10
—Señorita Doncaster, soy incapaz de expresar la profunda admiración que siento, no solo por usted personalmente, sino por su narración sucinta y reflexiva —dijo Arthur Kelbrook—. He leído todos sus ensayos en El divulgador volante. Sus descripciones de los paisajes extranjeros son increíblemente brillantes. Es como si hubiera estado a su lado, viendo esos paisajes con usted. Nunca olvidaré la estampa poética del sol poniente en aquella isla de los Mares del Sur.
—Gracias, señor Kelbrook —repuso Amity. Se ruborizó, ya que no estaba acostumbrada a unos elogios tan exuberantes—. Es muy amable de su parte haberse tomado la molestia de leer mis reseñas en El divulgador volante.
El salón de recepciones del Círculo de Viajeros y Exploradores estaba atestado. El invitado de honor, Humphrey Nash, había concluido su charla hacía poco y estaba siendo adorado por su corte al otro lado de la habitación. Estaba rodeado de admiradores y de rivales por igual. Había, se percató Amity, un número considerable de damas en el grupo. El Círculo de Viajeros era una de las pocas instituciones dedicadas a los viajes y a la geografía que aceptaba mujeres, pero Amity sabía que no era el único motivo de que hubiera tantas mujeres en la recepción. Nash era alto, guapo y de constitución atlética, un hombre con un perfil patricio y unos penetrantes ojos verdes. Llevaba el pelo, castaño y rizado, corto como dictaba la moda.
Además, era un grandísimo fotógrafo. Sus magníficas fotografías de templos, jardines exóticos, montañas coronadas de nieve y monumentos antiguos decoraban las paredes.
Amity intentó no desviar la mirada hacia Humphrey, pero le costaba. Había estado muy nerviosa por asistir a la recepción de esa noche, pero una parte de sí misma también sabía que necesitaba ver a Humphrey de nuevo para demostrarse que lo que, a la edad de diecinueve años, creyó que era un corazón roto ya no lo era.
Esa noche, al verlo mientras imponía el silencio a su audiencia desde el estrado, se preguntó qué había visto en él. Seguía siguiendo el guapo y valiente explorador que la cautivó con diecinueve años, pero enseguida se había dado cuenta de que ya no estaba bajo su hechizo. Debía admitir que entrar en el salón de actos del brazo de su supuesto prometido le había proporcionado mucha satisfacción.
Seguramente fuera bastante inmaduro por su parte esperar que Humphrey se hubiera dado cuenta de que estaba sentada con Benedict entre el público y, tal vez, de que se hubiera enterado de su compromiso. Sin embargo, se dijo que se merecía disfrutar de ese momento. Al fin y al cabo, Humphrey le había provocado una tremenda humillación al aprovecharse de su inocencia e intentar convencerla para mantener una aventura ilícita. Su reputación había sufrido muchísimo a los diecinueve años, tanto que destruyó sus posibilidades de contraer un matrimonio respetable.
Menos mal, pensaba a menudo, que disfrutaba al viajar por el extranjero, porque no le quedó más remedio que abandonar el país. Sonrió al pensarlo. Partir para explorar el mundo era lo mejor que le había pasado en la vida.
Penny se encontraba más o menos en medio de la estancia. Estaba especialmente guapa con un vestido azul marino que resaltaba su pelo. El vestido azul había sido un movimiento osado. Según las normas sociales, una esposa debía pasar un año y un día vestida de negro. Amity se llevó una sorpresa, aunque para bien, al ver que Penny bajaba la escalera con ese vestido. Cierto que era una tonalidad muy oscura de azul, pero era, de todas formas, azul, ni negro ni gris.
Amity debía admitir que estaba disfrutando del hecho de que ella misma iba vestida a la moda, con mucha elegancia. Recordó la conversación que habían mantenido en el establecimiento de la modista.
—El verde oscuro atraerá las miradas hacia tus ojos y resaltará el color tan dramático de tu pelo oscuro —le había asegurado Penny—. Estoy segura de que el señor Stanbridge se llevará una buena sorpresa esta noche.
