32
La despertaron los ruidos que alguien hacía al manipular la leña de la chimenea. Abrió los ojos y observó a Benedict mientras añadía otro leño al fuego, que apenas tenía llama. Se había quitado las botas, el gabán y la corbata, y se había cubierto con la colcha. Estaba estirado en el suelo. Le resultó imposible no fijarse en que también se había quitado la camisa en algún momento, después de que ella se acomodara en el colchón, que estaba lleno de bultos. Dicha prenda descansaba en el respaldo de una silla.
Se mantuvo inmóvil, fingiendo estar dormida, y lo contempló con asombro y con un placer muy femenino. Las llamas iluminaban los contornos de su musculoso cuerpo. Tenía los hombros anchos y fuertes. Manejaba la leña con facilidad y con una economía de movimientos que resultaba elegante a la par que masculina. Recordó las caricias de sus manos en la piel y la invadió un repentino anhelo. Deseaba que la tocara de nuevo.
En ese momento se volvió hacia ella. La luz del fuego dejó a la vista la cicatriz que tenía justo por debajo de las costillas. La herida había sanado, pero la marca lo acompañaría toda la vida.
—Estás despierta, ¿verdad? —le preguntó.
—Sí —respondió ella.
—Lo siento. No pretendía despertarte. Solo estaba echando un leño al fuego.
Amity se incorporó hasta sentarse. Antes de acostarse, se había quitado las incómodas enaguas y se había desabrochado varios corchetes del cuello del vestido de viaje. Sin embargo, aunque no llevaba corsé, el tieso corpiño del vestido no le permitía estar mínimamente cómoda ni relajarse.
—No importa —replicó—. No puedo dormir. No dejo de ver el cuerpo de la señora Dunning y de oír el chasquido metálico que escuchamos justo antes de que se prendiera la mecha del explosivo.
—Qué coincidencia. Yo tengo las mismas visiones, salvo que las mías te incluyen a ti, tratando de correr con ese incómodo vestido y con la capa que llevas hoy.
Amity torció el gesto.
—Menos mal que, como miembro de la Asociación en pos de una Vestimenta Sensata, no llevo corsé y limito la ropa interior a un mínimo de tres kilos.
—¡Por Dios! ¿Tres kilos de ropa interior?
Amity se encogió de hombros.
—Una dama que siga los últimos dictados de la moda puede llevar encima más de quince kilos de ropa. La tela pesa mucho cuando la confeccionan a modo de prendas plisadas o drapeadas. Por no mencionar las botas y las capas.
Benedict sonrió.
—No te vistes así cuando viajas por el extranjero.
—No. Solo cuando estoy en casa, en Londres.
Amity vislumbró el ávido deseo que iluminó los ojos de Benedict. Como si fuera una especie de poder psíquico, provocó una respuesta inmediata en ella. La tensión se apoderó del ambiente. El pulso empezó a latirle más rápido. Sabía que él no haría el primer movimiento, no a menos que ella le dejara claro que sería bien recibido.
Se puso de pie. Las faldas del vestido, sin el armazón que eran las enaguas, cayeron en torno a sus piernas.
—Benedict, hoy nos hemos salvado gracias a ti —dijo—. Si no hubieras sabido lo que significaba ese chasquido metálico cuando pisaste la alfombra...
—Llevo años diseñando y experimentando con distintos tipos de dispositivos mecánicos. Conozco muy bien el chasquido.
—Sí. —Amity avanzó varios pasos hacia él y después se detuvo, insegura de cómo proceder—. Definitivamente tu conocimiento de la ingeniería y de otras... cuestiones es encomiable.
Él frunció el ceño.
—¿Te refieres a las matemáticas?
Ver su sincera perplejidad le otorgó cierta confianza. Tomó una bocanada de aire para relajarse y se colocó frente a él. Era consciente del calor del fuego y de otro tipo de calor...
—No, no me refiero a las matemáticas —contestó al tiempo que le pasaba un dedo por el áspero contorno de su mentón—. Me refería a tu experiencia en el arte de besar.
