento.
—Sí, yo confeccioné este vestido —admitió—. Pero es muy extraño.
Su acento era algo más refinado que el de madame La Fontaine, pero igualmente falso.
—¿Qué tiene de extraño el vestido? —quiso saber Amity.
Madame Dubois alzó la vista, con el ceño fruncido por la perplejidad.
—No lo confeccioné para ninguna de estas tres jóvenes. Supongo que es posible que todas lo pidieran prestado o que lo compraran usado, pero no alcanzo a entender que alguien hiciera algo así.
—¿Porque está pasado de moda? —preguntó Penny.
—No —respondió madame Dubois, que se quitó los anteojos para leer y abandonó el acento francés, transformándose de inmediato en la señora Judkins—. Habría sido muy fácil modificarlo para que esté a la última moda. Me refiero a que no me imagino que una joven quiera casarse con un vestido relacionado con una tragedia tan espantosa. Traería muy mala suerte.
Amity supo que su hermana también contenía el aliento, como lo hacía ella.
—¿Cuál es la historia de este vestido? —preguntó Amity—. Es muy importante que nos la cuente.
—Ah. —La señora Judkins inclinó la cabeza, como si hubiera caído en la cuenta de algo—. Veo que estaba pensando en comprar el vestido para su boda.
—Bueno... —dijo Amity.
—Se lo desaconsejo firmemente, señorita Doncaster. No va a conseguir nada bueno si se pone ese vestido. La novia para quien se confeccionó murió de forma trágica semanas después de su boda. Aún estaba de luna de miel, de hecho.
—De eso hará unos dos años, ¿verdad? —terció Penny.
—Sí. —La señora Judkins chascó la lengua varias veces al tiempo que meneaba la cabeza—. Qué historia tan triste.
—¿Quién era la novia? —quiso saber Amity, que apenas podía creerse que estuvieran obteniendo respuestas a las preguntas que tanto ella como los demás se habían estado formulando.
—Adelaide Briar —contestó la modista—. Tengo los detalles en mis archivos, pero no necesito consultarlos. Lo recuerdo todo a la perfección, no solo porque la novia era encantadora y el vestido muy caro, sino también porque todo se hizo a la carrera. Mis costureras tuvieron que trabajar noche y día para tener el vestido a tiempo. Entre nosotras, estoy segura de que la novia estaba embarazada o, al menos, preocupada por la posibilidad de estarlo, no sé si me entienden.
—Había sido comprometida —suplió Penny.
—Sospecho que esa era la situación —admitió la señora Judkins—. Desde luego no fue la primera vez que me pidieron confeccionar un vestido con tantas prisas. Pero esa boda apresurada le costó la vida a la novia.
Amity tocó de forma instintiva el tessen que llevaba prendido a la cadena de la cintura.
—¿Qué le sucedió?
—No lo sé con exactitud. Los periódicos dijeron que se trató de un terrible accidente. La pareja viajó al continente para disfrutar de la luna de miel. Se alojaron en un viejo castillo transformado en un hotel muy exclusivo. En plena noche, se cayó por una ventana situada en uno de los pisos superiores. La caída le partió el cuello y al parecer el cristal le provocó unos cortes espantosos. Los relatos del suceso hablaban de que hubo mucha sangre. No, señorita Doncaster, es mejor que no se case con ese vestido.
Amity tragó saliva.
—La creo.
Penny observó con gran interés a la señora Judkins.
—¿Recuerda el nombre del novio?
—¿Cómo iba a olvidarlo? —replicó la modista.