—¿Por qué diantres se iba a sorprender al verme con un vestido? —preguntó Amity. Acarició los preciosos y sedosos pliegues de la tela verde—. Ya me ha visto en numerosas ocasiones y te aseguro que llevaba un vestido en todas ellas. Ni que fuera desnuda en mis viajes por el extranjero.
La modista alzó la mirada al cielo y masculló un «Mon Dieu» con un acento francés atroz.
Penny no le hizo caso y miró a Amity con severidad.
—Supongo que en todas esas ocasiones lucías uno de esos sacos marrones o negros que te llevas a tus viajes.
—Soportan bien las arrugas y las manchas —repuso Amity, que se puso a la defensiva—. Y se lavan muy bien.
—Me da igual lo bien que se laven, se sequen o se planchen —replicó Penny—. Los colores te sientan fatal y, desde luego, no resaltan tus curvas de la misma manera que lo hará este vestido.
El vestido era muy sencillo y elegante, con mangas ceñidas y largas, y un corpiño que terminaba en punta justo por debajo de la cintura. La falda estaba confeccionada de tal manera que creaba una estrecha línea en la parte delantera, aunque permitía cierta facilidad de movimiento. En la espalda, la tela estaba plisada sobre un discreto polisón.
La modista se declaró espantada al ver el abanico de Amity. Madame La Fontaine insistió en que no favorecía el vestido. Sugirió que, en cambio, luciera uno clásico de delicadas varillas de madera que al abrirse desplegaba unas orquídeas. Sin embargo, Amity se mantuvo en sus trece. En ese caso, Penny se puso de su parte. Ninguna de las dos consideró sensato decirle a la modista que el abanico era, en realidad, un arma. La pobre mujer se habría muerto al saber que una dama pensaba llevar un cuchillo a una recepción. Esa noche, el tessen colgaba de la cadena de plata que Amity llevaba a la cintura.
—No me he perdido ni un solo informe de sus viajes —continuó Kelbrook—. Le aseguro que soy su lector más fiel, señorita Doncaster.
—Gracias —repitió Amity.
Retrocedió un paso en un intento por poner algo de distancia entre ellos. Sin embargo, Kelbrook dio un paso hacia ella. De repente, Amity se dio cuenta de que el brillo de sus ojos era excitación, no admiración, y un tipo de excitación bastante desagradable.
—Me quedé de piedra al enterarme de que fue atacada por ese monstruoso asesino que la prensa ha apodado «el Novio» —siguió él—. Debo preguntarle cómo consiguió escapar. Los informes de los periódicos eran muy vagos a ese respecto.
—La suerte tuvo mucho que ver —replicó Amity con sequedad. Retrocedió otro minúsculo paso—. Eso, junto con experiencia para salir de apuros.
No pensaba enseñarle su abanico. No tenía sentido llevar un arma oculta si todo el mundo conocía el secreto. Una no se confesaba con alguien que era prácticamente un desconocido, por mucho que profesara adorar sus escritos.
Arthur Kelbrook tendría cuarenta y tantos años. Era un hombre apuesto, aunque insípido, con unas entradas galopantes, ojos de un gris claro, labios suaves, manos anchas y cuello casi inexistente. Todos los indicios apuntaban a que estaba destinado a adquirir un estómago orondo con el paso de los años. Los botones que abrochaban su carísima chaqueta la tensaban a la altura de la cintura.
Desde luego que no era el hombre más guapo ni más distinguido de la estancia, pensó Amity, pero la sinceridad y la pasión que demostró cuando empezaron a hablar le pareció encantadora e incluso tierna. Kelbrook era la única persona que había conocido esa noche que parecía interesada de verdad en sus viajes. Todas las demás estaban embelesadas por Humphrey Nash.
Aunque eso no quería decir que no hubiera llamado la atención de varios hombres más de la sala, pensó. De vez en cuando, había captado las miradas especulativas que le lanzaban. Sabía que se estaban preguntando si una mujer que se atrevía a viajar sola por el extranjero era igual de atrevida en otros aspectos. No era la primera vez que se había topado con supuestos caballeros que suponían demasiadas cosas.