Benedict extendió los brazos y le tomó la cara entre las curtidas manos.
—Si soy bueno besándote es porque me resulta algo tan natural como respirar. Ahora mismo es lo que más deseo hacer.
Ella se quedó sin aliento.
—Lo que más deseo ahora mismo es que me beses.
—¿Estás segura? —le preguntó con voz ronca.
Amity colocó las manos sobre su torso, caliente por el fuego, y pensó en las noches que lo había tocado para comprobar si tenía fiebre. Aquellos primeros días de travesía en el barco estuvo muy preocupada. En ese momento, había otras cosas que la preocupaban, pero no quería pensar en ellas hasta que llegara la mañana. Recordó la pregunta que había visto poco antes en los ojos de Benedict, cuando ella se dirigió a la única cama que había en la estancia mientras él extendía la colcha en el suelo. En aquel instante, no supo qué contestarle. Pero por fin lo tenía claro.
—Tenemos esta noche —dijo.
Se puso de puntillas y le rozó los labios con los suyos.
Y esa fue la única respuesta que Benedict necesitó.
La pegó a él y atrapó su boca con una ternura feroz que enardeció todos sus sentidos. Amity se aferró a sus hombros como si le fuera la vida en ello.
Benedict siguió besándola cada vez con más pasión hasta dejarla sin aliento. Hasta que no pudo pensar en otra cosa que no fuera el profundo y doloroso deseo que crecía en su interior.
Benedict le desabrochó el resto de los corchetes que cerraban el corpiño del vestido, que cayó al suelo y quedó arrugado en torno a sus pies. Solo llevaba las medias, los calzones y la camisola.
—Al menos esta noche tenemos una cama —dijo Benedict, que habló con los labios pegados a su cuello—. No un montón de paja.
—Sí. —Amity le clavó las uñas en los fuertes músculos de los hombros—. Sí.
Él la alzó en brazos, acunándola un instante entre ellos, y acortó la escasa distancia que los separaba de la cama. Tras dejarla sobre la manta, se apartó lo justo para quitarse los pantalones y los calzoncillos.
El tamaño de su erección la fascinaba, aunque también la atemorizaba un poco. Recordaba lo incómodo que le había resultado acogerlo en su interior aquella primera vez en el establo. Se dijo que esta vez sería más fácil.
—Esta noche iremos despacio —le prometió él al tiempo que colocaba una rodilla en la cama para comprobar si aguantaba su peso.
Amity estaba tan nerviosa que soltó una risilla.
—La cama parece lo bastante recia —dijo—. No creo que vayas a mandarnos al suelo.
Benedict sonrió, oculto por las sombras.
—Espero que tengas razón.
Se colocó con mucho cuidado sobre ella, cubriéndola con el calor de su cuerpo. A fin de no aplastarla contra el colchón, apoyó su peso sobre los codos e inclinó la cabeza para besarla.
Amity sintió que todo en su interior se aceleraba. Se entregó al beso. Esa sensación de urgencia aumentó hasta convertirse en un exigente anhelo. De forma impulsiva, alzó las caderas para frotarse contra la rígida erección de Benedict.
Él se apartó de sus labios y la besó en el cuello.
—Me encanta tu olor —susurró.
Amity le aferró los hombros mientras él buscaba el bajo de la camisola para subírsela hasta la cintura. Acto seguido, introdujo una mano por la abertura de sus calzones y le acarició esa parte del cuerpo que ya se había derretido.
—Tan caliente —dijo—. Y tan mojada. —Le besó un pecho a través de la tela de la camisola—. Preparada para mí.
—Sí —logró replicar ella, si bien tenía un nudo en la garganta provocado por la arrolladora fuerza de ese torbellino que amenazaba con arrastrarla—. Para ti.
Benedict la besó de nuevo en la boca. Pero, en esa ocasión, no fue un beso erótico, más bien parecía estar sellando un voto solemne. Todavía estaba intentando comprender el significado de dicho beso cuando sintió que la penetraba con dos dedos.