—Tengo entendido que la policía todavía no ha descubierto el cuerpo del Novio —comentó Kelbrook.
—No. —No quiso añadir que tal vez no hubiera cuerpo que encontrar.
Kelbrook bajó la voz y se acercó un poco más.
—También tengo entendido que había bastante sangre en el escenario del crimen.
El encanto que Arthur Kelbrook había demostrado hasta hacía poco desapareció por completo. Amity empezaba a perder la paciencia. Y la inquietud se abría paso en su interior.
—Cierto —repuso. Habló en tono vago mientras fingía escudriñar la sala—. Me pregunto dónde está mi prometido.
No había ni rastro de Benedict. Justo cuando necesitaba a un hombre, desaparecía, pensó ella.
—Seguro que se debatió con valor —siguió Kelbrook—. Pero ¿qué podría hacer una dama delicada y gentil como usted para defenderse de un monstruo excitado?
La intensidad del hombre aumentaba por momentos. Al igual que la expresión enfebrecida de su mirada.
Amity sintió que se le ponía el vello de la nuca de punta. Intentó rodear a Kelbrook, que se las había apañado para interponerse en su camino.
—Le aseguro que todo acabó en cuestión de minutos —respondió con brusquedad—. Me limité a saltar del carruaje.
—No puedo ni imaginarme lo que fue para usted estar inmovilizada bajo ese bruto, con sus manos tocando su cuerpo virginal mientras su camisón se enrollaba, roto, alrededor de su cintura y él tenía sin duda los pantalones desabrochados.
—Por el amor de Dios, señor, creo que está usted como una cabra.
Amity se dio media vuelta con la intención de marcharse. Se dio de bruces con un objeto grande e inamovible.
—Benedict. —Sobresaltada, se detuvo en seco. El sombrerito verde que tenía colocado para que cayera sobre la ceja izquierda se le soltó—. Ah, por Dios. —Consiguió atraparlo antes de que cayera al suelo—. No lo he visto ahí plantado, señor. ¿Tiene que acercarse a hurtadillas?
—¿Quién era? —preguntó Benedict.
La pregunta, que hizo en voz baja, iba cargada con una amenaza dura, feroz y más que peligrosa.
Amity se volvió a colocar el sombrerito y miró a Benedict. No la estaba mirando. Estaba concentrado en la multitud que ella tenía a su espalda. Miró por encima del hombro y vio a Arthur Kelbrook perderse entre la gente.
—¿El señor Kelbrook? —Se estremeció, asqueada, y miró de nuevo a Benedict—. Un caballero muy desagradable con una imaginación retorcidísima.
—En ese caso, ¿qué diantres hacía hablando con él a solas en esta hornacina?
Se sorprendió al escuchar su tono. Era imposible que Benedict estuviera celoso, ¿verdad? Claro que no lo estaba. Solo se preocupaba por su seguridad. Debería estarle agradecida. Y lo estaba. Muy agradecida.
—Le aseguro que fuimos debidamente presentados y que, al principio, la conversación fue muy normal —contestó ella—. El señor Kelbrook expresó un gran interés por los artículos de mis viajes. Pero luego empezó a pedirme detalles de mi encuentro con el asesino. Cuando rechacé dárselos, comenzó a inventarse unos cuantos bastante descabellados.
Benedict apartó la vista de Kelbrook y la atravesó con una mirada penetrante.
—¿Qué demonios quiere decir con eso de inventar?
Amity carraspeó.
—Creo que albergaba fantasías alocadas en las que el Novio me asaltaba.
—La asaltó.
—Al señor Kelbrook le emocionaba la idea de que me hubieran asaltado de un modo más íntimo, no sé si me entiende.
Durante un segundo, Benedict pareció no entenderla. Luego la rabia refulgió en su mirada.
—¿Se imaginaba que la habían violado? ¿Quería que le describiese ese escenario?
—Algo parecido, sí.
—Menudo hijo de puta —dijo Benedict en voz muy baja.
La gélida furia de sus ojos la asustó.
—Le aseguro que no hubo tiempo para algo así —se apresuró a decir—. Le he asegurado que me escapé sin sufrir daño alguno. Acababa de decirle al señor Kelbrook que está más loco que una cabra y estaba a punto de marcharme cuando ha aparecido usted.
—Ya me encargo yo de él —juró Benedict con el mismo tono de voz sereno.
Pese al miedo, Amity sintió una gran calidez. Benedict estaba decidido a protegerla de verdad. Estaba tan acostumbrada a estar sola y a tener que valerse por sí misma que no sabía muy bien cómo responder a esa situación.
—Aprecio el ofrecimiento, señor —dijo—. Pero es del todo innecesario que tome medidas al respecto.
—No ha sido un ofrecimiento —replicó Benedict.
—Benedict —dijo ella con firmeza—, no debe precipitarse. ¿Me entiende?
—Loco —dijo Benedict, que cambió de tema de forma abrupta.
Frunció el ceño al escucharlo.
—Excéntrico, desde luego, y maldecido con una imaginación escabrosa, pero no estoy segura de que se pueda decir que el señor Kelbrook está loco. No es el asesino, si se refiere a eso.
—¿Está segura?
—Totalmente. Todo en él era distinto: las manos, la altura, la voz... Todo.
—Ha dicho que estaba loco como una cabra.
—Era una forma de hablar.
—Logan y la prensa están convencidos de que el Novio está loco de atar —señaló Benedict.
—En fin, es evidente que ningún hombre en su sano juicio va por ahí matando mujeres. ¿Adónde quiere llegar?
—Se me acaba de ocurrir que tal vez estemos pasando por alto la pista más evidente. Si el asesino está loco, es más que posible que alguien que lo conozca bien, quizás algún miembro de su familia, esté al tanto de su comportamiento antinatural.
Amity sopesó la idea un momento.
—Puede que tenga razón. Pero ya sabe lo que sucede si hay algún indicio de locura en la familia. La gente haría cualquier cosa con tal de ocultarlo. Los rumores de locura en un linaje podrían destruir a una familia de clase alta. Otros miembros de su círculo social se negarían a que sus hijos o hijas se casaran con alguien de un clan que podría estar tocado por la locura.
—Claro que unas cuantas excentricidades y algún que otro comportamiento extraño pueden pasarse por alto —añadió Benedict con voz pausada.
—En fin, no cabe duda de que lo que algunos podrían llamar locura otros lo disculparían achacándolo a un comportamiento excéntrico —repuso ella—. Sin embargo, la tendencia al asesinato a sangre fría no se puede calificar de excentricidad, se mire como se mire.
—Semejante tendencia tampoco se puede calificar de locura.
—¿Y cómo la calificaría?
—De maldad.
El recuerdo de los instantes que pasó en el coche de alquiler con ese depredador humano la atravesó. Se dio cuenta de que sentía una opresión en el pecho. Se obligó a respirar. De forma instintiva, tocó el abanico. Podía cuidarse sola. Maldición, se había cuidado sola. Ya estaba a salvo.
Pero el monstruo seguía allí fuera, en las sombras.
—Sí —susurró ella—. Digan lo que digan los médicos acerca de su estado mental, no cabe la menor duda de que en el fondo el Novio es un ser malvado.
—Ese malnacido seguirá matando hasta que lo detengan. Es la naturaleza de la bestia. —Benedict hizo una pausa y frunció el ceño—. ¿Su hermana nos está haciendo señas para que nos acerquemos?
Amity miró hacia su hermana y vio que Humphrey Nash se había sumado al grupito de mujeres en el que estaba Penny. En ese momento, su hermana la miró y le indicó con un levísimo gesto de barbilla que se acercase.
Amity tomó una honda bocanada de aire para armarse de valor.
—Sí —contestó—. Creo que Penny intenta llamar nuestra atención.
—Nash está con ella.
—Así es.
Humphrey siguió la mirada de Penny y esbozó una sonrisa deslumbrante al ver a Amity. Ella le correspondió con una sonrisa amable de su cosecha.
—Creo que Nash está buscando una presentación —comentó Benedict.