Dio un respingo, pero no por el dolor. Se tensó por instinto en torno a sus dedos, que la penetraban de forma tentativa. Estaba muy sensible a esas alturas, porque cualquier caricia le provocaba un estremecimiento.
Benedict se detuvo y levantó la cabeza.
—¿Te estoy haciendo daño?
—No. —Lo instó a acercarse de nuevo a ella—. No, por favor. No te pares, sigue haciéndolo.
—Tengo que pararme.
—¿Por qué?
—Porque tu hermana me advirtió de que si te dejaba embarazada, me decapitaría.
—¿Cómo? ¿Penny te dijo eso? No me lo creo.
—Tal vez no lo dijera así tal cual, pero si no recuerdo mal, fue algo del estilo. La idea era dejarme bien claro que debía usar un condón. —Hizo una pausa—. Pero dada tu falta de experiencia, a lo mejor no sabes de lo que estoy hablando.
—Aunque me falte experiencia, no me faltan conocimientos médicos —replicó ella con un deje remilgado—. Mi padre me explicó cómo se usaba un condón.
—Por supuesto que lo hizo. —Benedict parecía dividido entre la risa y el enfado—. Supongo que no llevarás uno de sobra en los bolsillos de tu capa, ¿verdad?
Ella se puso colorada.
—Ahora te estás riendo de mí.
—Pues sí. —Cambió el peso del cuerpo—. Espera un momento. No tardo.
Tras levantarse de la cama, se acercó al gancho donde había colgado su gabán. Amity se incorporó sobre un codo para ver qué estaba haciendo. A la luz del fuego, lo observó sacar una cajita de cuero de un bolsillo.
—¿Quieres decir que has traído uno? —le preguntó, atónita—. ¿Has traído uno a un viaje para investigar un crimen?
Benedict se quedó petrificado, a todas luces inseguro de la respuesta correcta.
—¡Ah! —exclamó. Tras guardar silencio un instante, tomó una decisión—. Lo llevo encima desde que lo compré.
—¿Y cuándo lo hiciste exactamente?
—Poco después de que tu hermana me echara el sermón.
—Por el amor de Dios. —Amity se percató de que no sabía qué decir. Tras una breve reflexión, empezó a sonreír—. Al parecer, no soy la única que viaja preparada para cualquier eventualidad.
Benedict soltó una carcajada, un sonido ronco alimentado por el alivio que lo inundaba, y regresó a la cama. Tras abrir la cajita de cuero, sacó el condón. Amity observó, fascinada, cómo se lo colocaba.
Benedict se agachó para besarla.
—Esta vez disfrutarás de la experiencia, te lo prometo —dijo contra sus labios.
—Te creo.
No la penetró de inmediato. En cambio, la acarició hasta que de nuevo sintió un deseo palpitante y desesperado. Localizó ese punto en su interior donde le provocaba un placer exquisito, y también le dedicó su tiempo a la otra zona externa situada en la parte superior de su sexo. Concentró toda su atención en esos dos puntos hasta que Amity fue incapaz de pensar en otra cosa.
Cuando el placer la inundó en oleadas, jadeó, gritó y se aferró con fuerza a los hombros de Benedict.
En ese momento fue cuando la penetró, despacio y de forma deliberada, a fin de prolongar sus espasmos de placer. En esa ocasión, no hubo dolor, al contrario. La plenitud de su invasión, la tensión que la acompañaba, provocó otra nueva oleada de estremecimientos. A esas alturas, Amity era incapaz de respirar.
Lo escuchó gemir. La espalda de Benedict era un sólido bloque de músculos bajo sus manos.
Al cabo de un instante, él introdujo una mano entre sus cuerpos y Amity comprendió que estaba asegurando el condón mientras se movía en su interior. En el último momento, salió de ella. Amity lo estrechó contra su cuerpo mientras él alcanzaba el orgasmo.
Benedict se estremeció y después se dejó caer a su lado.