—No es necesario —dijo Amity—. El señor Nash y yo ya nos conocemos.
Benedict parecía a punto de decir algo al respecto, pero se mordió la lengua. Tras aferrarle el brazo con afán posesivo, la acompañó hasta el otro lado de la estancia. Cuando llegaron al grupito, Penny se encargó de las presentaciones con su habitual aplomo.
—Por fin te veo, Amity —dijo Penny. Parpadeó—. ¿Qué diantres le ha pasado a tu sombrero?
—¿A mi sombrero? —Amity levantó una mano para tocarse la prenda—. Sigue en su sitio.
—Se te ha soltado. Da igual, ya lo arreglaremos después. —Penny extendió un brazo y le quitó el sombrero a su hermana—. Creo que ya conoces al señor Nash.
—Fuimos presentados en otro tiempo —repuso Amity. Se enorgulleció del tono educado y distante con el que las palabras salieron de su boca. Benedict le aferró el brazo con más fuerza, como si estuviera preparado para alejarla de las garras de Humphrey en caso de ser necesario.
—Amity, es un placer volver a verla —dijo Humphrey. Su mirada se tornó cálida—. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Seis años?
—El tiempo vuela, ¿no es verdad? —replicó ella. Lo miró con una sonrisa serena—. ¿Conoce a mi prometido, el señor Stanbridge?
—Me temo que no. —Parte de la calidez desapareció de los ojos de Humphrey. Le dirigió una corta mirada a Benedict, estudiándolo—. Stanbridge.
—Nash —replicó el aludido.
E inmeditamente, Humphrey volvió a concentrarse en Amity.
—He disfrutado mucho de sus esporádicos artículos en El divulgador volante.
—Gracias —dijo—. Debo decirle que sus fotografías son brillantes, como de costumbre.
—Es un placer saber que las aprueba, sobre todo porque ha visitado en persona algunos de los lugares y de los temas que he fotografiado —replicó Humphrey—. Está en una situación excelente para juzgar la calidad de las imágenes.
—Son espectaculares —le aseguró ella. Era la verdad, pensó—. Tiene mucho talento para capturar la esencia de cada paisaje: la belleza del desierto al atardecer, los elementos artísticos de un templo o la gloriosa panorámica desde la cima de una montaña. Desde luego, su trabajo va más allá de fotografiar imágenes. Es un artista con su cámara.
—Gracias —dijo Humphrey—. Me encantaría poder hablar de nuestras observaciones personales. Tal vez sea posible vernos en un futuro cercano...
—Siento interrumpir —dijo Benedict. Se sacó el reloj de bolsillo y abrió la tapa dorada—. Pero creo que ha llegado el momento de que nos marchemos, Amity. Tenemos otra cita esta noche.
Amity lo miró con el ceño fruncido.
—¿A qué cita se refiere?
—Tal vez se me haya olvidado comentárselo antes —contestó Benedict sin alterarse—. Es con un tío ya entrado en años. Quiero que lo conozca. La pondré al día cuando estemos en el carruaje. Señora Marsden, ¿está lista para irse?
—Sí, por supuesto —contestó Penny. La situación parecía hacerle gracia.
Benedict cogió a Amity del brazo y se detuvo el tiempo justo para lanzarle una última mirada a Humphrey.
—Unas fotografías interesantes, Nash. ¿Qué clase de cámara usa?
—El último modelo de Presswood —contestó Humphrey con sequedad—. Fue modificada especialmente por el fabricante siguiendo mis instrucciones. ¿Es usted fotógrafo?
—El tema me despierta cierto interés —contestó Benedict. Se volvió hacia Amity y Penny—. Señoras, ¿están listas?
—Desde luego —respondió Penny.
Amity se despidió de Humphrey con un gesto de cabeza.
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches —repuso Humphrey. Sus ojos tenían otra vez esa expresión cálida.
Benedict alejó a Amity y a Penny de allí antes de que pudieran decir algo más. Amity estaba segura de que a Penny le costaba contener la risa, pero ella estaba demasiado molesta con Benedict como para preguntarle a su hermana qué le hacía tanta gracia.
Al llegar al vestíbulo, Amity y Penny recogieron sus capas. Los tres salieron a los escalones de entrada. Era una noche estival en la que soplaba una brisa fresca, pero seguía sin llover, pensó Amity.
Benedict le dio unas instrucciones al portero, que envió a un mozo en busca del carruaje.
Se produjo un breve silencio mientras esperaban la llegada del vehículo. Amity miró a Benedict. A la brillante luz de la farola de gas, su rostro estaba ensombrecido por un tenebroso claroscuro.
—Ni se le ocurra decirme que cree que el señor Nash pueda ser el asesino —dijo ella.
—Es un fotógrafo profesional —repuso Benedict.
—Créame, sabría si el señor Nash fue quien me secuestró —replicó Amity con voz brusca.
—Mi hermana tiene razón —añadió Penny en voz baja—. Habría reconocido al señor Nash como el asesino si hubiera sido él quien intentó secuestrarla.
Benedict observó a Amity con una expresión indescifrable.
—¿Eso quiere decir que conoce bien a Nash?
—Nos conocimos aquí en Londres cuando yo tenía diecinueve años —contestó Amity con sequedad—. Pero, poco después, se fue a Egipto para fotografiar los monumentos. No he vuelto a verlo en los últimos seis años. Aunque nuestras respectivas profesiones nos han llevado por todo el mundo, nunca hemos estado en el mismo lugar a la vez.
—Ya no se puede decir lo mismo, ¿verdad? —dijo Benedict—. Por alguna increíble coincidencia, los dos están en Londres en el mismo momento.
Amity lo fulminó con la mirada.
—¿Qué diantres está insinuando?
—Nash la buscó entre una multitud esta noche porque quiere algo de usted.
—Sí, lo sé. Ya ha oído lo que ha dicho. Quiere hablar de nuestras experiencias en los lugares que hemos visitado.
—No —la contradijo Benedict—. Es una excusa, estoy seguro.
Penny esbozó una sonrisa serena.
—Sería mejor continuar con tan encantadora conversación en otro momento, ¿no? Tal vez cuando no haya nadie más cerca. Aunque reconozco que me hace bastante gracia, es una discusión que es mejor mantener en privado.
Amity contuvo un suspiro.
—Por el amor de Dios, el señor Stanbridge y yo discutimos de un asunto absolutamente insignificante. Te pido disculpas, Penny.
—Yo también —dijo Benedict—. Como si no tuviéramos cosas más importantes de las que ocuparnos.
—Así es —repuso Penny—. Ah, por fin llega el carruaje.
—Ya era hora —dijo Benedict—. Vamos a llegar tarde. Hay bastante tráfico esta noche.
Amity enarcó las cejas.
—¿Quiere decir que tenemos una cita de verdad? ¿No se lo ha inventado a modo de excusa para irnos antes de tiempo?
—Hace poco recibí un mensaje de mi tío —contestó Benedict—. Quiere hablar con nosotros esta noche.
—¿Con nosotros? —Un ramalazo de emoción recorrió a Amity—. ¿Eso quiere decir que Penny y yo vamos a acompañarlo?
—No, solo es necesario que venga usted. Dejaremos a su hermana en casa de camino.
—Pero ¿por qué quiere verme su tío? —preguntó Amity.
—No lo sé todavía, pero supongo que quiere interrogarla en profundidad con respecto a nuestras experiencias en Saint Clare y a bordo del Estrella del Norte. Confieso que mis recuerdos de los primeros días del viaje hacia Nueva York son un poco difusos. Además, estuve encerrado en mi camarote bastante tiempo. Aunque no sea consciente, tal vez tenga información nueva sobre los sucesos de la que yo carezco.
—Entiendo —dijo Amity—. Supongo que intenta identificar a la persona que le disparó.
—Desde luego que quiere averiguar la identidad del espía ruso que asesinó a Alden Cork en Saint Clare. A mí tampoco me importaría verme las caras con ese agente.
—Dudo mucho que pueda ayudar a su tío, pero desde luego que lo intentaré —aseguró Amity.
—Excelente —dijo Benedict. Miró a Penny—. La llevaremos antes a casa, señora Marsden. Después, Amity y yo seguiremos hasta casa de mi tío.
—Muy bien —replicó Penny—. Pero espero que no empiece de nuevo la discusión acerca de las intenciones del señor Nash.
Amity sonrió mostrando una expresión despreocupada.
—No habrá más discusiones por un asunto tan nimio porque no hay nada de lo que discutir.
—Nash quiere algo —insistió Benedict—. Hágame caso.
Penny suspiró.
—Creo que el trayecto hasta Exton Street va a ser muy largo.
Contra todo pronóstico, la paz reinó en el coche de alquiler hasta que este se detuvo delante de la casa de Penny. Amity se sorprendió al ver un cabriolé esperando en la calle. Solo alcanzaba a ver un atisbo de la figura del pasajero. Un mal presentimiento se apoderó de ella.
—Hay alguien ahí —dijo Amity—. No sé quién podría venir a estas horas de la noche.
—Yo tampoco —repuso Penny.
Benedict ya había abierto la portezuela. Saltó al suelo. Amity se quedó de piedra al verlo sacar una pistola de su abrigo. Quería preguntarle cuándo había adquirido la costumbre de ir armado, pero no tuvo oportunidad.
—Ya me encargo yo de quienquiera que esté en ese cabriolé —les aseguró él—. Entren en casa, las dos, y cierren con llave.
—Benedict, le pido por favor que no se enfrente solo a quienquiera que esté en ese carruaje. Se supone que hay un agente de policía montando guardia. Que se encargue él del asunto.
—A la casa —repitió Benedict—. Y me lo tomaría como un favor personal si lo hiciesen deprisa, Amity.
—Tiene razón —dijo Penny.
Penny fue la primera en descender del coche de alquiler y subir los escalones de entrada a la casa. Amity la siguió, pero metió la mano debajo de la capa y soltó el abanico de su cadena de plata.
Los tres vieron, asombrados, cómo un hombre se apeaba del cabriolé de alquiler y saltaba a la calle.
—Inspector Logan —dijo Penny, que sonrió con evidente alivio—. Es un placer volver a verlo.
—Buenas noches, señora Marsden. —Logan saludó a Amity con un movimiento de la cabeza—. Señorita Doncaster. —Miró el arma que Benedict tenía en la mano—. Esta noche no va a necesitar eso. El agente Wiggins está haciendo guardia en el parque que hay al otro lado de la calle.
—¿Qué diantres hace aquí a esta hora? —Benedict hizo desaparecer el arma en su abrigo—. ¿Tiene alguna noticia?
Logan se metió la mano en el abrigo y sacó un sobre.
—Tengo la lista de invitados del baile de los Channing. —Sonrió a Penny—. Tenía razón, señora Marsden. Pude conseguirla a través del periodista de El divulgador volante que cubre los actos sociales. Ha sido una fuente de información increíble. Lo tendré en cuenta para investigaciones futuras.
A la luz de la farola de gas, Amity no estaba segura, pero habría jurado que Penny se ruborizó.
—Me alegro de haber sido de ayuda, inspector —replicó Penny—. ¿Le apetece entrar? Podemos repasarla ahora mismo. El señor Stanbridge y mi hermana tienen otra cita esta noche. ¿No es verdad, Amity?
Amity recuperó la compostura a toda prisa.
—Sí, así es. —Miró al inspector Logan con una sonrisa—. Me van a presentar a uno de los parientes de mayor edad del señor Stanbridge.
—Tío Cornelius tiene unos horarios extraños —añadió Benedict.
—Nos vemos después, Amity —dijo Penny, que subió los escalones y sacó la llave de la casa. Logan la siguió al interior del pasillo principal tenuemente iluminado. La puerta se cerró.
Amity miró a Benedict.
—¿Desde cuándo los inspectores de Scotland Yard van a ver a testigos a las diez de la noche?
Benedict tenía la vista clavada en la puerta principal.
—No tengo la menor idea.